En la actividad creadora de Paul
Valéry (1871-1945) tuvo un lugar importante la reflexión sobre la poesía y la
estética. Se puso de relieve en artículos, prólogos y conferencias que, con la
densidad y penetración que caracterizaron al autor, fueron configurando una
verdadera teoría estética y poética. Valéry huye de los lugares comunes, de los
usos sociales políticos, pedagógicos, institucionales… de la poesía, en la
búsqueda de aquello que le es propio y necesario para ser poesía.
Paul Valéry
Teoría poética y estética
1
Introducción al
conocimiento de la diosa[1]
Una
duda ha desaparecido del espíritu desde hace unos cuarenta años. Una
demostración definitiva ha vuelto a relegar entre los sueños la antigua
ambición de la cuadratura del círculo. Felices los geómetras, que resuelven de
vez en cuando semejante nebulosa de su sistema; pero los poetas lo son menos;
todavía no se han cerciorado de la imposibilidad de cuadrar todo pensamiento en una forma poética.
Como
las operaciones que llevan al deseo a construirse una figura de lenguaje,
armoniosa e inolvidable, son muy secretas y muy complejas, todavía es lícito
—lo será siempre— dudar si la especulación, la historia, la ciencia, la
política, la moral, la apologética (y, en general, todos los temas de la
prosa), pueden tomar por apariencia la apariencia musical y personal de un
poema. Solamente sería una cuestión de talento: ninguna interdición absoluta.
La anécdota y su moralidad, la descripción y la generalización, la enseñanza,
la controversia: no veo materia intelectual que no se haya visto a lo largo de
los tiempos forzada al ritmo y sometida por el arte a extrañas, a divinas
exigencias.
Al
no estar elucidados ni el objeto exacto de la poesía ni los métodos para dar
con él, callando aquellos que los conocen, disertando aquellos que los ignoran,
toda nitidez sobre estas cuestiones sigue siendo individual, está permitida la
mayor contrariedad en las opiniones, y existen, para cada una de ellas,
ilustres ejemplos de experiencias difíciles de controvertir.
Gracias
a esta incertidumbre, la producción de poemas aplicados a los temas más
diversos ha perseverado hasta nosotros; incluso las más grandes obras
versificadas, las más admirables, tal vez, que se nos han transmitido,
pertenecen al orden didáctico o histórico. De
natura rerum, las Geórgicas, la Eneida, La Divina Comedia, La leyenda de los
siglos… extraen una parte de su sustancia y de su interés a las nociones
que habría podido recibir la prosa más indiferente. Pueden traducirse sin
volverlas insignificantes. Luego era de presentir que llegaría un tiempo en que
los vastos sistemas de esta especie cederían a la diferenciación. Puesto que
podemos leerlas de varias maneras independientes entre sí, o desunirlas en
distintos momentos de nuestra atención, esta pluralidad de lecturas debía
conducir un día a una especie de división del trabajo. (Es así como la consideración
de un cuerpo cualquiera ha exigido, con el correr del tiempo, la diversidad de
las ciencias).
Por
último vemos, hacia la mitad del siglo XIX, afirmarse en nuestra literatura una
notable voluntad de aislar definitivamente la Poesía de cualquier otra esencia
ajena. Semejante preparación de la poesía en estado puro había sido predicha y
recomendada con la mayor precisión por Edgar Poe. No es por tanto sorprendente
ver como se inicia en Baudelaire ese intento de una perfección preocupada sólo
de sí misma.
Al
mismo Baudelaire corresponde otra iniciativa. El primero entre nuestros poetas
sufre, invoca, interroga a la Música. Con Berlioz y con Wagner, la música
romántica había perseguido los efectos de la literatura. Los consiguió
superiormente; lo que es fácil de concebir, pues la violencia, si no el
frenesí, la exageración de profundidad, de angustia, de brillo o de pureza que
eran del gusto de aquellos tiempos, apenas se traducen en el lenguaje sin
arrastrar con ellos un sinfín de necedades y de ridículos insolubles en la
duración; esos elementos de ruina son menos sensibles en los músicos que en los
poetas. Es, tal vez, que la música arrastra con ella una clase de vida que nos
impone mediante lo físico, en tanto que los monumentos de la palabra nos requieren,
por el contrario, que se la prestemos…
Sea
como fuere, llegó una época para la poesía en la que se sintió empalidecer y
desvanecer ante las energías y los recursos de la orquesta. El más rico, el más
resonante poema de Hugo, está lejos de comunicar a su auditor esas ilusiones
extremas, esos estremecimientos, esos transportes; y, en el orden quasi intelectual, esas fingidas
lucideces, esos tipos de pensamiento, esas imágenes de una extraña matemática
ejecutada, que libera, dibuja o fulmina la sinfonía; que ella extenúa hasta el
silencio, o que ella aniquila de improviso, dejando tras sí en el alma la
extraordinaria impresión de la omnipotencia y de la mentira… Nunca, quizá, han
parecido tan específicamente amenazadas la confianza que los poetas depositan
en su genio particular, las promesas de eternidad que han recibido desde la
juventud del mundo y del lenguaje, su posesión inmemorial de la lira, y ese
primer puesto que se precian de ocupar en la jerarquía de los servidores del
universo. Salían abrumados de los conciertos. Abrumados, embelesados; como si,
transportados al séptimo cielo, por un cruel favor se les hubiera arrebatado
hasta esa altura sólo para que conocieran una luminosa contemplación de
posibilidades prohibidas y de maravillas inimitables. Cuanto más agudas e
incontestables sentían esas imperiosas delicias, más presente y desesperado era
el sufrimiento de su orgullo.
El
orgullo los aconsejaba. Él es, en los hombres de espíritu, una necesidad vital.
Inspiró,
a cada uno según su naturaleza, el espíritu de la lucha —extraña lucha
intelectual—; todos los medios del arte de los versos, todos los artificios de
retórica y de prosodia conocidos fueron recordados; muchas novedades conminadas
a presentarse a la consciencia sobreexcitada.
Aquello
que fue bautizado: el Simbolismo, se
resume muy simplemente en la intención común a varias familias de poetas (por
otra parte enemigas entre sí) de «recuperar sus bienes de la Música». No es
otro el secreto de este movimiento. La oscuridad, las rarezas que tanto se le
reprocharon; la apariencia de relaciones demasiado íntimas con las literaturas
inglesa, eslava o germánica; los desórdenes sintácticos, los ritmos
irregulares, las curiosidades del vocabulario, las figuras continuas…, todo se
deduce fácilmente tan pronto como se admite el principio. En vano se aferraban
los observadores de tales experiencias, y aquellos mismos que las practicaban,
a esa pobre palabra de Símbolo. Sólo
contiene lo que uno quiere; si alguien le atribuye su propia esperanza, ¡la
encuentra! Pero estábamos nutridos de música, y nuestras cabezas literarias
únicamente soñaban con obtener del lenguaje casi los mismos efectos que
producían las causas puramente sonoras sobre nuestros entes nerviosos. Unos,
Wagner, otros amaban a Schumann. Podría escribir que los odiaban. A la
temperatura del interés apasionado, esos dos estados son indiscernibles.
Una
exposición de las tentativas de esta época requeriría un trabajo sistemático.
Raramente se han consagrado, en tan pocos años, mayor fervor, mayor audacia,
mayores investigaciones teóricas, mayor saber, mayor atención piadosa y mayores
disputas, al problema de la belleza pura. Se puede decir que fue abordada por
todas partes. El lenguaje es algo complejo; su múltiple naturaleza permite a
los investigadores la diversidad de ensayos. Algunos, que conservaban las
formas tradicionales del Verso francés, se ejercitaban en eliminar las
descripciones, las sentencias, las moralidades, las precisiones arbitrarias;
purgaban su poesía de casi todos esos elementos intelectuales que la música no
puede expresar. Otros daban a todos los objetos significaciones infinitas que
suponían una metafísica oculta. Se valían de un delicioso material ambiguo.
Poblaban sus parques encantados y sus selvas evanescentes de una fauna ideal.
Cada cosa era alusión; nada se limitaba a ser; todo pensaba en esos reinos
ornados de espejos; o, al menos, todo parecía pensar… En otra parte, algunos
magos más voluntariosos y más razonadores acometían la antigua prosodia.
Parecía que para algunos la audición coloreada y el arte combinatorio de las
aliteraciones ya no tenían secretos; trasladaban deliberadamente los timbres de
la orquesta a sus versos: no siempre se engañaban. Otros recuperaban sabiamente
la ingenuidad y las gracias espontáneas de la antigua poesía popular. La
filología y la fonética eran citadas en los eternos debates de esos rigurosos
amantes de la Musa.
Fue
un tiempo de teorías, de curiosidades, de glosas y de explicaciones
apasionadas. Una juventud bastante severa rechazaba el dogma científico que
empezaba a no estar de moda y no adoptaba el dogma religioso que todavía no lo
estaba; creía encontrar en el culto profundo y minucioso del conjunto de las
artes una disciplina, y puede que una verdad, sin equívoco. Poco faltó para que
se estableciera una especie de religión… Pero las mismas obras de esa época no
revelan positivamente esas preocupaciones. Todo lo contrario, hay que observar
con detenimiento lo que prohíben, y lo que dejó de aparecer en los poemas,
durante el período del que hablo. Parece que el pensamiento abstracto, en otro
tiempo admitido en el Verso mismo, habiéndose hecho casi imposible de combinar
con las emociones inmediatas que se deseaba provocar a cada instante, exilado
de una poesía que se quería reducir a su propia esencia, amedrentado por los
efectos multiplicados de sorpresa y de música que el gusto moderno exigía, se
hubiera trasladado en la fase de preparación y en la teoría del poema. La
filosofía, e incluso la moral, tendieron a huir de las obras para situarse en
las reflexiones que las preceden. Se trataba de un auténtico progreso. La filosofía, si se le
descubren las cosas vagas y las cosas refutadas, se reduce ahora a cinco o seis
problemas, precisos en apariencia, indeterminados en el fondo, negables a
voluntad, siempre reducibles a querellas lingüísticas y cuya solución depende
de la manera de escribirlos. Pero el
interés de esos curiosos trabajos no es tan menguado como se podría pensar:
reside en esa fragilidad y en esas mismas querellas, esto es, en la delicadeza
del aparato lógico y psicológico cada vez más sutil que exigen que se emplee;
ya no reside en las conclusiones. Hacer filosofía ha dejado de ser emitir
consideraciones incluso admirables sobre la naturaleza y sobre su autor, sobre
la vida, sobre la muerte, sobre la duración, sobre la justicia… Nuestra
filosofía está definida por su aparato, y no por su objeto. No puede separarse
de sus dificultades propias, que constituyen su forma; y no adoptaría la forma
del verso sin perder su ser, o sin corromper el verso. Hablar hoy de poesía
filosófica (aun invocando a Alfred de Vigny, Leconte de Lisie y algunos otros)
es confundir ingenuamente las condiciones y las aplicaciones del espíritu
incompatibles entre sí. ¿No es olvidar que el fin del que especula es el de
fijar o crear una noción, es decir, un poder
y un instrumento de poder, mientras
que el poeta moderno intenta producir en nosotros un estado, y llevar este estado excepcional al punto de un goce
perfecto?…
Este,
a un cuarto de siglo de distancia, y separado de ese día por un abismo de
acontecimientos, me parece en conjunto el gran designio de los simbolistas. No
sé lo que la posteridad retendrá de sus multiformes esfuerzos, ella que no es
necesariamente un juez lúcido y equitativo. Semejantes tentativas van
acompañadas de audacias, de riesgos, de crueldades exageradas, de
infantilismos… La tradición, la inteligibilidad, el equilibrio psíquico, que
son las víctimas ordinarias de los movimientos del espíritu hacia su objeto,
han sufrido en ocasiones por nuestra devoción a la más pura belleza. Fuimos
tenebrosos a veces; y a veces, pueriles. Nuestro lenguaje no siempre fue tan
digno de alabanzas y de duración como nuestra ambición le deseaba; y nuestras
innumerables tesis pueblan melancólicamente el dulce infierno de nuestro
recuerdo… ¡Valga todavía para las obras, valga para las opiniones y las
preferencias técnicas! Pero nuestra Idea misma, nuestro Bien Soberano, ¿no son
ya más que pálidos elementos del olvido? ¿Hay que perecer hasta ese punto? ¿Cómo
perecer, oh camaradas? ¿Qué es entonces lo que ha alterado tan secretamente
nuestras certidumbres, atenuado nuestra verdad, dispersado nuestros ánimos? ¿Se
ha llegado al descubrimiento de que la luz puede envejecer? ¿Y cómo puede ser
(ahí está el misterio) que aquellos que vinieron después de nosotros, y que se
irán igualmente, vanos y desengañados por un cambio muy similar, hayan tenido
otros deseos que los nuestros y otros dioses? ¡Nos parecía tan claro que
nuestro ideal no tenía defecto! ¿No se deducía de toda la experiencia de las
literaturas anteriores? ¿No era ésa la flor suprema, y maravillosamente
retardada, de toda la profundidad de la cultura?
Se
proponen dos explicaciones de esta especie de ruina. Podemos pensar, en primer
lugar, que éramos las simples víctimas de una ilusión espiritual. Una vez
disipada, nos quedaría únicamente la memoria de actos absurdos o de una pasión
inexplicable… Pero un deseo no puede ser ilusorio. Nada es más específicamente
real que un deseo, en tanto que deseo: semejante al Dios de san Anselmo, su
idea, su realidad, son indisolubles. Hay por tanto que buscar otra cosa, y
encontrar para nuestra ruina un argumento más ingenioso. Hay que suponer, por
el contrario, que nuestra vía era la única; que mediante nuestro deseo llegábamos
a la esencia misma de nuestro arte, y que verdaderamente habíamos descifrado el
significado de conjunto de las labores de nuestros ancestros, recogido lo que
se manifiesta más delicioso en sus obras, compuesto nuestro camino con esos
vestigios, seguido hasta el infinito esa pista preciosa, favorecida de palmas y
de pozos de agua dulce; en el horizonte, siempre, la poesía pura… Allí el
peligro; allí, precisamente, nuestra pérdida; y allí mismo, el fin.
Pues
una verdad de esta clase es un límite del mundo; no está permitido
establecerse. Nada tan puro puede coexistir con las condiciones de la vida.
Atravesamos solamente la idea de la perfección como la mano corta impunemente
la llama; pero la llama es inhabitable, y las moradas de la serenidad más elevada
están necesariamente desiertas. Quiero decir que nuestra tendencia hacia el
extremo rigor del arte —hacia una conclusión de las premisas que nos proponían
los logros anteriores—, hacia una belleza siempre más consciente de su génesis,
siempre más independiente de sus sujetos,
y de los incentivos sentimentales vulgares lo mismo que de los burdos afectos
de la grandilocuencia —todo ese celo excesivamente ilustrado conducía tal vez a
un estado casi inhumano—. Se trata de un hecho general: la metafísica, la
moral, e incluso las ciencias, lo han experimentado.
La
poesía absoluta sólo puede proceder por maravillas excepcionales: las obras que
compone constituyen enteramente lo que se advierte de más raro e improbable en
los tesoros imponderables de una literatura. Pero, como el vacío perfecto, y lo
mismo que el grado más bajo de la temperatura, que no pueden alcanzarse, que no
se dejan aproximar sino al precio de una progresión agotadora de esfuerzos, así
la pureza última de nuestro arte exige a los que la conciben tan largas y rudas
obligaciones que absorben la alegría natural de ser poeta, para dejar por
último únicamente el orgullo de no estar nunca satisfecho. Esta severidad
resulta insoportable a la mayoría de los jóvenes dotados del instinto poético; nuestros
sucesores no han envidiado nuestro tormento; no han adoptado nuestras
delicadezas; en ocasiones han tomado por libertades lo que nosotros habíamos
ejercitado como nuevas dificultades; y a veces han desgarrado lo que nosotros
sólo pretendíamos disecar. Han reabierto también sobre los accidentes del ser
los ojos que nosotros habíamos cerrado para parecemos más a su sustancia… Todo
ello era de prever. Pero tampoco la continuación era imposible de conjeturar.
¿No deberíamos intentar algún día vincular nuestro pasado anterior y ese pasado
que vino después de él, tomando prestadas de uno y de otro aquellas enseñanzas
que son compatibles? Aquí y allá veo hacerse ese trabajo natural en algunos
espíritus. La vida no procede de otro modo; y ese mismo proceso que se observa
en la sucesión de los seres, y en el que se combinan la continuidad y el
atavismo, lo reproduce la vida literaria en sus encadenamientos…
Esto
es lo que le decía al Sr. Fabre, un día que había venido a hablarme de sus
búsquedas y de sus versos. No sé qué espíritu de imprudencia y de error había
inspirado a su alma sabia y clara el deseo de interrogar a otra que no lo es
demasiado. Buscábamos explayarnos sobre la poesía, y aunque ese género de
conversación pase y repase muy fácilmente por el infinito, lográbamos no
perdernos. Es que nuestros pensamientos diferentes, cada uno moviéndose y
transformándose en su infranqueable dominio, conseguían mantener una notable
correspondencia. Un vocabulario común —el más preciso que existe— nos permitía
a cada instante no desavenirnos. El álgebra y la geometría, sobre cuyo modelo
me cercioro de que el futuro sabrá construir un lenguaje para el intelecto, nos
permitían, de vez en cuando, intercambiar signos precisos. Encontraba en mi
visitante uno de esos espíritus por los que el mío siente debilidad. Me gustan
esos amantes de la poesía que veneran demasiado lúcidamente a la diosa para
dedicarle la flojedad de su pensamiento y el relajamiento de su razón. Saben
que no exige el sacrifizio
dell’Intelletto. Ni Minerva, ni Palas, ni Apolo cargado de luz aprueban
esas abominables mutilaciones que algunos de sus desorientados devotos infligen
al organismo del pensamiento; los rechazan con horror, portadores de una lógica
sangrienta que acaban de arrancarse y quieren consumir sobre sus altares. Las
verdaderas divinidades no gustan de las víctimas incompletas. Sin duda piden
hostias; es la exigencia común a todas las potencias supremas, pues tienen que
vivir, pero las quieren enteras.
El
Sr. Luden Fabre lo sabe bien. No en vano se ha dado una cultura singularmente
densa y completa. El arte del ingeniero, al que consagra no la mejor, pero
quizás sí la mayor parte de su tiempo, requiere ya largos estudios y conduce al
que se distingue a una compleja actividad: hay que manejar al hombre,
inspeccionar la materia, toparse con problemas imprevistos, en los cuales la
técnica, la economía, las leyes civiles y las leyes naturales introducen
exigencias que contradicen las soluciones satisfactorias. Ese género de
razonamiento sobre sistemas complejos no se presta a tomar forma general. No
existen fórmulas para casos tan particulares, ni emociones entre dos temas tan
heterogéneos; nada se hace sobre seguro, e incluso los tanteos no son aquí otra
cosa que tiempos perdidos si no los orienta un sentido muy sutil. A los ojos de
un observador que sepa ignorar las apariencias, esta actividad, esas dudas
meditadas, esa espera en la tensión, esos hallazgos, son bastante comparables a
los momentos interiores de un poeta. Pero hay pocos ingenieros, me temo, que
sospechen estar tan próximos como sugiero a los inventores de figuras y a los
ajustadores de palabras… No hay muchos más que hayan practicado, como lo ha
hecho el Sr. Fabre, profundos boquetes en la metafísica del ser. Ha frecuentado
las filosofías. La teología misma no le es desconocida. No ha creído que el
mundo intelectual fuera tan joven y restringido como el vulgo actual lo
imagina. ¿Quizá su espíritu positivo simplemente ha estimado la pequeñez de una
probabilidad? ¿Cómo creer sin ser extrañamente crédulo, que los mejores
cerebros durante una decena de siglos se hayan agotado, sin fruto alguno, en
especulaciones vanas y severas? Pienso, a veces (pero vergonzantemente y en el
secreto de mi corazón) que un futuro más o menos lejano contemplará los
inmensos trabajos realizados en nuestros días sobre lo continuo, lo transmito, y
algunos otros conceptos cantónanos, con ese aire de piedad que nosotros
brindamos a las bibliotecas escolares… ¡Pero la teología tiene por materia
ciertos textos y el Sr. Fabre no ha reculado ante el hebreo!…
Esa
cultura general más esos hábitos de rigor, ese sentido práctico y decisivo, más
esos conocimientos gloriosamente inútiles, muestran en conjunto una voluntad
que los compone y los ordena. Llega a suceder que se los ordene a la poesía. El
caso es relevante, puede esperarse ver un espíritu de tal preparación y de tal
nitidez retomar según su naturaleza los problemas eternos sobre los que he
dicho unas palabras, unas páginas atrás. Si se redujera a una inteligencia
puramente técnica, lo veríamos sin duda innovar brutalmente, y aportar, en un
arte antiguo, una energía a las invenciones ingenuas. Los ejemplos pueden
encontrarse: el papel tolera todo, el deseo de sorprender es el más natural, el
más fácil de concebir de los deseos, permite al último lector descifrar sin
esfuerzo el secreto tan simple de muchas obras sorprendentes. Pero en un grado
un poco más elevado de consciencia y conocimiento, se ve que el lenguaje no es
tan fácilmente perfectible, que la prosodia no se ha producido sin haber sido
solicitada de múltiples maneras a lo largo de los siglos; se comprende que toda
la atención y todo el trabajo que podemos dedicar a contradecir los resultados
de tantas experiencias adquiridas, tienen necesariamente que fallamos en otros
puntos. Hay que pagar a un precio desconocido el placer de no utilizar lo
conocido. Un arquitecto puede desdeñar la estática, o intentar serle infiel a
las fórmulas de la resistencia de los materiales. Eso es burlarse de las
probabilidades; la sanción, cien mil veces contra una, no se hará esperar. La
sanción, en literatura, es menos pavorosa, es también mucho menos rápida, pero
el tiempo, no obstante, se encarga de responder mediante el olvido de una obra
al olvido de las reglas más elementales de la psicología aplicada. Así pues,
nos interesa calcular nuestras audacias y nuestras prudencias tan correctamente
como podamos.
El
Sr. Fabre buen calculador no ha ignorado al poeta Luden Fabre. Al haberse
propuesto hacer este último lo que hay de más envidiable y difícil en nuestro
arte —quiero decir un sistema de poemas formando drama espiritual, y drama
acabado que se representa entre las potencias mismas de nuestro ser—, las
precisiones y las exigencias del primero encontraban una función natural en
esta construcción. El lector juzgará este esfuerzo curiosamente audaz para dar
a estas entidades directamente puestas en práctica la vida y el movimiento más
apasionado. Eros, el muy bello y muy violento Eros, pero un Eros secretamente
sojuzgado a una Razón que desencadena los furores, como ella sabe hacerlo, es
el verdadero corifeo de esos poemas. No digo que en ocasiones esta razón no se
transluzca un poco demasiado nítidamente en el lenguaje. Me creí en la
obligación de discutir al Sr. Fabre algunas palabras de las que se ha servido,
y que me parecen difícilmente absorbidas por la lengua poética. Es un reproche
bastante inestable el que le hacía, esta lengua cambia como la otra y los
términos geométricos que provocaban aquí y allá mis resistencias puede que se
fundan a la larga, como lo han hecho tantas otras palabras técnicas, en el
metal abstracto y homogéneo del lenguaje de los dioses.
Pero
todo juicio que se quiera hacer sobre una obra debe tener en cuenta, ante todo,
las dificultades que su autor se ha asignado. Puede decirse que la relación de
esas molestias voluntarias, cuando se llegan a reconstruir, revela al instante
el nivel intelectual del poeta, la calidad de su orgullo, la delicadeza y el
despotismo de su naturaleza. El Sr. Fabre se ha impuesto nobles y rigurosas
condiciones, ha querido que sus emociones, por intensas que aparecieran en sus
versos, estén estrechamente combinadas entre sí y sometidas al invisible
dominio del conocimiento. Tal vez, en algunas partes, esta reina tenebrosa y vidente
sufre algunos sobresaltos y ciertas disminuciones de su imperio pues, como dice
magníficamente el autor:
La
ardiente carne roe sin cesar
las
duras promesas por ella juradas.
¿Qué
poeta podría quejarse?
Fuentes:
Paul Valéry, 1957
Traducción: Carmen Santos
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
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