jueves, 23 de abril de 2020

Funes el Memorioso. BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.




He elegido el cuento Funes el Memorioso, escrito por Borges antes de conocerme, porque si la frase de Bernard Shaw es cierta, Funes es una confesión, una imagen de la forma en que se veía a sí mismo a finales de la década de los treinta y de lo que esperaba -de lo que no espera­ba más bien- del destino.
El cuento se basa probablemente en un hecho real. Fu­nes, cuya historia transcurre hacia 1888, es un indiecito de Fray Bentos, en la costa oriental del río Uruguay, de prodigiosa memoria. Ireneo Funes se enorgullece de re­petir, al saludar, los nombres completos de las personas que se cruzan con él, y sabe la hora exacta con sólo mi­rar al cielo. La historia de este gauchito llegó tal vez a Borges por intermedio de Ester Haedo, la mujer de Enri­que Amorim.
Funes tiene dieciocho años. A los diecinueve sufre una caída de caballo y queda paralizado, pero desde su catre de inválido Ireneo logra crear un cosmos. Adiestra su mente, averigua, deduce, intuye; el mundo entero, ese mundo que nunca va a conocer, desfila inagotable y lu­minoso por la mente del indiecito postrado en su cama de un rancho de Fray Bentos. Dos años después, tras ha­ber explorado el universo, haber rozado los arcanos y ha­ber entrevisto que quizás en esa investigación mental es­tá toda la dicha de que podemos disponer, Funes muere.
Dos cosas llaman la atención en este cuento. En pri­mer lugar, Ireneo Funes no es un cuchillero, ni un deser­tor, ni un hombre fuera de la ley, un asesino o un cuatre­ro, como son todos los personajes de clases inferiores presentados por Borges. Funes es un hombre de trabajo.
En segundo lugar, hay aquí una especie de compasión que, sin querer, se le escapa al autor. En toda su literatu­ra Borges cuida meticulosa, casi obsesivamente, que la compasión no asome. «Ni el sentimentalismo ni el mie­do» intervienen en sus cuentos.
Funes solo, inmovilizado y sumido en sus visiones, se parece al Borges conferenciante, hablando como consi­go mismo ante un público que él siente como una vaga nube receptiva. Borges, que todavía veía en los años en que se inició como conferenciante, entraba anticipada­mente en el mundo de los que no ven. De ahí, quizás, esa inusitada caridad por Funes, esa piedad por sí mismo a la cual él nunca se entregó. Y Borges no era entendido por lo que decía: se lo entendía por lo que él era. El pú­blico estaba fascinado por él y esta fascinación iba a re­petirse después en países extranjeros.
La gente no lo veía como se ve a un gran escritor, un hombre excepcional, sino con la veneración que inspira un iluminado. Era la recreación de una situación religio­sa, ese antiguo, olvidado sentimiento entre un bardo y su público. La gente no iba a una conferencia: iba a misa.
Y hay que decir que su ceguera futura no lo dejó nun­ca en la oscuridad. Muchos años después iba a decirme que su mundo era un mundo de nubes blancas, a veces refulgentes; tal vez identificaba estos fulgores con su glo­ria. Él, que no sabía aprovechar nada, supo -como Funes su parálisis- utilizar su ceguera.
Y hablando de esto he de mencionar -a él no le gusta­ba demorarse en el punto- algunos episodios de los co­mienzos de su ceguera. (Es verdad que el proceso se ha­bía iniciado mucho antes, pero de algún modo el mal le dio una tregua. Entre finales del treinta y tantos y finales del cuarenta y tantos puede decirse que Borges veía relativamente «bien».)
Una noche de comienzos de la década de los cincuen­ta, cuando estábamos comiendo en un restaurante de Constitución -ya la relación amorosa entre nosotros había entrado en su período final, pero seguíamos conser­vando la misma rutina- me dijo que creía tener despren­dimiento de retina. Me asusté; le pregunté por qué decía eso, qué síntomas había. Me dijo que en ese instante só­lo podía ver la mitad inferior de mi cara; encima había una especie de banda negra.
No se había equivocado. Los médicos decidieron que había que operar cuanto antes. Cuando mi madre pre­guntó por teléfono a la señora Borges si el médico que iba a operar a su hijo era competente, Leonor Acevedo con­testó que sí, que ese oculista ya había operado hacía unos quince años a Georgie y antes a su marido. Era un hom­bre de mucha experiencia, dijo.
Dados los resultados obtenidos con el señor Borges, que había muerto ciego, mi madre sugirió que se lo hi­ciera ver por un especialista más joven, tal vez un extran­jero. Doña Leonor repitió que todo estaba bien y que no había nada que temer.
Cuando Borges salió del sanatorio había perdido ente­ramente la visión del ojo operado. Con este ojo sólo veía, me dijo, una nube rojiza.
Al principio se pensó que esto iba a ser pasajero, ya que, pese a la nubosidad, él afirmaba percibir de cuando en cuando un color vivo, y decía que podía distinguir de qué lado «estaba la luz».
Una vez, en casa, quiso que hiciéramos una prueba: yo debía encender una lámpara de luz fuerte, taparle el ojo sano y hacerle dar varias vueltas por la habitación para desorientarlo. Guiándose por el resplandor, él debía en­contrar dónde estaba la luz.
No la encontró. Es más: se equivocó totalmente. Pero esto, por el momento, no parecía preocuparle: «Me las arreglo bastante bien con el ojo que me queda», decía, y contaba algún detalle escalofriante: cuando lo operaban con anestesia local había oído el rumor del bisturí cortan­do. «Era el crujido de un papel de seda, como si cortaran papel de seda.» Y recalcaba que le había dado mucho más miedo una visita al dentista. Muchos se maravillaron de su valor; para él, esto no era valor.
Este hombre, de apariencia tan mansa, tenía una fija­ción con el valor, aunque no admiraba el valor real –en este caso, el suyo-. El valor lo emocionaba en los cuchi­lleros, en los «fuera de la ley». De niño había confundido el crimen con el valor y esta impresión infantil nunca fue corregida.
En 1955 tuvo que volver a operarse de desprendimien­to de retina en el otro ojo, el bueno. Quedó viendo colo­res y vagas formas; entre los colores distinguía el anaranjado, el amarillo y el rojo. Hasta 1961-1962 podía, de todos modos, haciendo un esfuerzo, con una mueca que fue registrada en muchas fotos, percibir por unos segundos unas facciones. En uno de esos vislumbres registró a una muchacha de rasgos orientales que asistía a sus cla­ses en la Facultad de Filosofía.
Cuando tras la caída de Perón lo nombraron director de la Biblioteca Nacional, se lo podía ver yendo de la ca­lle de México a la entrada del subterráneo en Indepen­dencia. Iba tanteando con un bastón y solía detenerse en las esquinas para que lo ayudaran a cruzar. Su fama ya era grande, pero no era reconocido por el público en ge­neral. Era frecuente verlo cuando bajaba las escaleras de la estación del subterráneo de Esmeralda y Lavalle, gol­peando la pared con su bastón. Se resistió durante mu­cho tiempo a trasladarse en auto. Se movía como un ex­perto entre los cambios de nivel de los subterráneos y conocía bien todas las combinaciones. Sólo dejó de usar­lo cuando su ceguera fue casi total y su fama creciente le volvía incómodo andar por la calle como un transeúnte cualquiera.
Se hubiera dicho que esta ceguera habría de robuste­cer los cerrojos de su «prisión»; curiosamente, contribuyó a su liberación. Se convirtió en el Bardo Ciego, una fi­gura venerada en toda la ciudad.
En estos años lo llamaban continuamente a mesas re­dondas o entrevistas por televisión. Al poco tiempo se re­trajo y me dijo que había decidido concurrir lo menos po­sible a estas entrevistas. Pensaba, y no se equivocaba, que su nombre era utilizado para levantar algún programa mediocre. Y nombró a algunos directores de programa, o periodistas (muy conspicuos algunos), que le habían dado la sensación de «querer aprovecharse de él».


Las conferencias cambiaron fundamentalmente la vi­da de Borges y lo acercaron a nuevos medios y grupos.
Él siempre se había sentido atraído por personajes es­trafalarios, como el pintor Xul Solar, inventor de una es­pecie de ajedrez de cuatro colores que representaban distintos estratos sociales, como en la Historia del Joven Rey de las Islas Negras de las Mil y una noches. Tal vez el re­cuerdo de este cuento influyó en la simpatía que Borges sentía por Xul (recordemos que el joven rey estaba con­vertido en mármol negro de la cintura para abajo). Xul Solar había inventado también un idioma que suprimía algunas vocales para ahorrar tiempo al hablar. Así, por ejemplo, él llamaba «cuidra» a la cuidadora de su casa, con quien terminó casándose muy prosaicamente.
Una vez me llevó a casa de Xul Solar. El vestíbulo es­taba lleno de colgaduras de arpillera que cerraban el pa­so formando una especie de laberinto.
Quedé impresionada y procuré reproducir la atmósfera de esa casa y los «inventos» de Xul Solar en mi nove­la La hora detenida.
Como ya dije, Borges tomó la costumbre de quedarse a comer afuera, después de sus conferencias, con algunas de sus amigas más asiduas. Las favoritas éramos la princesa de Faucigny-Lucinge, Ema Risso Platero, Delfina Mitre, a quien él llamaba «la mística práctica», y yo. Bor­ges tenía una especial debilidad por la princesa y creo que, al nombrarla, saco del olvido a una persona que, a su manera, fue importante para él.
María Lidia Lloveras, princesa de Faucigny-Lucinge, era una mujer más bien baja, algo entrada en carnes, de más de cincuenta años, con el pelo teñido de un tono rojizo. En su juventud había sido famosa por su cabellera roja. La llamaban «la Colorada Lloveras».
La Colorada Lloveras había sido inmensamente rica. Buena parte de las manzanas de la calle Corrientes en el tramo comprendido entre Leandro Alem y el Obelisco le había pertenecido. Con esto, su pelo rojo y su trato amable, no tuvo dificultades en conquistar uno de los primeros tí­tulos nobiliarios de Francia. Su marido, Bertrand de Fau­cigny-Lucinge, recuperó al casarse su status principesco y se dedicó a dilapidar las rentas de la princesa. Pero en la Argentina sucedió algo peor. Como apoderado y adminis­trador de su fortuna, la princesa había nombrado a un po­lítico conservador de renombre. Este caballero no demoró en hacer que pasaran a su cuenta personal las cuantiosas propiedades de la princesa ausente. El príncipe, viendo que las rentas disminuían, abandonó a su mujer, o tal vez ella, alarmada, lo abandonó. De todos modos, tuvo que volver sola a la Argentina y, tras perder algunos pleitos, vivía aho­ra de una modesta pensión y de la ayuda que le prestaban sus amigas. (Situaciones como ésta han sido moneda co­rriente en los altibajos de las fortunas argentinas. Personalmente he alcanzado a ver algunos de estos derrumbes.)
Esto conmovía a Borges. Como en el caso de Elvira de Alvear, se sentía atraído por mujeres en situaciones de es­ta clase, maniobradas y traicionadas por hombres desco­razonados.
Años después, cuando recordábamos a la princesa, ya muerta, me dijo algo que me sorprendió: «¿Sabes? La princesa es una de las mujeres que más me ha excitado. Sólo estar a su lado me excitaba».
Sin duda esperaba que yo me sorprendiera, dado que la princesa, cuando la conocí, no era joven ni bonita.
No dije nada y él quedó desconcertado. Preguntó: «¿Te parece normal?» «Perfectamente normal», le dije. «El de­seo sexual es caprichoso y no siempre elige la belleza.»
La princesa agradecía las atenciones de Borges. Yo lle­gué a ser bastante amiga de ella. Era una mujer espontá­nea, cordial, que soportaba con estoicismo la pérdida de su fortuna, algo penoso en todas partes, catastrófico en la Argentina.
La princesa era despreciada por haber perdido esa for­tuna y, para castigarla aún más, se achacaba ese despre­cio al hecho de que había sido una mujer de costumbres ligeras. La sociedad prefería olvidarla. Borges compensa­ba esto de alguna manera.
Él siempre la llamó «princesa» y nunca se tomó la li­bertad de tutearla, como era costumbre entonces en ciertos medios, antes de que la televisión estableciera para las nuevas generaciones un tuteo (voseo entre los argen­tinos) general. Pese a esta aparente distancia, Borges se divertía mucho comentando con la princesa la pasión de­saforada (y no correspondida) que había inspirado a una conocida lesbiana. Borges, que veía con diversión y has­ta simpatía la homosexualidad femenina, nunca hacía alusión a la masculina, ni siquiera para denigrarla. La ig­noraba en sus amigos o la ponía a un lado cuando trope­zaba con ella en la literatura. (En Melville, por ejemplo, negándose a ver el siniestro fondo homosexual de Billy Budd.) Cuando era inevitable, usaba la antigua designa­ción bíblica -sodomía- que implicaba la desaprobación divina, con su relente medieval de azufre y hogueras. Años después iba a comentar, conmovido, que se había alojado en París en el mismo hotel en que había vivido Oscar Wilde y solía hablar de la Balada de la cárcel de Reading, pero nunca comentó la tragedia de Wilde. Sospecho que las piezas de teatro de Wilde tampoco le atraían de­masiado. Quizá le gustaba Wilde por haberlo leído en voz alta en casa de S. D., una especie de curiosa fidelidad.
Antes de terminar con Funes, recordemos que Borges siempre se refiere al protagonista de este cuento como el «oriental». «Oriental» es la antigua denominación, hoy ya casi perdida, de los rioplatenses que viven en la mar­gen este del río. Borges nunca usó la palabra «uruguayo», como no fuera de paso. Para él era un neologismo, como «vivencia» o «problemática», palabras que le irritaban y que tanto usan ahora los argentinos y «orientales» que es­criben sobre la «problemática borgiana», expresión que le estremecería de horror y suscitaría en él torrentes de merecidos sarcasmos.
La palabra «oriental» tiene un resabio masónico. Es­tas resonancias aún se encuentran en el Uruguay, desde la cruzada del general Lavalleja con sus 33 hombres has­ta el nombre de la ciudad de Montevideo -basado al pa­recer en un antiguo mapa marcado Monte VI Deo, o sea Monte Sexto para Dios. En fin, la masonería aparece hasta en la plaza Matriz de la ciudad, en su fuente de már­mol, con cuatro emblemas: la Escuadra, el Compás y el Martillo, el Caduceo y la Colmena; y, no más y no menos, en el propio escudo de la República Oriental del Uruguay.
Creo que la simpatía de Borges por el Uruguay se ex­plica en parte por este trasfondo masónico. Se sentía atraído por la masonería, aunque nunca lo dijo. Como siempre, se limitaba a aludir a lo que le era más entraña­ble, pero no lo nombraba.
Otro detalle curioso: el gauchito Funes parece un yo­gui, aunque Borges, este hombre tan interesado en las culturas foráneas, nunca se interesó en el mundo espiritual de la India.


Borges era un hombre que no tenía sentido pictórico ni musical. Sus gustos en pintura eran infantiles. Le lla­maban la atención las láminas de los cuentos para niños. Su artista favorito era William Blake, con sus estampas de Jehovás barbudos, en camisón, abriéndose paso entre las nubes. Estas imágenes le parecían magníficas. No ad­vertía la trivialidad del diseño. También admiraba a los prerrafaelistas, que hablaban a su imaginación, a su al­ma. La gran pintura lo dejaba frío. Burne-Jones le pare­cía superior a Leonardo o a Rembrandt.
En el terreno del arte, era un hombre que sólo acepta­ba lo que sentía. En esto era auténtico. Y de muy pocas personas -artistas o escritores incluidos- puede decirse esto. Algo le gustaba y eso era suficiente. El hecho de que su literatura fuera valorada tan alto no lo hacía sentirse obligado a ajustar sus gustos al nivel establecido del va­lor estético, a la cultura como establishment.
Tampoco lo conmovía la música clásica. Sospecho que, pese a lo que haya podido decir más adelante, lo aburría bastante la pasión de Silvina Ocampo por Brahms. Esta música, tan despreciada en el siglo XIX y tan exaltada a mediados del siglo XX, que era el telón de fondo de las reuniones en casa de los Bioy, lo hacía correr al piso ba­jo del tríplex, donde se ponía a trabajar con Bioy Casares. Otra cosa era si se tocaba un negro spiritual, una milon­ga o algún viejo tango. En todo caso, hizo esfuerzos por apreciar las dilatadas frases musicales de Brahms, que parecen perderse y siempre vuelven a encontrarse.
Una vez, después de una conferencia, fuimos a un res­taurante del centro y me propuso que, en vez de ir al ci­ne, como era lo habitual, fuéramos al bar Richmond, de Florida, donde nos esperaba «el hombre más buen mozo que vas a ver en tu vida».
Quien nos esperaba era el escritor español Francisco Ayala, el mismo que había leído las palabras de Borges en ocasión del premio de honor que le concedió la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) cuando él no se atrevía a hablar en público. Borges había olvidado sin duda que yo ya conocía a Ayala.
Ayala era un hombre de rasgos regulares, bien pareci­do, un hombre maduro que prestaba poca atención a su físico. Y esto se notaba. Ayala hubiera sido el primer sorprendido en caso de enterarse que había despertado esta admiración en Borges.
Pero Borges insistió siempre en la belleza de Ayala. Creo que le encontraba cierto parecido con los mazorqueros de Rosas o con lo que él suponía que debía ser la ca­beza de un gaucho. La cabeza de Ayala, con un tupido bi­gote y sus largas mejillas españolas, se acercaba tal vez a la imagen que tenía Borges de un mazorquero.
Esa noche, tras reunirnos con Ayala, Borges propuso inopinadamente que fuéramos al Parque Lezama. Ayala, supongo, quedó algo desconcertado. Probablemente ha­bía citado a Borges para conversar de algo concreto o mantener una charla intelectual.
Fuimos al parque, esta vez en taxi. Borges, creo que a causa de mi presencia en aquel lugar que, para él, era ca­si sagrado, estaba eufórico. La conversación intelectual no se produjo en ningún momento. Tampoco se llegó a nada concreto, si ésta había sido la intención de Ayala.
Tras caminar por los senderos bordeados de macetones con estatuas de jardín italiano representando a dio­ses del Olimpo, llegamos a la entrada flanqueada por dos grandes leones de bronce de lo que había sido la casa so­lariega de los Lezama, ahora convertida en museo, con cañones viejos y balas redondas en el patio. Borges em­pezó a cantar, a voz en cuello, viejos tangos y milongas.
No le gustaban los tangos y las milongas posteriores a 1920, cuando el tango había dejado de bailarse con cor­te y había llegado a los salones. La queja nostálgica había sucedido al ritmo bravío de las primeras dos décadas del siglo. Para él esos tangos tenían un sabor alegre, vi­brante y brioso y había que cantarlos así. (Nunca aceptó a Carlos Gardel, de quien decía que «cantaba el tango co­mo si fuera una ópera». Nunca fue sensible al atractivo de Gardel sobre el público ni entendió su manera de can­tar el tango.) En todo caso, él empezó a cantar vigorosa­mente aquella noche. Eligió El apache argentino, un tan­go estrenado en 1913. No lo cantaba con la letra oficial, sino con la indecente letra original:

Yo quiero ser canfinflero
para tener una mina
mandársela con bencina
y hacerle un hijo aviador,
para que bata el récord
de la aviación argentina...

Otro de sus favoritos era:

Acordate que a mi lado
te pusiste un sombrero
y una pollera papusa
toda de seda crepé...
Y aquella crema Lechuga
que aumentaba tu hermosura...

No desdeñaba alguna copla con música de milonga:

A mí me llaman Pie Chico
y soy de Montevideo.
Lo que digo con el pico
lo sostengo con el cuero.

En otra versión estos primeros versos se convierten en:

Soy del barrio 'e Montserrat
donde relumbra el acero..., etc.

Fue una extraña noche aquella, con Borges cantando a toda voz estas canciones que lo divertían o lo excitaban. Desafinaba, pero lo que conmovía era su entusiasmo, un entusiasmo que se expresaba a través de estas letras más o menos canallescas del folclore porteño.


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