He elegido el cuento Funes el
Memorioso, escrito por Borges antes de conocerme, porque si la frase de
Bernard Shaw es cierta, Funes es una confesión, una imagen de la forma en que
se veía a sí mismo a finales de la década de los treinta y de lo que esperaba
-de lo que no esperaba más bien- del destino.
El cuento se basa probablemente en un
hecho real. Funes, cuya historia transcurre hacia 1888, es un indiecito de
Fray Bentos, en la costa oriental del río Uruguay, de prodigiosa memoria.
Ireneo Funes se enorgullece de repetir, al saludar, los nombres completos de
las personas que se cruzan con él, y sabe la hora exacta con sólo mirar al
cielo. La historia de este gauchito llegó tal vez a Borges por intermedio de
Ester Haedo, la mujer de Enrique Amorim.
Funes tiene dieciocho años. A los
diecinueve sufre una caída de caballo y queda paralizado, pero desde su catre
de inválido Ireneo logra crear un cosmos. Adiestra su mente, averigua, deduce,
intuye; el mundo entero, ese mundo que nunca va a conocer, desfila inagotable y
luminoso por la mente del indiecito postrado en su cama de un rancho de Fray
Bentos. Dos años después, tras haber explorado el universo, haber rozado los
arcanos y haber entrevisto que quizás en esa investigación mental está toda
la dicha de que podemos disponer, Funes muere.
Dos cosas llaman la atención en este
cuento. En primer lugar, Ireneo Funes no es un cuchillero, ni un desertor, ni
un hombre fuera de la ley, un asesino o un cuatrero, como son todos los
personajes de clases inferiores presentados por Borges. Funes es un hombre de
trabajo.
En segundo lugar, hay aquí una especie
de compasión que, sin querer, se le escapa al autor. En toda su literatura
Borges cuida meticulosa, casi obsesivamente, que la compasión no asome. «Ni el
sentimentalismo ni el miedo» intervienen en sus cuentos.
Funes solo, inmovilizado y sumido en sus
visiones, se parece al Borges conferenciante, hablando como consigo mismo ante
un público que él siente como una vaga nube receptiva. Borges, que todavía veía
en los años en que se inició como conferenciante, entraba anticipadamente en
el mundo de los que no ven. De ahí, quizás, esa inusitada caridad por Funes,
esa piedad por sí mismo a la cual él nunca se entregó. Y Borges no era
entendido por lo que decía: se lo entendía por lo que él era. El público
estaba fascinado por él y esta fascinación iba a repetirse después en países
extranjeros.
La gente no lo veía como se ve a un gran
escritor, un hombre excepcional, sino con la veneración que inspira un
iluminado. Era la recreación de una situación religiosa, ese antiguo, olvidado
sentimiento entre un bardo y su público. La gente no iba a una conferencia: iba
a misa.
Y hay que decir que su ceguera futura no
lo dejó nunca en la oscuridad. Muchos años después iba a decirme que su mundo
era un mundo de nubes blancas, a veces refulgentes; tal vez identificaba estos
fulgores con su gloria. Él, que no sabía aprovechar nada, supo -como Funes su
parálisis- utilizar su ceguera.
Y hablando de esto he de mencionar -a él
no le gustaba demorarse en el punto- algunos episodios de los comienzos de su
ceguera. (Es verdad que el proceso se había iniciado mucho antes, pero de
algún modo el mal le dio una tregua. Entre finales del treinta y tantos y
finales del cuarenta y tantos puede decirse que Borges veía relativamente
«bien».)
Una noche de comienzos de la década de
los cincuenta, cuando estábamos comiendo en un restaurante de Constitución -ya
la relación amorosa entre nosotros había entrado en su período final, pero
seguíamos conservando la misma rutina- me dijo que creía tener desprendimiento
de retina. Me asusté; le pregunté por qué decía eso, qué síntomas había. Me
dijo que en ese instante sólo podía ver la mitad inferior de mi cara; encima
había una especie de banda negra.
No se había equivocado. Los médicos
decidieron que había que operar cuanto antes. Cuando mi madre preguntó por
teléfono a la señora Borges si el médico que iba a operar a su hijo era
competente, Leonor Acevedo contestó que sí, que ese oculista ya había operado
hacía unos quince años a Georgie y antes a su marido. Era un hombre de mucha
experiencia, dijo.
Dados los resultados obtenidos con el
señor Borges, que había muerto ciego, mi madre sugirió que se lo hiciera ver
por un especialista más joven, tal vez un extranjero. Doña Leonor repitió que
todo estaba bien y que no había nada que temer.
Cuando Borges salió del sanatorio había
perdido enteramente la visión del ojo operado. Con este ojo sólo veía, me
dijo, una nube rojiza.
Al principio se pensó que esto iba a ser
pasajero, ya que, pese a la nubosidad, él afirmaba percibir de cuando en cuando
un color vivo, y decía que podía distinguir de qué lado «estaba la luz».
Una vez, en casa, quiso que hiciéramos
una prueba: yo debía encender una lámpara de luz fuerte, taparle el ojo sano y
hacerle dar varias vueltas por la habitación para desorientarlo. Guiándose por
el resplandor, él debía encontrar dónde estaba la luz.
No
la encontró. Es más: se equivocó totalmente. Pero esto, por el momento, no
parecía preocuparle: «Me las arreglo bastante bien con el ojo que me queda»,
decía, y contaba algún detalle escalofriante: cuando lo operaban con anestesia
local había oído el rumor del bisturí cortando. «Era el crujido de un papel de
seda, como si cortaran papel de seda.» Y recalcaba que le había dado mucho más
miedo una visita al dentista. Muchos se maravillaron de su valor; para él, esto
no era valor.
Este hombre, de apariencia tan mansa,
tenía una fijación con el valor, aunque no admiraba el valor real –en este
caso, el suyo-. El valor lo emocionaba en los cuchilleros, en los «fuera de la
ley». De niño había confundido el crimen con el valor y esta impresión infantil
nunca fue corregida.
En 1955 tuvo que volver a operarse de
desprendimiento de retina en el otro ojo, el bueno. Quedó viendo colores y
vagas formas; entre los colores distinguía el anaranjado, el amarillo y el
rojo. Hasta 1961-1962 podía, de todos modos, haciendo un esfuerzo, con una
mueca que fue registrada en muchas fotos, percibir por unos segundos unas
facciones. En uno de esos vislumbres registró a una muchacha de rasgos
orientales que asistía a sus clases en la Facultad de Filosofía.
Cuando tras la caída de Perón lo
nombraron director de la Biblioteca Nacional, se lo podía ver yendo de la calle
de México a la entrada del subterráneo en Independencia. Iba tanteando con un
bastón y solía detenerse en las esquinas para que lo ayudaran a cruzar. Su fama
ya era grande, pero no era reconocido por el público en general. Era frecuente
verlo cuando bajaba las escaleras de la estación del subterráneo de Esmeralda y
Lavalle, golpeando la pared con su bastón. Se resistió durante mucho tiempo a
trasladarse en auto. Se movía como un experto entre los cambios de nivel de
los subterráneos y conocía bien todas las combinaciones. Sólo dejó de usarlo
cuando su ceguera fue casi total y su fama creciente le volvía incómodo andar
por la calle como un transeúnte cualquiera.
Se hubiera dicho que esta ceguera habría
de robustecer los cerrojos de su «prisión»; curiosamente, contribuyó a su
liberación. Se convirtió en el Bardo Ciego, una figura venerada en toda la
ciudad.
En estos años lo llamaban continuamente
a mesas redondas o entrevistas por televisión. Al poco tiempo se retrajo y me
dijo que había decidido concurrir lo menos posible a estas entrevistas.
Pensaba, y no se equivocaba, que su nombre era utilizado para levantar algún
programa mediocre. Y nombró a algunos directores de programa, o periodistas
(muy conspicuos algunos), que le habían dado la sensación de «querer
aprovecharse de él».
Las conferencias cambiaron
fundamentalmente la vida de Borges y lo acercaron a nuevos medios y grupos.
Él siempre se había sentido atraído por
personajes estrafalarios, como el pintor Xul Solar, inventor de una especie
de ajedrez de cuatro colores que representaban distintos estratos sociales,
como en la Historia del Joven Rey de las Islas Negras de las Mil y
una noches. Tal vez el recuerdo de este cuento influyó en la simpatía que
Borges sentía por Xul (recordemos que el joven rey estaba convertido en mármol
negro de la cintura para abajo). Xul Solar había inventado también un idioma
que suprimía algunas vocales para ahorrar tiempo al hablar. Así, por ejemplo,
él llamaba «cuidra» a la cuidadora de su casa, con quien terminó casándose muy
prosaicamente.
Una vez me llevó a casa de Xul Solar. El
vestíbulo estaba lleno de colgaduras de arpillera que cerraban el paso
formando una especie de laberinto.
Quedé impresionada y procuré reproducir
la atmósfera de esa casa y los «inventos» de Xul Solar en mi novela La hora
detenida.
Como ya dije, Borges tomó la costumbre
de quedarse a comer afuera, después de sus conferencias, con algunas de sus
amigas más asiduas. Las favoritas éramos la princesa de Faucigny-Lucinge, Ema
Risso Platero, Delfina Mitre, a quien él llamaba «la mística práctica», y yo.
Borges tenía una especial debilidad por la princesa y creo que, al nombrarla,
saco del olvido a una persona que, a su manera, fue importante para él.
María Lidia Lloveras, princesa de Faucigny-Lucinge,
era una mujer más bien baja, algo entrada en carnes, de más de cincuenta años,
con el pelo teñido de un tono rojizo. En su juventud había sido famosa por su
cabellera roja. La llamaban «la Colorada Lloveras».
La Colorada Lloveras había sido inmensamente
rica. Buena parte de las manzanas de la calle Corrientes en el tramo
comprendido entre Leandro Alem y el Obelisco le había pertenecido. Con esto, su
pelo rojo y su trato amable, no tuvo dificultades en conquistar uno de los
primeros títulos nobiliarios de Francia. Su marido, Bertrand de Faucigny-Lucinge,
recuperó al casarse su status principesco y se dedicó a dilapidar las rentas de
la princesa. Pero en la Argentina sucedió algo peor. Como apoderado y administrador
de su fortuna, la princesa había nombrado a un político conservador de
renombre. Este caballero no demoró en hacer que pasaran a su cuenta personal
las cuantiosas propiedades de la princesa ausente. El príncipe, viendo que las
rentas disminuían, abandonó a su mujer, o tal vez ella, alarmada, lo abandonó.
De todos modos, tuvo que volver sola a la Argentina y, tras perder algunos
pleitos, vivía ahora de una modesta pensión y de la ayuda que le prestaban sus
amigas. (Situaciones como ésta han sido moneda corriente en los altibajos de las
fortunas argentinas. Personalmente he alcanzado a ver algunos de estos
derrumbes.)
Esto conmovía a Borges. Como en el caso
de Elvira de Alvear, se sentía atraído por mujeres en situaciones de esta
clase, maniobradas y traicionadas por hombres descorazonados.
Años después, cuando recordábamos a la
princesa, ya muerta, me dijo algo que me sorprendió: «¿Sabes? La princesa es
una de las mujeres que más me ha excitado. Sólo estar a su lado me excitaba».
Sin duda esperaba que yo me
sorprendiera, dado que la princesa, cuando la conocí, no era joven ni bonita.
No dije nada y él quedó desconcertado.
Preguntó: «¿Te parece normal?» «Perfectamente normal», le dije. «El deseo
sexual es caprichoso y no siempre elige la belleza.»
La princesa agradecía las atenciones de
Borges. Yo llegué a ser bastante amiga de ella. Era una mujer espontánea,
cordial, que soportaba con estoicismo la pérdida de su fortuna, algo penoso en
todas partes, catastrófico en la Argentina.
La princesa era despreciada por
haber perdido esa fortuna y, para castigarla aún más, se achacaba ese desprecio
al hecho de que había sido una mujer de costumbres ligeras. La sociedad
prefería olvidarla. Borges compensaba esto de alguna manera.
Él siempre la llamó «princesa» y nunca
se tomó la libertad de tutearla, como era costumbre entonces en ciertos
medios, antes de que la televisión estableciera para las nuevas generaciones un
tuteo (voseo entre los argentinos) general. Pese a esta aparente distancia,
Borges se divertía mucho comentando con la princesa la pasión desaforada (y no
correspondida) que había inspirado a una conocida lesbiana. Borges, que veía
con diversión y hasta simpatía la homosexualidad femenina, nunca hacía alusión
a la masculina, ni siquiera para denigrarla. La ignoraba en sus amigos o la
ponía a un lado cuando tropezaba con ella en la literatura. (En Melville, por
ejemplo, negándose a ver el siniestro fondo homosexual de Billy Budd.) Cuando
era inevitable, usaba la antigua designación bíblica -sodomía- que implicaba
la desaprobación divina, con su relente medieval de azufre y hogueras. Años
después iba a comentar, conmovido, que se había alojado en París en el mismo
hotel en que había vivido Oscar Wilde y solía hablar de la Balada de la
cárcel de Reading, pero nunca comentó la tragedia de Wilde. Sospecho que
las piezas de teatro de Wilde tampoco le atraían demasiado. Quizá le gustaba
Wilde por haberlo leído en voz alta en casa de S. D., una especie de curiosa
fidelidad.
Antes de terminar con Funes, recordemos
que Borges siempre se refiere al protagonista de este cuento como el
«oriental». «Oriental» es la antigua denominación, hoy ya casi perdida, de los
rioplatenses que viven en la margen este del río. Borges nunca usó la palabra
«uruguayo», como no fuera de paso. Para él era un neologismo, como «vivencia» o
«problemática», palabras que le irritaban y que tanto usan ahora los argentinos
y «orientales» que escriben sobre la «problemática borgiana», expresión que le
estremecería de horror y suscitaría en él torrentes de merecidos sarcasmos.
La palabra «oriental» tiene un resabio
masónico. Estas resonancias aún se encuentran en el Uruguay, desde la cruzada
del general Lavalleja con sus 33 hombres hasta el nombre de la ciudad de
Montevideo -basado al parecer en un antiguo mapa marcado Monte VI Deo,
o sea Monte Sexto para
Dios. En fin, la masonería aparece hasta en la plaza Matriz de la ciudad, en su
fuente de mármol, con cuatro emblemas: la Escuadra, el Compás y el Martillo,
el Caduceo y la Colmena; y, no más y no menos, en el propio escudo de la
República Oriental del Uruguay.
Creo que la simpatía de Borges por el
Uruguay se explica en parte por este trasfondo masónico. Se sentía atraído por
la masonería, aunque nunca lo dijo. Como siempre, se limitaba a aludir a lo que
le era más entrañable, pero no lo nombraba.
Otro detalle curioso: el gauchito Funes
parece un yogui, aunque Borges, este hombre tan interesado en las culturas
foráneas, nunca se interesó en el mundo espiritual de la India.
Borges era un hombre que no tenía sentido
pictórico ni musical. Sus gustos en pintura eran infantiles. Le llamaban la
atención las láminas de los cuentos para niños. Su artista favorito era William
Blake, con sus estampas de Jehovás barbudos, en camisón, abriéndose paso entre
las nubes. Estas imágenes le parecían magníficas. No advertía la trivialidad
del diseño. También admiraba a los prerrafaelistas, que hablaban a su
imaginación, a su alma. La gran pintura lo dejaba frío. Burne-Jones le parecía
superior a Leonardo o a Rembrandt.
En el terreno del arte, era un hombre
que sólo aceptaba lo que sentía. En esto era auténtico. Y de muy pocas
personas -artistas o escritores incluidos- puede decirse esto. Algo le gustaba
y eso era suficiente. El hecho de que su literatura fuera valorada tan alto no
lo hacía sentirse obligado a ajustar sus gustos al nivel establecido del valor
estético, a la cultura como establishment.
Tampoco lo conmovía la música clásica.
Sospecho que, pese a lo que haya podido decir más adelante, lo aburría bastante
la pasión de Silvina Ocampo por Brahms. Esta música, tan despreciada en el
siglo XIX y tan exaltada a mediados del siglo XX, que era el telón de fondo de
las reuniones en casa de los Bioy, lo hacía correr al piso bajo del tríplex,
donde se ponía a trabajar con Bioy Casares. Otra cosa era si se tocaba un negro
spiritual, una milonga o algún viejo tango. En todo caso, hizo esfuerzos
por apreciar las dilatadas frases musicales de Brahms, que parecen perderse y
siempre vuelven a encontrarse.
Una vez, después de una conferencia,
fuimos a un restaurante del centro y me propuso que, en vez de ir al cine,
como era lo habitual, fuéramos al bar Richmond, de Florida, donde nos esperaba
«el hombre más buen mozo que vas a ver en tu vida».
Quien nos esperaba era el escritor
español Francisco Ayala, el mismo que había leído las palabras de Borges en
ocasión del premio de honor que le concedió la SADE (Sociedad Argentina de
Escritores) cuando él no se atrevía a hablar en público. Borges había olvidado
sin duda que yo ya conocía a Ayala.
Ayala era un hombre de rasgos regulares,
bien parecido, un hombre maduro que prestaba poca atención a su físico. Y esto
se notaba. Ayala hubiera sido el primer sorprendido en caso de enterarse que
había despertado esta admiración en Borges.
Pero Borges insistió siempre en la
belleza de Ayala. Creo que le encontraba cierto parecido con los mazorqueros de
Rosas o con lo que él suponía que debía ser la cabeza de un gaucho. La cabeza
de Ayala, con un tupido bigote y sus largas mejillas españolas, se acercaba
tal vez a la imagen que tenía Borges de un mazorquero.
Esa noche, tras reunirnos con Ayala,
Borges propuso inopinadamente que fuéramos al Parque Lezama. Ayala, supongo,
quedó algo desconcertado. Probablemente había citado a Borges para conversar
de algo concreto o mantener una charla intelectual.
Fuimos al parque, esta vez en taxi.
Borges, creo que a causa de mi presencia en aquel lugar que, para él, era casi
sagrado, estaba eufórico. La conversación intelectual no se produjo en ningún
momento. Tampoco se llegó a nada concreto, si ésta había sido la intención de
Ayala.
Tras caminar por los senderos bordeados
de macetones con estatuas de jardín italiano representando a dioses del
Olimpo, llegamos a la entrada flanqueada por dos grandes leones de bronce de lo
que había sido la casa solariega de los Lezama, ahora convertida en museo, con
cañones viejos y balas redondas en el patio. Borges empezó a cantar, a voz en
cuello, viejos tangos y milongas.
No le gustaban los tangos y las milongas
posteriores a 1920, cuando el tango había dejado de bailarse con corte y había
llegado a los salones. La queja nostálgica había sucedido al ritmo bravío de
las primeras dos décadas del siglo. Para él esos tangos tenían un sabor alegre,
vibrante y brioso y había que cantarlos así. (Nunca aceptó a Carlos Gardel, de
quien decía que «cantaba el tango como si fuera una ópera». Nunca fue sensible
al atractivo de Gardel sobre el público ni entendió su manera de cantar el
tango.) En todo caso, él empezó a cantar vigorosamente aquella noche. Eligió El
apache argentino, un tango estrenado en 1913. No lo cantaba con la letra
oficial, sino con la indecente letra original:
Yo quiero ser canfinflero
para tener una mina
mandársela con bencina
y hacerle un hijo aviador,
para que bata el récord
de la aviación argentina...
Otro
de sus favoritos era:
Acordate que a mi lado
te pusiste un sombrero
y una pollera papusa
toda de seda crepé...
Y aquella crema Lechuga
que aumentaba tu hermosura...
No desdeñaba alguna copla con música de
milonga:
A mí me llaman Pie Chico
y soy de Montevideo.
Lo que digo con el pico
lo sostengo con el cuero.
En otra versión estos primeros versos se
convierten en:
Soy del barrio 'e Montserrat
donde relumbra el acero..., etc.
Fue una extraña noche aquella, con
Borges cantando a toda voz estas canciones que lo divertían o lo excitaban.
Desafinaba, pero lo que conmovía era su entusiasmo, un entusiasmo que se
expresaba a través de estas letras más o menos canallescas del folclore
porteño.
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