...no
nos une el amor, sino el espanto
será
por eso que la quiero tanto.
Buenos
Aires, O.C., pág. 947.
A Borges lo fascinaban y lo repelían
los espejos. Siempre lo aterró la revelación del espejo, ese «insospechado
rostro» que puede asomar desde el fondo del vidrio bruñido; siempre lo atrajo.
Entre Borges y el peronismo hubo siempre
un malentendido.
Una vez me contó un sueño: viajaba en
subterráneo y el coche estaba colmado, como suele estarlo a ciertas horas. De
repente, en el apretujamiento, se encontraba frente a frente con Perón.
Perón le tendía la mano para saludarlo y
Borges comprobaba que la mano de Perón era floja, laxa; era, en una palabra,
como su propia mano.
Él no interpretaba sueños. Había
recurrido al análisis para resolver una situación, no para entender las claves
de su vida. Así, no atribuyó ningún sentido al sueño y se quedó en la extrañeza
que le había provocado: el freudismo podía ser una terapia efectiva, nunca una
explicación. A él las explicaciones no le interesaban; él siempre interrogaba.
Después de la famosa Marcha de la
Libertad la situación se mantuvo tensa, incluso se agravó. La policía montada
recorría los alrededores del nuevo Ministerio de Trabajo y Previsión, antiguo
Concejo Deliberante, donde Perón había establecido su cuartel general. La
policía llegaba con frecuencia hasta la Avenida de Mayo en su recorrido y se
detenía cerca de La Prensa, el diario opositor. Cuando se formaba un
corrillo, los caballos eran lanzados contra la gente.
Por casualidad experimenté personalmente
algo de esto. Estaba paseando por Florida con una amiga, Poldy de Byrd, una
muchacha que empezaba a escribir. Poldy, que era levantisca y muy vehemente,
gritó al ver a los jinetes de la montada: «¡Asesinos, Gestapo!».
Los caballos cargaron contra nosotras.
Corrimos a toda velocidad: la puerta de La Prensa se entreabrió y
pudimos meternos allí. Hubo unas tentativas de echar la puerta abajo, la
puerta que da sobre Rivadavia; trajeron una estaca y empezaron a dar golpes. En
la sala de redacción, llena de rostros consternados, Poldy y yo oímos un
discurso de Perón anunciando que dejaba su cargo en la Secretaría de Trabajo.
El tono, sin embargo, no era conciliador: había una amenaza implícita y todos
la sentimos.
En este clima, unos días antes del 17 de
octubre, volví a salir con Georgie. Después de la primera discusión violenta,
el incidente con su madre había quedado olvidado, al parecer. Pero tanto él
como yo éramos personas rencorosas.
En esa semana previa al 17 de octubre el
peronismo casi se podía tocar en las calles de Buenos Aires. Y no sólo por la
presencia de la policía montada en sitios estratégicos. El 17 de octubre fue
para muchos una bandera, para algunos un estigma, para otros un terror; para la
mayoría del pueblo fue una esperanza.
Recorríamos como siempre las calles en
torno a Constitución. De pronto él se detuvo y con aire iracundo exclamó:
«¿Dónde están los peronistas? ¡No he encontrado uno solo en mi vida! ¿Dónde
están?».
Las calles estaban tranquilas, quietas,
algo inusitado en ese populoso barrio. «Aquí -le dije, mirando alrededor de la
plaza-, los peronistas están aquí.» Y no añadí que tenía la sensación de que se
extendían hacia el Sur y el Oeste, incluso hacia el privilegiado Norte, como
una marea compacta. «No -dijo él-, eso es un disparate.»
Unos días después hubiera tenido que
rendirse a una evidencia a la cual nunca se rindió. El peronismo entró en la
ciudad de Buenos Aires trepado a los techos de los tranvías, en camiones, a pie
y hasta a caballo, con bombos y agitando banderas argentinas que luego se
arrastraban mugrientas por el suelo. La ciudad fue invadida por una turba que,
maniobrada o no por una parte del Ejército, impulsada y enardecida por Evita
con la tácita complicidad de la policía, existía, allí estaba, rugiente y
harapienta, reclamando a su jefe, preso en una isla cercana. La multitud había
empezado a invadir la ciudad desde el alba por tres puntos cardinales: Sur,
Norte y Oeste.
Era gente que nunca había pasado los
límites, gente que, al hacerlo, rompía una barrera. Ocuparon el centro, las
avenidas adyacentes, la Plaza de Mayo, se plantaron allí. Eran los «cabecitas
negras» (alusión al pelo renegrido de los indios), gente «que no debía
presentarse», que no debía existir en la Argentina. Pero existía. Eran sucios,
brutales, irreverentes y se los presentía crueles, como animales exasperados.
La nueva cara de la Argentina, la verdadera, asomaba en el espejo de Borges.
Borges sentía el peronismo como un
agravio personal. Y es raro que un hombre de su nivel intelectual, pasado el
primer momento de pasión, cuando era innegable que los gobiernos que se
sucedían en la Argentina no eran mejores que el de Perón, no haya intentado
rectificar. Quizá temía que, al entenderlo, pudiera disminuir ese odio, única
actitud que él aprobaba. «Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.» El Poema
conjetural estaba allí, pero su pecho no estaba invadido por un «júbilo
secreto», la gloria de una muerte que era el destino de los que habían querido
hacer algo limpio y digno de «estas crueles provincias».
El peronismo no traía el espanto de la
muerte, que se puede amar aunque nos espante, y los gauchos no traían lanzas,
aunque algunos jineteaban famélicos caballos. Esta vez las armas eran los
bombos, los palos y los cartelones, un bochinche callejero y enconado, confuso
y amenazador; estas turbas inspiraban miedo, pero no había en ellas valor.
Hay un cuento de Borges, Biografía de
Tadeo Isidoro Cruz, que conviene citar.
Martín Fierro, de
José Hernández, es el poema épico nacional. Generaciones de argentinos de
distintas tendencias políticas se han conmovido con los versos de Martín
Fierro.
Borges no era excepción y no pensaba
demasiado en lo que está detrás de las quejas de Martín Fierro. Fierro se
lamenta que ya no existan las épocas de antes, cuando el gaucho era respetado
y tenía su rancho, su «china» y sus precarios medios de subsistencia, y no se
requiere especial perspicacia para advertir que el hombre que canta las coplas
en la creación de Hernández, es un hombre de la época de Rosas, el «primer
tirano»; es el vocero de los que quedaron relegados cuando la Argentina culta
triunfó, ahogando a la Argentina real.
Los versos de Martín Fierro son
directos, conmovedores a veces. Enganchado a la fuerza como soldado, Martín
Fierro decide no servir a la patria en esta forma. Se hace desertor, luego
salteador. Pero su rebeldía es ciega. Se basa, como la de los peronistas, en el
rencor. Y hay que decir que tal vez fue esta ceguera del personaje lo que lo
volvió aceptable para las clases cultas. Era posible conmoverse con Martín
Fierro porque no había nada que temer de él.
Ahora había sobrevenido un cambio. El
peronismo no era valiente, pero había llegado al poder.
En una de las partes más emocionantes de
la historia, el sargento Cruz sale con la orden de prender a Martín Fierro. En
el cuento de Borges, Cruz ha sido también enganchado como soldado: era el
castigo que se usaba en campaña para esos delitos. Un hombre podía ser útil a
las fuerzas del orden si tenía coraje físico y algunas muertes encima.
Cercado, Fierro se defiende con bravura,
y Cruz, en un momento de admiración, abandona a sus hombres y se pone a pelear
junto a Fierro. Borges establece entre los dos hombres -al reinventar la
historia de Cruz- una especie de parecido, de fraternidad. Unidos, son un
desafío a todo lo instituido. Fierro y Cruz no están en contra de un gobierno,
sino en contra de todo lo que los cohíbe.
Borges repite la historia contada por
Hernández, pero añadiendo acontecimientos previos en la oscura existencia de
Cruz. Éste, como San Pablo, estaba destinado a tener un momento de revelación
refulgente. En la historia recontada por Borges, Cruz se decide por el valiente
y se convierte a su vez en desertor, probablemente en asesino. Y Borges no
piensa que Cruz, con su actitud, se ha puesto en contra de todo lo que él,
Jorge Luis Borges, defiende. Borges se concentra en ese único instante y no
quiere ver más allá. Las causas y los efectos no existen.
En todo caso, aunque hiciera estas
concesiones al «espanto», juzgó siempre al peronismo en otro plano. Cuando me
dijo que él «nunca había encontrado a un peronista», yo le creí al pie de la
letra. Ingenuamente pensé que él no frecuentaba los medios en los que se movían
los peronistas, aunque bastaba salir a la calle para encontrarlos.
Lo que Georgie quería decir era bastante
retorcido: daba a entender que nadie se atrevía a proclamarse abiertamente
peronista, que ser peronista era una vergüenza, que los mismos peronistas lo
sabían y, por tanto como nadie reconocía serlo, no estaban en ninguna parte.
Aquí Borges calculaba mal el eficaz
poder inhibitorio de la clase alta: el peronismo iba a levantar con orgullo la
cabeza y la iba a mantener en alto durante medio siglo... o más. Y la
Argentina ya nunca volvería a ser lo que había aparentado ser.
En oposición a Borges, Martínez Estrada
entendió enseguida el fenómeno peronista. Pero Martínez Estrada era un hombre
telúrico, con raíces profundamente ahincadas en la tierra. No necesitó
analizar: supo lo que era. Borges fingía ver tan sólo la parte superficial del
movimiento, es decir, su chabacanería, la agobiante vulgaridad que todo lo
invadía.
De acuerdo: el peronismo se presentaba
en tal forma que ninguna persona culta, o pretendidamente culta, podía
sentirse atraída por el movimiento. Es verdad que alguna rara avis, proveniente
de círculos sociales más elevados, se acercó al peronismo, pero no logró
llegar muy lejos.
La gente del pueblo no se sentía
expresada en el profesoral socialismo o en las fórmulas estereotipadas del comunismo.
Además, estos dos movimientos habían prendido muy superficialmente en la
Argentina. El explotado trabajador nunca había soñado con una división de las
riquezas: soñaba con ser él rico o con destruir la riqueza si no podía
conseguirla. Perón, de clara escuela fascista, aprovechó ese rencor popular que
lo llevó a donde él, sin duda, nunca pensó llegar, tal vez no quiso llegar.
No fue éste el caso de Evita. Ella se
tomó en serio a su hombre. Creyó todo lo que él decía. Fue, como se titulaba a
sí misma, la «abanderada de los humildes». El odio que inspiró a las mujeres de
clase alta de su país fue despiadado, cruel y envidioso. Este odio, insípido,
reiterativo, terco como suelen ser los poco lúcidos odios femeninos,
encontraba -casi treinta y cinco años después de la muerte de Evita- eco en
Borges. Se refería a ella burlonamente, llamándola «el hada rubia», como el
pueblo la había llamado a veces. Lo decía incluso cuando el nombre de Evita
recorría el mundo como el de una de las mujeres más notables del siglo.
Hay un tabú en relación con Borges. No
nos gusta ver a los héroes fuera del pedestal; además, sobre el pedestal son
mucho más cómodos: no son hombres como nosotros y, por tanto, no podemos ni
entenderlos ni imitarlos; se los admira sin más. Ésta es, por lo menos, la
tendencia que prevalece en América Latina: Europa ya no levanta pedestales y
Estados Unidos siempre se ha complacido en mostrar la humanidad y las
debilidades de sus grandes hombres, como si esto los volviera más fuertes.
Estoy escribiendo esto en la Argentina,
donde los ídolos son inmutables. Las nuevas generaciones han aceptado la
imagen de Borges como la de un hombre que vivía en las nubes, entre libros e
imaginaciones fantásticas, incapaz de frivolidad. Lo ven como a Jorge de
Burgos, el bibliotecario ciego de El nombre de la rosa. Pero Borges distaba
de ser severo y consecuente en sus juicios, fuera de los literarios.
Entre los poemas que solía recitar
cuando recorríamos las calles del Sur o del Oeste, había uno de Pedro B. Palacios,
«Almafuerte», un poeta menor que tuvo popularidad en su momento y que,
sospecho, le gustaba más que el cacareado Lugones:
Yo desprecié al feliz, al potentado,
al honesto, y al rico, y al valiente,
porque pensé que le tocó la suerte
como a cualquier tahúr afortunado.
Su afición a la trampa se comprueba en
el admirado Hombre de la esquina rosada, escrito en primera persona en
estilo entre gauchesco y arrabalero y cuyo argumento no es -como dice la gente
que no lo ha leído y entendido- un «duelo entre cuchilleros valientes». Esta
opinión, como todo lo que es erróneo, ha tenido mucha repercusión.
Lo que se narra es un crimen solapado,
casi dostoievskiano, cobarde.
Borges, un hombre con debilidades
humanas, tenía algo del tahúr.
En una ocasión me contó una anécdota que
voy a contar junto con una o dos más porque si, como él dice, «los actos son
nuestros símbolos», estas anécdotas son claves reveladoras.
A finales de la década de los treinta,
Borges, como he dicho, tenía una página de crítica literaria de autores extranjeros
en la revista El Hogar. Una mujer lo llamó una vez por teléfono, sin
darse a conocer. La mujer le dijo que admiraba sus críticas y sus poemas; era
una persona culta, que había leído bastante y conocía bien la literatura
inglesa. Borges quedó halagado y agradecido. Como todos los escritores
argentinos, tenía avidez por ser valorado. Pero la voz de la mujer era
desagradable: una voz ronca, dura.
La mujer siguió telefoneando. De acuerdo
a la voz, él fue creando una imagen, la de una profesora poco agraciada,
cincuentona, algo entrada en carnes, con anteojos de gruesos cristales.
Al cabo de unas semanas, la mujer
sugirió un encuentro. Cautamente, él pidió que se describiera. Ella dijo que
no era necesario, ya que ella lo conocía a él de vista y se le iba a acercar.
Borges vaciló bastante cuando tuvo que
fijar el lugar del encuentro. Rechazó varias confiterías elegantes que ella
propuso. No quería correr el riesgo -me dijo- de que lo vieran con una mujer
tan fea. Por tanto, con el pretexto de la discreción, no la citó en una
confitería del Barrio Norte o del Centro. Eligió la Confitería del Molino, frente
al edificio del Congreso Nacional, una típica confitería de clase media, que
exhibía en sus vitrinas tortas de boda o de cumpleaños y alquilaba sus salones
para fiestas de medio pelo. También concurrían allí algunos diputados y
senadores, pero en la Argentina esta gente no suele ser elegante. Era, sobre
todo, un lugar al que señoras ociosas acudían por la tarde para tomar té y
engullir masitas, señoras rotundas o francamente obesas, vestidas con una ostentación
poco acertada.
Pese a todas estas garantías, Borges,
precavidamente, esperó a la dama a la puerta de la confitería.
Su incomodidad iba en aumento. Mientras
miraba los postres de los escaparates, tramaba una manera expeditiva de
escapar del molesto encuentro. Su desazón llegó al máximo cuando, al levantar
la cabeza, vio una mujer que avanzaba hacia la entrada.
«Era una diosa», fue el comentario de
Georgie. «Alta, esbelta, una morena que parecía rubia.»
Él sintió la vergüenza de que aquella
«diosa» fuera a verlo con la horrible mujer que él estaba esperando. Sin más,
se dio vuelta para huir. La «diosa», al ver su gesto, corrió, lo alcanzó, le
tendió la mano y le dijo con voz ronca: «¿Cómo le va, Borges?».
Naturalmente, Georgie se enamoró de esta
mujer que reunía, además de su físico espectacular, características que lo
conmovían: era de alta clase social, no muy feliz en su matrimonio, y adoraba
la literatura inglesa. Además, la dama era muy religiosa, lo cual añadía a su
modo de ser, según él, una inocencia y puerilidad que le causaban gracia.
Ella tenía un salón literario en el cual
se leían en alta voz autores ingleses. Es a ella a quien está dedicada la Historia
universal de la infamia: «I inscribe this book to S. D.: English,
innumerable and an ángel. Also: I offer her that kernel of myself
that I have saved somehow - the central heart that deals not in words, traffics
not with dreams and is untouched by time, by joys, by adversities» («Dedico
este libro a S. D., inglesa, innumerable y un ángel. También
le ofrezco ese meollo de mi ser que he logrado conservar de algún modo, ese
corazón central que no se ocupa de palabras, no trafica con sueños y no es
alcanzado por el tiempo, la dicha, la adversidad.»).
Una dedicatoria hermosa en verdad. Y misteriosa
en su primera parte. «English, innumerable and an ángel» se refiere a S. D.
(que no era inglesa) o a algo que sucedió entre ellos. S. D. ha muerto. Borges
también y nunca lo sabremos.
Por estos años se acentúa en Borges su
afición a las alusiones, a cambiar un nombre por otro, como si quisiera
guardar sus últimos secretos.
Pero la trampa seguía en pie. Por
entonces escribió uno o dos poemas en inglés que tienen el mismo tono de la
dedicatoria a S. D. Él me dijo que esos poemas eran para S. D. Le dije que las
iniciales de la dedicatoria no coincidían. Me contestó que S. D. era una dama
muy católica, con hijos, y que él había usado esas iniciales para no crearle
molestias con su marido. Esto me lo dijo en el cuarenta y seis o cuarenta y
siete. En las Obras Completas, publicadas en 1972, los poemas ingleses
aparecen dedicados a Beatriz Bibiloni de Bullrich, una mujer a quien,
contrariamente a su costumbre, él nunca nombró. Y en la Historia universal
de la infamia en las O.C. mantuvo las iniciales de S. D., aunque
ella ya había muerto.
Él amaba a S. D. Pero como ese amor era
imposible -o él creía que lo era- lo transfirió a BBB. La atmósfera de Historia
universal de la infamia está impregnada por la presencia de S. D. Yo la
conocí: era una mujer que justificaba el sentimiento que había inspirado a
Borges: él mismo me la presentó llevándome un día a su casa.
Otra anécdota.
Entre las amigas que concurrían a sus
conferencias había una poetisa y declamadora a quien él dedica uno de sus
cuentos. Esta poetisa tenía reputación de cursi. Había escrito un libro de
poemas y le pidió a Borges que se lo prologara. En el libro, de unas
veinticinco páginas, él sólo halló un verso que le pareció aceptable. Quedó
entusiasmado con esta línea, aunque el resto del libro le parecía deleznable.
«De todos modos», me dijo, «es tan linda que tengo que escribirle el prólogo.»
Lo escribió y, cuando el libro se
publicó, Borges me dijo con aire consternado que la poetisa en cuestión había
cambiado los adjetivos de lo que él había escrito. Por ejemplo, donde él decía
«el buen libro de X», la palabra «buen» había sido sustituida por «grandioso»,
«estupendo», etc. Él parecía abrumado ante este abuso de confianza.
Es muy probable que la verdad haya sido
otra. Creo que él había escrito «estupendo», «grandioso», etcétera, y no se
atrevía a reconocerlo, prefiriendo cargar a la poetisa con esta culpa. Es
difícil concebir que ella, una mujer tímida y patética, se haya atrevido a
corregir a Borges. En todo caso el libro, ni siquiera con el prólogo de él,
trascendió un núcleo reducido de amigos.
Otra anécdota para terminar con las
frivolidades de Borges.
Había una escritora que, de acuerdo a
ciertos cánones, pasaba por fea y desagradable. Una noche yo tenía que salir a
comer con Ricardo Baeza. Antes fui a tomar una copa con Georgie (leche para
él). Él me dijo que iba a comer esa noche a casa de los Bioy. Lo acompañé
hasta la entrada del subterráneo en la Plaza San Martín, donde nos despedimos.
Aclaro que, en estos momentos, ya había terminado toda posibilidad de relación
amorosa entre nosotros. Me encontré con Ricardo Baeza y decidimos ir a comer a
La Corneta del Cazador, un restaurante más bien barato que solía ser favorecido
ciertos días de la semana por los escritores. Pero ése no era uno de los días
favorecidos. Entramos y vi, con gran sorpresa, a Borges, sentado ante una mesa
con la poco agraciada escritora. Fue inevitable saludarse, y él se puso de
todos los colores. No por haberme mentido, sino por haber sido visto -sobre
todo por Baeza- con una mujer tan fea.
Y lo que voy a contar ahora revela
cierta debilidad mundana a pesar de su patetismo, algo de su curiosa forma de
ver a las mujeres, que no siempre lo conmovían por su físico.
Todos los finales de año, el 31 de
diciembre, antes de cenar con sus amigos habituales, Borges hacía una visita a
un apartamentito de la calle Independencia, entre Chacabuco y Perú, si la
memoria no me falla. Allí me llevó dos veces.
El apartamento era uno de esos que se
abren sobre un corredor largo, angosto y húmedo. Tenía dos piececitas diminutas
que daban a un patiecito escuálido. En el patiecito no había plantas y los
cuartos, cuya única abertura eran las puertas que comunicaban con ese
patiecito, debían ser difíciles de calentar en invierno.
Aquí vivía una mujer ya vieja, alrededor
de unos sesenta años, muy pálida, rolliza y que nunca había sido bonita.
Borges consideraba que esta visita de fin de año era un tributo y un homenaje
que había que rendir a esta mujer. Se llamaba Elvira de Alvear y su padre
había sido uno de los hombres más ricos del país. El matrimonio de la madre de
Elvira, Mariana Cambaceres, con Diego de Alvear había sido uno de los
acontecimientos más escandalosos de la crónica mundana. Mariana Cambaceres
había estado antes casada y había tenido la suerte de enviudar; esto le
permitió casarse con Alvear, que era su amante. Otras coloridas historias
corrían sobre esta familia, pero no hace al caso contarlas ahora. El hecho es
que Diego de Alvear había dilapidado su fortuna y su hija vivía ahora
precariamente.
Un detalle que se repetía todos los años
conmovía especialmente a Borges. Sobre la mesa del comedor había una
campanilla de plata. Elvira de Alvear la agitaba y después comentaba: «¿Dónde
se ha metido la gente de servicio? ¡Fíjese, Borges, nunca, nunca están cuando
los llamo!».
Esto emocionaba a Borges. Salía de allí
con la sensación del deber cumplido y cierta melancolía.
Nunca había estado enamorado de Elvira
de Alvear, pero el desvarío de esta nueva pobre tocando su campanilla de plata
lo conmovía.
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