jueves, 23 de abril de 2020

Borges y la cara verdadera . BORGES A CONTRALUZ. Estela Canto.



...no nos une el amor, sino el espanto
será por eso que la quiero tanto.
Buenos Aires, O.C., pág. 947.


A Borges lo fascinaban y lo repelían los espejos. Siem­pre lo aterró la revelación del espejo, ese «insospechado rostro» que puede asomar desde el fondo del vidrio bruñido; siempre lo atrajo.
Entre Borges y el peronismo hubo siempre un malen­tendido.
Una vez me contó un sueño: viajaba en subterráneo y el coche estaba colmado, como suele estarlo a ciertas ho­ras. De repente, en el apretujamiento, se encontraba frente a frente con Perón.
Perón le tendía la mano para saludarlo y Borges com­probaba que la mano de Perón era floja, laxa; era, en una palabra, como su propia mano.
Él no interpretaba sueños. Había recurrido al análi­sis para resolver una situación, no para entender las claves de su vida. Así, no atribuyó ningún sentido al sueño y se quedó en la extrañeza que le había provocado: el freudismo podía ser una terapia efectiva, nunca una explicación. A él las explicaciones no le interesa­ban; él siempre interrogaba.


Después de la famosa Marcha de la Libertad la situa­ción se mantuvo tensa, incluso se agravó. La policía mon­tada recorría los alrededores del nuevo Ministerio de Tra­bajo y Previsión, antiguo Concejo Deliberante, donde Perón había establecido su cuartel general. La policía lle­gaba con frecuencia hasta la Avenida de Mayo en su recorrido y se detenía cerca de La Prensa, el diario oposi­tor. Cuando se formaba un corrillo, los caballos eran lanzados contra la gente.
Por casualidad experimenté personalmente algo de es­to. Estaba paseando por Florida con una amiga, Poldy de Byrd, una muchacha que empezaba a escribir. Poldy, que era levantisca y muy vehemente, gritó al ver a los jinetes de la montada: «¡Asesinos, Gestapo!».
Los caballos cargaron contra nosotras. Corrimos a toda velocidad: la puerta de La Prensa se entreabrió y pudimos meternos allí. Hubo unas tentativas de echar la puerta aba­jo, la puerta que da sobre Rivadavia; trajeron una estaca y empezaron a dar golpes. En la sala de redacción, llena de rostros consternados, Poldy y yo oímos un discurso de Pe­rón anunciando que dejaba su cargo en la Secretaría de Trabajo. El tono, sin embargo, no era conciliador: había una amenaza implícita y todos la sentimos.
En este clima, unos días antes del 17 de octubre, volví a salir con Georgie. Después de la primera discusión violenta, el incidente con su madre había quedado olvidado, al parecer. Pero tanto él como yo éramos personas renco­rosas.
En esa semana previa al 17 de octubre el peronismo casi se podía tocar en las calles de Buenos Aires. Y no só­lo por la presencia de la policía montada en sitios estratégicos. El 17 de octubre fue para muchos una bandera, para algunos un estigma, para otros un terror; para la mayoría del pueblo fue una esperanza.
Recorríamos como siempre las calles en torno a Cons­titución. De pronto él se detuvo y con aire iracundo ex­clamó: «¿Dónde están los peronistas? ¡No he encontrado uno solo en mi vida! ¿Dónde están?».
Las calles estaban tranquilas, quietas, algo inusitado en ese populoso barrio. «Aquí -le dije, mirando alrededor de la plaza-, los peronistas están aquí.» Y no añadí que tenía la sensación de que se extendían hacia el Sur y el Oeste, incluso hacia el privilegiado Norte, como una ma­rea compacta. «No -dijo él-, eso es un disparate.»
Unos días después hubiera tenido que rendirse a una evidencia a la cual nunca se rindió. El peronismo entró en la ciudad de Buenos Aires trepado a los techos de los tranvías, en camiones, a pie y hasta a caballo, con bom­bos y agitando banderas argentinas que luego se arras­traban mugrientas por el suelo. La ciudad fue invadida por una turba que, maniobrada o no por una parte del Ejército, impulsada y enardecida por Evita con la táci­ta complicidad de la policía, existía, allí estaba, rugien­te y harapienta, reclamando a su jefe, preso en una isla cercana. La multitud había empezado a invadir la ciudad desde el alba por tres puntos cardinales: Sur, Norte y Oeste.
Era gente que nunca había pasado los límites, gente que, al hacerlo, rompía una barrera. Ocuparon el centro, las avenidas adyacentes, la Plaza de Mayo, se plantaron allí. Eran los «cabecitas negras» (alusión al pelo renegri­do de los indios), gente «que no debía presentarse», que no debía existir en la Argentina. Pero existía. Eran sucios, brutales, irreverentes y se los presentía crueles, como ani­males exasperados. La nueva cara de la Argentina, la ver­dadera, asomaba en el espejo de Borges.
Borges sentía el peronismo como un agravio personal. Y es raro que un hombre de su nivel intelectual, pasado el primer momento de pasión, cuando era innegable que los gobiernos que se sucedían en la Argentina no eran mejores que el de Perón, no haya intentado rectificar. Quizá temía que, al entenderlo, pudiera disminuir ese odio, única actitud que él aprobaba. «Vencen los bárba­ros, los gauchos vencen.» El Poema conjetural estaba allí, pero su pecho no estaba invadido por un «júbilo secre­to», la gloria de una muerte que era el destino de los que habían querido hacer algo limpio y digno de «estas crue­les provincias».
El peronismo no traía el espanto de la muerte, que se puede amar aunque nos espante, y los gauchos no traían lanzas, aunque algunos jineteaban famélicos caballos. Es­ta vez las armas eran los bombos, los palos y los cartelones, un bochinche callejero y enconado, confuso y ame­nazador; estas turbas inspiraban miedo, pero no había en ellas valor.
Hay un cuento de Borges, Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, que conviene citar.
Martín Fierro, de José Hernández, es el poema épico nacional. Generaciones de argentinos de distintas tenden­cias políticas se han conmovido con los versos de Martín Fierro.
Borges no era excepción y no pensaba demasiado en lo que está detrás de las quejas de Martín Fierro. Fierro se lamenta que ya no existan las épocas de antes, cuan­do el gaucho era respetado y tenía su rancho, su «china» y sus precarios medios de subsistencia, y no se requiere especial perspicacia para advertir que el hombre que canta las coplas en la creación de Hernández, es un hombre de la época de Rosas, el «primer tirano»; es el vocero de los que quedaron relegados cuando la Argentina culta triunfó, ahogando a la Argentina real.
Los versos de Martín Fierro son directos, conmovedo­res a veces. Enganchado a la fuerza como soldado, Mar­tín Fierro decide no servir a la patria en esta forma. Se hace desertor, luego salteador. Pero su rebeldía es ciega. Se basa, como la de los peronistas, en el rencor. Y hay que decir que tal vez fue esta ceguera del personaje lo que lo volvió aceptable para las clases cultas. Era posible con­moverse con Martín Fierro porque no había nada que te­mer de él.
Ahora había sobrevenido un cambio. El peronismo no era valiente, pero había llegado al poder.
En una de las partes más emocionantes de la historia, el sargento Cruz sale con la orden de prender a Martín Fierro. En el cuento de Borges, Cruz ha sido también enganchado como soldado: era el castigo que se usaba en campaña para esos delitos. Un hombre podía ser útil a las fuerzas del orden si tenía coraje físico y algunas muertes encima.
Cercado, Fierro se defiende con bravura, y Cruz, en un momento de admiración, abandona a sus hombres y se pone a pelear junto a Fierro. Borges establece entre los dos hombres -al reinventar la historia de Cruz- una es­pecie de parecido, de fraternidad. Unidos, son un desafío a todo lo instituido. Fierro y Cruz no están en contra de un gobierno, sino en contra de todo lo que los cohíbe.
Borges repite la historia contada por Hernández, pero añadiendo acontecimientos previos en la oscura existen­cia de Cruz. Éste, como San Pablo, estaba destinado a te­ner un momento de revelación refulgente. En la historia recontada por Borges, Cruz se decide por el valiente y se convierte a su vez en desertor, probablemente en asesino. Y Borges no piensa que Cruz, con su actitud, se ha pues­to en contra de todo lo que él, Jorge Luis Borges, defien­de. Borges se concentra en ese único instante y no quie­re ver más allá. Las causas y los efectos no existen.
En todo caso, aunque hiciera estas concesiones al «espanto», juzgó siempre al peronismo en otro plano. Cuando me dijo que él «nunca había encontrado a un peronista», yo le creí al pie de la letra. Ingenuamente pensé que él no frecuentaba los medios en los que se movían los peronistas, aunque bastaba salir a la calle para encontrarlos.
Lo que Georgie quería decir era bastante retorcido: da­ba a entender que nadie se atrevía a proclamarse abiertamente peronista, que ser peronista era una vergüenza, que los mismos peronistas lo sabían y, por tanto como na­die reconocía serlo, no estaban en ninguna parte.
Aquí Borges calculaba mal el eficaz poder inhibitorio de la clase alta: el peronismo iba a levantar con orgullo la cabeza y la iba a mantener en alto durante medio si­glo... o más. Y la Argentina ya nunca volvería a ser lo que había aparentado ser.
En oposición a Borges, Martínez Estrada entendió enseguida el fenómeno peronista. Pero Martínez Estrada era un hombre telúrico, con raíces profundamente ahin­cadas en la tierra. No necesitó analizar: supo lo que era. Borges fingía ver tan sólo la parte superficial del movi­miento, es decir, su chabacanería, la agobiante vulgari­dad que todo lo invadía.
De acuerdo: el peronismo se presentaba en tal forma que ninguna persona culta, o pretendidamente culta, po­día sentirse atraída por el movimiento. Es verdad que alguna rara avis, proveniente de círculos sociales más ele­vados, se acercó al peronismo, pero no logró llegar muy lejos.
La gente del pueblo no se sentía expresada en el pro­fesoral socialismo o en las fórmulas estereotipadas del co­munismo. Además, estos dos movimientos habían prendido muy superficialmente en la Argentina. El explotado trabajador nunca había soñado con una división de las riquezas: soñaba con ser él rico o con destruir la riqueza si no podía conseguirla. Perón, de clara escuela fascista, aprovechó ese rencor popular que lo llevó a donde él, sin duda, nunca pensó llegar, tal vez no quiso llegar.
No fue éste el caso de Evita. Ella se tomó en serio a su hombre. Creyó todo lo que él decía. Fue, como se titula­ba a sí misma, la «abanderada de los humildes». El odio que inspiró a las mujeres de clase alta de su país fue des­piadado, cruel y envidioso. Este odio, insípido, reiterati­vo, terco como suelen ser los poco lúcidos odios femeni­nos, encontraba -casi treinta y cinco años después de la muerte de Evita- eco en Borges. Se refería a ella burlonamente, llamándola «el hada rubia», como el pueblo la había llamado a veces. Lo decía incluso cuando el nom­bre de Evita recorría el mundo como el de una de las mu­jeres más notables del siglo.
Hay un tabú en relación con Borges. No nos gusta ver a los héroes fuera del pedestal; además, sobre el pedestal son mucho más cómodos: no son hombres como noso­tros y, por tanto, no podemos ni entenderlos ni imitarlos; se los admira sin más. Ésta es, por lo menos, la tenden­cia que prevalece en América Latina: Europa ya no levan­ta pedestales y Estados Unidos siempre se ha complaci­do en mostrar la humanidad y las debilidades de sus grandes hombres, como si esto los volviera más fuertes.
Estoy escribiendo esto en la Argentina, donde los ído­los son inmutables. Las nuevas generaciones han acepta­do la imagen de Borges como la de un hombre que vivía en las nubes, entre libros e imaginaciones fantásticas, in­capaz de frivolidad. Lo ven como a Jorge de Burgos, el bi­bliotecario ciego de El nombre de la rosa. Pero Borges dis­taba de ser severo y consecuente en sus juicios, fuera de los literarios.
Entre los poemas que solía recitar cuando recorríamos las calles del Sur o del Oeste, había uno de Pedro B. Pa­lacios, «Almafuerte», un poeta menor que tuvo populari­dad en su momento y que, sospecho, le gustaba más que el cacareado Lugones:

Yo desprecié al feliz, al potentado,
al honesto, y al rico, y al valiente,
porque pensé que le tocó la suerte
como a cualquier tahúr afortunado.

Su afición a la trampa se comprueba en el admirado Hombre de la esquina rosada, escrito en primera persona en estilo entre gauchesco y arrabalero y cuyo argumento no es -como dice la gente que no lo ha leído y entendido- un «duelo entre cuchilleros valientes». Esta opinión, co­mo todo lo que es erróneo, ha tenido mucha repercusión.
Lo que se narra es un crimen solapado, casi dostoievskiano, cobarde.
Borges, un hombre con debilidades humanas, tenía al­go del tahúr.
En una ocasión me contó una anécdota que voy a con­tar junto con una o dos más porque si, como él dice, «los actos son nuestros símbolos», estas anécdotas son claves reveladoras.
A finales de la década de los treinta, Borges, como he dicho, tenía una página de crítica literaria de autores ex­tranjeros en la revista El Hogar. Una mujer lo llamó una vez por teléfono, sin darse a conocer. La mujer le dijo que admiraba sus críticas y sus poemas; era una persona cul­ta, que había leído bastante y conocía bien la literatura inglesa. Borges quedó halagado y agradecido. Como to­dos los escritores argentinos, tenía avidez por ser valora­do. Pero la voz de la mujer era desagradable: una voz ron­ca, dura.
La mujer siguió telefoneando. De acuerdo a la voz, él fue creando una imagen, la de una profesora poco agra­ciada, cincuentona, algo entrada en carnes, con anteojos de gruesos cristales.
Al cabo de unas semanas, la mujer sugirió un encuen­tro. Cautamente, él pidió que se describiera. Ella dijo que no era necesario, ya que ella lo conocía a él de vista y se le iba a acercar.
Borges vaciló bastante cuando tuvo que fijar el lugar del encuentro. Rechazó varias confiterías elegantes que ella propuso. No quería correr el riesgo -me dijo- de que lo vieran con una mujer tan fea. Por tanto, con el pretex­to de la discreción, no la citó en una confitería del Barrio Norte o del Centro. Eligió la Confitería del Molino, fren­te al edificio del Congreso Nacional, una típica confitería de clase media, que exhibía en sus vitrinas tortas de boda o de cumpleaños y alquilaba sus salones para fiestas de medio pelo. También concurrían allí algunos diputados y senadores, pero en la Argentina esta gente no suele ser elegante. Era, sobre todo, un lugar al que señoras ocio­sas acudían por la tarde para tomar té y engullir masitas, señoras rotundas o francamente obesas, vestidas con una ostentación poco acertada.
Pese a todas estas garantías, Borges, precavidamente, esperó a la dama a la puerta de la confitería.
Su incomodidad iba en aumento. Mientras miraba los postres de los escaparates, tramaba una manera expedi­tiva de escapar del molesto encuentro. Su desazón llegó al máximo cuando, al levantar la cabeza, vio una mujer que avanzaba hacia la entrada.
«Era una diosa», fue el comentario de Georgie. «Alta, esbelta, una morena que parecía rubia.»
Él sintió la vergüenza de que aquella «diosa» fuera a verlo con la horrible mujer que él estaba esperando. Sin más, se dio vuelta para huir. La «diosa», al ver su gesto, corrió, lo alcanzó, le tendió la mano y le dijo con voz ron­ca: «¿Cómo le va, Borges?».
Naturalmente, Georgie se enamoró de esta mujer que reunía, además de su físico espectacular, características que lo conmovían: era de alta clase social, no muy feliz en su matrimonio, y adoraba la literatura inglesa. Ade­más, la dama era muy religiosa, lo cual añadía a su mo­do de ser, según él, una inocencia y puerilidad que le cau­saban gracia.
Ella tenía un salón literario en el cual se leían en alta voz autores ingleses. Es a ella a quien está dedicada la Historia universal de la infamia: «I inscribe this book to S. D.: English, innumerable and an ángel. Also: I offer her that kernel of myself that I have saved somehow - the central heart that deals not in words, traffics not with dreams and is untouched by time, by joys, by adversities» («Dedico este libro a S. D., inglesa, innumerable y un án­gel. También le ofrezco ese meollo de mi ser que he logra­do conservar de algún modo, ese corazón central que no se ocupa de palabras, no trafica con sueños y no es alcan­zado por el tiempo, la dicha, la adversidad.»).
Una dedicatoria hermosa en verdad. Y misteriosa en su primera parte. «English, innumerable and an ángel» se refiere a S. D. (que no era inglesa) o a algo que suce­dió entre ellos. S. D. ha muerto. Borges también y nunca lo sabremos.
Por estos años se acentúa en Borges su afición a las alusiones, a cambiar un nombre por otro, como si quisie­ra guardar sus últimos secretos.
Pero la trampa seguía en pie. Por entonces escribió uno o dos poemas en inglés que tienen el mismo tono de la dedicatoria a S. D. Él me dijo que esos poemas eran pa­ra S. D. Le dije que las iniciales de la dedicatoria no coin­cidían. Me contestó que S. D. era una dama muy católi­ca, con hijos, y que él había usado esas iniciales para no crearle molestias con su marido. Esto me lo dijo en el cuarenta y seis o cuarenta y siete. En las Obras Comple­tas, publicadas en 1972, los poemas ingleses aparecen de­dicados a Beatriz Bibiloni de Bullrich, una mujer a quien, contrariamente a su costumbre, él nunca nombró. Y en la Historia universal de la infamia en las O.C. mantuvo las iniciales de S. D., aunque ella ya había muerto.
Él amaba a S. D. Pero como ese amor era imposible -o él creía que lo era- lo transfirió a BBB. La atmósfera de Historia universal de la infamia está impregnada por la presencia de S. D. Yo la conocí: era una mujer que justi­ficaba el sentimiento que había inspirado a Borges: él mismo me la presentó llevándome un día a su casa.
Otra anécdota.
Entre las amigas que concurrían a sus conferencias ha­bía una poetisa y declamadora a quien él dedica uno de sus cuentos. Esta poetisa tenía reputación de cursi. Ha­bía escrito un libro de poemas y le pidió a Borges que se lo prologara. En el libro, de unas veinticinco páginas, él sólo halló un verso que le pareció aceptable. Quedó entu­siasmado con esta línea, aunque el resto del libro le pa­recía deleznable. «De todos modos», me dijo, «es tan lin­da que tengo que escribirle el prólogo.»
Lo escribió y, cuando el libro se publicó, Borges me di­jo con aire consternado que la poetisa en cuestión había cambiado los adjetivos de lo que él había escrito. Por ejemplo, donde él decía «el buen libro de X», la palabra «buen» había sido sustituida por «grandioso», «estupendo», etc. Él parecía abrumado ante este abuso de confianza.
Es muy probable que la verdad haya sido otra. Creo que él había escrito «estupendo», «grandioso», etcétera, y no se atrevía a reconocerlo, prefiriendo cargar a la poe­tisa con esta culpa. Es difícil concebir que ella, una mu­jer tímida y patética, se haya atrevido a corregir a Bor­ges. En todo caso el libro, ni siquiera con el prólogo de él, trascendió un núcleo reducido de amigos.
Otra anécdota para terminar con las frivolidades de Borges.
Había una escritora que, de acuerdo a ciertos cánones, pasaba por fea y desagradable. Una noche yo tenía que salir a comer con Ricardo Baeza. Antes fui a tomar una copa con Georgie (leche para él). Él me dijo que iba a co­mer esa noche a casa de los Bioy. Lo acompañé hasta la entrada del subterráneo en la Plaza San Martín, donde nos despedimos. Aclaro que, en estos momentos, ya ha­bía terminado toda posibilidad de relación amorosa entre nosotros. Me encontré con Ricardo Baeza y decidimos ir a comer a La Corneta del Cazador, un restaurante más bien barato que solía ser favorecido ciertos días de la se­mana por los escritores. Pero ése no era uno de los días favorecidos. Entramos y vi, con gran sorpresa, a Borges, sentado ante una mesa con la poco agraciada escritora. Fue inevitable saludarse, y él se puso de todos los colores. No por haberme mentido, sino por haber sido visto -sobre todo por Baeza- con una mujer tan fea.
Y lo que voy a contar ahora revela cierta debilidad mundana a pesar de su patetismo, algo de su curiosa for­ma de ver a las mujeres, que no siempre lo conmovían por su físico.
Todos los finales de año, el 31 de diciembre, antes de cenar con sus amigos habituales, Borges hacía una visi­ta a un apartamentito de la calle Independencia, entre Chacabuco y Perú, si la memoria no me falla. Allí me lle­vó dos veces.
El apartamento era uno de esos que se abren sobre un corredor largo, angosto y húmedo. Tenía dos piececitas diminutas que daban a un patiecito escuálido. En el patiecito no había plantas y los cuartos, cuya única abertu­ra eran las puertas que comunicaban con ese patiecito, debían ser difíciles de calentar en invierno.
Aquí vivía una mujer ya vieja, alrededor de unos sesen­ta años, muy pálida, rolliza y que nunca había sido boni­ta. Borges consideraba que esta visita de fin de año era un tributo y un homenaje que había que rendir a esta mu­jer. Se llamaba Elvira de Alvear y su padre había sido uno de los hombres más ricos del país. El matrimonio de la madre de Elvira, Mariana Cambaceres, con Diego de Al­vear había sido uno de los acontecimientos más escanda­losos de la crónica mundana. Mariana Cambaceres había estado antes casada y había tenido la suerte de enviudar; esto le permitió casarse con Alvear, que era su amante. Otras coloridas historias corrían sobre esta familia, pero no hace al caso contarlas ahora. El hecho es que Diego de Alvear había dilapidado su fortuna y su hija vivía aho­ra precariamente.
Un detalle que se repetía todos los años conmovía espe­cialmente a Borges. Sobre la mesa del comedor había una campanilla de plata. Elvira de Alvear la agitaba y después comentaba: «¿Dónde se ha metido la gente de servicio? ¡Fí­jese, Borges, nunca, nunca están cuando los llamo!».
Esto emocionaba a Borges. Salía de allí con la sensa­ción del deber cumplido y cierta melancolía.
Nunca había estado enamorado de Elvira de Alvear, pero el desvarío de esta nueva pobre tocando su campa­nilla de plata lo conmovía.



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