viernes, 24 de abril de 2020

El Zahír. BORGES A CONTRALUZ. Estela Canto.




Lo he elegido como clave porque fue escrito en el tiem­po en que más veía a Borges, es decir, en el momento de su gran enamoramiento, antes de la frustración en que lo sumió mi «desaparición» durante tres años.
El Zahír es, literariamente, uno de los cuentos menos logrados de Borges. Hay aquí una mezcla de imágenes que recuerda las superposiciones y disparidad de elementos de los sueños. Como sabemos, un sueño exige ser con­tado de manera lineal, cronológica, siguiendo un hilo. La trama existe -es decir, la idea general-, pero hay en el sue­ño profusión de elementos que son suprimidos en aras de la claridad. Y, de alguna manera, pese a la voluntad del autor de claridad y elucidación, El Zahír queda en el terreno de los sueños y de las conjeturas. Es como si dos corrientes convergieran aquí y no pudieran fundirse.
El Zahír fue escrito en momentos muy dramáticos pa­ra Borges. Viene después de El Aleph y, de alguna mane­ra, se percibe el conflicto que el autor está viviendo. Yo todavía no lo había «dejado», pero él presentía que esto iba a ocurrir.
El Zahír es uno de los cuentos en que aparecen reali­dades cotidianas, simples hechos que adquieren sentidos fantásticos. No es lo que sucede, por ejemplo, en Las ruinas circulares o en El jardín de los senderos que se bifur­can, cuentos francamente instalados en mundos imagi­narios. Hombre de la esquina rosada o Emma Zunz no salen jamás del terreno real.
En El Zahír, como en El Aleph, la fantasía se casa con la realidad. La realidad asume un carácter de fantasía. La realidad es fantástica y, para llegar a percibir este elemen­to en lo cotidiano, fue necesario que se produjera un gran desplazamiento en el ser íntimo de Borges.
El zahír se parece también al aleph por ser un objeto mágico. Pero los objetos mágicos en este gran admirador de las Mil y una noches nunca son producidos por un ma­go, sino que aparecen en un almacén cuando le dan un vuelto, o están en el fondo de un sótano y su existencia es anunciada por el más insignificante de los poetastros, que además es su rival.
Yo vivía entonces en la esquina de Chile y Tacuarí, y es en un bar de Chile y Tacuarí donde le dan la fantástica moneda.
En ese «boliche» solía hacer tiempo por las mañanas con su sempiterno vaso de leche o un ocasional vasito de caña de durazno si se sentía especialmente tímido. (Creo que la timidez de Borges aumentaba a medida que, de al­gún modo, aumentaban sus resistencias.)
No se atrevía muchas veces a cruzar la calle, subir al ascensor y llamar a la puerta de mi casa. La chica que nos servía -más que una criada, una persona de la familia- solía verlo allí cuando iba al mercado. Esta muchacha, madre de Toño, destructor y beneficiario del aleph, venía y me decía: «Ahí está su enamorado desde hace media ho­ra. ¿Quiere que le diga que suba?».
Lo cierto es que él, muchas veces, necesitaba este preámbulo antes de presentarse. Y no lo hacía entonces hasta las diez y media de la mañana, aunque me había te­lefoneado a las nueve y media y el viaje en subterráneo no llevaba más de diez minutos. Era una de sus delicade­zas excesivas, esa delicadeza que envolvía muchos de sus actos, como si quisiera que le fueran perdonados, cuan­do no había nada que perdonar.
En todo caso fue en ese café donde le dieron de vuelto una moneda brillante de veinte centavos, recién acuña­da, que él convirtió en el zahír. Me la mostró en la palma de la mano, admirado de su flamante fulgor.
Es posible que Umberto Eco se haya inspirado para el tí­tulo de su novela El nombre de la rosa en las referencias de Borges, que dice: «...quien ha visto el zahír pronto verá la rosa; el zahír es la sombra de la rosa y la rasgadura del Ve­lo». Un poco antes de esta alusión tan clara al sexo femeni­no -la rosa- dice: «Zahír en árabe quiere decir notorio, vi­sible; en tal sentido es uno de los Noventa y Nueve nombres de Dios». Y termina afirmando: «Tal vez yo acabe por gas­tar el zahír a fuerza de pensarlo y de repensarlo».
Quizás a Eco le haya llamado la atención el hecho de que Borges sintiera espanto ante el zahír, quisiera librar­se de él. Quizá detrás de la moneda esté Dios, pero Borges tiene miedo a Dios: su actitud es la de los pueblos se­mitas, movidos por el temor a la divinidad.
En Historia universal de la infamia hay un relato que se llama El Tintorero Enmascarado Hakim de Merv. Borges divide la historia en relatos pequeños. Uno de estos relatos, «El Toro», es espectacular y breve. Dice el autor: «...del fondo del desierto vertiginoso... vieron adelantar­se tres figuras que les parecieron altísimas. Las tres eran humanas y la del medio tenía cabeza de toro. Cuando se aproximaron vieron que éste usaba una máscara y que los otros dos eran ciegos... Alguien indagó la razón de es­ta maravilla. "Están ciegos", el hombre de la máscara de­claró, "porque han visto mi cara".»
Este prodigio, la idea de ser cegado por un resplandor divino, queda luego penosamente anulado, casi equipa­rado a muchas sorpresas fáciles, cuando nos enteramos que lo que el hombre oculta tras la máscara de toro es su cara deformada por la lepra.
Pero en el «toro» está el comienzo de ese aterrador ful­gor que va a perseguir a Borges en El Zahír. Y también, de alguna manera, si zahír es palabra persa, como sugiere Borges en algún punto, esto nos lleva a la dualidad del bien y del mal.
En El Zahír el autor empieza por contar burlonamente la vida y muerte de una dama de sociedad, Teodelina Villar. Como en los sueños que empiezan de manera banal y terminan en el terror, el hilo del relato se pierde, se entrevera. En un momento ya no está en el velatorio de Teodelina Villar -que ha cometido el solecismo de volver­se pobre e ir a morir en el Barrio Sur-, sino en la esquina de Chile y Tacuarí, donde le dan el zahír. Teodelina Vi­llar y sus esnobismos trasnochados son eclipsados por el zahír. Pero él tampoco quiere quedarse con el zahír. Ha­ce lo posible por librarse de él. Todo es inútil. El zahír es una obsesión y él seguirá pensándolo eternamente. El mundo cerrado de Teodelina Villar desaparece, se queda en el camino. Permanece el mundo de la moneda mági­ca, del cual no puede, aunque quiera, escapar.
En la novela de Umberto Eco, Jorge de Burgos, el mon­je ciego, con las iniciales y hasta las consonantes del nom­bre de Borges, no vacila en cometer varios crímenes pa­ra ocultar la sabiduría que está guardada en las páginas de uno o dos libros en griego.
Pero Borges no quiere ocultar este resplandor -el za­hír- para que los otros no tengan la libertad. Su acto, con­trariamente al de Jorge de Burgos, dirigido contra la hu­manidad, para que siga sumida en las tinieblas, es un acto personal y único. Borges se quiere liberar del zahír porque su resplandor es excesivo para él, no por querer esconderlo a los otros hombres. Y no creo aventurado afirmar que Borges jamás pensó en la humanidad como humanidad, jamás se condolió o se interesó en ella. Él constataba su humanidad -un hombre está hecho por to­dos los hombres, es todos los hombres-, pero no pensa­ba más. Y descendiendo un poco podemos decir que se le puede tratar de egoísta, nunca de reaccionario en el sentido en que lo es Jorge de Burgos. Jorge de Burgos es reaccionario por vejez; Borges lo era por infantilismo; Jorge de Burgos no quería que los demás crecieran; Bor­ges temía y anhelaba el propio crecimiento. Borges, sin duda alguna, hubiera estado con Guillermo de Baskerville, no sólo por ser inglés, sino porque gravitaba hacia la sweetness and light (la dulzura y la luz) de Matthew Arnold.
Si he aludido al maniqueísmo es porque en El Zahír es­tán presentes las dos tendencias que lucharon en su vida hasta el fin: por un lado, Teodelina Villar, ese mundo al que está atado, del que se burla, pero que se le impone; por el otro, el de la libertad -no una mera «libertad» po­lítica que tampoco tuvo, ya que no eligió por su cuenta, sino la otra, la libertad resplandeciente, la del ser que se asume-. Pero él no se atrevía a mirar el zahír.
A Georgie no le interesaba el problema del Bien y del Mal, la lucha entre estas fuerzas. Él se proclamaba «ag­nóstico», es decir, «el que no sabe». Estaba atento y no tomaba partido. Veía el Mal, lo usaba en un cuento, sin reprobarlo o atribuirle un origen diabólico. La dualidad maniquea no existía de hecho para él. Sin embargo, El Zahír parece una premonición.
Otto Rank era un alemán que murió a los treinta y cin­co años escalando montañas en los Alpes. Era nazi y una personalidad curiosa. Había estado en los Pirineos, bus­cando el secreto de los cátaros, el tesoro de esos descen­dientes de los maniqueos que el papado y los reyes de Francia exterminaron cruelmente y en quienes Borges poco o nada pensaba. Se suponía, según algunas leyen­das en las que Rank creía, que el tesoro se había salvado de la catástrofe y estaba guardado en unas cuevas de los Pirineos. Rank nunca lo encontró. También suponía que ese tesoro era el santo Graal, y que el Graal era un copón que contenía una piedra brillante, o era esa misma pie­dra. Esa piedra brillante era el deseo del Paraíso, es de­cir, una especie de zahír. El zahír sería la moneda con la cual se paga el ingreso
Esa piedra brillante también existe en el budismo, esa religión sin Dios que a Borges le interesaba vagamente, la joya que también resplandece. Es decir, que la idea del zahír, que ha llegado a ser islámica, y tiene nombre ára­be, aparece en la tradición celta e indostánica, no en la tradición hebrea. El símbolo de Dios es un resplandor.
En el mundo intermedio de sueños y realidades que era su creación artística, esa moneda mágica debía ser la entrada a la vida, la liberación de culpas y tabúes.
Teodelina Villar, esa caricatura apenas caricaturesca de señora argentina, hecha en dos o tres magníficos tra­zos, no carentes de malignidad, se había quedado atrás, estaba muerta. En Chile y Tacuarí, una poco atrayente es­quina del Barrio Sur de Buenos Aires, le habían dado la moneda. La moneda en la cual, por el momento, estaba la esperanza.
Años después, cuando Borges era director de la Biblio­teca Nacional fue a verlo un cantor desconocido que ha­bía puesto música a algunas de sus milongas y cantaba marcialmente, acompañándose con una guitarra, algu­nos de sus poemas. A Borges le gustó cómo cantaba: de algún modo había atrapado el ritmo bravío que Borges quería dar a sus milongas. Dos o tres veces recibió al can­tor en la Biblioteca Nacional y éste fue con él hasta la en­trada del subterráneo de Independencia, que tomaba re­gularmente para volver a su casa. La Biblioteca Nacional, en la calle México, estaba cerca de la esquina de Chile y Tacuarí. Pero el cantor notó que Borges eludía esa esqui­na, bajaba una cuadra más y tomaba directamente por Independencia. Cuando el cantor quiso conocer el moti­vo, Borges le contestó: «Es un lugar que me angustia, me trae recuerdos dolorosos».
Por esta fecha escribió:

La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.

En Borges había algo mediúmnico. La afirmación no es aventurada. Este hombre de cerebro alerta era capaz de esa pasividad que permite «recibir» ideas, captar lo que anda flotando en el ambiente. Él mismo lo dice en una entrevista que ya he citado al comentar su poema a Israel: «...en la Biblioteca Nacional estaba caminando cuando de pronto sentí que algo estaba por ocurrir. Y lo que estaba por ocurrir fue un poema que se publicó en la revista Davar. Se lo llevé a Koremblitz. Éste me pregun­tó: "¿Es bueno?" "Ha de ser bueno -dije- porque no lo he escrito yo. Me lo ha dictado el Espíritu. Creo que Rubaha es la palabra hebrea"».
Borges «recibía» y así llegó a su mente El Zahír, simi­lar aparentemente a El Aleph, aunque rechazado a me­dias. El zahír queda convertido en una obsesión de la cual nunca se librará, y será uno de los polos de su «ambiva­lencia», ese neologismo de los abominables psicoanalis­tas, execrado, vilipendiado, ridiculizado, pero que tan bien describía muchas de sus actitudes.
Lo atraían las herejías en el cristianismo, no el cristia­nismo en sí. Es verdad que el protestantismo gozaba de sus simpatías y que tan sólo la riqueza esotérica y ocul­tista de Dante lograba hacer que le perdonara su ortodo­xia doctrinaria. Nunca comentó las guerras religiosas y, en caso de hacerlo, sólo hubiera atendido a algún detalle macabro: «Los herejes eran quemados para evitar el de­rramamiento de sangre», o bien: «Las mujeres herejes eran enterradas vivas en vez de ser ahorcadas, como sus hombres, para evitar los movimientos lúbricos que sus­citaban en el público los cuerpos despatarrados que se contorsionaban colgados de la soga».
La tortura y la Inquisición lo horrorizaban, pero las aceptaba dentro del orden de cosas del mundo. Él no creía que la acción humana pudiera influir para cambiar ese orden. O, en todo caso, no le interesaba perder fuer­za en intentar el cambio.
Este hombre que no se interesaba en la política tenía, sin embargo, lo que llaman ahora carisma, una manera de dar al público y recibir de él, que recuerda la relación de ciertos caudillos con sus seguidores. Borges «hechiza­ba» a la gente que lo veía, obnubilándola a veces.
Un periodista de la célebre, esnob y universal revista Ho­la, estuvo a verlo en Buenos Aires. Fue una visita de rigor al hombre que, sin ningún cargo oficial, era el más eminen­te de los argentinos. No se trataba de hacerle una entrevista: Hola nunca pensó que Borges pudiera dar material a la revista, y en esto erraba: Borges hubiera dicho cosas sabro­sas que nada tenían que ver con honduras filosóficas. De todos modos, el periodista fue a verlo y comentó en unas líneas su visita, refiriéndose a «los peldaños, las galerías y las terrazas» que daban sobre la plaza San Martín.
Sin duda impresionado por el carisma y la gloria de Borges, el español confundió la entrada de un apartamen­to pequeño, nada lujoso, a pocos metros de la plaza, con el antiguo palacio Anchorena, convertido en Ministerio de Relaciones Exteriores en ese entonces. El periodista ha­bía estado en el ministerio y en su mente se confundieron las dos entradas. En su recuerdo, la importancia de Bor­ges era sólo conmensurable con un palacio de escalinatas y jardines en planos descendentes.
Conté la historia a dos amigas uruguayas que no cono­cían a Borges ni como escritor ni como persona, pero que estaban muy impresionadas por su fama. «¿Cómo es la casa de Borges?», preguntó una, llena de expectativa. «Un apartamento como tantos», contesté. La cara de mi ami­ga se ensombreció. Había esperado que yo dijera: «Un gran piso moderno, lleno de ventanales, muy superior a cualquier dependencia del viejo palacio San Martín.»
Estas anécdotas pueriles revelan la resistencia que te­nía la gente a ver a Borges en dimensiones normales. Él había convertido la moneda que le dieron como vuelto en un café de barrio en un objeto mágico. Para la gente él era un mago. Creaba mentalmente una atmósfera y la gente lo recreaba a él como quería verlo. Para el público, era «el mago del zahír».


Este apolítico hablaba de política. En su primera ju­ventud había sido «algo anarquista» y luego radical. Ya viejo, se afilió al partido conservador, el único «que no puede suscitar fanatismos» (un gesto digno de Voltaire). Imposible llevar más allá el escepticismo político. Y una prueba más de que él, en el fondo, no tomaba en serio sus propias opiniones políticas.
Rechazaba los hechos: sólo se interesaba en los símbolos.
Dos autores constantes en su pensamiento eran Swe­denborg y Dante. En Swedenborg le atraía la idea de que este mundo es un reflejo del otro: el infierno y el cielo es­tán entre nosotros, estamos rodeados de ángeles y arcán­geles. Swedenborg creía haber oído voces; quizá Borges también. Aunque nunca lo dijo, salvo en la breve alusión al poema Israel.
Al volver a principios de la década de los sesenta de Es­tados Unidos había podido medir la extensión de su ce­lebridad. Ya sabía que su destino no iba a ser el de un es­critor poco leído, empleado en una biblioteca de los suburbios y admirado por un grupo selecto de gente. Lo había sorprendido la impresión que había hecho a los estudiantes, de quienes hablaba con cierto desdén. «Ni si­quiera saben quién es Bernard Shaw», me dijo. Pero el cálido ambiente que lo había rodeado, el fervor que pro­vocaba en la gente, lo había puesto eufórico. Con todo, no dejó de hacer algunos chistes: «La literatura está por los suelos, Estela..., la prueba es que..., bueno, ¡me to­man en cuenta!».
Llevada quizá por un entusiasmo, le dije que había es­tado con unos amigos peronistas que lo admiraban, y añadí: «Eres el único que podría lograr la unidad nacional. ¿Por qué no creas un partido político?».
Era una broma, casi una broma, pero le gustó.
«¿Cómo se hace?», preguntó. Le dije: «Habría que ci­tar a varios notables de todos los partidos y que represen­ten diversos grupos, hablar con ellos, averiguar los pun­tos de convergencia, establecer un estatuto... Claro, habría que reunir fondos, pero creo que eso no te sería difícil: otros se encargarían de hacerlo».
«¡Caramba, caramba!», dijo él, la palabra que usaba cuando algo le interesaba o lo asombraba, y añadió: «Se podría hacer mucho por la patria.»
Esta última idea siempre estaba en su mente y la posi­bilidad de influir le atraía.
Lo vi unos días después. La euforia había pasado; es­taba algo deprimido. Volví a hablarle de la cosa, siempre en un tono mitad en broma, mitad en serio. Me dijo que ya estaba demasiado viejo, que cambiar algo en la Argen­tina era imposible. Poco después de esto se afilió al par­tido conservador. Sospecho que la influencia de doña Leonor estaba detrás de esa afiliación y de la idea de im­potencia.
A pesar de las burlas que esta idea sin duda suscitará, creo que un partido político encabezado por él habría an­dado con sus propios pies y habría influido a otros parti­dos. ¿Ideas? Hubiera contado con apoyo y votos... Entre nosotros las ideas son siempre el relleno de una acción política más o menos variable.
Todos sus sueños lo llevaban a admirar a los hombres valientes, hicieran lo que hicieren y en cualquier circuns­tancia. Hubiera sido lógico que admirara al Che Gueva­ra, el hombre que en nuestro siglo ha dado la versión más pura del héroe, aunque no compartiera sus opiniones. Só­lo una vez lo nombró, en una entrevista. Dijo: «Es un personaje que me desagrada profundamente»; no explicó por qué le desagradaba y probablemente no hurgó en sí mis­mo para conocer la causa de ese desagrado.
El valor, cuando podía beneficiar a la izquierda, era re­chazado en bloque, como los ateos que se niegan a entrar a un templo temiendo que algo pueda sacarlos de su cómodo mundo sin más allá.
Tampoco se sentía atraído por la ciencia-ficción y nun­ca lo oí hablar de platos voladores o seres extraterrestres. Aunque una vez me comentó El hombre invisible, de Wells. Lo que le llamaba la atención era la inutilidad de ser invisible, la desdicha de haber logrado la invisibilidad, esa cualidad que debería darnos casi la omnipotencia. No era así. Él pensaba en las penurias del pobre hombre in­visible, que debía andar vestido, con la cara tapada, las manos cubiertas, para poder «ser alguien»; le parecía horrible asimismo el hecho de que, después de comer, tu­viera que esconderse para que la gente no viera la comi­da que había quedado en el estómago hasta que él la asimilara. No sentía menos horror por el frío que debía padecer este hombre cuando quería ser invisible. En una palabra, el hombre invisible era de hecho y por necesidad la más desvalida de las criaturas.
Para él, el zahír no podía llegar en máquinas espaciales. Los objetos mágicos eran mágicos en la tierra y esta­ban en la tierra. La tierra bastaba a Borges.
Cuando escribió El Zahír, Borges era un hombre que aún esperaba ser feliz, realizarse como hombre. Pero in­cluso en ese momento, cuando parecía tenerla al alcance de la mano, la dicha adquiría un carácter fantástico, ate­rrador. La dicha era un favor que venía de otro mundo. El zahír era la moneda que podía sacarlo del infierno, el infierno en el cual estaba sumergido y que temía dejar, pero del que salió por otros medios, porque la vida es más inesperada de lo que el mismo Borges podía imaginar.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

FILOSOFÍA Y LITERATURA

  FILOSOFÍA Y LITERATURA. Ejemplos de Novelas Filosóficas: "El Extranjero" de Albert Camus Resumen: La historia de Meursault, un h...

Páginas