Lo he elegido como clave porque fue
escrito en el tiempo en que más veía a Borges, es decir, en el momento de su
gran enamoramiento, antes de la frustración en que lo sumió mi «desaparición»
durante tres años.
El Zahír es, literariamente, uno
de los cuentos menos logrados de Borges. Hay aquí una mezcla de imágenes que
recuerda las superposiciones y disparidad de elementos de los sueños. Como
sabemos, un sueño exige ser contado de manera lineal, cronológica, siguiendo
un hilo. La trama existe -es decir, la idea general-, pero hay en el sueño
profusión de elementos que son suprimidos en aras de la claridad. Y, de alguna
manera, pese a la voluntad del autor de claridad y elucidación, El Zahír queda
en el terreno de los sueños y de las conjeturas. Es como si dos corrientes
convergieran aquí y no pudieran fundirse.
El Zahír fue escrito en momentos
muy dramáticos para Borges. Viene después de El Aleph y, de alguna manera,
se percibe el conflicto que el autor está viviendo. Yo todavía no lo había
«dejado», pero él presentía que esto iba a ocurrir.
El Zahír es uno de los cuentos en
que aparecen realidades cotidianas, simples hechos que adquieren sentidos
fantásticos. No es lo que sucede, por ejemplo, en Las ruinas circulares o
en El jardín de los senderos que se bifurcan, cuentos francamente
instalados en mundos imaginarios. Hombre de la esquina rosada o Emma
Zunz no salen jamás del terreno real.
En El Zahír, como en El Aleph,
la fantasía se casa con la realidad. La realidad asume un carácter de
fantasía. La realidad es fantástica y, para llegar a percibir este
elemento en lo cotidiano, fue necesario que se produjera un gran
desplazamiento en el ser íntimo de Borges.
El zahír se parece también al aleph por
ser un objeto mágico. Pero los objetos mágicos en este gran admirador de las Mil
y una noches nunca son producidos por un mago, sino que aparecen en un
almacén cuando le dan un vuelto, o están en el fondo de un sótano y su
existencia es anunciada por el más insignificante de los poetastros, que además
es su rival.
Yo vivía entonces en la esquina de Chile
y Tacuarí, y es en un bar de Chile y Tacuarí donde le dan la fantástica moneda.
En ese «boliche» solía hacer tiempo por
las mañanas con su sempiterno vaso de leche o un ocasional vasito de caña de
durazno si se sentía especialmente tímido. (Creo que la timidez de Borges
aumentaba a medida que, de algún modo, aumentaban sus resistencias.)
No se atrevía muchas veces a cruzar la
calle, subir al ascensor y llamar a la puerta de mi casa. La chica que nos
servía -más que una criada, una persona de la familia- solía verlo allí cuando
iba al mercado. Esta muchacha, madre de Toño, destructor y beneficiario del
aleph, venía y me decía: «Ahí está su enamorado desde hace media hora. ¿Quiere
que le diga que suba?».
Lo cierto es que él, muchas veces,
necesitaba este preámbulo antes de presentarse. Y no lo hacía entonces hasta
las diez y media de la mañana, aunque me había telefoneado a las nueve y media
y el viaje en subterráneo no llevaba más de diez minutos. Era una de sus
delicadezas excesivas, esa delicadeza que envolvía muchos de sus actos, como
si quisiera que le fueran perdonados, cuando no había nada que perdonar.
En todo caso fue en ese café donde le
dieron de vuelto una moneda brillante de veinte centavos, recién acuñada, que
él convirtió en el zahír. Me la mostró en la palma de la mano, admirado de su
flamante fulgor.
Es posible que Umberto Eco se haya
inspirado para el título de su novela El nombre de la rosa en las
referencias de Borges, que dice: «...quien ha visto el zahír pronto verá la
rosa; el zahír es la sombra de la rosa y la rasgadura del Velo». Un poco antes
de esta alusión tan clara al sexo femenino -la rosa- dice: «Zahír en árabe
quiere decir notorio, visible; en tal sentido es uno de los Noventa y Nueve
nombres de Dios». Y termina afirmando: «Tal vez yo acabe por gastar el zahír a
fuerza de pensarlo y de repensarlo».
Quizás a Eco le haya llamado la atención
el hecho de que Borges sintiera espanto ante el zahír, quisiera librarse de
él. Quizá detrás de la moneda esté Dios, pero Borges tiene miedo a Dios: su
actitud es la de los pueblos semitas, movidos por el temor a la divinidad.
En Historia universal de la infamia hay
un relato que se llama El Tintorero Enmascarado Hakim de Merv. Borges
divide la historia en relatos pequeños. Uno de estos relatos, «El Toro», es
espectacular y breve. Dice el autor: «...del fondo del desierto vertiginoso...
vieron adelantarse tres figuras que les parecieron altísimas. Las tres eran
humanas y la del medio tenía cabeza de toro. Cuando se aproximaron vieron que
éste usaba una máscara y que los otros dos eran ciegos... Alguien indagó la
razón de esta maravilla. "Están ciegos", el hombre de la máscara declaró,
"porque han visto mi cara".»
Este prodigio, la idea de ser cegado por
un resplandor divino, queda luego penosamente anulado, casi equiparado a
muchas sorpresas fáciles, cuando nos enteramos que lo que el hombre oculta tras
la máscara de toro es su cara deformada por la lepra.
Pero en el «toro» está el comienzo de
ese aterrador fulgor que va a perseguir a Borges en El Zahír. Y
también, de alguna manera, si zahír es palabra persa, como sugiere Borges en
algún punto, esto nos lleva a la dualidad del bien y del mal.
En El Zahír el autor empieza por
contar burlonamente la vida y muerte de una dama de sociedad, Teodelina Villar.
Como en los sueños que empiezan de manera banal y terminan en el terror, el
hilo del relato se pierde, se entrevera. En un momento ya no está en el
velatorio de Teodelina Villar -que ha cometido el solecismo de volverse pobre
e ir a morir en el Barrio Sur-, sino en la esquina de Chile y Tacuarí, donde le
dan el zahír. Teodelina Villar y sus esnobismos trasnochados son eclipsados
por el zahír. Pero él tampoco quiere quedarse con el zahír. Hace lo posible
por librarse de él. Todo es inútil. El zahír es una obsesión y él seguirá
pensándolo eternamente. El mundo cerrado de Teodelina Villar desaparece, se
queda en el camino. Permanece el mundo de la moneda mágica, del cual no puede,
aunque quiera, escapar.
En la novela de Umberto Eco, Jorge de
Burgos, el monje ciego, con las iniciales y hasta las consonantes del nombre
de Borges, no vacila en cometer varios crímenes para ocultar la sabiduría que
está guardada en las páginas de uno o dos libros en griego.
Pero Borges no quiere ocultar este
resplandor -el zahír- para que los otros no tengan la libertad. Su acto, contrariamente
al de Jorge de Burgos, dirigido contra la humanidad, para que siga sumida en
las tinieblas, es un acto personal y único. Borges se quiere liberar del zahír
porque su resplandor es excesivo para él, no por querer esconderlo a los
otros hombres. Y no creo aventurado afirmar que Borges jamás pensó en la
humanidad como humanidad, jamás se condolió o se interesó en ella. Él
constataba su humanidad -un hombre está hecho por todos los hombres, es todos
los hombres-, pero no pensaba más. Y descendiendo un poco podemos decir que se
le puede tratar de egoísta, nunca de reaccionario en el sentido en que lo es
Jorge de Burgos. Jorge de Burgos es reaccionario por vejez; Borges lo era por
infantilismo; Jorge de Burgos no quería que los demás crecieran; Borges temía
y anhelaba el propio crecimiento. Borges, sin duda alguna, hubiera estado con
Guillermo de Baskerville, no sólo por ser inglés, sino porque gravitaba hacia
la sweetness and light (la dulzura y la luz) de Matthew Arnold.
Si he aludido al maniqueísmo es porque
en El Zahír están presentes las dos tendencias que lucharon en su vida
hasta el fin: por un lado, Teodelina Villar, ese mundo al que está atado, del
que se burla, pero que se le impone; por el otro, el de la libertad -no una
mera «libertad» política que tampoco tuvo, ya que no eligió por su cuenta,
sino la otra, la libertad resplandeciente, la del ser que se asume-. Pero él no
se atrevía a mirar el zahír.
A Georgie no le interesaba el problema
del Bien y del Mal, la lucha entre estas fuerzas. Él se proclamaba «agnóstico»,
es decir, «el que no sabe». Estaba atento y no tomaba partido. Veía el Mal, lo
usaba en un cuento, sin reprobarlo o atribuirle un origen diabólico. La
dualidad maniquea no existía de hecho para él. Sin embargo, El Zahír parece
una premonición.
Otto Rank era un alemán que murió a los
treinta y cinco años escalando montañas en los Alpes. Era nazi y una
personalidad curiosa. Había estado en los Pirineos, buscando el secreto de los
cátaros, el tesoro de esos descendientes de los maniqueos que el papado y los
reyes de Francia exterminaron cruelmente y en quienes Borges poco o nada
pensaba. Se suponía, según algunas leyendas en las que Rank creía, que el
tesoro se había salvado de la catástrofe y estaba guardado en unas cuevas de
los Pirineos. Rank nunca lo encontró. También suponía que ese tesoro era el
santo Graal, y que el Graal era un copón que contenía una piedra brillante, o
era esa misma piedra. Esa piedra brillante era el deseo del Paraíso, es decir,
una especie de zahír. El zahír sería la moneda con la cual se paga el ingreso
Esa piedra brillante también existe en
el budismo, esa religión sin Dios que a Borges le interesaba vagamente, la joya
que también resplandece. Es decir, que la idea del zahír, que ha llegado a ser
islámica, y tiene nombre árabe, aparece en la tradición celta e indostánica,
no en la tradición hebrea. El símbolo de Dios es un resplandor.
En el mundo intermedio de sueños y
realidades que era su creación artística, esa moneda mágica debía ser la
entrada a la vida, la liberación de culpas y tabúes.
Teodelina Villar, esa caricatura apenas
caricaturesca de señora argentina, hecha en dos o tres magníficos trazos, no
carentes de malignidad, se había quedado atrás, estaba muerta. En Chile y
Tacuarí, una poco atrayente esquina del Barrio Sur de Buenos Aires, le habían
dado la moneda. La moneda en la cual, por el momento, estaba la esperanza.
Años después, cuando Borges era director
de la Biblioteca Nacional fue a verlo un cantor desconocido que había puesto
música a algunas de sus milongas y cantaba marcialmente, acompañándose con una
guitarra, algunos de sus poemas. A Borges le gustó cómo cantaba: de algún modo
había atrapado el ritmo bravío que Borges quería dar a sus milongas. Dos o tres
veces recibió al cantor en la Biblioteca Nacional y éste fue con él hasta la
entrada del subterráneo de Independencia, que tomaba regularmente para volver
a su casa. La Biblioteca Nacional, en la calle México, estaba cerca de la
esquina de Chile y Tacuarí. Pero el cantor notó que Borges eludía esa esquina,
bajaba una cuadra más y tomaba directamente por Independencia. Cuando el cantor
quiso conocer el motivo, Borges le contestó: «Es un lugar que me angustia, me
trae recuerdos dolorosos».
Por esta fecha escribió:
La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta
esquina.
En Borges había algo mediúmnico. La
afirmación no es aventurada. Este hombre de cerebro alerta era capaz de esa
pasividad que permite «recibir» ideas, captar lo que anda flotando en el
ambiente. Él mismo lo dice en una entrevista que ya he citado al comentar su
poema a Israel: «...en la Biblioteca Nacional estaba caminando cuando de pronto
sentí que algo estaba por ocurrir. Y lo que estaba por ocurrir fue un poema que
se publicó en la revista Davar. Se lo llevé a Koremblitz. Éste me preguntó:
"¿Es bueno?" "Ha de ser bueno -dije- porque no lo he escrito yo.
Me lo ha dictado el Espíritu. Creo que Rubaha es la palabra hebrea"».
Borges «recibía» y así llegó a su mente El
Zahír, similar aparentemente a El Aleph, aunque rechazado a medias.
El zahír queda convertido en una obsesión de la cual nunca se librará, y será
uno de los polos de su «ambivalencia», ese neologismo de los abominables
psicoanalistas, execrado, vilipendiado, ridiculizado, pero que tan bien
describía muchas de sus actitudes.
Lo atraían las herejías en el
cristianismo, no el cristianismo en sí. Es verdad que el protestantismo gozaba
de sus simpatías y que tan sólo la riqueza esotérica y ocultista de Dante
lograba hacer que le perdonara su ortodoxia doctrinaria. Nunca comentó las
guerras religiosas y, en caso de hacerlo, sólo hubiera atendido a algún detalle
macabro: «Los herejes eran quemados para evitar el derramamiento de sangre», o
bien: «Las mujeres herejes eran enterradas vivas en vez de ser ahorcadas, como
sus hombres, para evitar los movimientos lúbricos que suscitaban en el público
los cuerpos despatarrados que se contorsionaban colgados de la soga».
La tortura y la Inquisición lo
horrorizaban, pero las aceptaba dentro del orden de cosas del mundo. Él no
creía que la acción humana pudiera influir para cambiar ese orden. O, en todo
caso, no le interesaba perder fuerza en intentar el cambio.
Este hombre que no se interesaba en la
política tenía, sin embargo, lo que llaman ahora carisma, una manera de dar al
público y recibir de él, que recuerda la relación de ciertos caudillos con sus
seguidores. Borges «hechizaba» a la gente que lo veía, obnubilándola a veces.
Un periodista de la célebre, esnob y
universal revista Hola, estuvo a verlo en Buenos Aires. Fue una visita
de rigor al hombre que, sin ningún cargo oficial, era el más eminente de los
argentinos. No se trataba de hacerle una entrevista: Hola nunca pensó
que Borges pudiera dar material a la revista, y en esto erraba: Borges hubiera
dicho cosas sabrosas que nada tenían que ver con honduras filosóficas. De
todos modos, el periodista fue a verlo y comentó en unas líneas su visita,
refiriéndose a «los peldaños, las galerías y las terrazas» que daban sobre la
plaza San Martín.
Sin duda impresionado por el carisma y
la gloria de Borges, el español confundió la entrada de un apartamento
pequeño, nada lujoso, a pocos metros de la plaza, con el antiguo palacio
Anchorena, convertido en Ministerio de Relaciones Exteriores en ese entonces.
El periodista había estado en el ministerio y en su mente se confundieron las
dos entradas. En su recuerdo, la importancia de Borges era sólo conmensurable
con un palacio de escalinatas y jardines en planos descendentes.
Conté la historia a dos amigas uruguayas
que no conocían a Borges ni como escritor ni como persona, pero que estaban
muy impresionadas por su fama. «¿Cómo es la casa de Borges?», preguntó una,
llena de expectativa. «Un apartamento como tantos», contesté. La cara de mi amiga
se ensombreció. Había esperado que yo dijera: «Un gran piso moderno, lleno de
ventanales, muy superior a cualquier dependencia del viejo palacio San Martín.»
Estas anécdotas pueriles revelan la
resistencia que tenía la gente a ver a Borges en dimensiones normales. Él
había convertido la moneda que le dieron como vuelto en un café de barrio en un
objeto mágico. Para la gente él era un mago. Creaba mentalmente una atmósfera y
la gente lo recreaba a él como quería verlo. Para el público, era «el mago del
zahír».
Este apolítico hablaba de política. En
su primera juventud había sido «algo anarquista» y luego radical. Ya viejo, se
afilió al partido conservador, el único «que no puede suscitar fanatismos» (un
gesto digno de Voltaire). Imposible llevar más allá el escepticismo político. Y
una prueba más de que él, en el fondo, no tomaba en serio sus propias opiniones
políticas.
Rechazaba los hechos: sólo se interesaba
en los símbolos.
Dos autores constantes en su pensamiento
eran Swedenborg y Dante. En Swedenborg le atraía la idea de que este mundo es
un reflejo del otro: el infierno y el cielo están entre nosotros, estamos
rodeados de ángeles y arcángeles. Swedenborg creía haber oído voces; quizá
Borges también. Aunque nunca lo dijo, salvo en la breve alusión al poema Israel.
Al volver a principios de la década de
los sesenta de Estados Unidos había podido medir la extensión de su celebridad.
Ya sabía que su destino no iba a ser el de un escritor poco leído, empleado en
una biblioteca de los suburbios y admirado por un grupo selecto de gente. Lo
había sorprendido la impresión que había hecho a los estudiantes, de quienes
hablaba con cierto desdén. «Ni siquiera saben quién es Bernard Shaw», me dijo.
Pero el cálido ambiente que lo había rodeado, el fervor que provocaba en la
gente, lo había puesto eufórico. Con todo, no dejó de hacer algunos chistes:
«La literatura está por los suelos, Estela..., la prueba es que..., bueno, ¡me
toman en cuenta!».
Llevada quizá por un entusiasmo, le dije
que había estado con unos amigos peronistas que lo admiraban, y añadí: «Eres
el único que podría lograr la unidad nacional. ¿Por qué no creas un partido político?».
Era una broma, casi una broma, pero le
gustó.
«¿Cómo se hace?», preguntó. Le dije:
«Habría que citar a varios notables de todos los partidos y que representen
diversos grupos, hablar con ellos, averiguar los puntos de convergencia,
establecer un estatuto... Claro, habría que reunir fondos, pero creo que eso no
te sería difícil: otros se encargarían de hacerlo».
«¡Caramba, caramba!», dijo él, la
palabra que usaba cuando algo le interesaba o lo asombraba, y añadió: «Se podría
hacer mucho por la patria.»
Esta última idea siempre estaba en su
mente y la posibilidad de influir le atraía.
Lo vi unos días después. La euforia
había pasado; estaba algo deprimido. Volví a hablarle de la cosa, siempre en
un tono mitad en broma, mitad en serio. Me dijo que ya estaba demasiado viejo,
que cambiar algo en la Argentina era imposible. Poco después de esto se afilió
al partido conservador. Sospecho que la influencia de doña Leonor estaba
detrás de esa afiliación y de la idea de impotencia.
A pesar de las burlas que esta idea sin
duda suscitará, creo que un partido político encabezado por él habría andado
con sus propios pies y habría influido a otros partidos. ¿Ideas? Hubiera
contado con apoyo y votos... Entre nosotros las ideas son siempre el relleno de
una acción política más o menos variable.
Todos sus sueños lo llevaban a admirar a
los hombres valientes, hicieran lo que hicieren y en cualquier circunstancia.
Hubiera sido lógico que admirara al Che Guevara, el hombre que en nuestro siglo
ha dado la versión más pura del héroe, aunque no compartiera sus opiniones. Sólo
una vez lo nombró, en una entrevista. Dijo: «Es un personaje que me desagrada
profundamente»; no explicó por qué le desagradaba y probablemente no hurgó en
sí mismo para conocer la causa de ese desagrado.
El valor, cuando podía beneficiar a la
izquierda, era rechazado en bloque, como los ateos que se niegan a entrar a un
templo temiendo que algo pueda sacarlos de su cómodo mundo sin más allá.
Tampoco se sentía atraído por la
ciencia-ficción y nunca lo oí hablar de platos voladores o seres
extraterrestres. Aunque una vez me comentó El hombre invisible, de
Wells. Lo que le llamaba la atención era la inutilidad de ser invisible, la
desdicha de haber logrado la invisibilidad, esa cualidad que debería darnos
casi la omnipotencia. No era así. Él pensaba en las penurias del pobre hombre
invisible, que debía andar vestido, con la cara tapada, las manos cubiertas,
para poder «ser alguien»; le parecía horrible asimismo el hecho de que, después
de comer, tuviera que esconderse para que la gente no viera la comida que
había quedado en el estómago hasta que él la asimilara. No sentía menos horror
por el frío que debía padecer este hombre cuando quería ser invisible. En una
palabra, el hombre invisible era de hecho y por necesidad la más desvalida de
las criaturas.
Para él, el zahír no podía llegar en
máquinas espaciales. Los objetos mágicos eran mágicos en la tierra y estaban
en la tierra. La tierra bastaba a Borges.
Cuando escribió El Zahír, Borges
era un hombre que aún esperaba ser feliz, realizarse como hombre. Pero incluso
en ese momento, cuando parecía tenerla al alcance de la mano, la dicha adquiría
un carácter fantástico, aterrador. La dicha era un favor que venía de otro mundo.
El zahír era la moneda que podía sacarlo del infierno, el infierno en el cual
estaba sumergido y que temía dejar, pero del que salió por otros medios, porque
la vida es más inesperada de lo que el mismo Borges podía imaginar.
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