viernes, 24 de abril de 2020

El Aleph. BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.




Una de las peculiaridades del estilo de Borges es la enumeración. Se diría que el autor quiere encerrar el tiempo y el espacio en un círculo, no dejar nada afuera. Funes enumera; la dedicatoria a Leonor Acevedo en las Obras Completas enumera; el poema Mateo XXV enume­ra; El Aleph, que marca un cambio de ruta en su vida y su literatura, culmina en una caudalosa enumeración. Y to­das sus enumeraciones -incluyendo la última a María Kodama- aluden al deleite, a la felicidad, al éxtasis.
El aleph, como el zahír, es un objeto mágico. Es un puntito luminoso en un sótano. Pero es un objeto con el cual Borges tiene relaciones (no las tiene con el zahír). Y, del mismo modo que en El Zahír, hay aquí dos planos. En uno el encuentro con el objeto mágico, que lleva a una trascendencia; en el otro la burla, suave en El Zahír, san­grienta en El Aleph, de un personaje que representa, de algún modo, la vida cotidiana de Borges. Y los dos cuen­tos empiezan hablando de una mujer que ya está muerta. En El Zahír el narrador recibe la moneda al salir del velatorio de Teodelina Villar. Y encuentra el aleph años después de haber muerto Beatriz Viterbo. En los dos ca­sos la mujer ha muerto y la realización del amor físico es imposible. Teodelina Villar muere en el Barrio Sur por­que su familia «ha venido a menos»; Beatriz Viterbo, en cambio, siempre ha vivido en el Barrio Sur. El mundo en que se han movido las dos mujeres es muy distinto: Teo­delina es una mujer del Barrio Norte, con las ínfimas preocupaciones de una señora tonta que vive ahí. Beatriz es una muchacha burguesa de barrio: sin duda, de haber sobrevivido, habría terminado tomando el té en la Confi­tería del Molino, gorda y conforme con la vida.
En El Aleph, Borges se burla del medio social de Bea­triz, pero lo hace a través del primo de ella y rival de él, Carlos Argentino Daneri.
Con el paso del tiempo, que va modificando el lengua­je de acuerdo a las mutuas influencias entre las diversas capas sociales, no todos se darán cuenta ahora de lo que significaba en la Argentina recalcar la letra «ese» al final de una palabra. Los padres italianos prescindían de las «eses» finales, pero los hijos tendían a exagerarlas. Hay otros detalles de Carlos Argentino que lo sitúan, empe­zando por su nombre, ese «Argentino» añadido como una escarapela para disimular una incertidumbre. Car­los Argentino invita a Borges a «tomar la leche» en una confitería que sabemos es de «medio pelo», ineludible­mente, por haber sido elegida por el poeta, que la descri­be «tan elegante como una confitería de Flores» (una exageración de Borges que recuerda algunos sarcasmos mal calculados de Bustos Domecq). Flores era un barrio de resonancias cursis en los años cuarenta: «Tomar la le­che» era merendar, pero como en la Argentina la palabra «merendar» no se usaba ni se usa, lo correcto socialmente era «tomar el té», aunque se tomara leche, café, toddy o chocolate. «Tomar la leche» situaba socialmente; me­jor dicho, desbarrancaba. En esto incurre Carlos Argen­tino Daneri.
Los poemas de Carlos Argentino Daneri hacen rimar «nordnoroeste» con «blanquiceleste»; hoy, Carlos Argen­tino usaría expresiones como «problemática borgiana», palabras como «filme» o «impactar». Estas tristes pala­brejas, que habrían de horrorizar a Borges cuarenta años más tarde, todavía no infectaban los diarios. En tiempos de Carlos Argentino se decía sencillamente los «temas», el «film», la «película» o la «vista», «impresionar». (Sos­pecho que buena parte de las burlas que hace Borges de la poesía y los modos de hablar de Carlos Argentino Da­neri se pierden para el lector de hoy.)
En Carlos Argentino Daneri el autor se burla de los que tienen ante la literatura la misma actitud pomposa y po­co perceptiva que iban a tener los entusiastas «borgísticos» cuarenta años más tarde, procurando cubrir con dis­quisiciones rebuscadas y confusas el hecho de estar encandilados por prestigios que no entienden.
Pese a sus dislates, o gracias a ellos, Carlos Argentino termina ganando, al final del cuento, el segundo Premio Nacional de Literatura, «anuncio de un primero». Ya entonces Borges husmeaba los abismos en que habría de caer la literatura, aunque Carlos Argentino sería hoy un hombre mucho más culto que sus colegas, ya que sabe algo de francés y «tal vez ha leído La Ilíada».
El Aleph me está dedicado. Borges me dice en una de sus cartas que habrá de ser «el primero de una larga se­rie»; el destino no quiso que esto se realizara. De esa se­rie, que no fue «larga», sólo se escribió El Zahír y La es­critura del dios. Pero El Zahír iba a ser dedicado a Wally Zenner y La escritura del dios a Ema Risso Platero, sus amigas en momentos de angustia.
Él vino a casa con el manuscrito garabateado, lleno de borrones y tachaduras, y me lo fue dictando a la máqui­na. El original quedó en casa y las hojas dactilografiadas fueron llevadas a la revista Sur, donde se publicó el cuen­to. En 1949 se editó, junto con otros relatos, en un volu­men que lleva ese título.
Borges me hablaba de los progresos que iba haciendo con El Aleph y, mientras me dictaba, se reía a carcajadas de los versos que endilgaba a Carlos Argentino.
La mordacidad de Borges, me temo, ha perdido sus dientes, como está perdida, para los lectores modernos, la mordacidad de madame de Sévigné, apenas percepti­ble ya sin ayuda erudita, o tantas intenciones del Quijote que ya no son registradas. La vertiginosa aceleración his­tórica del siglo XX hizo que esto sucediera en vida de Borges. Que yo sepa, nadie se ha atrevido a preguntarle al autor qué representa Carlos Argentino Daneri. Pocos han notado que éste es un personaje ridículo. En todo ca­so ha sido muy poco analizada la deliberada ridiculez de sus versos. Carlos Argentino Daneri representa la vengan­za secreta que el autor se toma contra algunos «modernistas». Y lo que ocurre con Carlos Argentino es otro ejemplo del pasmo admirativo y obnubilatorio que él sus­citaba en todos. Nadie se atrevía a reírse, ni siquiera cuando él trataba de hacer reír.
Esto me recuerda el efecto que suscitaba en el público una película humorística de Buñuel, Ese oscuro objeto del deseo, con situaciones desopilantes que -nuevas para el público- lo dejaban como de piedra, preguntándose si de­bía reírse o no. La risa sólo estallaba, como un alivio, no como un placer, ante un gag tan gastado como el balde de agua fría que tiran a la cabeza de la heroína, o cuando el protagonista va a la cama con la misma actriz y se en­cuentra con que tiene puesta una faja en forma de arma­dura inexpugnable.
La gente ríe cuando sabe de antemano que tiene que reírse. Y Borges no da la orden para reírse de Carlos Ar­gentino.
Recordamos el argumento de El Aleph. Está escrito en primera persona, como El Zahír, lo cual le da un ca­rácter más personal que el de otros relatos. Se inicia con el autor, que pasea por Constitución y ve los avisos re­novados en las carteleras de la estación. Esa mañana ha muerto Beatriz Viterbo, la mujer amada, y el hecho de que los avisos hayan cambiado en las carteleras es el pri­mer indicio del alejamiento que ha de crear el tiempo entre él y Beatriz. También ella ha sido amada por el grotesco poeta Carlos Argentino Daneri, su primo, quien va contando a Borges, a través de los años que siguen a la muerte de Beatriz (porque Borges sigue fiel al recuer­do de ella y conmemora los aniversarios de su muerte), que está escribiendo un poema que abarcará todas las cosas.
Un día Daneri le dice que van a echar abajo la casa del barrio de Constitución donde Beatriz había vivido y que, al hacerlo, destruirán un objeto que hay en el só­tano -el aleph- en el cual se pueden ver todos los obje­tos del mundo. En una inusitada prueba de confianza, tal vez desesperado por la posible desaparición del aleph, Carlos Argentino le dice que se lo va a mostrar. Para ver el aleph, Borges tiene que acostarse en la os­curidad del sótano y quedar allí inmóvil. Así lo hace. En un momento siente terror, se le ocurre que Daneri le ha tendido una celada, pero luego divisa un punto luminoso, el aleph, y en él ve nítidamente todos los ob­jetos del mundo. Al salir del sótano dice a Daneri que no ha visto nada.
Ésta era la primera versión de El Aleph. La otra ver­sión, la definitiva, que está en las Obras Completas de 1972, es más mansa e indirecta. Borges no niega haber visto el aleph; su respuesta es ambigua. Le quita impor­tancia. Carlos Argentino puede suponer que lo ha visto o no. En todo caso, le hace sentir que no tiene el alcance que él le ha dado. Disminuir al aleph, o negarlo, es la ven­ganza de Borges. En todo caso, hay aquí algo que se quie­re ocultar.
El Aleph, como he dicho, es el relato de una experien­cia mística. Carlos Argentino es la primera cubierta, de carácter jocoso, con que Borges quiere distraernos de lo que está más allá de él, lo que lo hace actuar como un cuerpo conductor. En un epílogo para El Aleph, incluido en las Obras Completas, el autor recuerda que el aleph es la primera letra del alfabeto hebreo.
En La muerte y la brújula se van articulando las letras del nombre sagrado, el nombre que no debe pronunciar­se. Pero en El Aleph Borges se queda en la primera letra. No necesita avanzar: esa primera letra lo es todo. Basta aludir a Dios para que Dios esté en nosotros. Nombrarlo más nos llevará a la muerte. Nombrarlo apenas es el co­mienzo del éxtasis.
Los místicos dan cuenta de experiencias en que se tras­ciende, por un momento, la carne. En El Aleph, en ese só­tano de una casa de la calle Brasil, el autor trasciende la carne. Y esto significa no ser ya presa de los sentidos, sig­nifica ver todas las cosas como debe verlas Dios. Y el éx­tasis ha de parecerse al estallido del orgasmo, intenso y compartido, ese instante en que dos seres dejan de ser dos para ser uno. Las ataduras caen. Pero Borges ve aquí más que el placer de la liberación instantánea: ve los mundos a los cuales puede llevarle esa liberación, la unión con el cosmos, el encuentro. Quizás él no sabía hasta qué punto sus percepciones eran místicas o, en to­do caso, no quería saberlo... o no quería que se supiera. Ese reino era de él y sólo de él. Quizá podía compartirlo en el amor, pero él temía al amor. El amor significa fran­quear las barreras.
Él presentía que iba a estar solo en esa experiencia. Beatriz lo ha traicionado antes de la experiencia compar­tida. Quizá Beatriz no ha sido más que el pretexto para llegar a esa experiencia.
La diferencia está en que Borges era un místico sin quererlo. Los místicos buscan el éxtasis y a veces lo alcan­zan tras sacrificios, ascesis, renuncias. Borges no renun­ciaba a nada: el elemento místico estaba en él, funcio­naba sin que él lo quisiera, tal vez sin que lo sospechara. Los estados de esta clase, a los que se puede llegar me­diante una droga -el caso de Aldous Huxley-, se produ­cían naturalmente en él. (No en balde hablaba con tan­ta indiferencia de la cocaína.) Lo otro, su parte humana, era bastante deleznable, como en todos. Pues El Aleph es también el relato de una venganza, mezquina y pue­ril, como suelen ser las venganzas. Borges se venga de Carlos Argentino Daneri haciéndole componer unos ver­sos ridículos, viendo el aleph y diciéndole que no lo ha visto.
Todo el funcionamiento superficial de Borges está en esa mentira. Él no va a confiar su secreto a nadie; él sa­be que, si bien Carlos Argentino ha visto el aleph, ese aleph tiene que ser limitado, ya que Carlos Argentino lo es. Y también está la venganza por la traición de Beatriz, muerta al iniciarse el cuento.
Por último, tenemos el miedo al nombre de Dios. Esta prohibición judía estaba arraigada en Borges. El objeto mágico que dejaba ver el universo podía haberse llama­do de cualquier modo, pero Borges se decidió por la pri­mera letra de lo Innombrable. Y el cuento entra así en una categoría trascendente, un terreno en el cual pocos osan avanzar.
Me atrevo a suponer que si El Aleph se hubiera llama­do de cualquier otra manera, por ejemplo, «Ikor», la san­gre en los poemas homéricos, o el «Graal», esa leyenda cristiana, su impacto hubiera sido menor. Justamente es la prohibición judía de pronunciar el nombre de Dios o de usar el sexo para el placer y no para la reproducción lo que da fuerza secreta a este encuentro con Dios que es el aleph.


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