Una de las peculiaridades del estilo de
Borges es la enumeración. Se diría que el autor quiere encerrar el tiempo y el
espacio en un círculo, no dejar nada afuera. Funes enumera; la dedicatoria a
Leonor Acevedo en las Obras Completas enumera; el poema Mateo XXV enumera;
El Aleph, que marca un cambio de ruta en su vida y su literatura,
culmina en una caudalosa enumeración. Y todas sus enumeraciones -incluyendo la
última a María Kodama- aluden al deleite, a la felicidad, al éxtasis.
El aleph, como el zahír, es un objeto
mágico. Es un puntito luminoso en un sótano. Pero es un objeto con el cual
Borges tiene relaciones (no las tiene con el zahír). Y, del mismo modo que en El
Zahír, hay aquí dos planos. En uno el encuentro con el objeto mágico, que
lleva a una trascendencia; en el otro la burla, suave en El Zahír, sangrienta
en El Aleph, de un personaje que representa, de algún modo, la vida
cotidiana de Borges. Y los dos cuentos empiezan hablando de una mujer que ya
está muerta. En El Zahír el narrador recibe la moneda al salir del
velatorio de Teodelina Villar. Y encuentra el aleph años después de haber
muerto Beatriz Viterbo. En los dos casos la mujer ha muerto y la realización
del amor físico es imposible. Teodelina Villar muere en el Barrio Sur porque
su familia «ha venido a menos»; Beatriz Viterbo, en cambio, siempre ha vivido
en el Barrio Sur. El mundo en que se han movido las dos mujeres es muy
distinto: Teodelina es una mujer del Barrio Norte, con las ínfimas
preocupaciones de una señora tonta que vive ahí. Beatriz es una muchacha
burguesa de barrio: sin duda, de haber sobrevivido, habría terminado tomando el
té en la Confitería del Molino, gorda y conforme con la vida.
En El Aleph, Borges se burla del
medio social de Beatriz, pero lo hace a través del primo de ella y rival de
él, Carlos Argentino Daneri.
Con el paso del tiempo, que va
modificando el lenguaje de acuerdo a las mutuas influencias entre las diversas
capas sociales, no todos se darán cuenta ahora de lo que significaba en la
Argentina recalcar la letra «ese» al final de una palabra. Los padres italianos
prescindían de las «eses» finales, pero los hijos tendían a exagerarlas. Hay
otros detalles de Carlos Argentino que lo sitúan, empezando por su nombre, ese
«Argentino» añadido como una escarapela para disimular una incertidumbre. Carlos
Argentino invita a Borges a «tomar la leche» en una confitería que sabemos es
de «medio pelo», ineludiblemente, por haber sido elegida por el poeta, que la
describe «tan elegante como una confitería de Flores» (una exageración de
Borges que recuerda algunos sarcasmos mal calculados de Bustos Domecq). Flores
era un barrio de resonancias cursis en los años cuarenta: «Tomar la leche» era
merendar, pero como en la Argentina la palabra «merendar» no se usaba ni se
usa, lo correcto socialmente era «tomar el té», aunque se tomara leche, café, toddy
o chocolate. «Tomar la leche» situaba socialmente; mejor dicho,
desbarrancaba. En esto incurre Carlos Argentino Daneri.
Los poemas de Carlos Argentino Daneri hacen
rimar «nordnoroeste» con «blanquiceleste»; hoy, Carlos Argentino usaría
expresiones como «problemática borgiana», palabras como «filme» o «impactar».
Estas tristes palabrejas, que habrían de horrorizar a Borges cuarenta años más
tarde, todavía no infectaban los diarios. En tiempos de Carlos Argentino se
decía sencillamente los «temas», el «film», la «película» o la «vista»,
«impresionar». (Sospecho que buena parte de las burlas que hace Borges de la
poesía y los modos de hablar de Carlos Argentino Daneri se pierden para el
lector de hoy.)
En Carlos Argentino Daneri el autor se
burla de los que tienen ante la literatura la misma actitud pomposa y poco
perceptiva que iban a tener los entusiastas «borgísticos» cuarenta años más
tarde, procurando cubrir con disquisiciones rebuscadas y confusas el hecho de
estar encandilados por prestigios que no entienden.
Pese a sus dislates, o gracias a ellos,
Carlos Argentino termina ganando, al final del cuento, el segundo Premio
Nacional de Literatura, «anuncio de un primero». Ya entonces Borges husmeaba
los abismos en que habría de caer la literatura, aunque Carlos Argentino sería
hoy un hombre mucho más culto que sus colegas, ya que sabe algo de francés y
«tal vez ha leído La Ilíada».
El Aleph me está dedicado. Borges
me dice en una de sus cartas que habrá de ser «el primero de una larga serie»;
el destino no quiso que esto se realizara. De esa serie, que no fue «larga»,
sólo se escribió El Zahír y La escritura del dios. Pero El
Zahír iba a ser dedicado a Wally Zenner y La escritura del dios a
Ema Risso Platero, sus amigas en momentos de angustia.
Él vino a casa con el manuscrito
garabateado, lleno de borrones y tachaduras, y me lo fue dictando a la máquina.
El original quedó en casa y las hojas dactilografiadas fueron llevadas a la
revista Sur, donde se publicó el cuento. En 1949 se editó, junto con
otros relatos, en un volumen que lleva ese título.
Borges me hablaba de los progresos que
iba haciendo con El Aleph y, mientras me dictaba, se reía a carcajadas de
los versos que endilgaba a Carlos Argentino.
La mordacidad de Borges, me temo, ha
perdido sus dientes, como está perdida, para los lectores modernos, la
mordacidad de madame de Sévigné, apenas perceptible ya sin ayuda
erudita, o tantas intenciones del Quijote que ya no son registradas. La
vertiginosa aceleración histórica del siglo XX hizo que esto sucediera en vida
de Borges. Que yo sepa, nadie se ha atrevido a preguntarle al autor qué
representa Carlos Argentino Daneri. Pocos han notado que éste es un personaje
ridículo. En todo caso ha sido muy poco analizada la deliberada ridiculez de
sus versos. Carlos Argentino Daneri representa la venganza secreta que el
autor se toma contra algunos «modernistas». Y lo que ocurre con Carlos
Argentino es otro ejemplo del pasmo admirativo y obnubilatorio que él suscitaba
en todos. Nadie se atrevía a reírse, ni siquiera cuando él trataba de hacer
reír.
Esto me recuerda el efecto que suscitaba
en el público una película humorística de Buñuel, Ese oscuro objeto del deseo,
con situaciones desopilantes que -nuevas para el público- lo dejaban como
de piedra, preguntándose si debía reírse o no. La risa sólo estallaba, como un
alivio, no como un placer, ante un gag tan gastado como el balde de agua
fría que tiran a la cabeza de la heroína, o cuando el protagonista va a la cama
con la misma actriz y se encuentra con que tiene puesta una faja en forma de
armadura inexpugnable.
La gente ríe cuando sabe de antemano que
tiene que reírse. Y Borges no da la orden para reírse de Carlos Argentino.
Recordamos el argumento de El Aleph. Está
escrito en primera persona, como El Zahír, lo cual le da un carácter
más personal que el de otros relatos. Se inicia con el autor, que pasea por
Constitución y ve los avisos renovados en las carteleras de la estación. Esa
mañana ha muerto Beatriz Viterbo, la mujer amada, y el hecho de que los avisos
hayan cambiado en las carteleras es el primer indicio del alejamiento que ha
de crear el tiempo entre él y Beatriz. También ella ha sido amada por el
grotesco poeta Carlos Argentino Daneri, su primo, quien va contando a Borges, a
través de los años que siguen a la muerte de Beatriz (porque Borges sigue fiel
al recuerdo de ella y conmemora los aniversarios de su muerte), que está
escribiendo un poema que abarcará todas las cosas.
Un día Daneri le dice que van a echar
abajo la casa del barrio de Constitución donde Beatriz había vivido y que, al
hacerlo, destruirán un objeto que hay en el sótano -el aleph- en el cual se
pueden ver todos los objetos del mundo. En una inusitada prueba de confianza,
tal vez desesperado por la posible desaparición del aleph, Carlos Argentino le
dice que se lo va a mostrar. Para ver el aleph, Borges tiene que acostarse en
la oscuridad del sótano y quedar allí inmóvil. Así lo hace. En un momento
siente terror, se le ocurre que Daneri le ha tendido una celada, pero luego
divisa un punto luminoso, el aleph, y en él ve nítidamente todos los objetos
del mundo. Al salir del sótano dice a Daneri que no ha visto nada.
Ésta era la primera versión de El
Aleph. La otra versión, la definitiva, que está en las Obras Completas de
1972, es más mansa e indirecta. Borges no niega haber visto el aleph; su
respuesta es ambigua. Le quita importancia. Carlos Argentino puede suponer que
lo ha visto o no. En todo caso, le hace sentir que no tiene el alcance que él
le ha dado. Disminuir al aleph, o negarlo, es la venganza de Borges. En todo
caso, hay aquí algo que se quiere ocultar.
El Aleph, como he dicho, es el
relato de una experiencia mística. Carlos Argentino es la primera cubierta, de
carácter jocoso, con que Borges quiere distraernos de lo que está más allá de
él, lo que lo hace actuar como un cuerpo conductor. En un epílogo para El
Aleph, incluido en las Obras Completas, el autor recuerda que el
aleph es la primera letra del alfabeto hebreo.
En La muerte y la brújula se van
articulando las letras del nombre sagrado, el nombre que no debe pronunciarse.
Pero en El Aleph Borges se queda en la primera letra. No necesita avanzar:
esa primera letra lo es todo. Basta aludir a Dios para que Dios esté en
nosotros. Nombrarlo más nos llevará a la muerte. Nombrarlo apenas es el comienzo
del éxtasis.
Los místicos dan cuenta de experiencias
en que se trasciende, por un momento, la carne. En El Aleph, en ese sótano
de una casa de la calle Brasil, el autor trasciende la carne. Y esto significa
no ser ya presa de los sentidos, significa ver todas las cosas como debe
verlas Dios. Y el éxtasis ha de parecerse al estallido del orgasmo, intenso y
compartido, ese instante en que dos seres dejan de ser dos para ser uno. Las
ataduras caen. Pero Borges ve aquí más que el placer de la liberación
instantánea: ve los mundos a los cuales puede llevarle esa liberación, la unión
con el cosmos, el encuentro. Quizás él no sabía hasta qué punto sus
percepciones eran místicas o, en todo caso, no quería saberlo... o no quería
que se supiera. Ese reino era de él y sólo de él. Quizá podía compartirlo en el
amor, pero él temía al amor. El amor significa franquear las barreras.
Él presentía que iba a estar solo en esa
experiencia. Beatriz lo ha traicionado antes de la experiencia compartida.
Quizá Beatriz no ha sido más que el pretexto para llegar a esa experiencia.
La diferencia está en que Borges era un
místico sin quererlo. Los místicos buscan el éxtasis y a veces lo alcanzan
tras sacrificios, ascesis, renuncias. Borges no renunciaba a nada: el elemento
místico estaba en él, funcionaba sin que él lo quisiera, tal vez sin
que lo sospechara. Los estados de esta clase, a los que se puede llegar mediante
una droga -el caso de Aldous Huxley-, se producían naturalmente en él. (No en
balde hablaba con tanta indiferencia de la cocaína.) Lo otro, su parte humana,
era bastante deleznable, como en todos. Pues El Aleph es también el
relato de una venganza, mezquina y pueril, como suelen ser las venganzas.
Borges se venga de Carlos Argentino Daneri haciéndole componer unos versos
ridículos, viendo el aleph y diciéndole que no lo ha visto.
Todo el funcionamiento superficial de
Borges está en esa mentira. Él no va a confiar su secreto a nadie; él sabe
que, si bien Carlos Argentino ha visto el aleph, ese aleph tiene que ser
limitado, ya que Carlos Argentino lo es. Y también está la venganza por la
traición de Beatriz, muerta al iniciarse el cuento.
Por último, tenemos el miedo al nombre
de Dios. Esta prohibición judía estaba arraigada en Borges. El objeto mágico
que dejaba ver el universo podía haberse llamado de cualquier modo, pero
Borges se decidió por la primera letra de lo Innombrable. Y el cuento entra
así en una categoría trascendente, un terreno en el cual pocos osan avanzar.
Me atrevo a suponer que si El Aleph se
hubiera llamado de cualquier otra manera, por ejemplo, «Ikor», la sangre en
los poemas homéricos, o el «Graal», esa leyenda cristiana, su impacto hubiera
sido menor. Justamente es la prohibición judía de pronunciar el nombre de Dios
o de usar el sexo para el placer y no para la reproducción lo que da fuerza
secreta a este encuentro con Dios que es el aleph.
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