SINOPSIS
Una
vez concluida la publicación de la «pentagonía» con la que Reinaldo Arenas
quiso alegorizar y criticar la represión de Cuba bajo el régimen castrista,
recuperamos ahora la novela El portero, escrita en Nueva York, entre 1984 y
1986, y en la que se recrea el microcosmos de un rascacielos bajo la mirada
perpleja del portero, un cubano exiliado, al igual que el propio Arenas,
incapaz también de adaptarse a la American
way of life.
Juan,
después de fracasar en diferentes trabajos, consigue un puesto como portero en
un rascacielos de Manhattan. Allí, obsesionado con abrirles a los inquilinos la
puerta no sólo del edificio sino también la de «la verdadera felicidad», topará
con una extravagante galería de personajes, entre otros: Roy Friedman, de
sesenta y cinco años, obsesionado con regalar caramelos a diestro y siniestro;
Brenda Hill, «mujer algo descocada, soltera y ligeramente alcohólica»; Arthur
Makadam, donjuán entrado en años e impotente; Casandra Levinson, «propagandista
incesante de Fidel Castro» que al mismo tiempo goza de las comodidades
capitalistas; los señores Oscar Times, «ambos homosexuales y tan semejantes
física y moralmente que en realidad conforman como una sola persona»; Walter
Skirius, científico obseso de los implantes artificiales… Al final, Juan sólo
logra entenderse con las mascotas de los inquilinos del edificio, y con ellas
emprenderá un viaje sin retorno.
Reinaldo
Arenas
El
portero
REINALDO
ARENAS
Nació
en Holguín (Cuba) en 1943, en el seno de una familia de campesinos. Desengañado
de la Revolución (a la que, sin embargo, se había adherido al principio y con
la que incluso había colaborado), pasó dos años encarcelado por ser considerado
un «peligro social» y «contrarrevolucionario». En 1980 logró salir de Cuba y se
instaló en Nueva York, ciudad en la que, enfermo de sida, se suicidó en 1990.
Tusquets Editores, en su propósito de rescatar parte de la obra de Reinaldo
Arenas, ha publicado, además de El
portero (Andanzas 526, ahora también en la colección Fábula), la pentagonía
que incluye los títulos Celestino antes
del alba, El palacio de las blanquísimas mofetas, Otra vez el mar, El color del
verano y El asalto (Andanzas 395,
428, 463, 357 y 497), la novela El mundo
alucinante (Andanzas 314 y Fábula 177) y su estremecedora autobiografía Antes que anochezca (Andanzas 165 y
Fábula 55), llevada al cine por Julian Schnabel y protagonizada por Javier
Bardem.
Para
Lázaro, su novela
Aquella
luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo.
Juan,
1,9
Primera parte
1
Ésta
es la historia de Juan, un joven que se moría de penas. No podemos explicar cuáles
eran las causas exactas de esas penas; mucho menos, cómo eran ellas. Si
pudiéramos, entonces las penas no hubiesen sido tan terribles y esta historia
no tendría ningún sentido, pues al joven no le hubiese ocurrido nada
extraordinario y, por lo tanto, no nos hubiésemos tomado tanto interés en su
caso.
A
veces todo su rostro se ensombrecía como si la intensidad de la tristeza
hubiese llegado a su punto culminante, pero luego, como si el sufrimiento le
concediese una breve tregua, sus facciones se suavizaban y la tristeza adquiría
una suerte de apacible serenidad, como si el mismo desencanto se estabilizase o
fluyese ahora lentamente, comprendiendo, tal vez, que su caudal, de tan
inmenso, no se agotaría nunca, sino que, por el contrario, estaría siempre creciendo
y renovándose.
Es
cierto que hacía diez años que había dejado su país (Cuba) en un bote y se
había establecido en los Estados Unidos. Tenía entonces diecisiete años y atrás
había quedado toda su vida. Es decir, humillaciones y playas, enemigos
encarnizados y gratas compañías que la misma persecución hacía extraordinarias,
hambre y esclavitud, pero también noches cómplices y ciudades a la medida de su
desasosiego; horror sin término, pero también una humanidad, una manera de
sentir, una confraternidad ante el espanto –cosas que aquí, como su propia
manera de ser, eran extranjeras...–. Pero también nosotros (somos un millón de
personas) dejamos todo eso y sin embargo no morimos de pena –o al menos no se
nos ha visto morir– con la misma desesperación que este muchacho. Pero, como ya
dijimos hace un momento, no pretendemos ni podemos explicar este caso, sino,
sólo en la medida de lo posible, exponerlo. Y todo eso con la pobreza de un
idioma que por motivos obvios hemos tenido que ir olvidando, como tantas cosas.
No
pretendemos vanagloriarnos de que hayamos tenido con él preferencias
exclusivas. No había por qué tenerlas. Él era, como casi todos nosotros, al
llegar aquí, un joven descalificado, un obrero, una persona más que venía
huyendo. Tenía que aprender, como aprendimos nosotros, el valor de las cosas,
el alto precio que hay que pagar para alcanzar una vida estable. Un empleo bien
remunerado, un apartamento, un auto, unas vacaciones y, finalmente, una casa
propia, si es posible cerca del mar... Porque el mar es para nosotros nuestro
elemento. Pero el mar verdadero, dentro del cual podamos sumergirnos y
convivir, no estas extensiones heladas y grises a las que tenemos que
acercarnos casi enmascarados... Sí, sabemos que estamos haciendo confesiones
sentimentaloides que nuestra poderosa comunidad –nosotros mismos– negaría en su
totalidad o las tacharía por ridículas e innecesarias: somos ciudadanos
prácticos, respetables, muchos enriquecidos, y miembros de la nación hoy por
hoy más poderosa del mundo. Pero este testimonio tiene como objeto un caso
excepcional. Es la historia de alguien que, a diferencia de nosotros, no pudo
(o no quiso) adaptarse a este mundo práctico; al contrario, exploró caminos
absurdos y desesperados y, lo que es peor, quiso llevar por esos caminos a
cuanta persona conoció. Las malas lenguas, que nunca faltan, dicen que también
desequilibró a los animales, pero de eso ya hablaremos más adelante... También
se nos objetará –ya vemos a los periodistas, profesores y críticos abalanzarse
sobre nosotros– que siendo ésta la historia de Juan no hay motivos para que la
interrumpamos a fin de interpolar nuestros asuntos. Permítasenos aclarar que:
primero, no constituimos (afortunadamente) un gremio de escritores y por lo
tanto no tenemos que obedecer sus leyes; segundo, que nuestro personaje, al
pertenecer a nuestra comunidad, forma parte también de nosotros mismos; y
tercero, que fuimos nosotros quienes le abrimos las puertas en este nuevo mundo
y quienes en todo momento hemos estado dispuestos a «darle una mano», como se
dice allá, en el lugar de donde huimos.
Desde
que llegó –y muy desmejorado que llegó– le dimos ayuda material (más de
doscientos dólares) y le «viabilizamos» (otra palabra de allá) rápidamente el
Social Security (lo sentimos, pero no tenemos equivalente para esa expresión en
español) para que pudiera pagar los impuestos, y casi de inmediato le
conseguimos un empleo. Claro está que no podía ser uno de estos empleos que
tenemos nosotros, después de veinte o treinta años de trabajar duro. Le
conseguimos un empleo en la construcción, al sol, naturalmente. Al parecer,
Juan comenzó entonces a ser atacado por fuertes dolores de cabeza, por
insolaciones. En plena actividad se detenía (los cubos con la mezcla en las
manos) y así se quedaba, de pie, absorto, mirando a ningún sitio o a todos los
sitios, como si una misteriosa revelación en ese mismo instante lo deslumbrase.
Imagínense ustedes, en medio de los trabajos febriles de la construcción, a
aquel muchacho completamente paralizado, sin camisa, con dos cubos en las
manos, delirando entre la algarabía de mandarrias y serruchos... El capataz,
enfurecido, le gritaba en inglés (idioma que el joven aún no dominaba) todo
tipo de órdenes e insultos. Pero sólo cuando aquella visitación o locura lo
abandonaba, Juan volvía a sus faenas.
Desde
luego, tuvimos que cambiarlo de empleo numerosas veces. Fue camarero en un bar
de la sauecera, encargado de la limpieza de los urinarios en un hospital para
refugiados haitianos, planchador en una factoría (o fábrica) del midtown de Nueva York, taquillero en un
cine de la calle 42... ¿Qué querían ustedes, que le ofreciéramos nuestras
piscinas? ¿Que así, por su linda cara (y realmente no era feo, como ninguno de
nosotros, gente morena, no como esas cosas fofas, pálidas y desproporcionadas
que abundan por acá), sí, por su linda cara le abriéramos las puertas de
nuestras residencias en Coral Gables, que le entregáramos nuestro carro del año
para que conquistase a nuestras hijas que con tanto esmero hemos educado, y que
lo dejáramos, en fin, vivir la dulce vida sin antes conocer el precio que en
este mundo hay que pagar por cada bocanada de aire? Eso sí que no.
Finalmente,
como vimos que no era apto para ningún empleo en el que hubiera que tener
carácter, iniciativa, «chispa» –como decíamos allá, en nuestro mundo–, nos
agenciamos, con bastante dificultad por cierto (pues ese ramo está aquí
controlado por la mafia), para conseguirle un empleo en el cuerpo de servicios
de un edificio residencial en la parte más lujosa de Manhattan. Su trabajo no
podía ser menos complejo ni menos problemático: se limitaba a abrir la puerta y
saludar respetuosamente a los habitantes del edificio. Doorman, perdón, portero,
queremos decir, ése era su nuevo oficio.
Pero
si antes ya habíamos tenido problemas con Juan en relación con sus trabajos,
aquí sí podemos decir que comenzaron nuestros verdaderos dolores de cabeza y no
precisamente por negligencia en su cargo, sino por lo que podríamos llamar
«exceso de celo en el mismo». Porque,
de pronto, nuestro portero descubrió, o creyó descubrir, que su labor no se
podía limitar a abrir la puerta del edificio, sino que él, el portero, era «el
señalado», «el elegido», «el indicado» (escojan ustedes de estas tres la mejor
palabra) para mostrarles a todas aquellas personas una puerta más amplia y
hasta entonces invisible o inaccesible; puerta que era la de sus propias vidas
y, por lo tanto (y así hay que escribirlo aunque parezca, y sea, ridículo, pues
citamos textualmente a Juan), «la de la verdadera felicidad».
Sobra
decir que ni él mismo sabía qué puerta o puertas eran aquéllas, ni dónde
estaban, ni cómo llegar a ellas, ni mucho menos cómo abrirlas. Pero en su
exaltación, en su desvarío o en su demencia (escojan ustedes de las tres palabras
la mejor) estaba seguro de que la puerta existía y que de alguna misteriosa
manera se podría llegar a ella y abrirla.
Él
pensaba y así lo ha dejado testimoniado (¿«testimoniado»? ¿Existe esa palabra
en nuestra lengua?) en los numerosos papeles que garabateó, que las casas o los
apartamentos continuaban después de las habitaciones y las últimas paredes, y
que la vida de aquellas personas del edificio donde él era el portero no podía
limitarse a un eterno transitar de la cocina al baño, de la sala al cuarto de
dormir, o del ascensor al automóvil. De ninguna manera podía concebir que la
existencia de toda aquella gente, y por extensión la de todo el mundo, fuese
sólo un ir y venir de un cubículo a otro, de espacios reducidos a espacios aún
más reducidos, de oficinas a dormitorios, de trenes a cafeterías, de
subterráneos a ómnibus, y así incesantemente... Él les mostraría «otros
sitios», pues él no sólo les abriría la puerta del edificio, sino que, seguimos
citándolo, «los conduciría hacia dimensiones nunca antes sospechadas, hacia
regiones sin tiempo ni límites materiales...». Y en estas cavilaciones ya iba y
venía de uno a otro extremo del salón o lobby
del edificio, murmurando incoherencias, aunque siempre –hay que
reconocerlo– atento a la puerta y con su uniforme impecable (chaqueta y
pantalones azules, sombrero de copa negro, guantes blancos y galones dorados).
Así, cuando imaginaba que no era observado, atisbaba temeroso hacia los
rincones, avanzaba hacia su propia imagen que se reflejaba en el gran espejo
del salón o se detenía frente a la amplia puerta que da al jardín interior y,
subrepticiamente, hacía algunas anotaciones en la libreta que siempre llevaba
encima. Otras veces se paseaba por el patio interior, las manos enguantadas
tras la espalda, preguntándose de qué manera podría mostrarles a todas aquellas
personas el sendero que, desde luego, él también desconocía. Y súbitamente
abandonaba sus meditaciones y corría a abrirle la gran puerta de cristal a
algún inquilino, y hasta a llevarle los paquetes hasta el apartamento mientras
le preguntaba por su estado de salud y también por la salud del perro, del
gato, de la cotorra, del mono o del pez... No olviden, por favor, que en este
país, quien no tiene un perro, tiene un canario, un gato, un mono o cualquier
otro tipo de animal (no importa de qué especie) en su casa.
Aberraciones
o pasatiempos morbosos, lo reconocemos, propios de gente ociosa o solitaria que
no tiene en qué entretenerse. Cosas, en fin, de viejas locas o de señores no
menos chiflados aunque a veces, al parecer, decentes.
Ahora
comprendemos que tantas atenciones por parte de Juan obedecían a un método.
Pues su «tarea», llamémosla así, consistía en desplegar una amabilidad extrema
hacia todas aquellas personas para ganarse su amistad e infiltrarse en sus
apartamentos y luego en sus vidas con el propósito de cambiarlas.
Consignaremos
aquí, a manera de presentación, rápida y concisa –somos gente ocupadísima y no
podemos dedicarle toda nuestra vida a este caso–, las personas con las cuales
nuestro portero tuvo una relación más o menos profunda.
Entre
ellas se destacan el señor Roy Friedman, hombre de unos sesenta y cinco años, a
quien Juan nombra en sus escritos como «el señor de los caramelos», pues
siempre tenía un caramelo en la boca y varios en los bolsillos, y cada vez que
se encontraba con el portero, lo cual desde luego sucedía varias veces al día,
le obsequiaba con una de esas confituras. También Juan sostuvo conversaciones
con el señor Joseph Rozeman, eminente mecánico dental gracias a quien muchas de
las más bellas estrellas de la televisión y del cine exhiben glamorosas
sonrisas (notables miembros de nuestra comunidad han utilizado los servicios de
mister Rozeman, y les aseguramos que son realmente recomendables). Sigue, de
acuerdo con nuestra lista, el señor John Lockpez, ecuatoriano naturalizado en
los Estados Unidos, pastor de la Iglesia del Amor a Cristo Mediante el Contacto
Amistoso e Incesante, casado, con hijos, todos religiosos al igual que su
esposa; este señor (su nombre de origen es Juan López), al parecer, le tomó
gran aprecio a nuestro portero e intentó ganárselo para su causa (la del señor
Lockpez), por lo que podemos afirmar que entre los dos hombres se estableció
una fanática contienda, ya que cada uno quería catequizar al otro para sus
respectivas y extrañas doctrinas. De todos modos ya explicaremos con más
detalles todas esas relaciones que ahora sólo estamos enumerando. Continuemos
pues: la señorita, o señora, Brenda Hill, mujer algo descocada, soltera y
ligeramente alcohólica; el señor Arthur Makadam, caballero entrado en años y
aun libertino; la señorita Mary Avilés, la supuesta prometida del portero; el
señor Stephen Warrem, el millonario del edificio que habita con su familia en
el penthouse; la señora Casandra
Levinson, titulada «profesora de ciencias sociales», pero propagandista
incesante de Fidel Castro; el señor Pietri, el súper (perdón, el encargado del
edificio) y su familia; los señores Oscar Times (Oscar Times I y Oscar Times
II), ambos homosexuales y tan semejantes física y moralmente, que en realidad
conforman como una sola persona, hasta el punto de que muchos inquilinos que
nunca los habían visto juntos afirmaban que se trataba de un solo personaje.
Pero nosotros sabemos que son dos y que, incluso, uno de ellos es cubano... La
señorita Scarlett Reynolds, actriz jubilada, obsesionada por el sentido del
ahorro, también sostuvo varios diálogos con el portero, al igual que el
profesor Walter Skirius, científico de nota e inventor incesante.
De
casi todas estas personas mencionadas, nuestro portero logró, con amabilidad,
halagos y favores que iban más allá de sus funciones, ganarse la amistad o por
lo menos cierta aparente simpatía, llegando a veces a ser no sólo el portero
sino también el huésped. Con lo cual, así al menos pensaba Juan, había avanzado
un gran trecho en sus propósitos proselitistas.
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