🗳️ El Consejo Editorial se reúne en ceremonia nocturna, con las máscaras de la ambigüedad bien ajustadas y los sellos dispuestos sobre el altar de juicio. La obra La condición humana de André Malraux, ese tratado existencial sobre revolución, destino y el vértigo de la acción, se presenta ante el tribunal simbólico.
📜 Votación ritual
Miembro 1 (El Melancólico): Sello de Oro. “Porque Malraux no narra, sino que interroga el alma en medio del caos. Su novela es un espejo roto donde cada fragmento refleja una verdad incómoda.”
Miembro 2 (La Irónica): Sello de Plata. “Brillante, sí, pero a veces demasiado enamorada de su propia gravedad. Merece el altar, pero no la corona.”
Miembro 3 (El Archivista del Dolor): Sello de Oro. “Por su capacidad de ritualizar la desesperación sin caer en sentimentalismo. Es una elegía activa.”
Miembro 4 (La Voz del Abismo): Sello de Bronce. “La forma supera a veces el fondo. Hay momentos donde el símbolo se impone al pulso humano.”
Miembro 5 (El Jurista del Silencio): Sello de Oro. “Porque transforma la acción política en meditación filosófica. Es un laberinto donde cada pasillo tiene eco.”
🏅 Resultado final: SELLO DE ORO
La novela recibe la Medalla del Laberinto en Oro, por su capacidad de convertir la historia en ceremonia, la revolución en dilema, y el sufrimiento en legado.
🧠 Valoraciones críticas destacadas
Existencialismo activo: Muchos críticos la consideran una obra clave del existencialismo, no por su reflexión pasiva, sino por su dramatización de la acción como dilema moral. Malraux no pregunta “¿quién soy?”, sino “¿qué hago cuando todo se derrumba?”.
Estilo austero y filosófico: Se ha elogiado su prosa sobria, casi seca, que contrasta con la intensidad de los temas tratados: revolución, muerte, traición, destino. Algunos la ven como una novela de ideas disfrazada de novela de acción.
Complejidad simbólica: La crítica ha destacado la ambigüedad de sus personajes, que no representan ideologías sino tensiones humanas. El Consejo Editorial podría decir que cada personaje es una máscara fracturada del alma revolucionaria.
Recepción dividida: Mientras que figuras como Albert Camus y Jean-Paul Sartre la consideraron fundamental, otros críticos han señalado que su densidad filosófica puede eclipsar la empatía narrativa. Es una obra que exige lector ritualizado.
🏅 Legado crítico
La novela ganó el Premio Goncourt en 1933 y se consolidó como una de las grandes obras del siglo XX. Su influencia se extiende a la literatura política, la filosofía de la acción y la narrativa de la desesperación lúcida.
***
(La condition humaine, 1933)
André Malraux
A Eddy Du Perron
Parte Primera
¿Intentaría Chen levantar el mosquitero? ¿Golpearía a través de él? La angustia le retorcía el estómago. Conocía su propia firmeza; pero sólo era capaz, en aquel instante,, de pensarlo con el embrutecimiento, fascinado por aquel montón de muselina blanca que caía desde el techo sobre un cuerpo menos visible que una sombra y de donde emergía sólo aquel pie medio inclinado por el sueño, vivo, no obstante, de la carne de hombre. La única luz procedía del building vecino; un gran rectángulo pálido de electricidad, cortado por los barrotes de la ventana, uno de los cuales rayaba el lecho precisamente por debajo del pie, como para acentuarle el volumen y la vida. Cuatro o cinco claxons sonaron a la vez. ¿Descubierto? ¡Combatir, combatir con enemigos que se defienden, con enemigos despiertos, qué liberación!
La ola de estruendo decreció: algún estrépito de carruajes –todavía había estrépito de carruajes allá, en el mundo de los hombres... –. Volvió a verse frente a la gran mancha blanca de la muselina y del rectángulo de luz, inmóviles en aquella noche en que el tiempo había dejado de existir.
Se repetía que aquel hombre debía morir. Tontamente, porque él sabía que lo mataría, capturado o no, ejecutado o no, poco importaba. Sólo existía aquel pie, aquel hombre al que debía herir sin que se defendiese, porque, si llegara a defenderse, llamaría.
Parpadeando, nauseado, Chen descubría en sí, no el combatiente que esperaba, sino a un sacrificador. Y no sólo ante los dioses que había elegido; bajo su sacrificio a la revolución surgía un mundo de profundidades, ante el cual aquella noche agobiada de angustia no era más que claridad. «Asesinar no es sólo matar, ¡ay!...» En los bolsillos, sus manos vacilantes empuñaban, la derecha, una navaja de afeitar cerrada y, la izquierda, un puñal corto. Los escondía lo más posible, como si la noche no bastase para ocultar sus movimientos. La navaja era más segura; pero Chen comprendía que no podría servirse de ella; el puñal le repugnaba menos. Soltó la navaja, cuyo dorso penetraba en sus dedos crispados; el puñal se hallaba desnudo en su bolsillo, sin vaina. Lo hizo pasar a su mano derecha, dejando caer la izquierda sobre la lana de su tricota, donde quedó adherida. Levantó ligeramente el brazo derecho, estupefacto ante el silencio que seguía rodeándole, como si su ademán hubiera debido soltar el resorte de una caída. Pero no; no pasaba nada: seguía siendo él quien tenía que obrar.
Aquel pie vivía, como un animal dormido. ¿Terminaba en él un cuerpo? «¿Pero es que me vuelvo loco?» Había que ver aquel cuerpo. Verlo; ver aquella cabeza; para ello entrar en la luz; dejar que pasase sobre el lecho su abultada sombra. ¿Cuál era la resistencia de la carne? Convulsivamente, Chen se hundió el puñal en el brazo izquierdo. El dolor (ya no era capaz de pensar en aquel brazo suyo), la idea del suplicio seguro si el durmiente despertaba, le libertaron por un segundo: el suplicio era preferible a aquella atmósfera de locura. Se acercó. Aquél era el hombre que había visto, dos horas antes, en plena luz. El pie, que casi rozaba el pantalón de Chen, giró de pronto, como una llave, y volvió a su primitiva posición en la noche tranquila. Quizá el durmiente presintiese aquella presencia, aunque no lo bastante para despertar... Chen se estremeció: un insecto corría sobre su piel. No; era la sangre de su brazo, que corría en un reguero. Y aquella sensación de mareo continuaba.
Un solo movimiento, y el hombre quedaría muerto. Matarlo no era nada: lo que resultaba imposible era tocarlo. Y había que herir con precisión. El durmiente, acostado sobre la espalda, en medio del lecho a la europea, sólo se hallaba vestido con unos calzoncillos cortos; pero, bajo la piel grasienta, las costillas no eran visibles. Chen tenía que orientarse por las puntas de las tetillas. Sabía cuan difícil es herir de arriba abajo. Tenía, pues, el puñal con la hoja en el aire; pero la tetilla izquierda quedaba más alejada: a través del tul del mosquitero hubiera tenido que herir alargando el brazo, con un movimiento curvo, como el del swing. Cambió la posición del puñal: la hoja, horizontal. Tocar aquel cuerpo inmóvil era tan difícil como herir un cadáver, quizá por las mismas razones. Como atraído por aquella idea de cadáver, se elevó un estertor. Chen ya no podía retroceder; las piernas y los brazos se le habían aflojado por completo. Pero el estertor se regularizó: el hombre no jadeaba, roncaba. Se hizo vivo, vulnerable; y, al mismo tiempo, Chen se sintió burlado. El cuerpo resbaló, con un ligero movimiento hacia la derecha. ¡Despertaría ahora! Con un golpe capaz de atravesar una tabla, Chen lo detuvo, con un ruido de muselina desgarrada unido a un choque sordo. Sensible hasta el extremo de la hoja, sintió el cuerpo rebotar hacia él, rechazado por el colchón elástico. Endureció rabiosamente el brazo para retenerlo: las piernas retrocedían juntas hacia el pecho, como ligadas la una a la otra. Se distendieron de golpe. Habría que herir de nuevo; pero, ¿cómo arrancar el puñal? El cuerpo continuaba de costado, inestable, y, a pesar de la convulsión que acababa de sacudirlo, Chen recibía la impresión de tenerlo fijo en el lecho con su arma corta, sobre la cual pesaba toda su masa. Por el gran agujero del mosquitero, lo veía muy bien: los párpados se habían abierto –¿habría podido despertar?–, y los ojos estaban en blanco. A lo largo del puñal, la sangre comenzaba a brotar, negra en aquella falsa luz. Con su peso, el cuerpo, presto a caer hacia la derecha o hacia la izquierda, encontraba aún vida. Chen no podía soltar el puñal. A través del arma, de su brazo extendido y de su hombro dolorido, se establecía una comunicación, toda angustia, entre el cuerpo y él, hasta el fondo de su pecho, hasta su corazón convulso, única cosa que se movía en la estancia. Permanecía en absoluto inmóvil; la sangre que continuaba brotando de su brazo le parecía ser la del hombre acostado. Sin que nada exterior sobreviniese, tuvo la certidumbre de que aquel hombre estaba muerto. Respiraba apenas, y continuaba manteniéndose de costado, en la luz inmóvil y turbia, en la soledad de la habitación. Nada indicaba que hubiera habido lucha; ni siquiera el desgarrón de la muselina, que parecía dividida en dos: allí no había más que silencio y una embriaguez abrumadora en la que él zozobraba, separado del mundo de los vivos, aferrado a su arma. Sus dedos se apretaban cada vez más; pero los músculos del brazo se aflojaban, y el brazo entero comenzó a temblar como una cuerda. Aquello no era miedo; era un espanto, a la vez atroz y solemne, que no había vuelto a conocer desde su infancia: estaba solo con la muerte, solo en un lugar sin hombres, muellemente aplastado, a la vez, por el horror y por el placer de la sangre.
Consiguió abrir la mano. El cuerpo se inclinó suavemente sobre el vientre. Quedando sesgado el mango del puñal, una mancha oscura comenzó a extenderse sobre la sábana y creció, como un ser vivo. Y, a su lado, creciendo como ella, apareció la sombra de dos orejas puntiagudas.
La puerta estaba próxima; el balcón, más alejado; pero era del balcón de donde venía la sombra. Aunque Chen no creía en los genios, estaba paralizado, incapacitado de darse vuelta. Se sobresaltó: un maullido. Medio repuesto, se atrevió a mirar. Era un gato de los tejados, que con patas silenciosas entraba por la ventana, los ojos fijos en él. Una rabia furiosa sacudía a Chen, a medida que avanzaba la sombra, no contra el animal mismo, sino contra esa presencia; nada vivo debía deslizarse en la hosca región donde estaba arrojado: aquello que lo había visto empuñar aquel cuchillo, lo imposibilitaba de volver entre los hombres. Abrió la navaja y dio un paso hacia adelante. El animal huyó por el balcón. Chen lo persiguió. Se encontró, de pronto, frente a Shanghai.
Sacudida por su angustia, la noche bullía como una enorme humareda negra, llena de chispas; al ritmo de su respiración, cada vez menos anhelante, se inmovilizó, y, en el desgarrón de las nubes, aparecieron las estrellas, con su movimiento eterno, que le invadió, con el aire más fresco de fuera. Una sirena se elevó y luego se perdió en aquella serenidad punzante.
Abajo, muy abajo, las luces de medianoche, reflejadas a través de una bruma amarilla por el macadam mojado, por las pálidas rayas de los rieles, palpitaban con la vida de los hombres que no matan. Eran millones de vidas, y todas ahora rechazaban a la suya; pero, ¿qué significaba su condenación miserable, al lado de la muerte que se retiraba de él, que parecía deslizarse fuera de su cuerpo a grandes oleadas, como la sangre del otro? Toda aquella sombra, inmóvil o centelleante, era la vida, como el río, como el mar, invisible a lo lejos –el mar... –. Respirando, por fin, hasta lo más profundo de su pecho, le pareció unirse a aquella vida con un agradecimiento sin límite, al borde del llanto, tan trastornado como antes. «Hay que escapar...» Permaneció contemplando el movimiento de los autos y de los transeúntes, que corrían bajo sus pies por la calle iluminada, como un ciego curado mira, como un hambriento come. Ávidamente, insaciable de vida, hubiese querido tocar aquellos cuerpos. Una sirena llenó todo el horizonte, más allá del río: el relevo de los obreros de noche, en el arsenal. ¡Que los imbéciles obreros fuesen a fabricar las armas destinadas a matar a quienes combatían por ellos! ¿Aquella ciudad iluminada continuaría poseída como un campo por su dictador militar, vendida hasta la muerte, como un rebaño, a los jefes de guerra y a los comercios de Occidente? Su gesto criminal tenía el mismo valor que un prolongado trabajo de los arsenales de China: la insurrección inminente que pretendía entregar Shanghai a las tropas revolucionarias no poseía doscientos fusiles. Si poseyese las pistolas –unas trescientas– cuya venta con el gobierno acababa de negociar aquel intermediario –el muerto–, los rebeldes, cuyo primer acto debía consistir en desarmar a la policía para armar sus tropas, duplicarían sus posibilidades. Pero, desde hacía diez minutos, Chen no había pensado en ello ni siquiera una sola vez.
Y todavía no había cogido el papel por el cual había matado a aquel hombre. Entró de nuevo, como si hubiera entrado en la cárcel. Las ropas estaban colgadas al pie de la cama, bajo el mosquitero. Buscó en los bolsillos: pañuelos, cigarrillos... No tenía cartera. La habitación seguía siendo la misma: mosquitero, paredes blancas, nítido rectángulo de luz... El crimen, pues, no había cambiado nada... Metió la mano debajo de la almohada, cerrando los ojos. Tocó la cartera, muy pequeña, como un portamonedas. Por vergüenza o angustia, porque el ligero peso de la cabeza atravesada en la almohada se hacía más inquietante cada vez, volvió a abrir los ojos: no había sangre en la almohada, y el hombre no parecía muerto. ¿Debería, pues, matarle de nuevo? Pero ya su mirada, que volvía a encontrar los ojos en blanco y la sangre sobre las sábanas, lo liberaba. Para registrar la cartera, retrocedió hacia la luz: era ésta la de un restaurante, lleno de jugadores. Encontró el documento, se guardó la cartera, atravesó la habitación casi corriendo, cerró con doble vuelta de llave y se guardó ésta en el bolsillo. En el extremo del corredor del hotel –se esforzaba por caminar despacio–, no estaba el ascensor. ¿Llamaría?... Descendió. En el piso inferior, el del dancing, el bar y los billares, unas diez personas esperaban el ascensor, que ya llegaba. Las siguió. «La dancing-girl roja está estupenda, maravillosa», le dijo, en inglés, su vecino, birmano o siamés, un poco borracho. Le dieron ganas, a la vez, de abofetearle para hacerle callar, y de abrazarlo, porque estaba vivo. Rezongó, en lugar de responder. El otro le golpeó en el hombro, con aire de cómplice. «Cree que yo estoy borracho también...» Pero el interlocutor abría de nuevo la boca. «Ignoro las lenguas extranjeras», dijo Chen, en pequinés. El otro se calló, miró, intrigado, a aquel hombre joven, sin cuello, aunque con una tricota de magnífica lana. Chen estaba frente a la luna interior del ascensor. El crimen no dejaba ninguna huella en su rostro... Sus facciones, más mongólicas que chinas –pómulos salientes y nariz muy aplastada, aunque con la arista ligeramente marcada, como un pico–, no habían cambiado: no expresaban más que fatiga. Hasta en sus sólidos hombros y en sus gruesos labios, de buen muchacho, parecía no pesar nada extraño. Sólo el brazo, pegajoso cuando lo doblaba, caliente... El ascensor se detuvo. Salió con el grupo.
Compró una botella de agua mineral y llamó a un taxi –un coche cerrado– donde se lavó el brazo y se lo vendó con un pañuelo. Los rieles desiertos y los charcos de los aguaceros de la tarde relucían débilmente. El cielo luminoso se reflejaba en ellos. Sin saber por qué, Chen lo contempló. ¡Cuánto más cerca de él había estado antes, cuando había descubierto las estrellas! Se alejaba de él, a medida que su angustia se debilitaba y volvía a encontrar a los hombres... En el extremo de la calle, las autoametralladoras, tan grises como los charcos, y los trazos claros de las bayonetas, llevadas por sombras silenciosas; el puesto, el final de la concesión francesa. El taxi no podía ir más lejos. Chen mostró su pasaporte falso, de electricista empleado en la concesión. El funcionario examinó el papel con indiferencia («Decididamente lo que acabo de hacer no se nota») y lo dejó pasar. Delante de él, perpendicular, la avenida de las Dos Repúblicas, frontera de la ciudad china.
Abandono y silencio. Cargadas con todos los ruidos de la mayor ciudad de China, las ondas zumbadoras se perdían allí, como en el fondo de un pozo los sonidos procedentes de las profundidades de la tierra: todos los de la guerra, y las últimas sacudidas nerviosas de una multitud que no quiere dormir. Pero era lejos donde vivían los hombres; allí, nada quedaba del mundo, como no fuese una noche, en la cual Chen se ponía de acuerdo con su instinto, como adquiriendo una amistad súbita: aquel mundo nocturno, inquieto, no se oponía a su crimen. Mundo en que los hombres habían desaparecido; mundo eterno. ¿Volvería el día, acaso, sobre aquellas tejas podridas, sobre todas aquellas callejuelas, en el fondo de las cuales una linterna iluminaba un muro sin ventanas o un nido de hilos telegráficos? Existía un mundo del crimen, y él se hallaba en ese mundo, como en el calor. Ninguna vida; ninguna presencia; ningún ruido próximo. Ni siquiera los gritos de los modernos comerciantes; ni siquiera los ladridos de los perros abandonados...
Por fin, una tienda mugrienta: Lu-Yu-Shuen y Hemmelrich, Fonos. Había que volver entre los hombres... Esperó algunos minutos, sin entregarse por completo, y por fin golpeó un postigo. La puerta se abrió casi inmediatamente: era una tienda llena de discos alineados con cuidado, con un vago aspecto de biblioteca pobre; luego, la trastienda, grande, desnuda, y cuatro camaradas en mangas de camisa.
Al cerrarse de nuevo, la puerta hizo que oscilase la lámpara. Los semblantes desaparecieron y volvieron a aparecer. A la izquierda, muy orondo, Lu-Yu-Shuen y la cabeza de boxeador inutilizado de Hemmelrich, rapado, con la nariz rota y los hombros hundidos. Detrás, en la sombra, Katow. A la derecha Kyo Gisors; al pasar por encima de su cabeza, la lámpara marcó exageradamente las comisuras caídas de su boca de estampa japonesa; al alejarse, apartó la sombra, y aquel rostro mestizo casi pareció europeo. Las oscilaciones de la lámpara se fueron haciendo cada vez más cortas. Los dos semblantes de Kyo fueron apareciendo alternativamente, cada vez menos diferentes el uno del otro.
Invadidos por la necesidad de interrogar, todos miraban a Chen con una intensidad idiota, pero no decían nada. Él contempló las baldosas, acribilladas de semillas de girasol. Podía informar a aquellos hombres; pero jamás podría explicarse. Le obsesionaba la resistencia opuesta por el cuerpo al cuchillo, mucho mayor que la de su brazo: sin el impulso de la sorpresa, el arma no habría penetrado profundamente. «Nunca hubiera creído que fuese tan duro...»
–Eso es –dijo.
En la habitación, ante el cuerpo, pasada la inconsciencia, no había dudado: había sentido la muerte.
Tendió la orden de la entrega de armas. Su texto era largo. Kyo lo leía.
–Sí; pero...
Todos esperaban. Kyo no aparecía impaciente ni irritado; no se había movido; apenas se había contraído su semblante. Sin embargo, todos comprendían que lo que acababa de descubrir lo trastornaba. Se decidió:
–Las armas no están pagadas. Pagaderas a su entrega. Chen sintió que la ira caía sobre él, como si hubiera sido estúpidamente robado. Se había asegurado de que aquel papel era el que buscaba; pero no había tenido tiempo de leerlo. Por otra parte, no hubiera podido hacer que cambiase nada. Sacó la cartera del bolsillo y se la entregó a Kyo: unas fotos y unos recibos, ningún otro documento.
–Creo que se podrá arreglar con los hombres de las secciones de combate –dijo Kyo.
–Con tal que podamos subir a bordo –respondió Katow–, todo marchará.
Silencio. La presencia de aquellos hombres arrancaba a Chen de su terrible soledad, suavemente, como una planta a la que se arranca de la tierra donde sus raíces más finas la retienen aún. Y al mismo tiempo que, poco a poco, volvía hacia ellos, parecíale que los reconociese –como a su hermana, la primera vez que había vuelto de una casa de prostitución–. Allí se sentía la tensión que se experimentaba en las salas de juego, al final de la noche.
–¿Qué tal? –preguntó Katow, dejando, por fin, su disco y avanzando hacia la luz.
Sin responder, Chen contempló aquella hermosa cabeza de Pierrot ruso –ojillos burlones y nariz al aire– que ni siquiera aquella luz podía hacer dramática. Él, sin embargo, sabía lo que era la muerte. Se levantaba. Fue a ver el grillo dormido en su jaula minúscula: Chen podría tener sus razones para callar. Éste observaba el movimiento de la luz, que le permitía no pensar: el grito tembloroso del grillo, despierto por su llegada, se unía a las últimas vibraciones de la sombra sobre los rostros. Siempre la obsesión de la dureza de la carne, aquel deseo de apoyar el brazo con fuerza sobre la primera cosa que encontrase. Las palabras sólo servían para turbar la familiaridad con la muerte, que se había albergado en su corazón.
–¿A qué hora saliste del hotel? –preguntó Kyo.
–Hace veinte minutos.
Kyo consultó su reloj; la una menos diez.
–Bien. Acabemos aquí, y larguémonos.
–Quiero ver a tu padre, Kyo.
–¿Sabes que eso será, sin duda, para mañana?
–Tanto mejor.
Todos sabían lo que era eso: la llegada de las tropas revolucionarias a las últimas estaciones del ferrocarril, que debía determinar la insurrección.
–Tanto mejor –repitió Chen. Como todas las sensaciones, la del crimen y el peligro, al alejarse, le dejaban completamente vacío. Aspiraba a recuperarlas–. Sin embargo, quiero verlo.
–Ve esta noche; nunca duerme antes del alba.
–Iré a eso de las cuatro.
Por instinto, cuando se trataba de ser comprendido, Chen se dirigía a papá Gisors. Que su actitud le era dolorosa a Kyo –tanto más dolorosa cuanto que ninguna vanidad intervenía en ella– lo sabía; pero no podía hacer nada; Kyo era uno de los organizadores de la insurrección; el comité central tenía confianza en él; Chen también, pero no mataría nunca a nadie, como no fuera combatiendo. Katow estaba más cerca de él; Katow, condenado a cinco años de presidio en 1905, cuando, siendo estudiante de medicina, había tratado de derribar la puerta de la cárcel de Odesa. Y, sin embargo...
El ruso comía caramelos, uno a uno, sin dejar de contemplar a Chen; y Chen, de pronto, comprendió su glotonería. Ahora que había matado, tenía derecho a sentir deseo de algo. Derecho. Aquello era hasta pueril... Extendió su mano cuadrada. Katow creyó que quería marcharse y se la estrechó. Chen se levantó. En efecto: quizá ya no tuviese que hacer nada allí; Kyo estaba prevenido, y a él le correspondía obrar. Y él, Chen, sabía lo que quería hacer ahora. Se dirigió a la puerta; volvió, no obstante.
–Dame unos caramelos.
Katow le dio la bolsa. Él quiso repartir el contenido. No tenía papel. Se llenó el hueco de la mano, tomó unos cuantos con la boca, salió.
–No ha debido ir completamente solo –dijo Katow.
Refugiado en Suiza desde
–Acabemos –dijo–: ¿Tienes los discos, Lu?
Lu-Yu-Shuen, sonriendo y como dispuesto a doblar mil veces el espinazo, colocó sobre dos «fonos» los dos discos examinados por Katow. Había que ponerlos en movimiento al mismo tiempo.
–Una, dos, tres –contó Kyo.
El silbido del primer disco cubrió al segundo. De pronto, se detuvo –se oyó: enviar–; luego, continuó. Otra palabra más: treinta. Nuevo silbido. Luego, hombres. Silbido.
–Perfectamente –dijo Kyo. Detuvo el movimiento, y puso en marcha el primer disco solo. Silbido: silencio; silbido. Parada. Bien. Etiqueta de los discos de desecho.
En el segundo: Tercera
lección. Correr, marchar, ir, venir, enviar, recibir. Uno, dos, tres, cuatro,
cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta,
sesenta, ciento. He visto correr a diez hombres. Veinte mujeres están aquí.
Treinta...
Aquellos falsos discos para la enseñanza de idiomas eran excelentes. La etiqueta estaba imitada a maravilla. Kyo se hallaba inquieto, sin embargo.
–¿Mi impresión era mala?
–Muy buena; perfecta.
Lu se esponjaba en una sonrisa. Hemmelrich parecía indiferente. En el piso de arriba, un niño gritó de dolor.
Kyo no comprendía.
–¿Entonces, por qué la han cambiado?
–No la han cambiado –dijo Lu–. Es la misma. Es raro que reconozca uno su propia voz, ¿sabe?, cuando se oye por primera vez.
–¿El «Fono» la desfigura?
–No es eso; es que todos reconocen sin trabajo la voz de los demás; pero uno, ¿sabe?, no está acostumbrado a oírse a sí mismo...
Lu se sentía lleno de júbilo chino de explicar una cosa a un espíritu distinguido que la ignora.
«Lo mismo ocurre en nuestro idioma...»
–Bueno. ¿Tienen que venir a buscar los discos esta noche?
–Los barcos partirán mañana, al amanecer, para Han-Kow...
Los discos silbadores eran expedidos por un barco; los discos de texto, por otro. Éstos eran franceses o ingleses, según que la misión de la región fuese católica o protestante. Los revolucionarios empleaban algunas veces verdaderos discos impresionados por ellos mismos.
«El día –pensaba Kyo–. ¡Cuántas cosas, antes de que llegue el día!...» Se levantó.
–Se necesitan voluntarios para las armas. Y algunos europeos, si es posible.
Hemmelrich se acercó a él. El niño arriba gritó de nuevo.
–Te responde el muchacho –dijo Hemmelrich–. ¿Basta eso?... ¿Qué harías tú, con el chico que va a reventar y la mujer que gime arriba... no lo bastante fuerte para molestamos?...
La voz, casi rencorosa, era precisamente la de aquel rostro de la nariz rota, de los ojos hundidos que la luz vertical sustituía por dos manchas negras.
–Cada uno a su trabajo –pronunció Kyo–. Los discos también son necesarios... Katow y yo, a lo nuestro. Pasemos a buscar los tipos (entonces sabremos si atacamos mañana o no); y yo...
–Pueden descubrir el cadáver en el hotel, ¿comprendes? –dijo Katow.
–Antes de que amanezca, no. Chen ha cerrado con llave. No hay rondas.
–Quizá el intermediario tuviese alguna cita.
–¿A estas horas? Es poco probable. Ocurra lo que ocurra, lo esencial es cambiar el anclaje del barco. Así, si tratan de alcanzarlo, perderán, por lo menos, tres horas antes de encontrarlo. Está en el límite del puerto.
–¿Adónde quieres hacerlo pasar?
–Al puerto mismo. No al muelle, naturalmente. Allí hay centenares de vapores. Tres horas perdidas, por lo menos. Por lo menos.
–El capitán desconfiará...
El semblante de Katow no expresaba casi nunca sus sentimientos: la alegría irónica subsistía en él. Sólo, en aquel instante, el tono de la voz traducía su inquietud, cada vez más intensa.
–Conozco a un especialista en negocios de armas –dijo Kyo–. Con él, el capitán adquirirá confianza. No tenemos mucho dinero; pero podemos pagar una comisión... Creo que estamos de acuerdo: nos servimos del papel para subir a bordo, y ya nos las arreglaremos después.
Katow se encogió de hombros, como ante la evidencia. Se puso su blusa, cuyo cuello no abotonaba nunca, y alargó a Kyo la chaqueta de sport, que estaba colgada en una silla. Ambos estrecharon fuertemente la mano a Hemmelrich. La lástima sólo conduciría a humillarle más. Salieron.
Abandonaron inmediatamente la avenida y entraron en la ciudad china.
Unas nubes muy bajas, pesadamente amontonadas, sólo dejaban ya aparecer las últimas estrellas en la profundidad de sus desgarraduras. Aquella vida de las nubes animaba la oscuridad, ora más ligera, ora más intensa, como si inmensas sombras llegasen, a veces, a profundizar la noche. Katow y Kyo llevaban calzado de sport, con suela de goma, y sólo oían sus pasos cuando se deslizaban por el barro. Del lado de las concesiones –el enemigo–, un resplandor bordeaba los tejados. Lentamente henchido por el prolongado grito de una sirena, el viento, que traía el rumor casi extinto de la ciudad en estado de sitio y el silbido de los vapores, que volvían hacia los barcos de guerra, pasó sobre las miserables bombillas eléctricas encendidas en el fondo de los callejones sin salida y de las callejuelas. En torno a ellas, unos muros en descomposición salían de la sombra desierta, develados con todas sus manchas por aquella luz a la que nada hacía vacilar y de donde parecía emanar una eternidad sórdida. Oculto por aquellos muros, había medio millón de hombres: los de las hilanderías, que trabajaban durante dieciséis horas diarias, desde la infancia; el pueblo de la úlcera, de la escoliosis, del hambre. Los vidrios que protegían las bombillas se empañaron, y, durante algunos minutos, la gran lluvia de China, furiosa, precipitada, tomó posesión de la ciudad.
«Un buen barrio», pensó Kyo. Desde hacía más de un mes,
que, de comité en comité, preparando la insurrección, había dejado de ver las
calles; no caminaba ya por el barro, sino sobre terreno llano. La agitación de
los millones de modestas vidas cotidianas desaparecía, aplastada por otra vida.
Las concesiones, los barrios ricos, con sus verjas lavadas por la lluvia al
final de las calles, no existían ya más que como amenazas, como barreras, como
los prolongados muros de una prisión sin ventanas. Aquellos barrios atroces,
por el contrario –donde las tropas de encuentro eran más numerosas–, palpitaban
con el estremecimiento de una multitud en acecho. Al volver una callejuela, su
mirada se abismó de pronto en la profundidad de las luces de una ancha calle;
velada por la copiosa lluvia, conservaba en su imaginación una perspectiva
horizontal, pues habría sido preciso atacarla con los fusiles y las
ametralladoras, que disparan horizontalmente. Después del fracaso de las
sublevaciones de febrero, el comité central del partido comunista chino había
encargado a Kyo la coordinación de las fuerzas insurrectas. En cada una de
aquellas calles silenciosas, donde el perfil de las casas desaparecía bajo el
aguacero con olor a humo, el número de los militantes se había duplicado. Kyo
había pedido que se le facilitasen de
A los primeros disparos, ocho grupos deberían ocupar los garajes y apoderarse de los autos. Los jefes de aquellos grupos habían visitado ya los garajes, y no se equivocarían. Cada uno de los demás jefes, desde hacía diez días, estudiaba el barrio donde debían combatir. ¡Cuántos visitantes, aquel mismo día, habían penetrado en los edificios principales, habían preguntado por un amigo al que nadie conocía, y habían hablado y ofrecido el té, antes de irse! ¡Cuántos obreros, a pesar del aguacero copioso, reparaban los tejados! Todas las posiciones de algún valor para el combate en las calles estaban reconocidas; las mejores posiciones de tiro estaban señaladas con los trazos rojos en los planos, para la permanencia de los grupos de encuentro. Lo que Kyo sabía acerca de la vida subterránea de la insurrección alimentaba lo que ignoraba; algo que le sobrepasaba infinitamente venía de las grandes alas desgarradas de Tchapei y de Pootung, cubiertas de fábricas y de miseria, para hacer estallar los enormes ganglios del centro.
Una invisible multitud animaba aquella noche de juicio final.
–¿Mañana? –interrogó Kyo.
Katow vaciló y detuvo el balanceo de sus grandes manos. No; la pregunta no se dirigía a él. Ni a nadie.
Caminaba en silencio. Poco a poco, el chaparrón se transformaba en llovizna; el crepitar de la lluvia sobre los tejados se debilitaba, y la calle negra se llenó con el ruido entrecortado de los arroyos. Los músculos de sus semblantes se aflojaron. Al descubrir entonces la calle como aparecía ante su mirada –larga, negra, indiferente–, Kyo la percibió como un pasado: de tal modo la obsesión le impulsaba hacia adelante.
–¿Adónde crees tú que habrá ido Chen? –preguntó–. Dijo que no iría a casa de mi padre hasta eso de las cuatro... ¿A dormir?
Había en su pregunta una admiración incrédula.
–No sé... Al burdel, quizá... Él no se emborracha...
Llegaron a una tienda: Shia, comerciante de lámparas. Como en todas partes, los postigos estaban puestos. Abrieron. Un chinito horroroso quedó en pie delante de ellos, mal iluminado por detrás. Al menor movimiento, de la aureola de luz que rodeaba su cabeza le bajaba un reflejo oleoso sobre la enorme nariz, acribillada de granos. Los vidrios de unos centenares de lámparas, que aparecían colgadas, reflejaban las llamas de dos linternas encendidas sobre el mostrador y se perdían en la oscuridad, hasta el fondo invisible del negocio.
–¿Qué hay? –pronunció Kyo.
Shia le contemplaba y se frotaba las manos con unción. Se volvió sin decir nada, dio algunos pasos y hurgó en algo oculto. El roce de su uña doblada sobre una hoja de lata hizo rechinar los dientes de Katow; pero ya volvía, con los tirantes a la izquierda y a la derecha... Leyó el papel que llevaba, con la cabeza iluminada por debajo, casi pegada a una de las lámparas. Era un informe de la organización militar que trabajaba con los obreros ferroviarios. Los refuerzos que defendían Shanghai contra los revolucionarios de Nankín: los obreros ferroviarios habían decretado la huelga, los guardias blancos y los soldados del ejército gubernamental obligaban a los que cogían a que condujesen los trenes militares, bajo pena de muerte.
–Uno de los obreros ferroviarios detenido ha hecho descarrilar el tren que conducía –leyó el chino–. Muerto. Otros tres trenes militares descarrilaron ayer; los rieles habían sido levantados.
–Que se generalice el sabotaje y se indique en los misinos informes el medio de reparar los daños en el plazo más breve –dijo Kyo.
–Por todo acto de sabotaje, los guardias blancos fusilan.
–El comité lo sabe. Nosotros fusilaremos también.
–Otra cosa: ¿no hay trenes de armas?
–No.
–¿Se sabe cuándo estarán los nuestros en Tcheng-Tcheu?[1]
–No tengo aún las noticias de medianoche. El delegado del Sindicato cree que será esta noche o mañana...
La insurrección comenzaría, pues, al día siguiente o al otro. Había que esperar las informaciones del Comité Central. Kyo tenía sed. Salieron.
Ya no estaban lejos del sitio donde tenían que separarse. Una nueva sirena de barco llamó tres veces, a intervalos, y, luego, una vez más, prolongada. Parecía que su grito se esparciese en aquella noche saturada de agua. Por último, retumbó, como un cohete. «¿Comenzarían a inquietarse, en el Shang-Tung?» Absurdo. El capitán sólo atendería a sus clientes hacia las 8. Reanudaron la marcha, prisioneros de ese barco, anclado allá en las aguas verdosas y frías con sus cajas de pistolas. Ya no llovía.
–Con tal que encuentre a ese tipo –dijo Kyo–. Quedaría, no obstante, más tranquilo si el Shang-Tung cambiara de anclaje.
Sus rutas no eran ya las mismas. Se dieron cita y se separaron. Katow iba a buscar a los hombres.
Kyo llegó, por fin, a la puerta enrejada de las concesiones. Dos tiradores anamitas y un agente de la colonial llegaron para examinar sus papeles: tenía su pasaporte francés. Para tantear el puesto, un comerciante chino había ensartado unos pastelillos en las puntas de las alambradas. («Buen sistema para envenenar a un puesto, eventualmente», pensó Kyo.)
El agente le devolvió el pasaporte. Kyo encontró pronto un taxi y dio la dirección del Black Cat.
El auto, que el chófer conducía a toda velocidad, encontró algunas patrullas de voluntarios europeos. «Las tropas de ocho naciones vigilan aquí», decían los periódicos. Poco importaba; no entraba en las intenciones del Kuomintang atacar a las concesiones. Boulevards desiertos; sombras de modestos comerciantes, con sus tiendas en forma de balanza sobre los hombros... El auto se detuvo a la entrada de un jardín exiguo, alumbrado por el letrero luminoso del Black Cat. Al pasar por delante del guardarropa, Kyo miró la hora: las dos de la mañana. «Afortunadamente, aquí se admiten todos los trajes.» Bajo su chaqueta de sport, de tela de terciopelo gris oscuro, llevaba un pullover.
El jazz estaba en el colmo de la nerviosidad. Desde hacía cinco horas mantenía, no la alegría, sino una embriaguez salvaje a la que cada pareja se aferraba ansiosamente. De pronto, se detuvo, y la multitud se disgregó. En el fondo los clientes; a los lados las danzarinas profesionales: chinas, con sus vestidos de brocados; rusas y mestizas, con su ticket para el baile o para la conversación. Un viejo con aspecto de clergyman aturdido permanecía en medio de la pista, esbozando con el codo movimientos de ganso. A los cincuenta y dos años, había trasnochado por primera vez, y, aterrorizado por su mujer, ya no se había atrevido a volver a su casa. Desde hacía ocho meses, se pasaba las noches en aquellos lugares; ignoraba dónde estaban los lavaderos, y se mudaba de ropa blanca en las camiserías chinas, entre dos biombos. Negociantes próximos a la ruina; danzarinas y prostitutas; cuantos se sabían amenazados –casi todos– mantenían sus miradas sobre aquel fantasma, como si sólo él los retuviese al borde de la nada. Irían a acostarse, anonadados, al amanecer –cuando el paseo del verdugo comenzase de nuevo en la ciudad china–. A aquella hora, no habría más que las cabezas cortadas en las jaulas, todavía oscuras, con los cabellos chorreando de lluvia.
–¡De talapuinos, querida amiga! ¡Los vestirán de ta-la-pui-nos!
La voz bufonesca, directamente inspirada por Polichinela, parecía llegar de una columna. Gangosa, aunque amarga, no evocaba mal el espíritu de aquel lugar, aislado en un silencio invadido por el entrechocarse de los vasos sobre el clergyman aturdido. El hombre que Kyo buscaba estaba presente.
Lo descubrió, en cuanto hubo rodeado la columna, en el fondo de la sala, donde, a algunas filas de profundidad, se hallaban dispuestas las mesas que no ocupaban las danzarinas.
Por encima de una confusión de espaldas y de pechos, en un montón de trapos sedosos, un Polichinela delgado y sin joroba, aunque con una voz muy apropiada, dirigía un discurso bufonesco a una rusa y a una mestiza filipina, sentadas a su mesa. De pie, con los codos pegados al cuerpo, gesticulando con las manos, hablaba con todos los músculos de su rostro en tensión, molesto por el cuadro de seda negra, estilo Pied-Nickelé, que protegía su ojo derecho, magullado, –sin duda. De cualquier manera que fuese vestido –llevaba un smoking, aquella noche–, el barón de Clappique parecía ir disfrazado. Kyo estaba decidido a no abordarle allí; a esperar a que saliese.
–¡Perfectamente, querida amiga, perfectamente! Chiang Kaishek entrará aquí con sus revolucionarios y gritará, en estilo clásico, le digo, ¡clá-si-co!, como cuando se toman las ciudades: «¡Que me vistan de talapuinos a esos negociantes y de leopardos a estos militares (como cuando se sientan en los bancos recién pintados)!» Semejante al último príncipe de la dinastía Leang, perfectamente, subamos sobre los juncos imperiales y contemplemos a nuestros sujetos vestidos, para distraemos, a cada uno del color de su profesión, azul, rojo, verde, con trenzas y pompones. ¡Ni una palabra, querida amiga, ni una palabra le digo!
Y confidencial:
–La única música permitida será la del sombrero chino.
–¿Y usted, qué hará allá?
Quejumbroso, sollozando:
–¿Cómo, querida amiga? ¿No lo adivina? Seré el astrólogo de la corte, y moriré al ir a coger la luna en un estanque, una noche en que esté borracho... ¿Esta noche?...
Científico:
–... como el poeta Thu-Fu, cuyas obras seguramente encantan (¡Ni una palabra, estoy seguro!) sus jornadas desocupadas. Además...
La sirena de un buque de guerra llenó el salón. Inmediatamente, un golpe furioso de platillos se unió a ella, y se reanudó la danza. El barón se había sentado. A través de las mesas y de las parejas, Kyo ocupó una mesa libre, un poco detrás de la suya. La música había cubierto todos los ruidos; pero, ahora que se había aproximado a Clappique, oía su voz de nuevo. El barón toqueteaba a la filipina; pero continuaba hablando hacia el rostro demacrado, todo ojos, de la rusa.
–... la desgracia, querida amiga, consiste en que ya no hay fantasía. De vez en cuando...
Índice levantado:
–... un ministro europeo envía a su mujer un paquetito postal; ella lo abre... ¡Ni una palabra!...
Con el índice sobre la boca:
–... es la cabeza de su amante. ¡Todavía se habla de ello, después de tres años!
Desconsolado:
–¡Lamentable, querida amiga, lamentable! ¡Míreme! ¿Ve usted mi cabeza? He aquí a dónde conducen veinte años de fantasía hereditaria. Se parece a la sífilis... ¡Ni una palabra!
Pleno de autoridad:
–¡Mozo! Champaña para estas dos señoras y para mí...
De nuevo confidencial:
–... un pequeño Martini...
Severo:
–... muy seco.
(«Admitiendo lo peor, aun con esa política, tengo una hora por delante –pensó Kyo–. Sin embargo, ¿durará esto mucho tiempo?»)
La filipina reía o lo aparentaba. La rusa, abriendo mucho los ojos, trataba de comprender. Clappique continuaba gesticulando, con el dedo índice vivo, estirado, con expresión de autoridad, llamando la atención hacia la confidencia. Pero Kyo apenas le escuchaba; el calor le entorpecía, y, además, una preocupación que aquella noche había rondado en su camino se expandía en un confuso cansancio: aquel disco; su voz que no había reconocido antes, en casa de Hemmelrich. Pensaba en esto con la misma compleja inquietud con que había contemplado, cuando niño, las amígdalas que el cirujano acababa de cortarle. Pero imposible seguir su pensamiento.
–... en una palabra –gañía el barón, guiñando el ojo que llevaba al descubierto y volviéndose hacia la rusa–: tenía un castillo en Hungría del Norte...
–¿Es usted húngaro?
–De ningún modo. Soy francés. (¡Y me fastidia, por cierto, querida amiga, lo-ca-men-te!) Pero mi madre era húngara.
»Pues bien, mi bisabuelo vivía allí en un castillo, con unos salones grandes (muy grandes), con unos cofrades muertos debajo y unos abetos alrededor; muchos a-be-tos. Viudo. Vivía solo, con un gi-gan-tes-co cuerno de caza colgando de la chimenea. Pasa un circo ambulante. Con una amazona. Preciosa...
Doctoral:
–Ya digo: pre-cio-sa.
Guiñando de nuevo el ojo:
–... La rapta... No es difícil... La conduce a una de aquellas grandes habitaciones...
Llamando la atención, con la mano levantada:
–¡Ni una palabra! Vive allí. Continúa. Se aburre. Tú también, pequeña mía –haciendo cosquillas a la filipina–; pero, paciencia... Él no se divertía tampoco, por cierto: se pasaba la mitad de la tarde haciendo que le arreglase su pedicuro las uñas de las manos y de los pies (además había un barbero contratado en el castillo), y mientras su secretario, hijo de un siervo asqueroso, le leía (y le releía) en voz alta la historia de la familia. ¡Encantadora ocupación, querida amiga; vida perfecta! Por otra parte, generalmente estaba borracho... Ella...
–¿Ella se enamoró del secretario? –preguntó la rusa.
–¡Magnífica! ¡Esta pequeña es magnífica! ¡Querida amiga, es usted magnífica! ¡Notable perspicacia!
Le besó la mano.
–... pero se acostó con el pedicuro, no estimando tanto como ustedes las cosas del espíritu. Entonces se dio cuenta de que mi bisabuelo le pegaba. ¡Ni una palabra! Fue inútil. Se escaparon.
»El abandonado, que era muy malo, recorre sus vastos salones (siempre con sus cofrades debajo), se declara burlado por los dos galopines, que se dislocaban los riñones en la capital, en una posada a lo Gogol, con un cacharro de agua desportillado y unas berlinas en el patio. Descuelga el gi-gan-tes-co cuerno de caza, no para soplar en él, y encarga al intendente que haga un llamamiento a sus campesinos. (Entonces se tenía derecho a hacerlo, en aquellos tiempos.) Los arma: cinco escopetas de caza y dos pistolas. ¡Pero, querida amiga, eran demasiados!
»Entonces, mudanza del castillo: he aquí a mis harapientos en marcha (imagíneselos; i-ma-gí-ne-se-los, le digo), armados de floretes, arcabuces, mosquetes... ¡qué sé yo...!, espadones y otras zarandajas, el abuelo a la cabeza, hacia la capital: la venganza persiguiendo al crimen. Los anuncian. Llega el guardia rural, con los gendarmes... ¡Magnífica plancha!
–¿Y después?
–Nada. Les habían ganado la partida. El abuelo llegó a la ciudad; pero los culpables habían abandonado la posada Gogol en una de las berlinas polvorientas. Sustituyó a la amazona por una campesina y al pedicuro por otro y se emborrachó en compañía del secretario. De vez en cuando, trabajaba en uno de sus pequeños testamentos...
–¿A quién le dejó el dinero?
–Cuestiones sin interés, querida amiga. Pero, cuando murió...
Con los ojos desorbitados:
–... se supo todo; todo lo que había ido cociendo, a fuego lento, el noble ebrio... Se le obedeció; se le enterró debajo de la capilla, en una inmensa bóveda, de pie sobre su caballo muerto, como Atila...
El barullo del jazz cesó. Clappique continuó, mucho menos en Polichinela, como si sus payasadas se hubieran suavizado con el silencio:
–Cuando murió Atila, le irguieron sobre su caballo encabritado por encima del Danubio; el sol poniente proyectó tal sombra sobre la llanura, que los caballeros se hicieron humo, espantados. .
Desvariaba, invadido por sus sueños, por el alcohol y por la calma súbita. Kyo sabía qué proposiciones debía hacerle; pero lo conocía mal, aunque su padre lo conocía bien; y peor aún en aquel papel. Le escuchaba con impaciencia (hasta que se encontrara libre una mesa delante del barón, donde se instalaría y le haría seña de que saliese; no quería abordarlo ni llamarlo ostensiblemente), pero no sin curiosidad. Era la rusa la que hablaba ahora, con voz lenta, desgarrada –ebria, tal vez, de insomnio:
–Mi bisabuelo tenía también muchas tierras... Nos marchamos a causa de los comunistas, ¿verdad? Para no estar con todo el mundo; para ser respetadas. ¡Y aquí somos dos por mesa y cuatro por habitación! Cuatro por habitación... Y hay que pagar el alquiler. Respetadas... ¡Y si el alcohol no me pusiera enferma!...
Clappique miró su vaso: la rusa apenas había bebido. La filipina, por el contrario... Tranquilamente, se calentaba como un gato al calor de la semiembriaguez. Inútil contar con ella. Se volvió hacia la rusa:
–¿No tiene usted dinero?
Ella se encogió de hombros. El barón llamó al camarero, pagó con un billete de cien dólares. Cuando recibió el cambio, tomó diez dólares y dio el resto a la mujer. Ella le miró, con una precisión cansada.
–Bien.
Se levantaba.
–No –dijo él.
Tenía un aspecto lamentable, de buen perro.
–No, esta noche la aburriría.
Le tenía cogida la mano. Ella le miró otra vez.
–Gracias.
Vaciló.
–Sin embargo... Si le causa placer...
–Me causaría más placer un día que no tenga dinero...
Polichinela reapareció:
–Que no tardará...
Le juntó las manos y se las besó varias veces. Kyo, que ya había pagado, le alcanzó en el pasillo vacío.
–¿Quiere que salgamos juntos?
Clappique le miró y le reconoció.
–¿Usted aquí?... ¡Es inaudito! Pero...
Aquel balido fue detenido por el levantarse de su índice:
–¡Se pervierte usted, joven!
–¡Bah!...
Ya salían. Aunque la lluvia había cesado, el agua estaba tan presente como el aire. Dieron algunos pasos por la arena del jardín.
–En el puerto –dijo Kyo– hay un vapor cargado de armas.
Clappique se había detenido. Kyo había dado un paso más; tuvo que volverse. El rostro del barón apenas era visible; pero el gran gato luminoso, insignia del Black Cat, Ir rodeaba como una aureola.
–El Shang-Tung –dijo.
La oscuridad y su posición –a contraluz– le permitían no expresar nada; y no añadía nada.
–Hay una proposición –prosiguió Kyo–, a 30 dólares por revólver, del gobierno. Todavía no tiene respuesta. Yo tengo comprador a 35 dólares, más 3 de comisión. Entrega inmediata, en el puerto. Donde el capitán quiera, pero en el puerto. Que recoja el ancla en seguida. Se recibirá la entrega esta noche mediante el dinero. De acuerdo con su delegado: aquí está el contrato.
Le alargó el papel y encendió su mechero, protegiéndolo con la mano.
«Quiere raspar al otro comprador –pensaba Clappique, contemplando el contrato–. Piezas destacadas... y cobrar 5 dólares por arma. Está claro. ¡A mí qué! Quedan 3 para mí.»
–Bueno –dijo, en voz alta–. Por supuesto, me dejará usted el contrato.
–Sí. ¿Conoce usted al capitán?
–Amigo mío, hay otros a quienes conozco mejor; pero, en fin, lo conozco.
–Podría desconfiar (y más aún, desde luego por el sitio donde está la garantía). El gobierno puede hacer que se recojan las armas, en vez de pagar. ¿No?
–¡Ni mucho menos!
Otra vez polichinela. Pero Kyo esperaba la continuación: ¿de qué disponía el capitán para impedir que los suyos (y no los del gobierno) se apoderaran de las armas? Clappique continuó, con voz más sorda:
–Esos objetos son enviados por un proveedor regular. Lo conozco.
Irónico:
–Es un traidor...
Voz regular en la oscuridad, cuando ya no la acompañaba ninguna expresión del rostro. Subió, como si hubiese pedido un cocktail.
–¡Un verdadero traidor, muy seco! Porque todo esto pasa por una legación que... ¡Ni una palabra! Voy a ocuparme de eso. Pero, desde luego, va a costarme un gasto serio de taxi: el barco está lejos... Y me queda...
Se registró el bolsillo, sacó un solo billete y se volvió, para que la insignia lo iluminase.
–... Diez dólares, amigo mío. No hay bastante. Sin duda, pronto compraré los cuadros de su tío Kama para Ferral; pero, mientras...
–¿Habrá bastante con cincuenta?
–Es más de lo que necesito.
Kyo se los dio.
–Me avisará usted a mi casa cuando eso quede terminado.
–Entendido.
–¿Dentro de una hora?
–Más tarde, supongo; pero en cuanto pueda.
Y con el mismo tono con que la rusa había dicho: «Si el alcohol no me pusiera enferma...»; casi con la misma voz, como si todos los seres de aquel lugar se encontrasen sumidos en el mismo abismo de desesperación, dijo:
–Todo esto no tiene maldita la gracia...
Se alejó, con la nariz baja, la espalda encorvada, la cabeza al descubierto y las manos en los bolsillos del smoking.
Kyo llamó un taxi y se hizo conducir al límite de las concesiones, a la primera callejuela de la ciudad china, donde había citado a Katow.
Diez minutos después de haber abandonado a Kyo, Katow, una vez atravesados los corredores y pasadas las rejas, había llegado a una habitación blanca, desnuda, bien iluminada por unas lámparas de tormenta. No había ventana. Bajo el brazo del chino que le abrió la puerta, cinco cabezas que estaban inclinadas sobre la mesa dirigieron la mirada hacia él, hacia la elevada silueta conocida de todos los grupos de encuentro: piernas separadas, brazos colgantes, blusa sin abrochar, nariz prominente, cabellos mal peinados. Manejaban granadas de diferentes modelos. Era un tchon –una de las organizaciones de combate comunistas que Kyo y él habían creado en Shanghai.
–¿Cuántos hombres hay inscritos? –preguntó en chino.
–Ciento treinta y ocho –respondió el chino más joven, un adolescente de cabeza pequeña, con la nuez muy marcada y los hombros caídos, vestido de obrero.
–Necesito imprescindiblemente doce hombres para esta noche.
«Imprescindiblemente» pasaba a todos los idiomas que hablaba Katow.
–¿Cuándo?
–Ahora.
–¿Aquí?
–No; delante del pontón Yen Tang.
El chino dio instrucciones. Uno de los hombres salió.
–Estarán allí antes de las tres –dijo el jefe.
Por sus mejillas hundidas, su gran cuerpo delgado, parecía muy débil; pero la resolución del tono, la fijeza de los músculos del rostro denotaban una voluntad apoyada sobre los nervios.
–¿La instrucción? –preguntó Katow.
–Respecto a las granadas, se conseguirá. Todos los camaradas conocen ahora nuestros modelos. En cuanto a los revólveres (los Nagan y los Máuser, al menos) se conseguirá también. Los hago trabajar con los cartuchos vacíos; pero convendría, por lo menos, poder tirar al blanco... Me han propuesto facilitarnos una cueva completamente segura. En cada una de las cuarenta habitaciones donde se preparaba la insurrección se había presentado el mismo problema.
–No hay pólvora. Quizá se reciba. Por lo pronto, no hablemos de eso. ¿Y los fusiles?
–Se manejarán. Lo que me inquieta es la ametralladora, si no se ejercita un poco el tiro al blanco.
Su nuez ascendía y descendía bajo la piel, a cada una de las respuestas. Continuó:
–Además, ¿no habría medio de conseguir unas cuantas armas más? ¡Siete fusiles, trece revólveres, cuarenta y dos granadas cargadas! De cada dos hombres, uno no tiene arma de fuego.
–Iremos a tomárselas a los que las tienen. Quizá tengamos revólveres muy pronto. Si fuera para mañana, ¿cuántos hombres no sabrían servirse de sus armas de fuego en su sección?
El hombre reflexionó. La atención le dio una actitud de ausencia. «Un intelectual», pensó Katow.
–¿Cuándo nos hayamos apoderado de los fusiles de la policía?
–Indudablemente.
–Más de la mitad.
–¿Y las granadas?
–Todos sabrán servirse de ellas, y muy bien. Aquí tengo treinta hombres, parientes de los supliciados de febrero... A menos, no obstante...
Vaciló, y terminó la frase con un ademán confuso. Mano deformada, pero fina.
–¿A menos?...
–Que esos cochinos no empleen los tanques contra nosotros.
Los seis hombres miraron a Katow.
–Eso no importa –respondió–. Tomas tus granadas, unidas de seis en seis, y las colocas bajo el tanque: a partir de cuatro, salta. En rigor, podéis abrir unos fosos. ¿Tenéis herramientas?
–Muy pocas. Pero yo sé dónde tomarlas.
–Procura también tomar bicicletas: en cuanto se comience será preciso que cada sección tenga su agente de unión, además del centro.
–¿Tú estás seguro de que los tanques saltarán?
–¡En absoluto! Pero no te preocupe eso: los tanques no abandonarán el frente. Si lo abandonan, acudiré con un equipo especial. De eso me encargo yo.
–¿Y si somos sorprendidos?
–Los tanques se ven: tenemos observadores al lado. Coges tú mismo un paquete de granadas, se las das a cada uno de los tres o cuatro individuos de quienes estés seguro...
Todos los hombres de la sección sabían que Katow, condenado, a causa del asunto de Odesa, a permanecer en uno de los presidios menos duros, había solicitado, para instruirlos, acompañar voluntariamente a los desdichados enviados a las minas de plomo. Confiaban en él, pero estaban inquietos. No tenían miedo a los fusiles ni a las ametralladoras, pero tenían miedo a los tanques: se consideraban desarmados contra ellos. Hasta en aquella habitación, adonde no habían ido más que voluntarios, casi todos parientes de supliciados, el tanque heredaba el poder de los demonios.
–Si llegan los tanques, no hagan nada; nosotros iremos allá –pronunció Katow.
¿Cómo salir de aquella vana promesa? Por la tarde, había inspeccionado una quincena de secciones, pero no había encontrado el miedo. Aquellos hombres no eran menos valerosos que los otros, sino más calculadores. Sabía que no los sustraería a su temor, que, con excepción de los especialistas que él mandaba, las formaciones revolucionarias huirían ante los tanques. Era probable que los tanques no abandonasen el frente; pero si llegaban a la ciudad, sería imposible detenerlos a todos por medio de fosos en los barrios donde se entrecruzaban tantas callejuelas.
–Los tanques no abandonarán, ni mucho menos, el frente –dijo.
–¿Cómo hay que unir las granadas? –preguntó el chino más joven.
Katow se lo enseñó. La atmósfera quedó algo menos pesada, como si aquella manipulación hubiese sido el presagio de una acción futura. Katow aprovechó la ocasión para irse, muy inquieto. La mitad de los hombres no sabría servirse de sus armas. Al menos, podría contar con aquellos con quienes había formado los grupos de combate, encargados de desarmar a la policía. Al día siguiente. Pero ¿y al otro?... El ejército avanzaba, se aproximaba de hora en hora. Quizá estuviese tomada ya la última estación. Cuando Kyo estuviese de regreso, sin duda lo sabrían ya en alguno de los centros de información. El comerciante de lámparas no había recibido información desde las diez.
Katow esperó algún tiempo en la callejuela, sin dejar de andar. Por fin llegó Kyo. Cada uno dio a conocer al otro lo que había hecho. Reanudaron la marcha por el lodo, sobre sus suelas de goma, al paso; Kyo, menudo y flexible, como un gato japonés; Katow, balanceando los hombros, pensando si las tropas que avanzaban con los fusiles brillantes de lluvia, hacia Shanghai, rojizo en el fondo de la noche... También Kyo hubiera querido saber si aquel avance se habría detenido.
La callejuela por donde caminaban –la primera de la ciudad china– era, a causa de la proximidad de las casas europeas, la de los comerciantes de animales. Todas las tiendas estaban cerradas: ni un animal fuera, ni un solo grito turbaba el silencio entre las llamadas de las sirenas y las últimas gotas que caían de los cuernos de los tejados en los charcos. Las bestias dormían. Entraron, después de haber llamado, en una de las tiendas: la de un comerciante de peces. Por única luz, una bujía colocada en una guindola se reflejaba en las vasijas fosforescentes, alineadas como las de Alí Baba y donde dormían, invisibles, los ilustres cípridos chinos.
–¿Mañana? –preguntó Kyo.
–Mañana; a la una.
En el fondo de la estancia, detrás de un mostrador, dormía, sobre su codo replegado, un personaje indistinto. Apenas había levantado la cabeza para responder. Aquel almacén era una de las ochenta pertenencias del Kuomintang por las que se transmitían las noticias.
–¿Oficial?
–Sí. El ejército está en Tcheng-Tcheu. Huelga general a las doce.
Sin que nada cambiase en la sombra; sin que el comerciante, adormilado en el fondo de su alvéolo, hiciese un movimiento, la superficie fosforescente de todas las vasijas comenzó a agitarse débilmente: blandas oleadas negras, concéntricas, se levantaban en silencio. El ruido de las voces despertaba a los peces. De nuevo se perdió, a lo lejos, una sirena.
Salieron y reanudaron la marcha. Otra vez por la avenida de las Dos Repúblicas.
Un taxi. El coche arrancó a una velocidad de film. Katow, sentado a la izquierda, se inclinó y contempló al chófer con atención.
–Está nghien[2]. Qué lástima. De ningún modo quisiera morir antes de mañana por la noche. ¡Calma, amigo!
–Pues Clappique va a hacer venir el barco –dijo Kyo–. Los camaradas que están en el almacén de ropas del gobierno pueden suministrarnos unos trajes de policías.
–No hace falta. Tengo más de quince en la permanencia.
–Tomaremos el vapor con tus doce individuos.
–Sería mejor sin ti...
Kyo le miró sin decir nada.
–No es muy peligroso, aunque tampoco en extremo fácil, ¿sabes? Más peligroso resulta que este endemoniado chófer se halla dispuesto a reanudar la velocidad. Y no es este el momento de hacer que te apees.
–Ni a ti tampoco.
–No es lo mismo... A mí se me puede sustituir ahora, ¿comprendes?... Preferiría que tú te ocupases del camión, que estará esperando, y de la distribución.
Vacilaba, preocupado, con la mano sobre el pecho. «Hay que dejarle que se dé cuenta», pensaba. Kyo no decía nada. El coche continuaba deslizándose por entre las líneas de luz esfumadas en la bruma. Que él fuese más sutil que Katow, era indudable; el Comité Central conocía al detalle todo cuanto él había organizado, aunque en fichas, y él lo vivía; tenía la ciudad en la piel, con sus puntos débiles como heridas. Ninguno de sus camaradas podía reaccionar tan de prisa como él ni con tanta seguridad.
–Bien –dijo.
Luces, cada vez más numerosas... De nuevo los camiones blindados de las concesiones, y luego, una vez más, la sombra.
El auto se detuvo. Kyo se apeó.
–Voy a buscar los trastos –dijo Katow–; te los entregaré cuando todo esté dispuesto.
* * *
Kyo vivía con su padre en una casa china de un solo piso: cuatro naves alrededor de un jardín. Atravesó la primera, luego el jardín, y entró en el hall: a derecha e izquierda, sobre las blancas paredes, unos cuadros de Song, unos fénix azules Chandin; en el fondo, un Buda de la dinastía Wei, de un estilo casi romano. Divanes limpios, una mesa de opio. Detrás de Kyo, las vidrieras, desnudas, como las de un estudio de pintor. Su padre, que lo había oído, entró: desde hacía algunos años, sufría de insomnio; no dormía más que algunas horas, durante el amanecer, y acogía con júbilo todo cuanto pudiera ocuparle las horas de la noche.
–Buenas noches, padre. Chen va a venir a verte.
–Bien.
Las facciones de Kyo no eran las de su padre. Parecía, sin embargo, que había bastado la sangre japonesa de su madre para dulcificar la máscara de abate ascético del viejo Gisors –máscara cuyo carácter acentuaba aquella noche una bata de pelo de camello– para crear la cara de samurai de su hijo.
–¿Le ha ocurrido algo?
–Sí.
No le hizo otra pregunta. Ambos se sentaron. Kyo no tenía sueño.
Relató el espectáculo que Clappique acababa de proporcionarle, sin hablar de
las armas. No, por cierto, porque desconfiase de su padre, sino porque se
consideraba demasiado ser el único responsable de su vida para hacerle conocer
algo más que el conjunto de sus actos. Aunque el antiguo profesor de sociología
de
–... acabó sacándome cincuenta dólares...
–Es desinteresado, Kyo...
–Pues acababa de gastar cien dólares: yo lo vi. La mitomanía es siempre una cosa bastante inquietante.
Quería saber hasta dónde podía continuar sirviéndose de Clappique. Su padre, como siempre, buscaba lo que había en aquel hombre de profundo, de singular. Pero lo que hay de más profundo en un hombre, rara vez es aquello por lo cual se le puede hacer obrar inmediatamente, y Kyo pensaba en sus pistolas.
–Si tiene necesidad de considerarse rico, ¿qué no intentará para enriquecerse?
–Ha sido el primer anticuario de Pekín...
–¿Para qué se gasta todo su dinero en una noche, si no es para hacerse la ilusión de que es rico?
Gisors entornó los ojos y se echó hacia atrás los cabellos, algo largos; su voz de hombre entrado en años, a pesar de su timbre debilitado, adquirió la claridad de una línea:
–Su mitomanía es un medio de negar la vida, ¿no?; de negar y no de olvidar. Desconfía de la lógica, en estas materias...
Extendió confusamente la mano; sus ademanes angostos casi nunca se dirigían hacia la derecha o hacia la izquierda, sino hacia el frente; sus movimientos, cuando prolongaban una frase, no parecían apartar, sino asir algo.
–Es como si hubiese querido demostrarte ayer que, aunque haya vivido durante dos horas como un hombre rico, la riqueza no existe. Porque entonces la pobreza no existe tampoco. Que es lo esencial. Nada existe: todo es un sueño. No olvida el alcohol, que le ayuda...
Gisors sonrió. La sonrisa de sus labios, de comisuras abatidas, adelgazadas ya, expresaba las ideas con más complejidad que sus palabras. Desde hacía veinte años dedicaba su inteligencia a hacerse querer de los hombres justificándolos, y ellos le estaban reconocidos ante una bondad cuyas raíces no adivinaban nacidas en el opio. Se le atribuía la paciencia de los budistas; era la de los intoxicados.
–Ningún hombre vive de negar la vida –respondió Kyo.
–Se vive mal... Necesita vivir mal.
–Y está obligado a ello.
–La parte de la necesidad está determinada por los corretajes de las antigüedades y quizá de las drogas y por el tráfico de armas... De acuerdo con la policía, a la que detesta, sin duda, pero con la que colabora en esos pequeños trabajos, a cambio de una justa retribución...
Poco importaba; la policía sabía que los comunistas no tenían dinero bastante para comprar armas a los importadores clandestinos.
–Todo hombre se parece a su dolor –dijo Kyo–. ¿Qué es lo que le hace sufrir?
–Su dolor no tiene importancia, ni tampoco sentido, ¿no?; no roza nada más profundo que su mentira o su goce; no tiene verdadera profundidad, y eso es, quizá, lo que le retrata mejor, porque es raro. Hace lo que puede para conseguirlo, pero le faltan facultades... Cuando tú no estás ligado a un hombre, Kyo, piensas en él para prever sus actos. Los actos de Clappique...
Señaló el acuarium, donde los cípridos negros, blandos y dentados como oriflamas, subían y bajaban.
–Ahí los tienes... Bebe, pero estaba hecho para el opio; se engaña, también, respecto al vicio; muchos hombres no encuentran el que los salvaría. Lástima, porque está lejos de carecer de valor. Pero su dominio no te interesa.
Era verdad. Si Kyo, aquella noche, no pensaba en su acción, no podía pensar más que en sí mismo. El calor le penetraba poco a poco, como antes en el Black Cat; y de nuevo le invadía la obsesión del disco, como el ligero calor del descanso le invadía las piernas. Refirió su asombro ante los discos, pero como si se tratase de uno de los registros de voz que habían tenido lugar en los almacenes ingleses. Gisors le escuchaba, acariciándose el mentón anguloso con la mano izquierda. Sus manos, de delgados dedos, eran muy bellas. Había inclinado la cabeza hacia adelante; los cabellos le cayeron sobre los ojos, aunque su frente estaba desprovista de ellos. Se los apartó con un movimiento de cabeza, pero su mirada siguió perdida.
–Me ha ocurrido encontrarme de improviso ante un espejo y no reconocerme.
Su pulgar frotaba suavemente los otros dedos de su mano derecha, como si deshiciese un polvo de recuerdos. Hablaba para sí; proseguía un pensamiento que suprimía su hijo.
–Es sin duda una cuestión de medios: oímos la voz de los demás con los oídos.
–¿Y la nuestra?
–Con la garganta; porque, con los oídos tapados, tú oyes tu voz. El opio también encierra un mundo que no oímos con nuestros oídos...
Kyo se levantó. Apenas le vio su padre.
–Tengo que volver a salir en seguida.
–¿Puedo serte útil cerca de Clappique?
–No. Gracias. Buenas noches.
–Buenas noches.
[1] La última estación, antes de Shanghai.
[2] En estado de necesidad (a propósito de los opiómanos). Literalmente: poseído por una costumbre.
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