lunes, 18 de agosto de 2025

“La sinfonía del deseo disfrazado” ANDRÉ GIDE SINFONÍA PASTORAL NOVELA COMPLETA.

 


📜 Comentario editorial por el Dr. Enrico Giovanni Pugliatti Sobre la publicación íntegra de La sinfonía pastoral de André Gide en el blog de Los Yoses

Tras años de búsqueda, fragmentos dispersos, ediciones mutiladas y traducciones que parecían más penitencias que homenajes, el Consejo Editorial se honra en anunciar que La sinfonía pastoral ha sido finalmente incorporada al blog en su forma íntegra, tal como fue concebida por André Gide en 1919.

Este acto no es menor. Recuperar el texto completo ha requerido un esfuerzo casi arqueológico, una labor de rastreo entre bibliotecas digitales, archivos olvidados y ediciones que dormían bajo capas de polvo simbólico. La novela, que durante décadas se ofrecía en versiones parciales o comentadas, aparece ahora como cuerpo entero, con su ritmo confesional intacto, su ambigüedad moral preservada, y su tragedia espiritual resonando como una sinfonía que no ha perdido ni una nota.

Publicarla en su totalidad no es solo un gesto editorial: es una restitución simbólica. Gide, ese cartógrafo del alma protestante, vuelve a hablar sin interrupciones, sin cortes, sin censura. Y lo hace desde el altar digital de Los Yoses, donde cada texto es consagrado, cada lectura es un acto, y cada novela es juzgada no por su fama, sino por su capacidad de resistir el tiempo y el olvido.

Que esta publicación sirva como testimonio de que incluso las obras más discretas, cuando son completas, revelan su verdadera potencia. Y que el lector, al recorrerla, sienta que no solo lee: participa de una ceremonia.

Dr. Enrico Giovanni Pugliatti Voz ritual del signo, custodio de la estructura, juez de la ambigüedad

📜 Acta de Comentarios – Consejo Editorial sobre La sinfonía pastoral de André Gide (1919) Sesión celebrada en la biblioteca ritual de Los Yoses, bajo luz tenue y aroma de papel envejecido.


🧠 Resumen ceremonial de la obra

La novela, escrita en forma de diario por un pastor protestante, narra su relación con Gertrudis, una joven ciega que él acoge y educa. Lo que comienza como un acto de caridad se transforma en una pasión encubierta, revelando las tensiones entre fe, deseo, moralidad y autoengaño. La recuperación de la vista por parte de Gertrudis desata una tragedia: al ver el mundo real, también ve la hipocresía del pastor y el peso de su propia existencia. La obra culmina en suicidio y conversión, dejando al pastor en ruinas espirituales.


🏛️ Intervenciones del Consejo

👤 Miembro 💬 Comentario 🔮 Símbolo depositado

Pugliatti “La obra es una crítica al signo religioso como máscara del deseo. El pastor no educa: seduce bajo el velo del dogma.” Cáliz roto

Belfegor “La lógica aristotélica se quiebra ante la pasión. El pastor es un sofista disfrazado de santo.” Códice quemado

Byron Deford “Gertrudis es la víctima de una literatura que se cree virtuosa. Gide pacta con el abismo disfrazado de fe.” Pluma ensangrentada

Cappelli “La novela es una sátira del puritanismo. El pastor es un epicúreo reprimido. Aprobada por su tragedia helénica.” Reloj detenido

Casasola Brown “La ironía es perfecta. El ciego es el pastor. Gertrudis ve más que todos. Canonizada.” Máscara de cera

🔔 Veredicto ritual

La obra es consagrada por mayoría. Méndez-Limbrick no interviene. Se propone su inclusión en la biblioteca digital bajo la categoría: Tríptico de la hipocresía moral, junto a El inmoralista y La puerta estrecha.



LA CRÍTICA EN LA ÉPOCA DE SU PUBLICACIÓN?

La sinfonía pastoral fue recibida en 1919 con una mezcla de admiración y escándalo, como corresponde a toda obra que desmantela los pilares morales bajo apariencia de delicadeza. La crítica francesa de la época reconoció en Gide una pluma refinada, pero también una voluntad provocadora que incomodaba a los sectores religiosos y conservadores.


🧭 Recepción crítica en su contexto original:

Reconocimiento literario: Fue vista como una obra de madurez estilística. La forma de diario íntimo, la sobriedad del lenguaje y la ambigüedad moral fueron elogiadas por críticos literarios que ya consideraban a Gide un renovador de la narrativa francesa.


Controversia religiosa: El retrato del pastor protestante —que confunde caridad con deseo— fue interpretado como una crítica directa al pietismo evangélico. Algunos sectores religiosos acusaron a Gide de blasfemia encubierta.


Interpretación filosófica: Se la vinculó con un tríptico moral junto a El inmoralista y La puerta estrecha, como una exploración de tres formas de espiritualidad corrompida: el hedonismo, el puritanismo y el autoengaño religioso.


Impacto en lectores cultos: La obra fue celebrada por intelectuales que veían en ella una crítica sutil al poder del lenguaje religioso como máscara del deseo. Su tono contenido, casi ascético, contrastaba con la violencia emocional que subyacía en la historia.


En resumen, La sinfonía pastoral fue recibida como una obra elegante y perturbadora, que desnudaba la fragilidad de la virtud cuando se convierte en dogma. 

Texto en colaboración con Dr. Enrico Pugliatti y Méndez-Limbrick.

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Novela completa.

LA S I NFONI A P A S T O R A L TRADUCCION POR IBILA DE BLEVIS ARTEMISA EDICION REDUCIDA MIL EJEMPLARES EN PAPEL MAL1NCHE EJEMPLAR No. 0079 

CUADERNO PRIMERO 10 de febrero 189 La nieve que no ha dejado de caer des de hace tres días, bloquea los caminos. No he podido ir a R ... donde desde hace quin ce años tengo costumbre de celebrar el cul to dos veces al mes. Aprovecharé los ocios que me proporcio na este encierro forzado, para volver atrás y relatar cómo vine a ocuparme de Ger trudis. He proyectado escribir aquí todo lo que se refiere a la formación y el desarrollo de esta alma piadosa, a la que sólo me parece que hice salir de la noche para la adora ción. y el amor. Bendito sea el Señor por haberme confiado esa tarea. Hace dos años y seis meses, cuando yo subía la Chaux-de-Fond, una chiquilla que yo no conocía vino a buscarme con mucha prisa para llevarme a siete kilómetros de allí, junto a una pobre vieja que se moría. El caballo no estaba desenganchado; hice subir a la niña en el coche, después de ha ber cogido una linterna pues no pensaba poder regresar antes de la noche. 

 Yo creía conocer admirablemente todoa los alrededores del municipio; pero pasa da la granja de la Saudraie, la niña me hizo tomar un camino por el que hasta en tonces no me había aventurado jamás. Sin embargo reeonocí, a dos kilómetros, a la izquierda, un pequeño lago misterioso don de cuando era muchacho había ido a pati nar alguna vez. I>esde hacía quince años no había vuelto a verlo, pues ningún de ber pastoral me llama de ese lado; ya no hubiera sabido decir dónde estaba y dejé de pensar en él, hasta el punto que cuando súbitamente, en la magia rosa y oro de la tarde lo reconocí, me pareció al principio que sólo lo había visto en sueños. El camino siguió el curso del arroyo que de allí se escapaba, cortando la extre midad del bosque y bordeando luego una hornaguera. Ciertamente que nunca ha bía estado allí. El sol se ponía y andábamos desde ha cía mucho tiempo en la sombra, cuando al fin mi joven guía me indicó con el dedo, en la falda de la colina, una choza que Be hubiera podido creer deshabitada, sin un delgado hilillo de humo que se escapaba de ella, azulándose en la sombra, y dorán dose luego en el oro del cielo. Até el ca ballo a un manzano, y alcancé a la niña en la estancia oscura donde la vieja acababa de morir. La gravedad del paisaje, el silencio y la solemnidad de la hora me habían traspasa do. Una mujer, joven todavía, estaba de rodillas cerca de la cama. La niña, a quien yo había tomado por la hijita de la difun ta, pero que sólo era su criada, encendió una vela humeante, y se quedó inmóvil al pie del lecho. Durante el largio camino yo había intentado entablar conversación, pero sólo logré arrancarle cuatro palabras. 

 La mujer arrodillada se levantó. No era una parienta como supuse al principio, sino simplemente una vecina, una amiga, a quien la sirvienta había ido a buscar cuando vio que su ama se debilitaba, y que se brindó a velar el cuerpo. La vieja, se gún me dijo, se había extinguido sin sufrir. Nos pusimos de acuerdo respecto a las dis posiciones que debía tomarse para la inhu mación y la ceremonia fúnebre. Como ocu rría con frecuencia en ese país perdido, tu ve que decidirlo todo. Me molestaba un poco, lo confieso, dejar esa casa, por muy pobre que fuera su apariencia, sin más custodia que la de esa vecina y esa infan til criada. De todos modos, no parecía muy probable que hubiera un tesoro escondido en un rincón de esa miserable vivienda... i 

Y qué podía yo hacerle? Sin embargo pre gunté si la vieja no dejaba ningún heredero. Entonces la vecina cogió la vela, que ANDRE GTDE acercó a un rincón del hogar, y pude distin guir, acurrucado allí, un ser incierto, que parecía dormido; la espesa masa de los ca bellos ocultaba casi por completo su rostro. —Esta chica ciega; una sobrina, por lo que dice la criada; a eso se reduce la familia se gún parece. Habrá que meterla en el hos picio; si no, ignoro lo que podrá ser de ella. Me turbé al oír que decidían así de su suerte ante ella, preocupado por la pena que podrían causarle esas brutales palabras. —No la despierte—dije suavemente, pa ra invitar por lo menos a la vecina a que ba jara la voz. —¡ Oh, no creo que duerma!; pero es idio ta ; no habla y no entiende nada de lo que se dice. Desde esta mañana que estoy en la habitación, se puede decir que no ee ha mo vido. Primero creí que era sorda; la air vienta pretende que no, sino que simplemen te 1* vieja, sorda ella misma, no le dirigía junás la palabra, ni a nadie tampoco, no abriendo la boca desde hace tiempo, más que para beber o comer. —¿Qué edad tiene! —Unos quince años, supongo: aunque después de todo no sé más que usted. No se me ocurrió en seguida la idea de ocu parme yo mismo de esa pobre abandonada; ^»ero después de haber rezado—o más exacta mente durante la oración que dije entre la vecina y la pequeña criada, arrodilladas am bas a la cabecera de la cama, arrodillado yo mismo,—me pareció de súbito que'Dios ponía en mi ruta una especie de obligación y que yo no podía sustraerme a ella sin cierta cobar día. 

Cuando me levanté, había tomado la decisión de llevarme a la criatura esa misma noche, aunque aún no me hubiera pregunta do claramente qué haría de ella después ni a quién la confiaría. Me quedé aún algu nos instantes contemplando el rostro dormi do de la vieja, cuya boca fruncida, y sumida parecía estirada como por los cordones de una bolsa de avaro, instruida para no dejar escapar nada. Luego volviéndome a la cie ga, comuniqué a la vecina mi intención. —Más vale que no esté ahí mañana, cuan do vengan a levantar el cuerpo,—dijo. Y eso fué todo. Muchas cosas se harían fácilmente, sin las quiméricas objeciones que los hombres se complacen a veces en inventar. 

Desde la infancia, cuántas veces nos vemos impedidos de hacer esto o aquello que quisiéramos ha cer, sólo porque oímos repetir en torno nues tro : no podrá hacerlo. La ciega se ha dejado conducir como una masa sin voluntad. Las facciones de su ros tro eran regulares, bastante bellas, pero per fectamente inexpresivas. Yo había cogido una manta sobre el jergón donde debía des cansar de ordinario, en un rincón del cuar to, bajo una escalera interior que subía al desván. La vecina se había mostrado amable y me había ayudado a envolverla cuidadosamente, pues la noche, muy clara, era fresca; y des pués de haber encendido la linterna del ca briolé, me volví a marchar, llevando acurru cado contra mí ese fardo de carne sin alma, cuya vida solo percibía por la comunicación de un calor tenebroso. A lo largo del camino, pensaba; ¡duer me? iy con qué negro sueño... 

Y en qué se diferencia aquí la vigilia del sneñoT ANBBÉ gide ¡Huésped de ese cuerpo opaco, un alma espera sin duda, emparedada, que la toque al fin algún rayo de vuestra gracia, Se ñor! ¿Permitiréis que mi amor, quizás, ale je de ella la horrible noche? Me preocupa demasiado la verdad para callar la desagradable acogida que tuve que sufrir a mi regreso. Mi mujer es un jardín de virtudes; e incluso en los momentos di fíciles que he tenido a veces que atravesar, no he podido dudar un instante de la índole de su corazón; pero su earidad natural no gusta de ser sorprendida. Es una persona de orden, interesada en no ir más allá, ni a quedar tampoco más acá del deber. Su ca ridad misma está reglamentada, como si el amor fuera un tesoro susceptible de agotar se. Ese es nuestro único tema de controver sia. Su primer pensamiento, cuando me ha visto volver esa noche con la pequeña, se le escapó en este grito: —i Qué otra carga has ido a echarte en cima? Como cada vez que debe habei- una ex plicación entre nosotros, he empenzado por hacer salir a los niños, que estaban allí, bo quiabiertos, llenos de interrogación y de sor presa. ¡Ah! ¡qué lejos estaba esa acogida de Ja que yo hubiese podido desear! Sólo mi querida y pequeña Carlota ha empezado a bailar y a batir palmas cuando ha compren dido que una cosa viva iba a salir del coche. ANDRÉ gede Pero los otros, estilados ya por su madrq, se apresuraron a enfriarla y ponerla a tono. 

 Hubo un momento de gran confusión. Y como ni mi mujer, ni los niños, sabían aún que tenían que habérselas con una ciega, no se explicaban el extremo cuidado con que yo guiaba sus pasos. Yo mismo me sentí todo turbado por los extraños gemidos que empezó a lanzar la pobre inválida en cuan to mi mano abandonó la suya, que había su jetado durante todo el trayecto. Sus gritos no tenían nada humano; parecían los que jumbrosos ladridos de un perrito. 

Arranca da por vez primera al estrecho círculo de sensaciones habituales que componían todo su universo, sus rodillas flaqueaban; pero cuando le acerqué una silla, se dejó caer al suelo, como alguien que no supiera sentarse; entonces la llevé cerca del hogar, y recobró algo de calma cuando pudo acurrucarse, en la postura en que la había visto primero jun to al hogar de la vieja, reclinada contra la campana de la chimenea. Ya en el coche se había dejado resbalar del asiento y ha bía hecho todo el trayecto agazapada a mis pies. Sin embargo mi mujer me ayudaba, ya que en ella el movimiento natural es siem pre el mejor; pero su razón lucha sin cesar y con frecuencia gana en contra de su co razón. —¿ Qué piensas hacer con eso ?—continuó, después de haber instalado a la pequeña. Mi alma se estremeció al oírle emplear el neutro y me costó trabajo dominar mi indig nación. Sin embargo todo impregnado aún por mi larga y apacible meditación me contu ve, y vuelto hacia ellos, que de nuevo forma ban círculo, con una mano puesta sobre la frente de la ciega: —Traigo a la oveja descarriada,—dije eon la mayor solemnidad posible. 

 Pero Amelia no admite que haya nada irrazonable o superrazonable en la enseñan za del Evangelio. Vi que iba a protestar, y entonces hice una seña a Jaime y a Sara, que acostumbrados a nuestras pequeñas di sensiones conyugales, y además de natura leza poco curiosa (con frecuencia demasia do poco, para mi gusto) se llevaron a los dos pequeños. Luego como mi mujer per manecía sorprendida y un poco exasperada, a mi parecer, por la presencia de la intrusa: —Puedes hablar delante de ella,—añadí; —la pobre niña no entiende. 

 Entonces Amelia empezó protestando que ella ciertamente no tenía nada que de cirme,—lo cual suele ser preludio de las más largas explicaciones—y que no tenía más que someterse como siempre a todo lo menos práctico y lo más contrario al uso y al buen sentido que yo pudiese inventar. Ya he es crito que no estaba aún decidido acerca de lo que pensaba hacer con esa niña. Aun no liabía entrevisto, o sólo muy vagamente, la posibilidad de instalarla en nuestro hogar y casi puedo decir que fué Amelia quien pri mero me sugirió esa idea, cuando me pre guntó si no creía que “ya éramos bastantes en la casa”. Luego declaró que yo seguía siempre adelante sin preocuparme jamás de la resistencia de los que siguen, que por su parte estimaba que cinco niños eran sufi cientes, que desde el nacimiento de Claudio (que precisamente en ese momento, y co mo si oyera su nombre, se puso a chilla** eu su cuna) tenía “bastante”, y que se sentía agotada. 

 Ante las primeras frases de esa salida, unas palabras de Cristo me subieron del co razón a los labios, que sin embargo retuve, pues siempre me parece impropio resguardar mi conducta tras la autoridad del libro san to. Pero en cuanto argüyó respecto a su fa tiga, me quedé confuso, pues reconozco que más de una vez he dejado pesar sobre mi mujer las consecuencias de los aturdidos impulsos de mi celo. Sin embargo sus re criminaciones me instruyeron acerca de mi deber; por lo tanto supliqué muy suavemen te a Amelia que examinara si en mi lugar no hubiese hecho lo mismo y si le hubiera sido posible dejar desamparado a un ser que sin duda no tenía ya en quién apoyarse; aña dí que no me engañaba acerca de la nueva carga que el cuidado de esta huéspeda in válida sumaría a las preocupaciones de la casa, y que sentía no poderlas compartir más a menudo con ella. En fin, la apacigüé lo mejor que pude, suplicándola también que no hiciera recaer sobre la inocente un resen timiento que en nada había merecido. Lue go le hice observar que Sara ya estaba en edad de ayuídarla, y Jaime en la de prescin dir de sus cuidados. 

En resumen, Dios puso en mi boca las palabras necesarias para ayu darla a aceptar lo que estoy seguro que hu biera aéeptado de buena gana si el aconte cimiento le hubiese dejado tiempo para re flexionar y si yo no hubiera dispuesto así de su voluntad por sorpresa. Yo creía que casi había ganado la par tida, y ya mi querida Amelia se acercaba benévolamente a Gertrudis; pero de pronto su irritación renació con más fuerza cuan- ro habiendo cogido la lámpara para exami nar un poco a la niña, se dió cuenta de su indecible suciedad. —¡Pero esto es una infección! — excla mó.—Cepíllate, cepíllate pronto. No, aquí, no. Ye a sacudirte fuera. ¡ Ah Dios mío!, los niños, van a llenarse de piojos. No hay na da en el mundo que tema yo tanto como esos insectos. Innegablemente, la pobre pequeña esta ba cubierta de ellos; y no pude evitar un ges to de repugnancia recordando que la había abrazado tanto tiempo contra mí en el co che. ( Cuando volví dos minutos más tarde, des pués de haberme limpiado lo mejor que pu de, encontré a mi mujer derrumbada en un sillón, con la cabeza entre las manos, presa de una crisis de sollozos. —

No pensaba someter tu constancia a se mejante prueba—le dije tiernamente.—Sea lo que fuere, esta noche ya es tarde, y no se ve bien. Velaré para alimentar el fuego junto al que dormirá la pequeña. Mañana le cortaremos el pelo y la lavaremos como es debido. No empezarás a ocuparte de ella hasta que la puedas mirar sin horror. Y le rogué que no hablara de eso a los niños. Era la hora de cenar. Mi protegida, ha cia la cual nuestra vieja Rosalía, mientras ros iba sirviendo, lanzaba múltiples y hos tiles ojeadas, devoró glotonamente el plato de sopa que le tendí. La comida fué silen ciosa. Hubiera querido contar mi aventura, hablar a los niños, conmoverlos haciéndoles comprender y sentir lo extraño de un aban dono tan completo, excitar su compasión, su simpatía hacia la que Dios nos invitaba a re coger; pero temí reavivar la irritación de Amelia. 

Parecía que se hubiera dado la or den de seguir adelante y de olvidar el su ceso, aunque sin duda ninguno de nosotros pudiera pensar en otra eosa. Me conmoví muchísimo cuando, más de una hora después que todos se acostaron y que Amelia me hubo dejado solo en la ha bitación, vi a mi pequeña Carlota entreabrir la puerta, avanzar despacio, en camisa y des- éalza, y luego tirarse a mi cuello y estre charme de un modo salvaje murmurando: —No te había dado bien las buenas no ches. Después, muy bajito, señalando con la punta de su pequeño índice a la ciega que descansaba inocentemente y a la que había tenido curiosidad de ver de nuevo antes de abandonarse al sueño, añadió : —¿Por qué 110 la he abrazado? —La abrazarás mañana. Ahora dejé mosla. Duerme, — le dije acompañándola hasta la puerta. Luego volví a sentarme y trabajé hasta la mañana, leyendo o preparando mi próxi mo sermón. Ciertamente, pensé (me acuerdo de ello), Carlota se muestra mucho más afectuosa hoy que sus mayores; pero cada uno de ellos, a esa edad, ¿no empezó engañándome? Inclu so mi grandullón Jaime, hoy tan distante, tan reservado... 

Se les cree cariñosos y son aduladores y zalameros. ANDE® GrIDE 27 febrero La nieve ha caido aún en abundancia es ta noche. Los niños están encantados por que pronto, como dicen, nos veremos obli gados a salir por las ventanas. El hecho es que esta mañana la puerta se halla blo queada y que sólo se puede salir por el la vadero. Ayer me había cerciorado de que el pueblo tenía provisiones suficientes, por que sin duda vamos a quedar durante algún tiempo aislados del resto de la humanidad. No es el primer invierno en que nos blo quea la nieve, pero no recuerdo haber visto nunca un estorbo tan compacto. Aprovecho para continuar este relato que empecé ayer. He dicho que apenas me había pregunta do, cuando traje a esta inválida, qué lugar podría ocupar en la casa. Ya-conocíala po ca resistencia de mi mujer; sabía el sitio de que disponíamos y nuestros recursos, muy li citados. Había obrado, como lo hago siem pre, tanto por disposición natural como por principios, sin intentar de ningún modo cal cular el gasto al que mi impulso amenazaba arrastrarme (lo cual me ha parecido siem pre antievangélico). 

Pero es otra cosa te ner que apoyarse en Dios, o descargarse so bre el prójimo. Comprendí pronto que había depositado entre los brazos de Amelia una tarea pesada, tan pesada que me quedé pri mero confuso. La había ayudado lo mejor que pude a cortar los cabellos de la pequeña, compren diendo que sólo lo hacía con repugnancia. Pero cuando se.trató de lavarla y limpiarla ANDES GUDÍS tuve que dejárselo a mi mujer; y compren dí que los cuidados más molestos y desagra dables se me escapaban. Después de todo, Amelia no formuló la menor protesta. Parecía que hubiera re flexionado durante la noche habiendo acep tado esa nueva carga; incluso parecía dis frutar algo en ello y la vi sonreír cuando hubo terminado de arreglar a Gertrudis. Un gorro blanco cubría la cabeza pelada al ce ro que yo había untado de pomada; algunas ropas viejas de Sara y prendas interiores limpias reemplazaron los sórdidos andrajos que Amelia acababa de tirar al fuego. Ese nombre de Gertrudis fué elegido por Car lota y aceptado en seguida por nosotros, en la ignorancia del nombre verdadero que la misma huérfana no conocía y que yo no sa bía dónde encontrar. 

Debía ser un poco raás joven que Sara, de suerte que los ves tidos que ésta había tenido que dejar hace un año, le convenían. Debo confesar la profunda decepción en que me sentí hundir los primeros días. Me había forjado ciertamente toda una novela en torno a la educación de Gertrudis, y la realidad me obligaba a rebajarla demasiado. La expresión indiferente, obtusa, de su ros tro, o más bien su absoluta inexpresión, he laba hasta en su fuente mi buena voluntad. Se quedaba todo el día junto al fuego, a la defensiva, y en cuanto oía nuestras voces, sobre todo en cuanto se acercaba uno a ella, sus facciones parecían endurecerse; sólo de jaban de ser inexpresivas para indicar su hostilidad; por poco que procurara atraer su atención empezaba a quejarse, a gruñir co mo un animal. Ese enojo sólo cedía ante la proximidad del almuerzo que yo mismo le servía y sobre el que se lanzaba con una avi dez bestial de las más penosas para quienes la observaban. 

Y lo mismo que el amor responde al amor, yo me sentía invadir por un sentimiento de aversión, ante la obstina da negativa de esa alma. Sí, verdadera mente, confieso que los diez primeros días había llegado a desesperarme, e incluso a de sinteresarme de ella hasta el punto que la mentaba mi impulso primero y que hubiese querido no haberla traído nunca. Y ocu rría esta cosa pintoresca, que, triunfando un poco ante esos sentimientos que yo no podía ocultarle bien, Amelia le prodigaba sus cuidados mucho mejor y con mucho más gusto, al parecer, desde que sentía que Ger trudis me pesaba y que su presencia entre nosotros me mortificaba. Estaba en eso cuando recibí la visita de mi amigo el doctor Martins, del Val Travers, en el transcurso de una de sus visitas de en fermos. Se interesó mucho por lo que le di je acerca del estado de Gertrudis, se asom bró al principio grandemente de que se hu biera quedado hasta ese punto atrasada, no siendo más que ciega; pero yo le expliqué cómo se añadía a esa desgracia la sordera de la vieja que hasta ahora sólo se había ocupado de ella, de suerte que la pobre niña había permanecido en un estado de abandono total. 

Me persuadió de que en ese caso, yo hacía mal en desesperarme; pe ro que no procedía debidamente. —Quieres empezar a construir,—me di jo—, antes de saber si pisas terreno firme. Piensa que todo es caos en esa alma y que incluso los primeros trazos no están aún de finidos. Se trata, para empezar, de unir en haz algunas sensaciones táctiles y gustativas prendiéndoles a modo de etiqueta, un so nido, un nombre, que le repetirás hasta la saciedad, procurando después que ella los diga. “Sobre todo no intentes correr mucho; ocúpate de ella a horas fijas, y nunca mu cho tiempo seguido. “Además, ese método, —añadió, después de habérmelo expuesto minuciosamente—, no tiene nada de magia. Yo no lo invento y otros lo han aplicado ya. {No te acuerdas de ello ? En los tiempos en que estudiábamos juntos nuestra filosofía, nuestros profeso res, a propósito de Condillac y de su esta tua animada, nos hablaban ya de un caso análogo a este. 

Al menos —dijo rectificán dose—, que no haya leído eso más tarde-, en una revista de psicología... No importa; me ha impresionado e incluso me acuerdo del nombre de esa pobre niña, aun más des heredada que Gertrudis, pues era ciega y sordomuda, a quien un doctor de ya no se qué condado de Inglaterra recogió, a media dos del último siglo. Se llamaba Laura Bridgeman; ese médico escribió un diario, como tú debías hacer, con los progresos de la criatura, o por lo menos, para empezar, eon sus esfuerzos por Instruirla. Durante días y semanas, se empeñó en hacerle pal par alternativamente dos pequeños objetos, un alfil er, y una pluma, y luego tocar en una hoja impresa para uso de los ciegos, el re lieve de las dos palabras inglesas: pin y pen. Y durante muchas semanas no obtuvo nin gún resultado. El cuerpo parecía estar va cío. Sin embargo no perdió su confianza. ANDRÉ GlDB Me hacía el efecto, contaba, de alguien que inclinado sobre el brocal de un pozo profun do y oscuro, agita desesperadamente una cuerda con la esperanza de que por fin una mano la coja. 

Porque no dudó un instante que alguien estuviera allí, en el fondo del abismo, y que la cuerda no fuese al fin co gida. Y un día, al fin, vió como el rostro impasible de Laura se iluminaba con una especie de sonrisa; creo que en ese momen to brotaron de sus ojos lágrimas de agrade cimiento y de amor, y que cayó de rodillas para dar las gracias al Señor. Laura aca baba de comprender súbitamente, lo que el doetor quería de ella; ¡salvada! A partir de ese día prestó atención; sus progresos fueron rápidos; pronto se instruyó ella mis ma, y luego llegó a ser directora de un ins tituto para ciegos, al menos que fuese otra... porque recientemente se presentaron otros casos de los que lian hablado largamente las revistas y los periódicos, asombrándose a más y mejor, un poco tontamente a mi parecer, de que semejantes criaturas pudie ran ser felices. 

Porque es un hecho; cada una de estas enclaustradas era feliz, y en cuanto pudieron expresarse, lo hicieron pa ra hablar de su “dicha”’: naturalmente los periodistas se extasiaban, sacando una mora leja para los que “gozando” de sus cinco sentidos, tienen la audacia de quejarse... Aquí se entabló una discusión entre Mar- tins y yo, que me sublevaba contra su pe simismo, y no admitía que los sentidos, co mo él parecía admitir, no sirvieran en fin de cuentas más que para desesperarnos. —Yo no quiero deeir esto, —protesta ba— quiero decir simplemente que el alma ANBEÉ gidb del hombre se imagina más fácilmente y más a gusto la belleza, el bienestar y la armonía que el desorden y el pecado que en todas partes empañan, envilecen, manchan y des garran al mundo, y sobre lo que nos in forman y a lo que a un tiempo nos ayudan a contribuir, nuestros cinco sentidos. De suer te que con más gusto haría seguir el “Fortu natos nimium” de Virgilio, del “si sua mala nescient”, que del “si sua bona norint”, que nos enseñan: cuán felices serían los hom bres, si pudieran ignorar el mal”. Después, me habló de un cuento de Dic- lrens, que cree directamente inspirado en el ejemplo de Laura Bridgeman y que me ha prometido enviarme en seguida. 

Y cuatro días más tarde, recibí en efecto El grillo del hogar, que leí con vivo placer. Es la historia un poco larga, pero patética por momentos, de una joven ciega a quién su padre, pobre fabricante de juguetes, man tiene en la ilusión del confort, de la riqueza y de la felicidad; mentira que el arte de Dickens se esfuerza en hacer pasar por pia dosa, pero, que a Dios gracias, no tendré que utilizar con Gertrudis. Al día siguiente en que Martins había venido a verme, empecé a llevar a la prácti ca su método, aplicándome lo mejor que pu de. 

 Lamento ahora no haber tomado nota, como me aconsejaba, de los primeros pasos de Gertrudis en esa ruta crepuscular, donde al principio yo mismo la guiaba a tientas. Kizo falta, durante las primeras semanas, más paciencia de lo que podría creerse, no sólo por el tiempo que esa primera educa ción exigía, sino también por los reproches en que me hizo incurrir. Me resulta peno* so tener que decir aquí que esos reproches procedían de Amelia; y por otra parte si hablo aquí de ellos, no es porque me hayan dejado ninguna animosidad, ninguna acri tud —lo afirmo solemnemente para el caso en que estas hojas fueran más tarde leídas por ella. (¿El perdón de las ofensas no nos es enseñado por Cristo inmediatamente des pués de la parábola de la oveja descarria da?) Diré aún más: en el mismo momento en que sus reproches me hacían más sufrir, no podía tenerle en cuenta que censurara el largo tiempo que yo consagraba a Gertru dis. Lo que le reprochaba más bien era el no tener confianza en que mis cuidados pu diesen lograr algún éxito. Sí, es esa falta de fe lo que me apenaba; pero sin de sanimarme. Con cuánta frecuencia tuve que oírla repetir: “Si aún fueras a conseguir aJgo”. Y continuaba obtusamente convenci da de que mi trabajo era vano; de suerte que le parecía naturalmente impropio que consagrara a esa obra un tiempo que según ella pretendía, estaría mejor empleado de otro modo. Y cada vez que me ocupaba de Gertrudis hallaba manera de recordarme que no sé quién o no se qué me esperaba, y que distraía para ella un tiempo que debía dar a otros. En fin, creo que la animaba una especie de celo maternal, pues más de una vez le oí decir: “Nunca te has ocupado tan to de ninguno de tus hijos”. Lo cual era verdad; pues si quiero mucho a mis hijos, nunca he creído que tuviera que ocuparme mucho de ellos. He comprobado a menudo que la pará bola de la oveja descarriada es una de» las más difíciles de admitir para ciertas almas, que, sin embargo, se creen profundamente cristianas. Que cada oveja del rebaño, por sí sola, pueda ser a su vez más preciosa a los ojos del pastor, que todo el resto del re baño considerado en masa, he aquí lo que no pueden llegar a comprender. 

Y estas pa labras: “Si un hombre tiene eren ovejas y una de ellas se pierde, ¿no deja las otras noventa y nueve en las montañas, para ir a buscar la que se ha perdido?” —esas pa labras radiantes de caridad, si se atrevieran a hablar con franqueza les parecerían de la más irritante injusticia. Las primeras sonrisas de Gertrudis me consolaban de todo y pagaban al céntuplo mis cuidados. Porque, “esa oveja* si el pas tor la encuentra, os lo digo en verdad, le causa más alegría que las otras noventa y nueve que no se han perdido nunca”. Sí, lo digo en verdad, la sonrisa de ninguno de mis hijos me ha inundado nunca el corazón de una alegría tan seráfica, como la que vi apuntar en ese rostro de estatua, cierta ma ñana en que pareció bruscamente empezar a entender y a interesarse por lo que me es forzaba en enseñarle desde hacía tantos días. El 5 de marzo. He apuntado esta fecha como la de un nacimiento. Era menos una sonrisa que una ..transfiguración. De repente sus facciones se animaron; fué como una ilu minación súbita, igual a ese fulgor purpúreo en los altos Alpes, que, precediendo a la aurora, hace vibrar la cumbre nevada que elige y a la que h'ace salir de la noche; pa recía una coloración mística; y pensé igual mente en la piscina de Bethesda, en el mo mentó en que desciende el ángel y remueve el agua estancada. Tuve una especie de arro bamiento ante la expresión angelical que pu do tomar de pronto el rostro de Gertrudis, porque me pareció que lo que la visitaba en ese instante, no era tanto la inteligencia como el amor.

 Entonces, me arrebató un impulso tal de agradecimiento, que me pareció que ofrecía a Dios el beso que deposité en esa hermosa frente. Tan difícil fué de obtener el primer re sultado, como rápidos los progresos que si guieron. Hoy me esfuerzo por recordar qué senderos recorrimos; me parecía a veces que Gertrudis avanzaba a saltos como para bur larse de mis métodos. Recuerdo que yo in sistí más, primero, sobre la calidad de los objetos, que sobre su variedad; lo caliente, lo frío, lo tibio, lo dulce, lo amargo, lo ás pero, lo flexible, lo ligero... y luego los mo vimientos; apartar, acercar, levantar, cru zar, acostar, anudar, dispersar, reunir, etc... Y pronto, abandonado todo método, llegué a hablar con ella sin inquietarme mucho de si su espíritu me seguía, sino lentamente, invitándola y provocándola para que me in terrogase a placer. Es cierto que durante el tiempo que yo la abandonaba a sí misma, se hacía un trabajo en su espíritu; pues ca da vez que la encontraba, era siem pre con una nueva sorpresa y descubría que me separaba de ella un estrato menos de noche. De todos modos así triunfan, me de cía yo, poco a poco, del invierno, la tibieza del aire y la insistencia de la primavera. Cuántas veees no habré admirado el modo en que se derrite la nieve; parece que su man- tf» se desgasta por debajo, y su aspecto si gue siendo el mismo. 

Cada invierno Ame lia cae en el cepo y me declara: la nieve 110 ha cambiado; se la cree aun espesa, cuan do cede y de pronto, aquí y allá, deja apa recer de nuevo la vida. Temiendo que Gertrudis se desmejorara quedándose siempre junto al fuego, como una vieja, había empezado a hacerla salir. Pero sólo consentía en pasearse apoyada en mi brazo. Su sorpresa y su temor, al princi pio, en cuanto dejaba la casa, me hicieron comprender, antes de que ella supiera decír melo, que aun no se había arriesgado nunca fuera. En la choza donde la había encon trado, nadie se había ocupado de ella más que para darle de comer y ayudarla a no morir, porque no me atrevo a decir: a vivir. Su oscuro universo estaba limitado por los muros mismos de esa única habitación que no había dejado nunca; apenas se aventu raba, los días de estío, en el umbral, cuando la puerta se abría sobre el gran universo luminoso.

 Me contó más tarde, que oyendo el canto de los pájaros, se lo imaginaba en tonces como nsi puro efecto de la luz, así co mo ese calor que sentía acariciar sus me jillas y sus manos, y que, además, sin refle xionar precisamente en ello, le parecía na tural que el aire cálido se pusiera a cantar, lo mismo que el agua que se pone a hervir junto al fuego. La verdad es que no se ha bía preocupado de ello, que no prestaba atención a nada y vivía en un profundo en tumecimiento hasta el día en que empecé a ocuparme de ella. Recuerdo su inagotable arrobo cuando le enseñé que esas pequeñas voces emanaban de criaturas vivas, cuya tínica función parece ser la de sentir y ex presar la alegría dispersa dé la naturaleza. (Fué ese día cuando tomó la costumbre de decir: estoy alegre como un pájaro). Y sin embargo, la idea de que esos cánticos expre saban el esplendor de un espectáculo que ella no podía contemplar, había empezado por ponerla melancólica. —¿Es que verdaderamente, —decía—, la tierra es tan bella como cuentan los pájaros? ¿Por qué no se dice más? ¿Por qué usted no me lo dice? ¿Es por miedo de apenarme pensando que no puedo verla? Haría usted mal. ¡Escucho tan bien a los pájaros; creo que entiendo todo lo que dicen! —Los que pueden ver no los oyen tan bien como tú, Gertrudis, —le dije, esperan do consolarla. —¿Por que no cantan los otros animales? ■—continuó—. A veces sus preguntas me sor prendían y me quedaba un instante perple jo, pues me forzaba a reflexionar sobre lo que hasta ahora había aceptado sin asom brarme. 

Así, consideré por primera vez, que cuanto más ligado a la tierra está un animal y más pesa, es más triste. Eso es lo que procuraba hacerle entender; y le ha blé de la ardilla y de sus juegos. Entonces me preguntó si los pájaros eran los únicos animales que volaban. —También están las mariposas,—le dije. • ■—«Cantan? —Tienen otra manera de expresar su ale gría, —continué—. Está escrita en colores sobre sus alas.—Y le describí el abigarra miento de las mariposas. 28 febrero Vuelvo atrás; párque ayer me había de jado arrastrar. Para enseñárselo a Gertrudis, he tenido que aprender yo mismo el alfabeto de los ciegos; pero pronto fué mucho más hábil que yo para leer esa escritura en la que me costaba bastante trabajo entendérmelas, y que además seguía más gustosamente con los ojos que con las manos. Por otra parte, no fui sólo para instruirla. 

Y al principio me alegró verme secundado en esto, porque tengo mucho que hacer en el distrito, cuyas casas se hallan excesivamente dispersas, de modo que mis visitas de pobres y enfermos me obligan a veces a lejanas excursiones. Jaime se las había areglado para romperse un brazo patinando durante las vacaciones de Navidad que vino a pasar con nosotros, —pues luego había regresado a Lausanne donde había hecho ya sus primeros estudios, entrando en la facultad de teología. La fractura no presentaba ninguna gravedad y Martina pudo reducirla fácilmente sin ayu da de un cirujano; pero las precauciones que hubo que tomar, obligaron a Jaime a quedarse cierto tiempo en casa. Empezó bruscamente a interesarse por Gertrudis, a quien hasta entonces no había tenido en cuenta, y me ayudó a enseñarle a leer. Su colaboración no duró más que el tiempo de su convalesceneia, alrededor de tres sema nas, pero durante las cuales Gertrudis hizo notables progresos. 

Un celo extraordinario la estimulaba ahora. Parecía que esa inteli gencia tan entumecida aún ayer, se echaba a correr, desde los primeros pasos y ca si antes de saber andar. Admiro la poca di ficultad que tenía para formular sus pensa mientos, y pronto consiguió expresarse de un modo, no infantil, sino ya correcto, ayu dándose para representar la idea, y de la manera más agradable e inesperada para nosotros, con los objetos que se le había en señado a conocer, o de los cuales le hablába mos o que le describíamos, cuando no podía mos ponerlos directamente a su alcance; porque nos servíamos siempre de lo que po día tocar o sentir, para explicarle lo que no podía alcanzar, procediendo al modo de los telémetros. Pero creo inútil apuntar aquí todos loa primeros peldaños de esta instrucción, que, sin duda se encuentran en la instrucción de todos los ciegos. Así pienso que para cada uno de ellos, la cuestión de los colores lia sumergido a cada maestro en igual confu sión. (Y a ese propósito fui llamado a ob servar que en el Evangelio no se habla pa ro nada de los colores). Yo no sé cómo han hecho los otros; por mi parte empecé nom brándole los colores del prisma en el orden en que nos los presenta el arco-iris; pero en seguida se estableció en su espíritu una confusión entre color y claridad; y yo me daba cuenta de que su imaginación no con seguía hacer distinción alguna entre la ca lidad del matiz y lo que los pintores 'llaman según creo, “el valor”. Le costaba un gran trabajo comprender que cada color puede a su vez ser más o menos oscuro, y que pue den mezclarse hasta al infinito entre ellos. Nada le intrigaba tanto como eso y volvía sin cesar sobre el tema. Mientras tanto tuve ocasión de llevarla & Neuchatel donde pude hacerle oír un con cierto.

 El papel de cada instrumento en la sinfonía me permitió volver sobre esa cues tión de los colores. Hice observar a Ger trudis las diferentes sonoridades de los co bres, de los instnimentos de cuerda y ma dera, y como cada uno a su modo es sus ceptible de ofrecer, con más o menos inten sidad, toda la escala de los sonidos, desde los más graves, hasta los más agudos. Le in vité a representarse del mismo modo en la naturaleza, las coloraciones rojas y anaran jadas, análogas a las sonoridades de los cuernos y los trombones, los amarillos y los verdes a las de los violines, los violoncellos y las violas; los morados y los azules recor dados aquí por las flautas, los clarinetes y los oboes. Una especie de arrobamiento in terior vino desde entonces a reemplazar su» dudas: —¡Qué hermoso debe ser eso!—repetía. Y, de repente: —Pero entonces, ¿el blanco?... Ya no comprendo a qué se parece el blanco. Y comprendí en seguida lo precario de mi comparación: —El blanco, —intenté decirle—, es el lí mite agudo donde todos los tonos se confun den, como el negro es su límite sombrío.— Pero esto no me satisfizo más que a ella, que me hizo en seguida observar que las maderas, los cobres y los violines permane cen distintos los unos de los otros, en el más grave como en el más agudo.

 ¡ Cuántas veces como entonces, tuve que permanecer prime ro silencioso, perplejo y buscando a qué com paración podría apelar!, —Pues bien —le dije al fin—, represén tate el blanco como alguna cosa toda pura, alguna cosa donde ya no hay ningún color, sino sólo luz; y el negro, al contrario, como cargado de color hasta quedar todo oscu recido. Sólo recuerdo aquí ese resto de un diá logo, como ejemplo de las dificultades con que* tropecé con excesiva frecuencia. Lo bueno de Gertrudis era que nunca simulaba que entendía, como hacen con tanta fre cuencia las gentes, que amueblan así su es píritu con datos imprecisos o falsos, por cul pa de los cuales están luego viciados todos sus razonamientos. Mientras no se había hecho de ellas una idea clara, cada noción era para Gertrudis una causa de inquietud y de malestar. Respecto a lo que dije más arriba, la di fi cuitad aumentaba porque en su espíritu, la noción de la luz y la del calor se habían ligado estrechamente en un principio, de mo do que me costó mucho trabajo disociarlas luego. Así experimentaba sin cesar a través de ella, cuánto difiere el mundo visual del mun do de los sonidos y hasta qué punto resul ta deficiente toda comparación que se inten ta extraer del uno respecto al otro. 29 febrero Todo absorto en mis comparaciones, no he hablado aún del inmenso placer que pro porcionó a Gertrudis ese concierto de Neu- ehatel. Tocaban precisamente la Sinfonía Pastoral. Digo “precisamente”, porque no existe, se comprende fácilmente, ninguna obra que hubiera deseado más que oyese. Mucho después que hubimos abandonado la sala del concierto, Gertrudis seguía silen ciosa y como sumergida en un éxtasis. —¿ Es que verdaderamente lo que ustedes ven, es tan bello como eso?—dijo al fin. —i Tan bello como qué, querida? —Como esa “escena a orillas del arroyo”. No le contesté en seguida, porque refle xioné que esas armonías inefables no pinta ban al mundo tal como es, sino como hubie ra podido ser, como podría ser, sin el mal y sin el pecado. Y aun no me había atrevido nunca a hablar a Gertrudis, del mal, del pe cado, de la muerte. —Los que tienen ojos,—dije por fin,— no conocen su dicha. —Pero yo que no los tengo, —exclamó en seguida—, conozco la dicha de oír. Se apretaba contra mí al andar, colgán dose de mi brazo como los niños pequeños: —Pastor, ¿siente usted lo feliz que soy? No, no, yo no digo eso para complacerle. Míreme: ¿acaso no se ve en el rostro si lo que se dice es verdad? Yo lo reconozco tam bién en la voz. ¿Se acuerda usted del día en que me contestó usted que no lloraba, después que mi tía (así es como llamaba a mi mujer) le reprochó que no hacía nada por ella; exclamé: ¡pastor, miente usted! ¡Oh! 

Comprendo en seguida por su voz que no decía usted la verdad; no necesité tocar sus mejillas para saber que lloraba. —Y re pitió muy alto:— no, no tenía necesidad de tocarle las mejillas—, lo que me ruborizó pues estábamos aún en la ciudad y algunos transeúntes se volvieron. Sin embargo con tinuaba : —No hay que intentar engañarme, sabe usted. Primero porque sería una eobardía querer engañar a una ciega. Y porque no resultaría, —añadió riendo—. Dígame, pas tor, 4no es usted desgraciado, verdad? Llevé su mano a mis labios, como para hacerle sentir sin confesárselo, que mi parte de dicha me venía de ella, mientras contes taba : —No, Gertrudis, no, no soy desgraciado. ¿'Por qué habría de serlo? —Sin embargo, ¿llora usted algunas ve ces? —He llorado algunas veces. —¿ No desde la vez que h'e dicho ? —No, no he vuelto a llorar desde enton ces. —¿Y ya no tiene usted ganas de llorar! •—No, Gertrudis. —-Y dígame, ¿desde entonces lia tenido usted ganas de mentirme? —No, hija querida. —¿ Puede usted prometer no intentar nun- Ea engañarme? —Lo prometo. —¡ Pues bien! dígame usted en seguida: 5soy bonita? Esta brusca pregunta me desconcertó, tanto más que hasta ese día no había que rido prestar atención a la innegable belleza de Gertrudis; y además me parecía perfec tamente inútil que ella lo supiera. —i Qué te importa saberlo?—1c dije en seguida. —Eso es cosa mía, —continuó—. Quería saber si yo no... l, cómo dice usted eso ? si r,u desentono demasiado en la sinfonía. ¿A qué otra persona podría preguntárselo, pas tor? —Un pastor no tiene por qué inquietarse de la belleza de los rostros,—dije, defendién dome como pude. —¿Por qué? —Porque le basta con la belleza de las simas. —Prefiere usted hacerme creer que soy fea,—dijo entonces con un mohín delicioso; hasta el punto que no resistiendo más. ex clamé : —Gertrudis, usted sabe muy bien que es hermosa. ' Guardó silencio y su rostro adquirió una expresión muy grave que ya no abandonó hasta el regreso. 

En cuanto volvimos, Amelia se las arre gló para hacerme sentir que censuraba el empleo de nuestro día. Hubiera podido de círmelo antes; pero nos dejó marchar, a Gertrudis y a mí, sin una sola palabra, si guiendo su costumbre de dejar hacer, reser vándose luego el derecho de censurar. Por otra parte, no me dirigió precisamente re proches ; pero su mismo silencio era una con dena ; i pues no hubiera sido más natural que se informara de lo que habíamos oído, ya que sabía que llevaba a Gertrudis a un con cierto? La alegría de esta criatura ¿no hu biera aumentado sintiendo que tomaba al gún interés en su goce ? Además Amelia no permaneció silenciosa, sino que parecía cui dar con una especie de afectación de hablar de las cosas más indiferentes; y sólo por la noche, cuando los pequeños se acostaron, ha biéndola yo tomado aparte y preguntado severamente: —¿Estás disgustada porque he llevado a Gertrudis a ese concierto ?—obtuve esta res puesta : —Haces por ella lo que no harías por ninguno de los tuyos. Era pues siempre el mismo agravio, y la misma obstinación de no comprender que se festeja al hijo que vuelve, pero no a los que se han quedado, como enseña la pará bola; me dolía también ver que no tenía en cuenta la desgracia de Gertrudis, la cual no podía esperar más fiestas que esas. 

Y si, pro videncialmente, pude disponer de mi tiempo ese día, yo tan ocupado de ordinario, el re proche de Amelia era tanto más injusto cuanto que sabía muy bien que cada uno de mis hijos tenía algún trabajo que hacer, o alguna ocupación que lo sujetaba, y que ella misma, Amelia, no siente la menor afi ción a la música, de modo que, aunque dis pusiera de todo su tiempo, jamás se le ocu rriría ir a un concierto, aunque este fuese en su misma puerta. Lo que más me apenaba es que Amelia se hubiera atrevido a decir esto delante de Gertrudis; porque aunque llevé a mi mujer a un lado, había levantado la voz lo suficien te para que Gertrudis la oyera. Me sentía menos triste que indignado, y unos instan tes más tarde, como Amelia se marchó, acer cándome a Gertrudis, cogí su frágil mane- cita y alzándola hasta mi rostro: —¿Yes? Ahora no he llorado. —No; esta vez, me toca a mí,—dijo es forzándose por sonreírme; y vi súbitamente que su bello rostro alzado hacia mi, estaba inundado de lágrimas. 8 marzo El solo gusto que puedo darle a Amelia consiste en abstenerme de hacer las cosas que le desagradan. Esos testimonios de amor com pletamente negativos son los únicos que me permite. No puede darse cuenta de hasta qué punto ha reducido ya mi vida ¡Ah', si Dios quisiera que me reclamara algún acto difícil! 

¡ Con qué alegría realizaría por ella, lo temerario, lo peligroso! Pero diríase que le repugna todo lo que no es rutina; de suer te que el progreso en la vida no consiste pa ra ella más que en añadir al pasado días iguales. No desea, ni siquiera acepta de mi, nuevas virtudes, ni el desarrollo de las vir tudes reconocidas. Mira con inquietud, cuan do no es con reprobación, todo esfuezo del alma que quiere ver en el cristianismo otra cosa que la domesticación de los instintos. Debo confesar que una vez en Neuchatel, me había olvidado por completo de saldar la cuenta en nuestra mercería, como Amelia me había pedido, y de traerle una caja de liilos. Pero luego, me disgusté conmigo mis mo mucho más de lo que ella podía estarlo; y doblemente porque me propuse no olvidar lo, sabiendo además que “el que es fiel en las cosas pequeñas lo será también en las gran des”, y temiendo las conclusiones que ella pudiera deducir de mi olvido. 

Incluso me habría gustado que me hiciera algún repro che, porque en ese caso indudablemente los merecía. Pero como sucede en todo, el agra vio imaginario superó a la imputación con creta ; ¡ ah! qué hermosa sería la vida y cuán soportable nuestra miseria, si nos contentá ramos con los males verdaderos, sin prestar oído a los fantasmas y a los monstruos de nuestro espíritu. Pero me dejó arrastrar a escribir aquí lo que sería más bien tema de sermón (Mat, XII, 29. “No tengáis el espí ritu inquieto”.) Lo que me he propuesto trazar aquí, es la historia del desarrollo in telectual y moral de Gertrudis. Vuelvo a ello. Esperaba poder seguir aquí paso a paso ese desarrollo, y había empezado a descri birlo en detalle. Pero a más de que me falta tiempo para anotar minuciosamente todas sus fases, hoy me resulta extremamente difícil encontrar de nuevo su exacta ilación. 

Arrastrado por mi relato, be transcrito pri mero reflexiones de Gertrudis, conversacio nes con ella, mucho más recientes, y el que por casualidad leyera estas páginas, se asom braría sin duda de oírla expresarse con tan ta exactitud y razonar tan sensatamente. Es que también sus progresos fueron de una ra pidez desconcertante; yo admiraba con fre cuencia con qué prontitud captaba su espí ritu el alimento intelectual que yo le brin daba y todo lo que ella podía recoger, ha ciéndolo suyo mediante un trabajo de asi milación y de madurez continuos. Me sor prendía, anticipándose sin cesar a mi pensa miento, superándolo, y a menudo, de una conversación a otra, ya no reconocía a mi díscípula. Al cabo de pocos meses, no se notaba que su inteligencia hubiera dormitado tanto tiempo. Pero demostraba ya más sabiduría que la que suelen tener la mayor parte de las muchachas a quienes el mundo exterior disipa y cuya mejor atención está absorbi da por muchas fútiles preocupaciones. Ade más yo creo que tenía bastantes más años de lo que en un principio supusimos. 

Parecía que quisiera sacar provecho de su ceguera, de modo que llegué a dudar si en muchos aspectos, ese achaque no se convertía para ella en una ventaja. A pesar mío, la compara ba con Carlota, y cuando a veces hacía re petir a ésta sus lecciones, viendo su espí ritu distraído por una mosca que vuela, pen saba: “¡Sin embargo, cuanto mejor me es cucharía, si no viera!,” No es necesario decir que Gertrudis esta ba ávida de lectura; pero preocupándome de acompañar lo más posible su pensamien to, prefería que no leyese mucho —o al me nos sin mí— y principalmente la Biblia, lo que puede parecer bien extraño en un pro testante. Ya me explicaré acerca de eso; pero antes de abordar una cuestión tan im portante, quiero relatar un hecho relaciona do con la música y que h'ay que situar, si recuerdo bien, poco tiempo después del con cierto de Neuchatel. Sí, creo que ese concierto tuvo lugar tres semanas antes de las vacaciones de verano que trajeron a Jaime entre nosotros. Mien tras, había sentado más de una vez a Ger trudis frente al pequeño armonio de nues tra capilla, del que se encarga en general la señorita de la N. con quien ahora vive Ger trudis. Luisa de la N. no había empezado aún la instrucción musical de Gertrudis. A pesar del amor que siento por la música, la conozco poco y no me sentía capaz de en señarle nada cuando me sentaba junto a ella frente al teclado. —No, déjeme, —me dijo tras los prime ros tanteos—. Prefiero probar sola. 

 Y la dejaba tanto más complacido por que la capilla no me parecía un sitio decen te para encerrarme solo con ella, tanto por respeto al santo lugar, como por miedo a los chismes —aunque por lo común procuro no tenerlos en cuenta— ; pero aquí se trata de ella y no solo de mí. Cuando una serie de visitas me llevaban por ese lado, la acompa ñaba hasta la iglesia, abandonándola a me nudo durante largas horas, y luego la iba a recoger al regreso. Se entretenía así pacien temente, descubriendo sonidos, y la encon traba a la noche, atenta ante alguna conso nancia que la sumía en un prolongado arro bo. 

 Uno de los primeros días de agosto, no hace mucho más de seis meses, no habiendo encontrado en casa a una pobre viuda a quien iba a llevar algún consuelo, volví pa ra recoger a Gertrudis en la Iglesia donde la había dejado; no me esperaba tan pronto y quedé extremadamente sorprendido al en contrar a Jaime junto a ella. Ni el uno, ni el otro me oyeron entrar, porque los sonidos del órgano cubrieron el poco ruido que hice. No tengo la costumbre de espiar, pero todo lo que se refiere a Gertrudis me llega al al ma; amortiguando pues el ruido de mis pa sos, subí furtivamente los pocos peldaños que conducen a la tribuna; excelente pues to de observación. Debo decir, que todo el tiempo que permanecí en él, no oí una sola palabra que el uno y el otro no hubieran di cho igualmente delante de mí. Pero Jaime estaba eontra ella, y varias veces, lo vi co ger su mano para guiarle los dedos sobre las teclas. ¿No era extraño que aceptara ya observaciones de él y una dirección de la que me había dicho antes que prefería prescindir? Me hallaba más sorprendido, más apenado de lo que hubiera querido con fesarme y ya me proponía intervenir, cuan do vi que Jaime, de súbito, sacaba el reloj. —Ya es hora que te deje,—dijo;—mi pa dre va a volver pronto. Entonces vi como llevaba a sus labios la mano que ella le abandonó; luego se fué. Unos instantes más tarde, habiendo bajado la escalera sin ruido, abría la puerta de la iglesia de modo que pudiese oírla y creer que acababa de entrar. —Bien, Gertrudis. ¿Estás dispuesta a volver a casa? ¿Va bien el órgano? —Sí, muy bien —me dijo con su voz más natural— ; verdaderamente hoy he hecho al gún progreso. Una gran tristeza llenaba mi corazón, pe ro ni el uno ni el otro aludimos en absoluto lo que acabo de contar. 

 No veía el momento de encontrarme so lo con Jaime. Mi mujer, Gertrudis y los niños solían retirarse bastante pronto, des pués de la cena, dejándonos a los dos pro longar estudiosamente la velada. Esperaba ese momento. Pero antes de hablarle me sentí el corazón tan henchido y de tan turbios sentimientos que no sabía o no me atrevía a abordar el asunto que me atormentaba. Y fue él quien rompió bruscamente el silencio anunciándome su decisión de pasar todas las vacaciones junto a nosotros. 

Aliora bien, pocos días antes, nos había comunicado un proyecto de viaje a los Altos Alpes que mi mujer y yo aprobamos calurosamente; yo sabía que su amigo T. a quien eligió como compañero de ruta, lo esperaba; y entonces comprendí bien claro que ese cambio súbito no carecía de relación con la escena que aca baba de sorprender. Me sacudió primero una gran indignación, pero temiendo que si me dejaba llevar por ella, mi hijo me eludi ría definitivamente, y temiendo también te ner que lamentar palabras demasiado vivas, hice un gran esfuerzo sobre mí mismo, y con el tono más natural que pude: —Creí que T. contaba contigo,—le dije. —¡ Oh!—contestó,—no del todo, y ade más no le costará mucho trabajo reempla zarme. Descanso aquí tan bien como en el Oberland y creo realmente que puedo em plear mi tiempo mejor que corriendo por las montañas. —En fin,—dije,—has encontrado aquí en qué ocuparte. Me miró, percibiendo en el tono de mi voz alguna ironía, pero, como no discernía aún el motivo, continuó con aire despreocu pado: —Ya sabe usted que he preferido siem pre el libro al alpenstock. —Sí, amigo mío, —dije mirándolo a mi vez fijamente—; ¿pero no crees tú que las lecciones de acompañamiento al armonio, presentan para tí más atractivo que la lec tura? Si duda sintió que se ruborizaba, pues se puso la mano ante la frente, como para pro tegerse de la claridad de la lámpara. Pero se recobró casi en seguida, y con una voz que yo hubiera deseado menos firme: —No me acuse demasiado, padre mío. No tenía intención de ocultarle nada, y se anti cipa usted muy poco a la confesión que me disponía a hacerle. Hablaba pausadamente, como se lee un libro, acabando sus frases con tanta calma, al parecer, como si no se tratase de él mis mo. El extraordinario dominio de sí del que daba pruebas, acababa de exasperarme. Sintiendo que iba a interrumpirlo, alzó la mano, como para decirme: no, podrá hablar luego, déjeme primero concluir; pero yo co gí su brazo sacudiéndolo: —Antes que verte turbar el alma pura de Gertrudis,—exclamé impetuosamente,—1 ah! preferiría no volverte a ver.

 ¡ No necesito tu confesión! ¡Abusar de la desgracia, de la inocencia, del candor, es una cobardía abo minable de la cual nunca te hubiera creído capaz; ni de hablarme de ello con esa detes table sangre fría. Escúchame bien: Gertru dis está a mi cargo y no soportaré un día más que la hables, que la toques, que la veas. —Pero, padre mío, — continuó con ese mismo tono imperturbable que me ponía fue ra de mí,—créame que respeto a Gertrudis tanto como puede usted respetarla. Se equi voca extrañamente si piensa que hay algo censurable, no digo solamente en mi con ducta, sino en mi designio y en el secreto de mi corazón. Amo a Gertrudis, y la res peto, le digo, tanto como la amo. La idea de turbarla, de abusar de su inocencia y de su ceguera me parece tan abominable como a usted.—Luego protestó que quería ser pa ra ella, \m apoyo, un amigo, un marido; que no se creyó en el deber de hablarme de ello antes de haber tomado la resolución de ca sarse con ella; que la misma Gertrudis no conocía aún esa resolución y que quería hablarme a mí de ello antes que a nadie.—He ahí la confesión que deseaba hacerle—aña dió—y no tengo más que decir, créame. Sus palabras me llenaban de estupor. Es cuchándolas oía latir mis sienes. Sólo ha bía preparado reproches y a medida que me quitaba todo motivo de indignación, me sen tía más desamparado, de modo que al termi nar su discurso ya no sabía quié decirle... —Vamos a acostarnos—dije al fin, tras un largo silencio. Me había levantado y le pu se la mano sobre el hombro.—Mañana te di ré lo que pienso de todo eso.

 —Dígame al menos que ya no está irri tado contra mí. —Necesito la noche para reflexionar. Cuando me encontré de nuevo con Jaime, al día siguiente, me pareció que lo miraba por primera vez. Comprendí de pronto que mi hijo ya no era un niño, sino un hombre joven; mientras lo consideré como un niño, ese amor que me sorprendió, podía parecer- me monstruoso. Había pasado la noche per suadiéndome que era, al contrario, natural y normal. ¿Por qué entonces mi desconten to era aún más vivo? Eso es lo que sólo comprendería más tarde. Mientras tanto debía hablar con Jaime y comunicarle mi decisión. Pues un instinto más seguro que el de la conciencia, me advertía que era pre dso evitar a toda costa ese matrimonio. Había arrastrado a Jaime hasta el fon do del jardín; allí le pregunté primero: —¿Te has declarado a Gertrudis? —No,—me dijo.— Tal vez siente ya mi amor; pero no se lo he confesado. —¡Bien! vas a prometerme no hablarle aún de ello. —Padre mío, me he prometido obedecer le. Pero ¿no puedo saber sus razones? Yo vacilaba en dárselas, no estando muy seguro si las que primero acudían a mi es píritu, eran las que más importaba aducir. En verdad, en este caso la conciencia dicta ba mi conducta mucho más que la razón. —Gertrudis es demasiado joven,—dije al fin.—Piensa que aun no ha comulgado. Tú sabes que no es una criatura como las otras, ¡por desgracia! y que su desarrollo se ha retrasado mucho. Se mostraría sin duda demasiado sensible, confiada como es, a las primeras palabras de amor que oyera; pre cisamente por eso importa no decírselas. Es una cobardía apoderarse de lo que no puede defenderse; yo sé que no eres cobarde. Di ces que tüs sentimientos no tienen nada re prensible ; yo digo que son culpables por pre maturos. Nos toca a nosotros tener, respec to a Gertrudis, la prudencia que a ella le fal ta. 

Es asunto de conciencia. Jaime tiene de bueno que basta para su jetarle estas simples palabras: “apelo a tu conciencia ”, y que he utilizado a menudo cuando era un niño. Sin embargo yo lo mi raba y pensaba que si Gertrudis pudiera ver, no dejaría de admirar ese cuerpo esbelto, a la vez tan derecho y tan flexible, esa her mosa frente sin arrugas, esa mirada franca, ese rostro infantil aún, pero al que parecía oscurecer de pronto una súbita gravedad. Estaba sin sombrero y sus cabellos de un rubio ceniza, que entonces llevaba bastante largos, se rizaban levemente en las sienes, se- mi ocultándole las orejas. —Hay aún otra cosa que quiero pedirte, —añadí levantándome del banco donde está bamos sentados;—tenías intención, según di ces, de irte pasado mañana; te ruego que no difieras tu marcha. Debías ausentarte to do el mes; te ruego que no acortes un solo día ese viaje. ¿Comprendido? —Está bien, padre, le obedeceré. Me pareció que palidecía extraordinaria mente, hasta el punto que sus mismos la bios estaban sin color. Pero me persuadí ante una sumisión tan rápida que su amor no debía ser muy fuerte; y sentí un alivio indecible. Además me conmovía su docili dad. —Vuelvo a encontrar el niño a quien yo amaba,—dije con dulzura, y, atrayéndole hacia mí, posé mis labios sobre su frente. Hubo por su parte, un ligero retroceso; pero no quise que esto me afectara. 1 0 marzo Nuestra easa es tan pequeña que esta mos obligados a vivir un poco encima unos de otros, lo que a veces resulta bastante mo lesto para mi trabajo, aunque me he reser vado en el primer piso una pequeña habita ción donde puedo retirarme y recibir mis vi sitas; es molesto, sobre todo, cuando quiero hablar en privado a uno de los míos, sin dar no obstante a la conversación un aire dema siado solemne, como sucedería en esa espe cie de locutorio que los niños llaman bro meando : el lugar santo, y donde se les pro híbe entrar; pero esta misma mañana, Jai me se había ido a Neuchatel donde tenía que comprar su calzado de excursionista, y como hacía muy buen tiempo, los niños, des pués de almorzar salieron con Gertrudis, que la conducen siendo a la vez conducidos por ella. (Me place observar aquí que especial mente Carlota la colma de atenciones), por lo tanto me encontré naturalmente solo con Amelia a la hora del té, que tomamos siem pre en la sala común.

 Era lo que deseaba, pues me urgía hablarle. Me ocurre tan ra ra vez hallarme solo con ella, que me sentía casi tímido, y la importancia de lo que iba a decirle, me turbaba, como si se hubiera tratado, no de la confesión de Jaime, sino de la mía propia. Comprobaba también, an tes de hablar, hasta qué punto dos seres, que viven en suma la misma vida, y que se aman, pueden ser (o volverse) enigmáticos y aislados el uno respecto del otro; en ese caso, las palabras, sean las que dirigimos al otro, o las que éste nos dirige, suenan quejumbrosamente como golpes de sonda, para advertimos la resistencia de ese ta bique divisor el cual, si no se vigila, corre el peligro de irse ensanchando. —Jaime me hia hablado ayer noche y esta mañana,—empecé, mientras ella echaba el té; y mi voz estaba tan temblorosa como firme la de Jaime ayer. — Me ha hablado de su amor por Gertrudis. —Ha hecho bien en hablarte de ello,— dijo sin mirarme y continuando con su ta rea de ama de casa, como si le hubiera anun ciado una cosa muy natural, o más bien co mo si no le dijera nada nuevo. —Me ha manifestado su deseo de casarse con ella; su resolución. —Era de esperar,—murmuró encogiendo ligeramente los hombros. —¿Entonces, lo sospechabas? — dije un poco nerviosamente. —Eso se veía venir desde hace mucho tiempo. Pero es un género de cosas que los hombres no saben observar. Como no hubiera servido de nada protes tar, y que por otra parte había algo de ver dad en su réplica, objeté simplemente: —En ese caso, podías haberme advertido. Tuvo esa sonrisa un poco crispada, en la comisura de los labios, con que a veces acompaña y protege sus reticencias, y me neando la cabeza oblicuamente: —¡Si tuviera que advertirte de todo lo que tú no sabes observar!—exclamó. ¿Qué significaba esa insinuación? Eso es lo que yo no sabía, ni quería intentar sa- fcer, y pasándola por alto dije: —En fin, quería saber que piensas tú de eso. Suspiró, y luego: —Ya sabes, amigo mío, que nunca he aprobado la presencia de esa niña entre nos otros. Me costaba trabajo no irritarme viéndo la volver así sobre lo pasado: —No se trata de la presencia de Gertru dis aquí,—continué; pero Amelia seguía ya: —Siempre. he pensado que sólo podría traer alguna consecuencia desagradable. Por un gran deseo de conciliación cogí al vuelo la frase: —i Entonces tú consideras desagradable ese matrimonio ? ¡ Pues bien, es lo que desea ba oírte decir; me alegro que seamos de la misma opinión!—Añadí que, además, Jaime se había sometido dócilmente a las razones que yo le di, de modo que no había ya por qué inquietarse; quedaba ya convenido que se iría mañana para un viaje que duraría un mes. —Como deseo tanto como tú, que no en cuentre aquí a Gertrudis a su regreso,—di je por fin,—'he pensado que lo mejor sería confiársela a la señorita de la N. donde yo podría seguir viéndola; porque no me ocul to que he contraído con ella verdaderas obli gaciones. Acabo de sondear a su nueva an- fitriona, que sólo desea servimos. Así te li brarás de una presencia que te resulta pe nosa. Luisa de la N. se ocupará de Gertru dis; está encantada con ese arreglo; se ale gra ya pensando darle lecciones de armonía. Advirtiendo que Amelia estaba decidida a guardar silencio, continué:

 —Como debe evitarse que Jaime vaya hasta allí en busca de Gertrudis, creo que será conveniente explicarle a la señorita de la N. la situación, ¿no te parece? Con esta pregunta procuré sacarle a Amelia algunas palabras; pero seguía con los labios apretados, como si se hubiera ju rado no hablar. Y yo seguí, no porque tu viera nada que añadir, sino porque no po día soportar su silencio: —Además es posible que Jaime vuelva de ese viaje curado de su amor. ¿Es que a su edad se conocen acaso los propios deseos? —¡ Oh! incluso en edad más madura, guíe le suceder que a veces se desconocen,— di jo al fin de un modo extraño. Su acento enigmático y sentencioso me irritaba, porque soy de un temperamento de masiado frío para aceptar fácilmente el mis terio. Volviéndome hacia ella, le rogué que me explicara lo que quería decir. —Nada amigo mío—replicó tristemente— sólo pensaba que hace un momento deseabas que te advirtiera lo que tú no habías obser vado. ■—¿Y entonces?-—Y entonces yo me decía que no resul ta fácil de advertir. He dicho que me horroriza el misterio, y que por principio me cierro a las indirec tas: —Cuando quieras que comprenda, procu rarás expresarte más claramente,—contesté con cierta brusquedad, de la que me arrepen tí en seguida, pues vi que sus labios tembla ban. Volvió la cabeza y levantándose dió al gunos pasos vacilantes por la habitación. —Pero, en fin, Amelia—exclamé—¿por qué sigues afligiéndome, ahora que todo es tá arreglado? Sentí que mis ojos la molestaban, y vuel to de espaldas, contra la mesa, y la cabeza apoyada en mi mano, le dije: —Acabo de hablarte con dureza. Perdó name. Entonces oí que se me acercaba luego sen tí que sus dedos se posaban con dulzura so bre mi frente, mientras decía con una voz afectuosa y llena de lágrimas: —¡ Pobre amigo mío ! En seguida salió del cuarto. Las frases de Amelia que me parecieron entonces tan misteriosas, se aclararon des pués; las he repetido tal como las oí prime ro; y ese día sólo comprendí que ya era hora que se marchase Gertrudis. 1 2 marzo Me había impuesto el deber de consagrar diariamente cierto tiempo a Gertrudis; se trataba según las ocupaciones de cada día, de algunas horas o algunos instantes. 

Al día siguiente en que tuve esa conversación con Amelia, me quedé bastante libre, y como el buen tiempo incitaba a ello, llevé a Ger trudis a través del bosque, hasta ese replie gue del Jura, donde por entre las cortinas del ramaje y más allá de la vasta región que desde allí se domina, descubre la mirada, cuando el cielo está puro, la maravilla blan ca de los Alpes. El sol declinaba ya a nues tra izquierda, cuando llegamos al sitio don de teníamos costumbre de sentarnos. Un prado de hierba corta y espesa se extendía a nuestros pies; más lejos, pastaban algunas vacas; cada una de ellas, en esos rebaños de monte, lleva al cuello una esquila. —Dibujan el paisaje,—decía Gertrudis, escuchando su tintineo. Me pidió como en cada paseo, que le des cribiera el lugar donde nos habíamos dete nido. —Pero, si ya lo conoces—le dije;—es el límite desde donde se ven los Alpes. —¿Se les ve bien hoy? —Se les divisa en todo su esplendor. ■—Usted me ¡ha dicho que cada día eran nn poco diferentes. —¿Con qué te los compararía hoy? Con la sed de un día de pleno verano. Antes de la noche se habrán disuelto en el aire. —Quisiera que usted me dijese, si hay lirios en ese gran prado que se extiende ante nosotros. —No, Gertrudis; los lirios no crecen en estas alturas; o sólo algunas especies raras. —¿Ni los que se llaman lirios del cam po? —No hay lirios del campo. —Ni siquiera en el campo de los alrede dores de Neuchatel. —No hay lirios del campo. —¿Entonces por qué nos dice el Señor: “mirad los lirios del campo?” —Los había sin duda en su tiempo, pues to que lo dice; pero los cultivos del hom bre los han hecho desaparecer. —Recuerdo que usted me ha dicho a me nudo que la tierra necesita más que nada confianza y amor. ¿ No piensa usted que con un poco más de confianza el hombre volve ría a verlos? Yo, cuando escueh’o esas pa labras, le aseguro que los veo. Voy a des cribírselos, ¿quiere usted? Parecen grandes campanas de fuego, grandes campanas azu les impregnadas con el aroma del amor, y que el viento de la tarde mece. ¿Por qué me dice usted que no los hay? Ahí, delante de nosotros ¡yo los siento! Veo todo el pra do cubierto de ellos. —No son más hermosos de lo que tú los ves, Gertrudis. —Diga usted que no son menos her mosos. —Son tan bellos como tú los ves. —“Y yo os digo en verdad que el mis mo Salomón en toda su gloria, no iba ves tido como uno de ellos”,—dijo citando las palabras de Cristo, y al oír su voz tan me lodiosa, me pareció que escuchaba esas pa labras por primera vez. “En toda su glo ria”— repitió pensativamente, quedándose luego un rato silenciosa, y yo proseguí: —Ya te lo he dicho Gertrudis: los que tienen ojos son los que no saben mirar.—Y desde el fondo de mi corazón oí elevarse esta plegaria: “Te doy gracias, oh Dios, por revelar a los humildes lo que ocultas a los inteligentes”. —¡Si usted supiera,—exclamó entonces con una exaltación jubilosa,—si usted pu diera saber qué fácilmente me imagino to do eso! 

¡Mire! ¿Quiere que le describa el paisaje? Hay detrás, encima y alrededor nuestro, grandes pinos que saben a resina, con troncos puerpueros, y grandes y som brías ramas horizontales que se quejan cuando el viento quiere curvarlas. A nues tros pies, como un libro abierto inclinado sobre el pupitre de la montaña, la gran pra dera verde y matizada que la sombra azu lea, que el sol dora, y cuyas palabras inte ligibles son flores, (gencianas, pulsatilas, ranúnculos y los hermosos lirios de Salomón) que las vacas vienen a deletrear con sus es quilas, y donde los ángeles vienen a leer, puesto que usted dice que los ojos de los hombres están cerrados. En la parte baja del libro, veo un gran río lácteo, humeante, brumoso, que cubre todo un abismo de mis terio, un río inmenso, sin más orilla que, allá, lejos, ante nosotros, los bellos Alpes resplandecientes. Allí es donde debe ir Jai me. ¿Dígame es cierto que se va mañana? —Debe irse mañana. ¿Te lo ha dicho! —No me lo ha dicho; pero lo he com prendido. ¿Estará ausente mucho tiempo? —Un mes. Gertrudis, quería preguntar t e ... ¿ Por qué no me has contado que iba a reunirse contigo a la iglesia? —Vino a buscarme dos veces. ¡Oh! 110 quiero ocultarle a usted nada; pero temía disgustarle. —Me disgustarías no diciéndomelo. Su mano buscó la mía. —Le entristecía marcharse. —Díme, Gertrudis... ¿te ha dicho que te ama? —No me lo ha dicho; pero lo siento muy bien sin que me lo diga. No me ama tanto como usted. —¿Y tú, Gertrudis, sufres porque se va? —Pienso que es mejof que se vaya. No podría contestarle. —Pero, di; i sufres, tú, de verlo mar char? —Usted sabe bien que es a usted a quien amo, pastor... ¡Oh! ¿por qué retira su ma no? No le hablaría así, si no fuera usted casado. Pero no se casa nadie con una ciega. Entonces, ¿por qué no podríamos amarnos? Dígame, pastor, ¿es que le parece que eso está mal? , —El mal no está nunca en el amor. —Sólo siento en mi corazón cosas bue nas. No quisiera hacer sufrir a Jaime. No quisiera hacer sufrir a nadie... Sólo qui siera dar felicidad. —Jaime pensaba pedir tu mano. —¿Me permitirá usted que le hable an tes de su marcha? Quisiera hacerle com prender que debe renunciar a amarme. Pas tor, ¿usted comprende verdad, que no pue do casarme con nadie? ¿Me dejará que le hable, no es cierto? —Esta misma noche. —No, mañana; en el momento mismo de su marcha. El sol se ponía en un esplendor exaltado. El aire era tibio. Nos habíamos levantado y, hablando, emprendimos la sombría senda del regreso. 


CUADERNO SEGUNDO 

25 de abril He tenido que abandonar algún tiempo este cuaderno. La nieve se había derretido por fin, y en cuanto los caminos volvieron a ser tran sitables, tuve que cumplir con un sinnúme ro de obligaciones que me vi forzado a aplazar durante el largo tiempo en que nuestro pueblo quedó bloqueado. Sólo ayer, tuve algunos instantes de ocio. Ayer noche he releído todo lo que ha bía escrito aquí... Hoy que me atrevo a llamar por su nom bre ese sentimiento de mi corazón, incon- fesado tan largo tiempo, apenas me explico cómo pude hasta ahora engañarme; cómo ciertas palabras de Amelia que repetí, pu dieron parecerme misteriosas; cómo tras las ingenuas declaraciones de Gertrudis, pude aún dudar si la amaba. Y era que, al propio tiempo, yo no admitía que fuera del matrimonio pudiera existir ningún amor per mitido, sin que en el sentimiento que me im pulsaba tan apasionadamente hacia Gertru dis, pudiera ser cosa prohibida. La ingenuidad de sus declaraciones, su misma franqueza me tranquilizaban. Yo me decía: es una niña. Un amor verdade ro no carece de confusión, ni de rubores. Y por mi parte me persuadía de que la ama ba como se ama a una niña inválida. La cuidaba como se cuida a uu enfermo, y de un impulso había hecho una obligación mo ral, un deber. Sí, verdaderamente, esa tar de en que me habló como ya dije, me sen tía el alma tan ligera y alegre que me en gañaba aún, transcribiendo esas palabras. Y como creía que el amor sería censurable, y estimaba que todo lo censurable abruma el alma, no estando la mía abrumada, no creía en ese amor. He transcrito esas conversaciones, no sólo tal como fueron, sino que además las he transcrito en un estado de ánimo idén tico: en verdad, sólo al releerlas esta no che, he comprendido... Inmediatamente después de la marcha de Jaime, con el que dejé hablar a Gertru dis, y que sólo volvió para los últimos días de vacaciones, afectando liuír de Gertru dis o de no hablarle más que delante de mí, nuestra vida había reanudado su curso tran quilo. Como habíamos convenido, Gertru dis fué a vivir con la señorita Luisa, don de yo la visitaba a diario. Pero, también, por miedo al amor, procuraba no hablar con ella de nada que pudiera conmovemos. Ya no le hablaba más que como pastor, y con más frecuencia en presencia de Luisa, ocupándome sobre todo de su instrucción re ligiosa y preparándola para la comunión que acaba de celebrar en Pascua. El día de Pascua yo también he comul gado. 

 Hace quince días de eso. Con sorpresa mía, Jaime, que venía a pasar junto a nos otros una semana de vacaciones, no me ha acompañado a la Santa Mesa. Y tengo la gran pena de decir que Amelia, por prime ra vez desde nuestra boda, se ha abstenido igualmente. Parecía que los dos se hubie ran puesto de acuerdo y que hubieran de cidido por su ausencia en esa cita solemne, llenar de sombra mi alegría. Me felicité nuevamente de que Gertrudis no pudiera ver, de modo que yo soporté solo el peso de esa sombra. Conozco demasiado bien a Amelia para no ver el reproche indirecto que había en su conducta. Nunca me cen sura abiertamente, pero le gusta hacerme sentir su reprobación con una especie de aislamiento. Me dolió profundamente que un agravio de esa índole —quiero decir: como el que me repugna considerar— pudiera pesar en el alma de Amelia hasta el punto de ale jarla Se sus intereses más elevados. Y de regreso en casa recé por ella con toda la sinceridad de mi corazón. En cuanto a la abstención de Jaime, se debía a motivos bien distintos, que una con versación, que tuve con él poco tiempo des pués, vino a aclarar. 3 de mayo La instrucción religiosa de Gertrudis me ha llevado a releer el Evangelio con nue vos ojos. Observo cada vez más, que mu chas nociones de las que se compone nues tra fe cristiana no proceden de las pala bras de Cristo, sino de los comentarios de San Pablo. Ese fué propiamente el tema de la dis cusión que acabo de tener con Jaime. De temperamento un poco seco, su corazón no suministra a su pensamiento un alimento suficiente; se vuelve tradicionalista y dog mático. Me reprocha que elijo en la doc trina “lo que me gusta”. Pero no, yo no escojo tal o cual palabra de Cristo. Entre el Cristo y San Pablo, elijo simplemente a Cristo. 

 Por temor a tener que oponerlos, él se niega a disociarlos, se niega a sentir en uno o en otro una inspiración diferente, y protesta si le digo que aquí escucho a un hombre, mientras que allá escucho a Dios. Cuanto más razona más me persuade de es* to : que no es sensible al acento únicamente divino de la menor palabra de Cristo. Busco a través del Evangelio, busco en vano, un mandato, una amenaza, una pro hibición. Todo eso no es más que de San Pablo. Y es precisamente no encontrarlo en las palabras de Cristo lo que molesta a Jaime. Las almas semejantes a la suya, se creen perdidas, en cuanto no sienten junto a ellas, rodrigones, pasamanos y pre tiles. Por otra parte, toleran mal en el prójimo, una libertad a la que ellas renun cian, y desean obtener a la fuerza lo que se está pronto a concederles por amor. —Pero padre,—me dice—yo también deseo la felicidad de las almas. —No, amigo mío; tú deseas su sumisión. —En la sumisión está la dicha. Le dejo la última palabra porque me disgusta discutir; pero sé muy bien que se compromete la felicidad buscándola en lo que sólo debe ser al contrario, efecto de ella, y que, sí es lógico pensar que el alma amante se goza en la sumisión voluntaria, nada aleja más la dicha que una sumisión sin amor. Á1 cabo, Jaime razona bien, y si no me doliera encontrar ya, en un espíritu tan jo ven, tanta rigidez doctrinal, admiraría sin duda la calidad de sus argumentos y la constancia de su lógica. Con frecuencia me parece que soy más joven que él; más joven hoy, que ayer, y me repetí esta frase: “Si no os volvéis semejantes a niños, no podréis entrar en el Reino”. ¿Es acaso traicionar a Cristo, disminuir, profanar el Evangelio, ver sobre todo en él un método para llegar a la vida bien aventurada? El estado de alegría, que obs truyen nuestra duda y la dureza de nues tros corazones, es para el cristiano un es tado obligatorio. 

Cada ser es más o me nos capaz de alegría. Cada ser debe ten der a la alegría. La sonrisa de Gertru dis me enseña más acerca de esto, que lo que a ella le enseñan mis lecciones. Y estas palabras de Cristo se han er guido luminosamente ante mí: “Si fuerais ciegos no tendríais pecado”. El pecado, es lo que oscurece el alma, lo que se opone a la alegría. La perfecta felicidad de Ger trudis, que irradia de todo bu ser, se debe a su ignorancia del pecado. Sólo hay en ella claridad, amor. He puesto entre sus manos vigilantes, los salmos, el apocalipsis y las tres epísto las de Juan donde puede leer: “Dios es luz y en El no hay tinieblas” ; como ya en su evangelio pudo escuchar, decir al Señor: “Yo soy la luz del mundo; el que está con migo no andará en las tinieblas”. Me niego a darle las epístolas de San Pablo, porque, si ciega, no conoce el pecado, ¿de qné sir ve inquietarla dejándola leer: “El pecado ha adquirido nuevas fuerzas por el manda miento” (Romanos VII, 13) y toda la dia léctica que sigue, por muy admirable que sea? 8 de mayo El doctor Martins ha venido ayer de la Chaux de Fond. Ha examinado detenida mente los ojos de Gertrudis con el oftal- moscopio. Me ha dicho que habió de ella al doctor Roux, el especialista de Lansan< ne, a quien debe comunicar sus observacio nes; los dos creen que Gertrudis es opera ble. Pero hemos convenido no hablarle de nada mientras no haya una mayor certi dumbre. ¿De qué serviría despertar en Gertrudis una esperanza que corremos el riesgo de tener que extinguir pronto? Ade más, ¿no es dichosa así? 10 de mayo Por Pascua, Jaime y Gertrudis han vuel to a verse, en mi presencia; por lo menos Jaime ha visto de nuevo a Gertrudis y le ha hablado, pero sólo de cosas insignifican tes. Se ha mostrado menos conmovido de lo que yo hubiera podido temer y me persuado nuevamente, que al ser muy ardoroso, ese amor no hubiera resultado tan fácil extin guir, aunque Gertrudis le declarara, antes de su marcha, el año pasado que su amor era sin esperanza. He comprobado que ha bJa de usted a Gertrudis ahora, lo cual es sin duda preferible; sin embargo yo no se lo había pedido, de modo que me alegro que lo haya comprendido él mismo. Indis cutiblemente hay mucho bueno en él. Sospecho de todos modos que esta su misión de Jaime no ha estado exenta de luchas y debates. Lo fastidioso es que aho ra, esa violencia que ha debido imponerle a su corazón, le parece buena en sí misma; desearía verla imponer a todos; lo he sen tido en esta discusión que acabo de tener con él, y que he transcrito más arriba. 

¿No es La Rochefoucault quien decía que el es píritu es con frecuencia juguete del cora zón? No necesito decir que no me atreví a hacérselo observar a Jaime en seguida, co nociendo su carácter y teniéndolo por uno de esos a quienes la discusión hace obstinar sé en su idea; pero esa misma noche, ha biendo encontrado, y precisamente en San Pablo, (sólo podía batirlo con sus propias armas) modo de responderle, tuve buen cui dado de dejar en su habitación una esque la donde pudo leer: “que el que no come no juzgue al que come, porque Dios ha acogi do a éste último”. (Romanos XIV, 2). Podría también haber copiado la conti nuación: “Yo sé y estoy persuadido por Jesús que no hay nada impuro en sí y que una cosa no es impura más que para el que la cree impura”, —pero no me he atrevido temiendo que Jaime supusiera la existencia en mi espíritu y respecto a Gertrudis, de al guna interpretación injuriosa que ni si quiera debe rozar su espíritu. Evidente mente se trata aquí de alimentos; ¿pero a cuántos pasajes de la Escritura no está uno llamado a prestar un sentido doble y tri ple ? (“Si tu ojo ”... “Multiplicación de los panes; milagro en las bodas de Caná, etc.) No se trata aquí de discutir: la significa ción de ese versículo es amplia y profun da: la restricción no debe ser dictada por la ley, sino por el amor, y San Pablo, ex clama en seguida: “Pero, si por un alimen to tu hermano se entristece, no andas con forme al amor”. El Maligno nos ataca cuando falta el amor. Señor ¡quitad de mi corazón todo lo que no pertenece al amor!... Porque hice mal en provocar a Jaime: al día siguiente encontré sobre mi mesa la misma esquela donde yo había copiado el versículo: en el reverso de la hoja, Jaime había transcrito simplemente ese otro ver sículo del mismo capítulo: “No causes por tu alimento la pérdida de aquel por quien ha muerto Cristo” (Romanos XIV, 15.) Beleí de nuevo todo el capítulo. Es el punto de partida para una discusión inter minable. Y ¿atormentaría con esas perple jidades, ensombrecería con esas nubes, el cielo luminoso de Gertrudis? ¿No estoy- más cerca de Cristo y no la mantengo a ella misma allí, cuando le enseño y le dejo creer que el único pecado es el que atenta contra la dicha del prójimo, o compromete nuestra propia felicidad? Pero, ¡ay! ciertas almas son extraña mente refractarias a la dicha; ineptas, tor pes ... Pienso en mi pobre Amelia. La in vito siempre a la felicidad, la empujo y qui siera forzarla a ella. Sí, quisiera levan tar a todos hacia Dios. Pero ella me elude siempre, como ciertas flores que ningún sol abre. Todo lo que ve, la inquieta y le aflige. —Qué quieres, amigo mío,—me ha con testado el otro día,—no se me ha otorgado el ser ciega. ¡Ah! cuán dolorosa me es su sinfonía, y qué virtud necesito para no dejarme turbar por ella. Sin embargo, debería compren der, creo yo, que esa alusión a la desgracia de Gertrudis me puede herir de un modo especial. Además me hace sentir, que lo que admiro sobre todo en Gertrudis, es su mansedumbre infinita: no la he oído jamás expresar el menor agravio contra el próji mo. 

También es cierto que no le dejo sa ber nada de lo que podría herirla. Y lo mismo que el alma dichosa, por la irradiación del amor, difunde la dicha en torno de ella, alrededor de Amelia todo se vuelve fúnebre y sombrío. Amelia escribi ría que su alma emite rayos negros. Cuan do tras un día de lucha, visitas a los pobres, a los enfermos, a los afligidos, vuelvo al caer de la tarde, a veces extenuado, con el corazón lleno de un exigente afán de repo so, de afecto, de calor, encuentro casi siem pre en mi hogar preocupaciones, recrimina ciones, forcejeos, a los cuales preferiría mil veces el frío, el viento y la lluvia del exte rior. Sé muy bien que nuestra vieja Ro salía sólo quiere hacer lo que se le antoja; pero no siempre está equivocada, ni sobre todo, tiene siempre Amelia razón cuando pretende hacerla ceder. Sé que Carlota y Gaspar son terriblemente turbulentos. Pe ro ¿no obtendría Amelia más de ellos, gri tando con menos fuerza y menos constante mente? Tantas recomendaciones, amones taeiones, reprimendas, pierden todo su va lor, lo mismo que pierden su filo los guija rros de las playas; y todo eso les molesta a los niños mucho menos que a mí. Sé muy bien que el pequeño Claudio está en la den tición (por lo menos es lo que afirma su madre cada vez que empieza a berrear). 

 Pero ¿no es acaso invitarle a chillar el acu dir en seguida, ella o Sara, y mimarlo con tinuamente? Estoy convencido que berrea ría menos si se le dejara gritar unas cuan tas veces a pleno pulmón cuando no estoy allí. Pero sé muy bien que es entonces cuan do más se aJfanan. Sara se parece a su madre, y por eso he querido meterla interna en un colegio. No se parece, ¡por desgracia! a lo que era su madre a su edad, cuando nos prometi mos, sino a lo que la han hecho las preoeu paciones de la vida material, e iba a decir, el cultivo de las preocupaciones de la vida (porque ciertamente Amelia las cultiva). Me cuesta mucho trabajo reconocer hoy en ella, al ángel que entonces sonreía a cada noble impulso de mi corazón, al que yo so ñaba asociar indistintamente a mi vida, y que pai’ecía precederme y guiarme hacia la luz, —¿hasta dónde me engañaba entonces el amor?— Porque no descubro en Sara más que preocupaciones vulgares; igual que su madre sólo se consagra a mezquinas ta reas; incluso las facciones de su rostro, que ninguna llama interior espiritualiza, pare cen oscuras y como endurecidas. Ninguna afición a la poesía, ni más generalmente a la lectura; jamás sorprendo, entre su ma dre y ella, una conversación en la que de see tomar parte, y siento más dolorosamente mi aislamiento junto a ellas, que cuando me retiro a mi despacho, como hago cada vez con mayor frecuencia. También he tomado la costumbre, desde el otoño, y estimulado por la rápida caída de la tarde, de ir cada vez que me lo permi ten mis visitantes, es decir cuando puedo regresar bastante pronto, a tomar el té en casa de la señorita de la N. No he dicho aún que, desde el mes de noviembre, Lui sa de la N. hospeda con Gertrudis a tres cieguecitas que Martins ha propuesto con fiarle; y a las cuales Gertrudis enseña a su vez a leer y a ejecutar diversas labores manuales, en las que las chiquillas se mues tran ya bastante habilidosas.

 Qué descanso, qué consuelo para mí, ca da vez que penetro en la cálida atmósfera de La Granja, y cómo lo echo de menos si a veces tengo que dejar de ir allí dos o tres días. No hace falta decir que la seño rita de la N. puede hospedar a Gertrudis y a sus tres pequeñas discípulas sin tener que privarse o preocuparse por mantener las; tres criadas la ayudan con gran abne gación y le evitan el menor cansancio. Pe ro i puede decirse que jamás estuvieron me jor colocados esos ocios y esa fortuna! Lui sa de la N. se ha ocupado siempre mucho de los pobres; es un alma profundamente religiosa que sólo parece prestarse a la tie rra y no vivir en ella más que para amar; a pesar de su cabello casi todo plateado, al que enmarca una cofia de encaje, no hay nada más infantil que su sonrisa; nada más armonioso que su gesto, ni más musical que su voz. 

Gertrudis ha adquirido sus moda les, su manera de hablar, una especie de entonación no sólo de la voz, sino del pen samiento, de todo el ser —parecido acerca del cuál gasto bromas a la una y a la otra— pero del que ninguna de las dos quiere aper cibirse. Qué dulce es para mí, si tengo tiempo de entretenerme un poco junto a ellas, el verlas, sentadas una al lado de la otra y a Gertrudis apoyando su frente en el hombro de su amiga, o bien abandonan do una de sus manos en las suyas, y escu chándome mientras leo algunos versos de Lamartine o de Hugo; ¡qué dulce es para mí contemplar en sus dos almas límpidas el reflejo de esa poesía!. Ni las pequeñas alumnas se muestran insensibles a ella.

 Esas niñas, en esa atmósfera de paz y de amor, se desarrollan extrañamente y hacen nota bles progresos. Primero sonreí cuando la señorita Luisa habló de enseñarles a bailar. tanto por higiene como por placer; pero hoy admiro la gracia rítmica de los movi mientos que logran hacer y que no son ca paces de apreciar. Sin embargo, Luisa de la N. me persuade que sienten muscular mente la armonía de esos movimientos que no pueden ver. Gertrudis se une a esas dan zas con una gracia y una buena voluntad encantadoras, y por otra parte se divierte con ello vivamente. O a veces, Luisa de la N. se une al juego de las pequeñas, y en tonces Gertrudis se sienta al piano. Sus progresos musicales han sido sorprendentes; ahora toca el órgano de la capilla los do mingos y preludia los cánticos con breves improvisaciones. Todos los domingos viene a almorzar con nosotros; mis hijos vuelven a verla con agrado, aunque sus gustos y los de ella di fieren cada vez más. Amelia no se mues tra demasiado nerviosa y la comida termi na sin demasiados: incidentes. Luego to da la familia acompaña a Gertrudis y me riendan en La Granja. Es una fiesta para nis hijos, que Luisa se complace en mimar y colmar de golosinas. 

La misma Amelia, que no deja de ser sensible a las atencio nes, se desenoja por fin, y parece toda re jijvenecida. Creo que en adelante no se privaría fácilmente de este alto en la fasti diosa rutina de su vida. 18 de mayo Ahora que vuelve el buen tiempo, he po dido salir nuevamente con Getrudis, cosa que no hacía desde hac« mucho (porque últimamente hubo nuevas nevadas y hasta hace pocos días los caminos estaban impo sibles) así como también hacía mucho que no me encontraba solo con ella. Andábamos deprisa; el aire vivo arre bolaba sus mejillas echando sin cesar sobre su rostro sus rubios cabellos. Al bordear una hornaguera, cogí algunos juncos en flor, deslizando sus tallos bajo su boina, trenzándolos luego con su pelo para suje tarlos. Apenas habíamos hablado, sorprendidos de encontrarnos otra vez juntos y solos, cuando Gertrudis, volviendo hacia mí su rostro sin mirada, me preguntó bruscamen te: —i Cree usted que Jaime me quiere aún! —Se resignó a renunciar a tí—repus» en seguida. —Pero ¿usted cree que él sabe que us ted me ama?—continuó. Desde aquella conversación del verano último que ya repetí, habían pasado más de seis meses sin que (me asombro de ello) se hubiera vuelto a pronunciar entre nos otros la menor palabra de amor. Nunca estábamos solos, ya lo he dicho, y era pre ferible que así fuera... La pregunta de Gertrudis hizo latir mi corazón con tal fuer za que tuve que moderar nuestra marcha. —Pero todo el mundo sabe que te quie ro, Gertrudis—exclamé. Pero no se dejó en gañar: —No, no; eso no es contestar a mi pre gunta. Y tras un instante de silencio, añadió, con la cabeza baja: —Mi tía Amelia lo sabe; y yo sé que es eso lo que la entristece. —Sería triste sin eso,—protesté con voz temblorosa.—Es triste por temperamento. —¡Oh! usted procura siempre tranquili zarme,—dijo ella con cierta impaciencia.— Pero no me interesa que se me tranquilice. Hay muchas cosas, lo sé, que usted no me dice, por temor a inquietarme o a disgus tarme; muchas cosas que yo no sé, de mo do que a veces... Su voz se hacía cada vez más baja; se detuvo como sin aliento. Y al preguntarle yo, recogiendo esas últimas palabras: —¿Qué, a veces? —De modo que a veces — continuó con tristeza, — me parece que toda la dicha que le debo se funda en la ignorancia. —Pero Gertrudis... —No, déjeme que se lo diga: yo no quie ro esa clase de felicidad. Comprenda que no... no tengo empeño en ser feliz. Hay muchas cosas, cosas tristes seguramente, que yo no puedo ver, pero que usted no tiene el derecho de dejarme ignorar. 

He reflexio nado largamente durante estos meses de in vierno ; temo, lo ve usted, que el mundo ente ro no sea tan hermoso como usted me lo ha hecho creer, pastor, e incluso que le fal te mucho para eso... —Es cierto que el hombre ha afeado con frecuencia la tierra, — argumenté tímida mente, porque el impulso de sus palabras me asustaba, y procuré desviarlo, aunque desesperase de conseguirlo. Parecía que aguardara esas pocas palabras, porque apo derándose de ellas en seguida como de un eslabón gracias al cual se cerrara la ca dena : —Precisamente, — exclamó— : quisiera estar segura de no aumentar el mal. Seguimos andando largo tiempo, muy de prisa, silenciosos. Todo lo que yo hubiera podido decirle tropezaba por anticipado con lo que sentí que ella pensaba; temía provo car alguna frase de la que dependiera el destino de ambos. 

Y pensando en lo que me había dicho Martins, que quizás le pu diera devolver la vista, una terrible angus tia oprimía mi corazón. —Quería preguntarle —prosiguió al fin—, pero no sé cómo decirlo... Seguramente recurría a todo su valor, como yo recurría al mío para escucharla. Pero i cómo hubiese podido prever la pre gunta que la atormentaba? ■—4 Los hijos de tíña ciega nacen forzo samente ciegos? No sé a quien de los dos angustiaba más este diálogo; pero ahora, teníamos que se guirlo. —No, Gertrudis, —le dije—; excepto en easos muy especiales. No hay ninguna ra zón para que lo sean. Pareció quedar muy tranquilizada. Hu biera querido preguntarle a mi vez por qué deseó saber eso; pero me faltó valor y se guí torpemente: —Pero Gertrudis, para tener hijos hay que estar casado. —No me diga eso, pastor. Usted sabe que no es verdad. —Te he dicho lo que era decente decir, —protesté—. Pero en efecto, las leyes de la naturaleza permiten lo que prohíben las le yes de los hombres y de Dios. —Usted me ha dicho a menudo que las leyes de Dios eran las leyes mismas del amor. —El amor que habla aquí ya no es el que también se llama: caridad. —¿Me ama usted por caridad? —Sabes muy bien que no, Gertrudis. —Pero, entonces, ¿usted reconoce que nuestro amor rebasa las leyes de Dios? —¿Qué quieres decir? —¡ Oh! lo sabe usted muy bien, y no de bía ser yo quien hablara. En vano traté de evadirme; mi corazón batía la retirada de mis argumentos en fu ga. Desatinadamente exclamé: —¡ Gertrudis!... ¿ piensas que tu amor eá culpable? Rectificó: —Que nuestro amor... Me repito que debería pensarlo. —¿Y entonces?... —Sorprendí una es pecie de súplica en mi voz, mientras que sin recobrar aliento, ella terminaba: —Pero que no puedo dejar de amarle. Todo esto ocurrió ayer. Al principio dudé de si debía escribirlo... Ya no sé có mo terminó el paseo. Andábamos precipi tadamente, como huyendo, y yo apretaba su brazo entrechamente contra mí. Mi al ma había abandonado mi cuerpo hasta el punto que me parecía que el menor guija rro nos hubiera hecho caer al suelo. 19 de mayo Martins ha vuelto esta mañana. Gertru- trudis es operable, Roux lo afirma y pide que se la confiemos por algún tiempo. No puedo oponerme, y sin embargo, cobarde mente, he pedido que se me deje reflexio nar. He pedido que se me permita prepa rarla poco a poco... Mi corazón debería saltar de alegría, pero lo siento pesar den tro de mí, abrumado de una angustia inde cible. Ante la idea de anunciar a Gertru dis que se le puede devolver la vista, me falta valor. Noche del 19 de mayo He vuelto a ver a Gertrudis y no le he hablado. Esta noche, en La Granja, como no había nadie en el salón, subí hasta su cuarto. Estábamos solos, la estreché lar gamente contra mí. No hacía un solo ges to para defenderse, y como alzara su fren te hacia mí, nuestros labios se encontraron. 21 de mayo i Señor, hiciste para nosotros la noche tan profunda y tan bella? 4Es para mí! El aire está tibio, por mi ventana abierta entra la luna y escucho el inmenso silencio de los cielos. 

¡Oh adoración confusa de la creación entera, donde mi corazón se fun de en un éxtasis sin palabras! Ya sólo puedo rezar exaltadamente. Si hay un lí mite en el amor, no es vuestro, Señor, sino de los hombres. Por culpable que parezca mi amor a los ojos de los hombres, ¡oh de cidme que ante los vuestros es santo! Procuro elevarme por encima de la idea del pecado; pero el pecado me parece in tolerable y no quiero abandonar a Cristo. No, no acepto pecar amando a Gertrudis. No puedo arrancar este amor de mi cora zón sin arrancarme el corazón mismo, ¿y por qué? Aunque no la quisiera ya, debe ría amarla por piedad hacia ella; no amar la ya, sería traicionarla ; necesita mi amor... Señor, yo no sé nada... Sólo os conoz co a Vos. Guiadme. A veces creo qute me iiundo en las tinieblas y que pierdo la vista que a ella le van a devolver. Gertrudis h'a ingresado ayer en la clíni ca de Lausanne, de la que saldrá en veinte días. Espero su regreso con gran temor. Martins debe traerla. Ella me hizo prome ter que no haré nada por verla, de aquí entonces. 3H£de mayo Carta de Martins: la operación ha sido un éxito. ¡ Dios sea loado! de mayo La idea de ser visto por ella, que hasta g hora me amaba sin verme, esa idea me cau sa un malestar intolerable. 

¿Me reconoce rá? Por primera vez en mi vida, interro go ansiosamente los espejos. Si siento que sil mirada es menos indulgente que su co razón, menos amante, ¿qué será de mí? Se ñor, a veces creo que necesito su amor para amaros. 27 de mayo Un exceso de trabajo me ha permitido pasar estos días sin demasiada impacien cia. Bendigo cada ocupación que puede arrancarme de mí mismo; pero todo el día, a través de todo, me sigue su imagen. Debe volver mañana. Amelia, que du rante esta semana sólo me ha mostrado los mejores aspectos de su humor, y parece haberse propuesto hacerme olvidar a la ausente, se prepara con los niños a feste jar su vuelta. 28 de mayo Gaspar y Carlota han ido a coger todas las flores que puedan encontrar en los bos ques y los prados. La vieja Rosa confeccio na un pastel monumental que Sara comple ta con no sé que adornos de papel dorado. La esperamos al mediodía. Escribo por engañar la espera. Son las onee.

 A cada momento levanto la cabeza y miro el camino por donde aparecerá el coche de Martins. Me privo de ir a su en cuentro: vale más, y por consideración a Amelia, que no la reciba aparte. Mi cora zón se adelanta... ¡Ah! |aquí.estánl 28 de mayo 1 En que noche tan atroz me hundo! 1 Piedad, Señor, piedad 1 i Renuncio a amarla, pero, Vos, no permitáis que ella muera! 1 i Qué razón tenían mis temores 1 ¿Qué ha hecho? ¿Qué ha querido hacer? Amelia y Sara me han dieho que la acompañaron hasta la puerta de La Granja, donde la es peraba la señorita de la N. Por lo tanto quise salir de nuevo. ¿Qué ha ocurrido? Procuro poner algo de orden en mis pen samientos. Los relatos que me hacen son incomprensibles, o contradictorios. 

Todo se confunde en mi cabeza. El jardinero de la señorita de la N. acaba de traerla, sin cono cimiento, a La Granja; dice que la vió ca minar a lo largo del río, franquear el puen te, luego inclinarse, y desaparecer; pero no comprendiendo al principio que se caía, no acudió como debió hacerlo; la encontró jun to a la pequeña esclusa, hasta donde la ha bía llevado la corriente. Cuando la he vis to un poco más tarde, no había recobrado el conocimiento o al menos volvió a perder lo, pues había vuelto en sí un instante, gra cias a los cuidados que se le prodigaron. Martiñs, que gracias a Dios, no se había marchado todavía, no se explica bien esa especie de estupor y de indolencia en que se halla sumida; la interrogó en vano; pa recía que no oyese nada, o que hubiera re suelto callarse. Su respiración sigue muy trabajosa y Martins teme una congestión pulmonar; le ha puesto sinapismos y ven tosas y ha prometido volver mañana. Ha sido un error dejarla demasiado tiempo con sus vestidos húmedos mientras se ocupaban primero de reanimarla; el agua del río es tá helada. 

La señorita de la N., que es la única que pudo arrancarle unas palabras, sostiene que ha querido coger unos mioso tis, de los que crecen en abundancia por ese lado del río, y que, torpe aún para me dir las distancias, o confundiendo con la tierra firme, el flotante tapiz de flores, per dió pie bruscamente. ¡Si yo pudiera creer lo! ¡Convencerme de que sólo hubo un ac cidente, ¡ qué horrible peso se borraría de mi alma!, Durante toda la comida, que sin em bargo fué tan alegre, me inquietó una ex traña sonrisa que no se borró de su rostro; una sonrisa forzada que yo no conocía, em peñándose en creer que era la de su nueva mirada; una sonrisa que parecía brotar de sus ojos corriendo sobre su faz como lágri mas, y junto a la cual me ofendía la ale gría vulgar de los otros. No se ¡mezclaba a ese júbilo; parecía que hubiera descu bierto un secreto, que indudablemente me habría confiado, de haber estado solos. Ape na habló, pero nadie se asombraba de es to, pues cuanto más exuberante se mues tran los demás, ella acentúa su silencio. Señor, os imploro; permitidme que le hable, necesito saber, pues si no ¿cómo se guiría viviendo?... i Y sin embargo, si es cierto que quiso dejar de vivir, es precisa mente por haber Sabido? jSabido qué? Amiga mía, ¿qué cosa tan horrible has sa bido ? ¿Qué fué ese algo mortal, que pude ocul tarte, y que de pronto supiste? 

 He pasado más de dos horas en su cabe cera, sin apartar los ojos de su frente, de sus pálidas mejillas, de sus párpados delicados que se cerraron de nuevo sobre una pena in decible, de sus cabellos húmedos aún y lo mismo que algas, esparcidos en torno de ella sobre la almohada,—escuchando su respira ción fatigosa y desigual. 29 de mayo La señorita Luisa me ha hecho llamar es ta mañana, en el preciso momento en que me dirigía a La Granja. Tras una noche ca si tranquila, Gertrudis salió al fin de su le targo. 

Me ha sonreído cuando entré en la habitación indicándome que me sentara a su cabecera. No me atrevía a interrogarla y ella temía sin duda mis preguntas pues me dijo en seguida y como para evitar toda efu sión : —¿ Cómo llama usted esas florecillas azu les, que quise coger en el río, y que son del color del cielo. Puesto que es más hábil que yo, ¿quiere usted hacerme un ramo de ellas? Lo tendré aquí, junto a mi cama. La jovialidad ficticia de su voz me hacía daño; y sin duda debió comprenderlo, pues añadió más gravemente: —No puedo hablarle esta mañana; estoy demasiado cansada; vaya a cortarme las flo res, ¿quiere? Volverá usted luego. Y cemo regresé una liora más tarde tra- yéndole el ramo de miosotis, la señorita de la N. me dijo que Gertrudis descansaba nue vamente y que no podría recibirme hasta la noche. Esta noche la he vuelto a ver. Unos al mohadones amontonados sobre el lecho la sostenían, manteniéndola casi sentada. Sus cabellos ya trenzados sobre su frente, se en tretejían con los miosotis que yo le traje. Sin duda tenía fiebre y parecía muy opri mida. Conservó en su mano ardiente la que yo le tendí; me quedé en pie junto a ella: —Debo hacerle una confesión, pastor; porque esta noche tengo miedo de morir,— dijo.—Le he mentido esta mañana. No fué por coger esas flores... ¿Me perdonará si le digo que he querido matarme? Caí de rodillas junto a su cama, guardan do en la mía su frágil mano; pero ella, sol tándose, empezó a acariciar mi frente, mien tras yo hundía el rostro entre las sábanas para ocultarle mis lágrimas y ahogar mis so llozos. —¿Cree usted que eso está muy mal?— continuó entonces tiernamente; y como yo 110 le contestara: —Amigo mío, ya ve usted que ocupo de masiado sitio en su corazón y en su vida. Cuando he regresado junto a usted, eso es lo que vi inmediatamente; al menos que el lugar que yo ocupaba era el de otra a quién esto entristecía. Mi crimen consiste en no haberlo comprendido antes; o por lo menos (porque yo lo sabía ya) en haber dejado que me amara a pesar de todo. Pero cuando se me apareció de pronto su rostro, cuando he visto en ése pobre rostro tanta tristeza, ya no pude soportar la idea de que esa tris teza fuera obra mía. No, no, no se reproche nada; pero déjeme marchar y devuélvale su alegría. 

 La mano dejó de acariciar mi frente; la cogí cubriéndola de besos y de lágrimas. Pe ro se soltó con impaciencia y una nueva an gustia empezó a agitarla:—No es eso lo que quería decir; no, no es eso lo que quiero de cir,—repetía; y vi que el sudor empapaba su frente. Luego volvió a cerrar los ojos quedándose así algún tiempo, como para con centrar sus ideas, o volver a su ceguedad primitiva; y entonces con una voz lánguida y desconsolada al principio, pero que se al zó muy pronto mientras abría los ojos, ani mándose hasta la vehemencia, dijo: —Cuando me habéis devuelto la vista, mis ojos se han abierto a un mundo mucho más bello de lo que yo soñé; sí, verdaderamente, no me imaginaba el día tan claro, el aire tan brillante, ni el cielo tan vasto. Pero tampo co me imaginaba tan inquieta la frente de los hombres; y cuando he entrado en su ca sa, ¿sabe usted lo primero que se me apare ció?... ¡ Ah! sin embargo debo decírselo; lo que vi primero, es nuestra culpa, nuestro pe cado. No, no proteste. Acuérdese de las palabras de Cristo: “Si fuerais ciegos, no tendríais pecado”. Pero ahora veo. Leván tese, pastor. Siéntese aquí, a mi lado. Es cúcheme sin interrumpirme. Mientras esta ba en la clínica, he leído, o más bien me h'e hecho leer, algunos pasajes de la Biblia que yo no conocía aún, que usted no me había leído nunca. 

Recuerdo un versículo de San, Pablo, que repetí un día entero: “En cuanto a mí, estando antaño sin ley, vivía; pero cuando vino el mandamiento, el pecado re cobró vida, y ya no pude vivir”. Hablaba en un estado de gran exaltación, con voz muy alta, y casi gritó estas últimas palabras, de modo que me preocupó la idea de que pudieran oírla desde fuera; luego, volvió a cerrar los ojos y repitió como para sí misma, y en un murmullo, esas últimas palabras: —“El pecado recobró vida, y ya no pu de vivir.”-Me estremecí, con el corazón helado por una especie de terror. Quise desviar su pensamiento; —¿Quién te ha leído esos versículos?— pregunté. —¡Jaime! — dijo abiendo otra vez los ojos y mirándome fijamente.—¿Usted sabía que se ha convertido? Ya era demasiado; iba a suplicarla que ee callase, pero continuó: —Amigo mío, voy a apenarle mucho; péro no debe quedar entre nosotros ninguna mentira. Cuando he visto a Jaime, he com prendido de pronto que no era usted a quien amaba; era a él. Tenía exactamente su ros tro; quiero decir que tenía el mismo rostro que yo imaginaba en usted. — ¡Ah! ¿por qué hizo que lo rechazara? Hubiera podido casarme con él... —Pero, Gertrudis, puedes hacerlo toda vía,—exclamé desesperado. —Entra en las órdenes,—dijo ella im petuosamente. Luego, estremecida de so llozos : — ¡ Ah! quisiera confesarme con él... —gemía en una especie de éxtasis.—Ya ve usted lio me queda otro remedio que morir. Tengo sed. Llame a alguien, se lo ruego. Me ahogo. Déjeme sola ¡Ah! esperaba que hablándole así me aliviaría. 

Déjeme. Se parémonos. Ya no puedo soportar el ver le. La dejé. Llame a la señorita de la N. para que me reemplazara a su lado; su gran agitación me inducía a temerlo todo, pero necesitaba convencerme de que mi presen cia agravaba su estado. Rogué que me ad virtieran, si empeoraba. 30 de mayo ¡ Ay de mí! Sólo la vería ya dormida. Ha- muerto esta mañana, al amanecer, tras una noche de delirio y postración. Jaime, a quien por el último ruego de Gertrudis, telegrafió la señorita de la N., llegó horas después. Me ha reprochado cruelmente no haber llamado a tin sacerdote cuando aun era tiempo. Pero Icómo lo hubiera hecho ignorando que dtt rante su estancia en Lausanne, influida evidentemente por él, Gertrudis había ab jurado. Me anunció al mismo tiempo su propia conversión y la de Gertrudis. Así me abandonaban a la vez esos dos seres; era como si, separados por mí en vida, hu biesen proyectado huirme y unirse en Dios, Pero me persuado de que en la conversión de Jaime hay más razonamiento que amor. —'Padre,—me ha dicho—no está bien que yo le acuse; pero el ejemplo de su error me ha guiado. Cuando Jaime se marchó, me arrodillé junto a Amelia, pidiéndole que rezara por mí, pues necesitaba ayuda. Ha recitado simplemente el “Padre Nuestro”, pero de jando entre los versículos, largos silencios que nuestra súplica llenaba. Hubiese querido llorar, pero sentía mi co razón más árido que el desierto. INDICE Cuaderno Primero Cuaderno Segundo p*«. 7 105

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