miércoles, 22 de abril de 2020

Las claves y un anecdotario. BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.


Cuando un escritor es profundo,
todas sus obras son confesiones.
George Bernard Shaw,
Sixteen Self Sketches.

Los actos son nuestro símbolo.
Jorge Luis Borges,
Biografía de Tadeo Isidoro Cruz.


Si Bernard Shaw tiene razón, debemos buscar las cla­ves de Borges en sus ficciones literarias. Si Borges tiene razón, debemos buscar en los actos de su vida, incluso los más pueriles, la clave del hombre que él fue.
Borges era un hombre contradictorio. Basta comparar los resignados poemas de la juventud con algunos de los virulentos artículos publicados en El Hogar, en Crítica y revistas del treinta y tantos. En esta década su carga agre­siva se lanzaba sin motivo aparente contra personas o co­rrientes de pensamiento que habían suscitado alguna forma de atención.
Esto nos lleva a analizar sus temas, las situaciones que se repiten. Funes el Memorioso, Isidro Parodi y el preso de La escritura del dios son seres inmovilizados por cau­sas externas que descubren desde el catre del paralítico, la celda de la penitenciaría o la mazmorra mexicana los arcanos del mundo, aclaran enrevesados crímenes o leen en la piel de una fiera el mensaje divino. En el Poema con­jetural y la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz sobreviene el instante de la iluminación, ese camino de Damasco del que hablaba Proust, que es la última realidad de cada uno. Una realidad que lleva a su destino de muerte a Nar­ciso de Laprida, un caballero «de sentencias y de cáno­nes», y a un gesto heroico inesperado al milico Cruz, que no había nacido para perseguir a los bandoleros, sino pa­ra ser su hermano.
La similitud de temas en El Zahír y El Aleph es evidente: el objeto mágico. En La muerte y la brújula y El Aleph se re­pite el encuentro con lo Innombrable: el nombre de Dios.
En un poema en inglés que en las Obras Completas apa­rece dedicado a Beatriz Bibiloni de Bullrich, dice Borges:

«I offer you the loyalty of a man who has never been
loyal...
 I am trying to bribe you with uncertainty, with
danger, with defeat.»

(«Te ofrezco la lealtad de un hombre que nunca
fue leal...
trato de sobornarte con la incertidumbre, con el
peligro, con la derrota».)

El tono es el mismo de la dedicatoria en inglés a S. D. en la Historia universal de la infamia.
Él me dijo que esos poemas dedicados a BBB eran en realidad para S. D., pero que las circunstancias habían recomendado un disimulo.
Es evidente el parecido de esta voz con la de Eugene Marchbanks en la Cándida, de Shaw, cuando le ofrece a la mujer amada «my weakness, my desolation, my heart´s need» («mi debilidad, mi desolación, el anhelo de mi co­razón»). Borges busca convertir esta confesión en una es­pecie de juego literario y por eso usa el inglés. Aquí hay una pequeña trampa: toda su vida Borges «sobornó con la incertidumbre, con el peligro, con la derrota». También le atrae la traición: «te ofrezco la lealtad de un hombre que nunca fue leal». Dentro del laberinto de sus senti­mientos, se reconocía incapaz de lealtad, pese a que to­do su ser tendía a ella y al final, cerca de la muerte, fue leal consigo mismo. Pero en el treinta y tantos hacía jue­gos de prestidigitador y ofrecía «la lealtad de un hombre que nunca fue leal», frase que desconcierta, ya que el hombre que nunca ha sido leal no puede dar una lealtad sobrevalorada y dramática por su aparente rareza.
En los artículos publicados en los años treinta hay al­gunas frases mordaces sobre el psicoanálisis. Los dardos son acerados, como todo lo que él escribía, pero la competencia crítica recubre aquí el desamparo del hombre. Rechaza en el análisis una aclaración que empobrece la realidad (y, como escritor, tiene razón). Pero este escritor era también un hombre falible que temía las aclaracio­nes precisas. Hacia 1946-1947, cuando tuvo dificultades en nuestra relación, recurrió al análisis que ya le había permitido dar el primer paso hacia la popularidad, tener la primera apertura, el primer rayo de luz en su jaula: él no se creía capaz de hablar en público y se burlaba de su propia tartamudez cuando alguien sugería esta posibilidad. Pero el éxito terapéutico no hizo mella en su desdén intelectual. Él nunca se retractó, ni siquiera con una fra­se que no tenía por qué ser clara o personal. Su curación fue tan vergonzosa como su enfermedad y quedó sepul­tada en el desván de los recuerdos incómodos de su vida, como nuestra detención en la comisaría 14.
Los tres sentimientos que crean el infierno -los celos, el miedo y la vergüenza-, estaban instalados en él, y no sólo los sentía, sino que los inspiraba a los otros. Era un hombre atado y creaba atadura en los demás.
De todos modos, el éxito le fue volviendo cada vez más indulgente. Y su afabilidad de los últimos tiempos hizo creer a muchas personas que tenían la «exclusividad de Borges», como si el gran hombre les perteneciera. Esto provocaba distorsiones, envidias y celos infantiles, que él no dejaba de azuzar. Parecía entregarse totalmente a la persona con quien estaba, estar de acuerdo en todo con ella.
Daré un ejemplo.
En el invierno de 1983, Gabriela Vergara, dueña de la Editorial Vergara, que había publicado la versión espa­ñola de Un hombre, de Oriana Fallaci, me pidió que arreglara un encuentro entre la famosa escritora y periodis­ta de izquierda y JLB.
Ver a Borges era lo más fácil del mundo. A Oriana Fa­llaci le hubiera bastado con telefonear directamente. Pe­ro, de alguna manera, las personas que la rodeaban en Buenos Aires le habían hecho creer que era casi imposi­ble ver a Borges, pese a que Oriana no quería «entrevis­tarlo», sino simplemente «conversar con él», según dijo.
Gabriela Vergara me llamó a las once de la mañana. Corté y llamé a Borges. Él dijo que estaba encantado de conocer a esta mujer tan famosa y que nos esperaba a las dos de la tarde.
Oriana acababa de hacer una entrevista al presidente de la República, general Leopoldo Galtieri. Borges y Oria­na coincidieron totalmente, no sólo acerca de Galtieri y los regímenes militares en América del Sur, sino acerca de la similitud entre la situación de la Argentina y la de Grecia.
La conversación, que se inició y continuó por un rato en inglés, pasó por momentos al italiano, que Borges en­tendía bien, pero sólo chapurreaba. Se citó al inevitable Dante y Oriana se retiró con la convicción de haber esta­do de acuerdo en todo con Borges. En los últimos años él hablaba con frecuencia en contra de los militares, pe­ro lo hacía en privado. Nunca hizo una declaración pú­blica coherente y fundada en contra de ellos,* a quienes había aceptado atolondradamente en un primer momen­to, por el mero hecho de creer que eran antiperonistas. Lo más indulgente que puede decirse de esta actitud es que revelaba inmadurez y precipitación.
El encantamiento que creaba Borges en sus auditorios, como algunos políticos con mucho carisma, hacía que al­gunos de sus allegados sintieran como una desgarradura la pérdida de ese amigo exclusivo. Él aceptaba estas ac­titudes en sus amigos y volvía a sacar a luz, a veces, sus miedos, su antigua incapacidad de hablar en público, co­mo si la inhibición pudiera reanudarse en cualquier mo­mento. Era como si pidiera disculpas por su éxito y qui­siera consolar posibles envidias.
En las conferencias primeras la sensación de su de­samparo se acentuaba. Aunque en ese entonces podía leer, jamás llevó notas a ninguna conferencia. En ese ca­so hubiera tenido que acercar demasiado el papel a la ca­ra, perdiendo de paso esa comunicación con el público que dependía de una aparente falta de contacto, de su es­tar «como sumergido y por encima». Nunca ha habido un hombre más a solas consigo mismo que se diera en la más acompañada y banal de las actividades literarias: una conferencia pública. Ese aislamiento, ese sentirse so­lo ante la gente, confería extrañeza, una calidad rara a lo que iba diciendo, y esto se acentuaba cuando lo hacía en francés o inglés, ya que los idiomas extranjeros son un poco «el otro mundo», el mundo de la fantasía, el más cercano por haber sido remoto. Sus conferencias no afir­maban, no opinaban; él simplemente presentaba y, de una manera tenue, preguntaba el porqué de su destino, de una actitud. Pues cuando Borges hablaba de Heráclito o de Lawrence de Arabia estaba hablando de sí mismo.
Bioy Casares y Manuel Peyrou, sus amigos más ínti­mos, nunca asistieron a estas conferencias. ¿Una forma tácita de desaprobación? Acaso. Aunque es posible que no les gustara el ambiente bullanguero que se formaba en torno a las conferencias.
A pesar de su éxito, a la mayor desenvoltura que le da­ba el tener un poco más de dinero, siempre que invitaba a un grupo de amigas se adelantaba y pagaba las entra­das. Nunca se le ocurrió que tenía derecho a invitar sin pagar. (No olvidemos que estas conferencias eran clases, cursos.)
Una vez que iba a dar una conferencia sobre Lawrence de Arabia, y que tal vez le fue sugerida por doña Leo­nor, ya que T. E. Lawrence era fervorosamente admirado por Victoria Ocampo, doña Leonor invitó a Victoria.
La conferencia se dio en la Sociedad Científica Argenti­na. Poco antes de iniciarse el acto se presentó Victoria con un séquito, como era su costumbre, esta vez de siete personas: José Bianco, secretario de redacción de Sur, Sofía Álvarez, secretaria privada de Victoria; el escritor español y ex embajador de la República Ricardo Baeza; María Rosa Oliver, en silla de ruedas con Pepa, su dama de compa­ñía y Ralph Siegmann, un joven alemán amigo suyo; ce­rraba el cortejo Enrique Pezzoni, muy joven entonces. Victoria no saludó a nadie, ni siquiera a Borges, que espe­raba tímidamente junto a la boletería y entró al salón se­guida de su escolta, mientras los ujieres se apartaban deferentemente y yo aprovechaba para unirme al cortejo.
La mera presencia de Victoria Ocampo había dejado pasmados por el honor a los organizadores del curso.
Al terminar comenté esto con Georgie. Le dije que era una tontería comprar las entradas de sus amigos: él tenía derecho a invitarnos libremente, como Victoria lo había de­mostrado. Georgie pareció molesto y, cuando insistí, me contestó: «Bueno..., son cosas de Victoria. Probablemente es por eso que siempre me he sentido incómodo con ella».
Y siguió pagando la entrada de sus amigas.





* Una vez en una entrevista dijo que los militares en su patria «nunca habían oído el zumbido de una bala». (Cito de memoria.) Eso es todo.

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