sábado, 26 de julio de 2025

“El Parque Bolívar y la liturgia del adiós” FRAGMENTO NOVELA. LA CONFESIÓN. BORRADOR.


  

 Los custodios me protegen, vigilan ahora que salgo del vehículo y me encamino a la entrada del parque botánico Bolívar. Cuando inicio el descenso por un caminillo demasiado inclinado, los asistentes y custodios como mi segundo doctor me ayudan a ir despacio. Escamoteado por enormes paraguas, la llovizna solo moja mis zapatos; es una llovizna necia. Unos rayos dorados comienzan a emerger por entre las nubes y llegan hasta la Cuenca del río Torres. ¨ Es un espectáculo maravilloso, observar al fondo las enormes plantas radicícolas, los viejos árboles con sus pátinas de musgo, la infinitud de voces y coros de avecillas que inician un canto apenas el sol insiste en librar una última batalla con las sombras azuladas que amenazan sutilmente varios sectores del Bolívar. Con un esfuerzo de las piernas y de mis asistentes llego al Café- restaurante que han construido en una saliente de la cuenca del río. Ahora, sentado en esta tarde mefítica que finaliza, que muere una y otra vez por siempre; sentado y mirando desde una mesita de madera y sintiendo la brisa fresca del Parque Bolívar, le pido a la salonera un café “expresso”. La vista se pierde a cientos de metros, más allá de la cuenca del río Torres, en una ensenada donde la vegetación es tupida, de un verde esmeralda que con los rayos dorados el follaje brilla envuelto en un cristal fino y que la brisa y la llovizna parecen quebrar en las hojas y más abajo: el río; escucho su diálogo húmedo, profundo, ronco, como la voz de un gigante buscando abrigos, musgos y oscuridades secretas. — ¿Cómo se siente, licenciado Cárdenas? Pregunta el doctor Umaña dando una fuerte calada a un cigarro ahora que está fuera de la cafetería, recostado en un barandal, aleteando en un precipicio de varios cientos de metros. — ¿Sabés que cuando era pequeño me encantaba visitar el parque con mi padre? Recuerdo que los domingos veníamos. A mi madre nunca le gustó visitarlo. Decía que el parque le daba una sensación de terror y de misterio… ¿Qué ocurrencias, no? De eso hace mucho tiempo atrás. Hago el comentario como si no hubiera escuchado la pregunta del doctor. Y por supuesto, que sí la he escuchado —la pregunta—, pero me contesto a mí mismo, ¿cómo me siento? ¡Creo que bien, quizá un poco cansado! Mientras no tenga dolor, creo que lo demás no me importa. Aunque ahora en la cafetería del parque siento una gran nostalgia, quizá más que nostalgia siento una gran tristeza, un acomodo de sentimientos por este fluir del tiempo que se escapa, como el fluir del agua más abajo, más abajo, en la cuenca del río Torres: del tic-tac de las cosas menores y mayores de la existencia. Porque ahora que estoy al límite de mi vida, todo lo veo diferente: los diálogos de las personas, el ruido de una taza al golpear un plato, el grupo de jóvenes que más allá hablan de literatura. Y también me da risa el afán tonto de las personas por aparentar una falta de conciencia del entorno y de su yo perecedero y cuán frágil somos como simples mortales y el engaño de nosotros mismos como si el vagón de la muerte nunca va a llegar. Pero, de nuevo recuerdo que estoy con los otros… que estoy acá en el parque Simón Bolívar, una tarde de un mes de diciembre… y que me estoy muriendo lentamente.

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