Los talleres
literarios —al menos en sus formas más comunes— pecan de una pretensión
estructural que invade la soberanía del lenguaje. La escritura, cuando es
auténtica, no admite intermediarios. Es comunión íntima, una ceremonia
entre el escritor y el verbo, no una plantilla replicable.
Riesgos identificados
- Suplantación de la voz interna: El taller prescribe formas,
estilos, giros… como si el lenguaje pudiera domesticarse. El resultado es
escritura obediente, pero huérfana.
- El “formador” como ente dudoso: No es raro que quien dirige
sea menos lúcido que el más joven de sus pupilos. Algunos confunden
experiencia con autoridad y ejercen juicio sin haberlo merecido.
- Validación prematura: El aplauso grupal puede
sustituir el rigor del silencio que todo escritor debe atravesar. Se
cultivan textos “correctos”, pero no obras inolvidables.
- Canonización de lo superficial: Se favorecen modas, fórmulas,
y discursos legitimados por la actualidad editorial. El taller se vuelve
una caja de resonancia del mercado.
Borges, Sabato, Fuentes, Donoso, Vargas Llosa,
no surgieron de talleres, sino del desgarro solitario de quien funda su
estilo. Lo que los formó fue la lectura incesante, el juicio filosófico, la
tradición interior, no el guion compartido.
“El taller puede pulir la espada, pero nunca
forjar el acero.”
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