sábado, 26 de julio de 2025

La ética como mapa del juicio moral: una lectura de Hartmann

 


La ética como mapa del juicio moral: una lectura de Hartmann

Fragmento.

Ethica Transfigurata: Juicio Editorial sobre Nicolai Hartmann

 Obra: Ética  Autor: Nicolai Hartmann 📜 Publicación original: 1926

Epígrafe

“Donde no hay conflicto, no hay juicio. Y donde el juicio es mero cálculo, la ética no es más que contabilidad.”Dr. Enrico Pugliatti

Hartmann y el deber como forma creadora

Más que un manual, Ética es un mapa ontológico del deber. Hartmann no ofrece instrucciones morales, sino las coordenadas simbólicas donde el sujeto puede crear juicio. Su ética no es normativa, sino estructural; no receta, revela.

"La ética filosófica no es un código de mandamientos. Se dirige a lo creador en el hombre..." — N. Hartmann

El conflicto como sustancia del juicio

Hartmann libera la ética del moralismo simplista. Propone que el conflicto real es entre bien y bien, o mal y mal. Las antinomias morales son el temblor del juicio, no paradojas para resolver, sino vértigos que deben ser habitados.

  • 💥 No hay armonía moral, sino choque entre valores legítimos.
  • 🧩 La elección es creadora, no obediente.
  • 🔍 Rechaza el formalismo kantiano que desactiva el temblor ético.

 Ética material de los valores

Hartmann se mueve entre Kant y Nietzsche, fusionando ley apriorística con diversidad axiológica. El valor no es preferencia, es estructura que interpela. El deber no es simple obediencia, es respuesta activa al llamado del valor.

  • 🏗️ La ética se edifica en el reino del valor, no en el imperativo desnudo.
  • 🧬 El sujeto moral es demiurgo: no sigue, crea.

🔍 Resonancias filosóficas en clave ritual

El Consejo identifica esta obra como un texto que abre puertas al juicio sacrificial. No infantiliza al lector con mandamientos, lo consagra como intérprete del deber.

📚 Recomendada como lectura de iniciación en estudios éticos ontológicos, especialmente en contextos que eviten el reduccionismo moral o el dogma legalista.

En colaboración: Dr. Enrico Pugliatti y Méndez-Limbrick

NICOLAÏ HARTMANN ESTÉTICA Traducción al castellano de ELSA CECILIA FROST UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO MÉXICO 1977 Título original en alemán: Asthetic Editada por Walter de Gruyter & Co., Berlín 1953 * Primera edición en español: 1977 DR © 1977, Universidad Nacional Autónoma de México Ciudad Universitaria, México 20, D. F. UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO DIRECCIÓN GENERAL DE PUBLICACIONES Impreso y hecho en México 

 INTRODUCCIÓN 1. Actitud estética y la estética como conocimiento Al escribir una "Estética" no se la destina ni al creador ni al contemplador de lo bello, sino sólo al pensador, para quien son un enigma la obra y la actitud de ambos. El pensamiento sólo puede molestar a quien se halla gozosamente ensimismado, al artista sólo puede destemplarlo y disgustarlo; a lo menos cuando el pensamiento trata de comprender lo que hacen y cuál es su objeto. Arranca a ambos de su actitud extática, si bien los dos están cercanos al sentimiento de lo enigmático, pues pertenece a su actitud. Para ambos su actitud es lo enteramente natural; saben que existe una necesidad interna y no se equivocan en ello. Pero los dos la aceptan piadosamente, como un don del cielo, y esta aceptación es esencial a su actitud. El filósofo inicia su tarea donde ambos abandonan el asombro de lo que experimentan a los poderes de la profundidad y del inconsciente. El filósofo sigue el rastro de lo enigmático, analiza. Pero en el análisis cancela la actitud de la entrega y del éxtasis. La estética es exclusiva de quien tiene una actitud filosófica. A la inversa, la actitud de la entrega y el éxtasis cancela la filosófica o, cuando menos, la perjudica. La estética es un tipo de conocimiento que lleva la legítima tendencia a convertirse en ciencia, y el objeto de este conocimiento es esa actitud de entre ga y éxtasis. Desde luego, no sólo ésta, sino también aquello a lo que se dirige, lo bello, pero fundamentalmente ella. De lo que se desprende que la entrega estética es, por principio, diferente al conocimiento filosófico que se dirige a ella como a su objeto. Desde luego, la actitud estética no es la del estético. Aquélla es —y seguirá siendo— la del contemplador artístico y creador, y ésta la del filósofo. Tanto la una como la otra no son algo natural de suyo. La exclusión mutua, si fuera total, haría imposible la tarea reflexiva 

 6 INTRODUCCIÓN del estético. Esto tendría que ser capaz de asumir la actitud artís tica, pues sólo puede conocerla por propia realización; por lo demás, se ha dado entre pensadores muy notables la convicción opuesta. Fue Schelling quien quiso hacer de la intuición estética el organon de la filosofía. El romanticismo alemán soñó con una identidad entre la "filosofía y la poesía"; por ejemplo, Frie drich Schlegel y Novalis. Este último imaginaba al filósofo como un "mago" que podía poner en acción, a su arbitrio, al "órgano universal" y encantar al mundo según sus deseos. Es indudable que esta representación se ha tomado del quehacer del poeta y, por otra parte, parecía que la mirada del artista podría escudriñar los secretos de la naturaleza y de la vida espiritual. Lo parecía porque se creía poder reconocer en todas las cosas y en todo el universo, como trasfondo, una misma esencia y fundamental, que se hacía consciente en el yo. La identidad de estas dos actitudes, en sí del todo heterogéneas, se sostuvo y cayó con esta fórmula del universo, antropomórfica en el fondo. Y con su cancelación consciente, que se presenta ya en Hegel, reapareció toda la magnitud de la oposición entre el acto artístico y el cognoscitivo, entre la visión entregada a su objeto y el trabajo intelectual analítico. Tampoco es algo comprensible de suyo, visto desde otro án gulo, la separación de los actos. Desde el principio de la estética verdadera, en el siglo XVIII, se mantiene tenazmente el supuesto tácito de que esta disciplina puede enseñar cosas esenciales al contemplador de lo bello y aun al artista creador. Así debió pare cerlo mientras se consideró la visión estética como una especie de conocimiento, si bien distinto del racional. Fue por esa misma época cuando se creyó que la lógica debía enseñar a pensar al pensador. Y sin embargo, la relación se ha hecho aquí mucho más complicada. Cuando menos, la lógica puede señalar sus errores al pensamiento equivocado y, con ello, contribuir en forma indirecta y práctica a su coherencia. La estética considera algo semejante sólo en forma muy secundaria y burda. Así como la lógica establece a posteriori qué leyes ha de obedecer un pen samiento coherente, así lo hace —y en mayor grado— la estética, y sólo en la medida en que, en ella, puede hablarse de búsque da de las leyes de lo bello. La estética presupone el objeto bello, lo mismo que el acto de aprehensión, junto con el tipo peculiar de visión, la expe riencia de los valores y la entrega interior; es más, presupone el acto —mucho más asombroso— de la producción artística, y 

 INTRODUCCIÓN 7 a ambos sin la pretensión de preparar sus leyes ni siquiera en forma remotamente parecida a como la lógica prepara las leyes del pensar coherente. Por ello mismo, no puede tener el mismo rendimiento respecto a la visión estética que la lógica respecto al pensamiento. 2. Leyes de lo bello y el saber de ellas Hay que agregar otra diferencia. Las leyes de la lógica son ge nerales, varían sólo ligeramente de acuerdo con el campo de objetos. Las de lo bello son altamente especializadas, en el fondo, son distintas según cada objeto. Hay además leyes generales, es decir, leyes que en parte afectan a todos los objetos estéticos y, en parte, cuando menos a clases enteras de ellos. Y dentro de ciertos límites, la estética puede intentar apresar éstas. En qué medida lo logra es otra cuestión, y no deberán alentarse demasiadas esperanzas en este sentido. Pero estas leyes generales son sólo justo condiciones previas, quizá categoriales o en cierta forma constitutivas. La esencia de lo bello en su unicidad, como la del contenido de especial valor estético, no se encuentra en ellas, sino en las leyes especiales del objeto único. Ahora bien, estas leyes especiales se sustraen fundamentalmente a cualquier análisis filosófico. No pueden aprehenderse por medio del conocimiento. Es propio de su esencia el quedar ocultas y el ser experimentadas como algo dado y obligatorio, pero no ser aprehendidas objetivamente. Tampoco el artista creador las aprehende. Crea, desde luego, según ellas, pero no las descubre ni las expresa. Es incapaz de expresarlas, pues no tiene tampoco un saber objetivo acerca de ellas. Mucho menos lo tiene el contemplador intuitivo. Es aprehendido por ellas, pero como por un enigma que no puede resolver; por su parte, no las aprehende. Desde luego, en algunos casos puede descubrir hasta qué grado dominan de hecho la obra, por ejemplo, hasta qué grado hay en ella rasgos no artísticos, es decir, en qué medida ha fallado. Pero lo estructural de la ley escapa también a su saber. No existe una verdadera conciencia de las leyes de lo bello. Al parecer, es propio de su esencia el mantenerse ocultas a la conciencia y formar tan sólo el secreto de un trasfondo muy escondido. Ésta es la razón por la cual la estética si bien puede decir, en principio, qué es lo bello y señalar sus tipos y grados junto con sus supuestos generales, no puede enseñar prácticamente lo 

 8 INTRODUCCIÓN bello o por qué es bella justo la forma especial de una imagen. La reflexión estética es siempre, en cualquier circunstancia, una reflexión ulterior. Puede surgir una vez realizados la visión esté tica y el simple goce de entrega a lo bello, pero de ninguna ma nera es necesario que los siga, y si los sigue a duras penas les aporta algo como tales. Por ello, ofrece mucho menos que la ciencia del arte que, cuando menos, puede señalar los aspectos no percibidos de una obra de arte y hacerla accesible, de este modo, a la conciencia que la recoge inadecuadamente. Y mucho menos puede proporcionar lineamientos al artista productor. Den tro de ciertos límites puede enseñar a reconocer la imposibilidad artística como tal y proteger al arte de seguir un camino equivo cado. Pero ni con mucho entra en el campo de sus posibilidades el señalar en forma positiva qué y cómo debe configurarse. Hace ya tiempo que todas las teorías que siguieron esta direc ción, y todas las esperanzas no expresadas de este tipo —que con tanta facilidad se ligan a los trabajos filosóficos de la estética—, mostraron ser vanas. Si quiere seguirse con entera seriedad el problema de lo bello en la vida y en las artes, hay que renunciar desde el principio y de una vez por todas a cualquier pretensión de este tipo. Hay que decir algo más en relación con esto. Existe un prejui cio, de tipo más radical, por lo que se refiere a la relación general entre el arte y la filosofía. De acuerdo con él, la aprehensión artística es sólo un grado previo de la sapiente y comprensiva. La filosofía hegeliana con su gradación del "Espíritu absoluto" dio voz a este parecer: la idea sólo alcanza su pleno "ser para sí", es decir, el saber auténtico sobre sí misma, en el grado del concepto. Si bien actualmente es difícil hallar un representante de esta metafísica del espíritu, está muy difundida la idea de que el arte es una forma de aprehensión en la que se conserva la apariencia sensible como un momento de lo inadecuado. No es necesario insistir aquí en que con ello se malinterpreta del todo lo propiamente "estético", es decir, lo sensible percibido en forma artística, cuando es precisamente la intuición sensible la que proporciona a las artes su superioridad sobre el concepto. Pero el error más grave es sostener que la aprehensión estética (intuición) es un tipo del aprehender, que está en la misma línea del aprehender cognoscitivo. Con ello se equivoca del todo su esencia. La vieja estética ha arrastrado ya tiempo suficiente este error. En Alexander Baumgarten se trata, ni más ni menos, que de un tipo de la cognitio y ni siquiera Schopenhauer logra libe- 

 INTRODUCCIÓN 9 rarse del esquema del conocer en su platonizante estética de las ideas, si bien rechaza conscientemente su racionalismo. Ahora bien, hay desde luego ciertos momentos del conocer con tenidos en la visión estética. Ya la percepción sensible en que se basa conlleva algunos, ya que la percepción es, en primer tér mino, una aprehensión de objetos. Pero estos momentos no son lo esencial de la visión, sino algo subordinado a ella. Lo esencial de la visión no se ha tocado siquiera con ella. Esto sólo podrá sacarlo a luz un análisis más profundo. Pues aquí entran en juego momentos del acto de muy distinta índole a los de los del apre hender, momentos de la valoración (del llamado juicio del gusto), del sentirse atraído y retenido, de la entrega, del goce y de la liberación. Aun la intuición adquiere aquí un carácter muy dife rente al que tiene en el campo teórico. Justo ella está muy lejos de ser un mero ver sensible. Y las etapas superiores de la visión no son ya un mero apresar receptivo, sino que muestran un aspec to de la aprehensión productora, que la relación cognoscitiva no conoce ni puede conocer. El arte no es una prolongación del conocimiento. Y tampoco lo es la visión del contemplador. Por su parte, la estética tampoco es una prolongación del arte. No es una etapa en cierto modo superior a la que debiera o pu diera pasar el arte. Lo es en tan poca medida como la psicología es la meta de la poesía, ni la anatomía la de la plástica. Su rela ción es en cierto sentido la inversa. La estética trata de develar el misterio que las artes procuran guardar por todos los medios posibles. Intenta analizar el acto de visión gozosa que sólo puede existir mientras el pensamiento no lo disuelve ni perturba. Con vierte en objeto lo que en este acto no lo es ni puede serlo. Por ello, para la estética el objeto artístico es algo diferente, un objeto de meditación e investigación, lo que no puede ser para la visión estética. Ésta es la razón por la que la actitud del estético no es una actitud estética, de tal modo que puede seguir a ésta y subordinarse a ella, pero no interpolarse ni, mucho menos, pre cederla ni dominarla. 3. Lo bello como objeto universal es la estética. Debemos preguntar ahora: ¿es "lo bello" en verdad el amplio objeto de la estética? O bien: ¿es la belleza el valor universal de todos los objetos estéticos, a la manera, por ejemplo, en que el bien es el valor universal de todo lo moralmente valioso? Ambas cosas se dan tácitamente por supuestas, pero también se las ha 

 10 INTRODUCCIÓN discutido. Por lo tanto, si se quiere sostenerlas, hay que justificarlas. ¿En qué se basa la objeción contra la posición central de lo bello? En una reflexión triple, pues en realidad se trata de tres objeciones distintas. La primera afirma: el logro artístico no es siempre lo bello, la segunda: hay muchos géneros de valores estéticos que no son recogidos por lo bello; y la tercera, la estética también trata de lo feo. De estas tres objeciones, la tercera es la más fácil de refutar. Es verdad, desde luego, que en la estética tratamos también de lo feo. En cierto grado se da con todos los tipos de lo bello. Pues por doquier hay fronteras de lo bello y aquí el contraste es tan esencial como en otros terrenos de valores. Además hay una escala descendente de lo bello, desde lo perfectamente bello hasta lo notoriamente no bello. Pero esto no es un problema de suyo, sino que está contenido en el de lo bello. Pertenece a la esencia de todos los valores el tener una contrapartida, el dis-valor correspondiente; y lo que en verdad se discute no es nunca lo valioso solo, sino lo valioso y lo no valioso correspondiente. La experiencia del análisis de valores nos ha enseñado que con la determinación del valor se da también la del dis-valor y viceversa. En ello se basaba ya el método de Aristóteles que determina los géneros de la virtud frente a los de la "maldad". Y lo que vale en el terreno ético se ajusta aún más al estético. El fenómeno básico es aquí como allí toda la escala, o sea, la dimensión de valores de la que son polos el valor y el dis-valor. Desde luego, continúa siendo un problema si en todas las di mensiones especiales de lo bello se da también lo feo. Es un punto que jamás se ha discutido respecto a las obras humanas, pero sí respecto a las naturales. Pudiera ser que todos los productos de la naturaleza tuvieran un aspecto bello, aun cuando no nos sea tan fácil tener conciencia de él. Es una posibilidad que hay que mantener abierta —en contraposición a la antigua teoría que deja un amplio espacio libre a las deformaciones naturales (por ejemplo, Herder en su Caligone). Pero esto no alteraría mucho el problema de lo feo. Sólo vendría a decir que las formaciones naturales nada contienen de feo. Esto se debería a la peculiaridad de la naturaleza, por ejemplo, a sus leyes o a su tipismo formal, pero no a la esencia de lo bello. La objeción citada en primer término es de muy distinta índole: los logros artísticos no son siempre bellos. En el retrato de un hombre decididamente feo distinguimos con sencillez y natu- 

 INTRODUCCIÓN 11 ralidad entre las cualidades artísticas de la obra y el aspecto de la persona representada, y lo hacemos, sobre todo, cuando la representación es cruelmente realista. La misma distinción es usual en la representación literaria de caracteres débiles o repugnantes, o en el busto de un púgil de la Antigüedad, cuya nariz ha sido fracturada por los golpes. En estos casos decimos: el rendimiento artístico es grande, pero el objeto no es bello. Para el conocedor de la estética esta distinción no presenta di ficultad alguna. Pero es posible preguntarse: ¿puede llamarse bello al conjunto? Es evidente que la representación no convierte en bello a su objeto, ni aun la verdaderamente genial lo logra. Y sin embargo en la obra queda algo de bello. Está en otro plano y no oculta la fealdad de lo representado. Depende de la representación misma. Es lo bello verdaderamente artístico, lo bello literario, lo bello pictórico. Es evidente que aquí se han metido, uno tras otro, dos tipos enteramente diferentes de lo bello y lo feo. Y se refieren a dos tipos distintos de objetos. La representación pictórica o literaria tiene de suyo un "objeto" que representa. Pero, para el contemplador, la representación misma es, a su vez, objeto. Esto no es válido en todas las artes; por ejemplo, la ornamentación, la arquitectura y la música, pero sí es válido respecto de la escultura, la pintura y la literatura. Aquí el objeto es en primer término la obra del artista, la representación como tal y otras cosas que van más allá de la plasmación; sólo en segundo término aparece el objeto representado —desde luego no en el sentido de un "después" temporal, pero sí en el de ser algo mediato. Y designamos, con justicia, como bello el logro de la obra y el fracaso, la trivialidad o lo increíble (esto último con frecuencia, por ejemplo, en la literatura) como feo. Pues de modo inequívoco el valor o dis-valor de la realización artística se encuentra en esto y no en las cualidades de lo representado. Lo bello en uno y otro sentido varía dentro de límites muy amplios, sin embargo, lo bello mal pintado parece en última instancia feo y lo feo bien pintado resulta artísticamente bello. Pero aun en lo bello bien pintado pueden distinguirse claramente dos bellezas, en lo feo mal pintado dos fealdades. Quien confunda una con otra —y no ya en la reflexión, sino en la visión misma— tiene escaso sentido artístico. La representación lograda nada tiene que ver con los bellos colores; por el contrario, cuando se mezclan son más bien una sustracción de la belleza que puede llegar hasta lo artísticamente feo, hasta lo fallido, lo banal, lo cursi. 

 12 INTRODUCCIÓN En este sentido es muy conveniente mantener lo "bello" como valor fundamental estético universal y subsumir bajo ello todo lo logrado y eficaz artísticamente. En qué consiste el estar logrado es desde luego otro problema distinto; casi se traslada con el pro blema fundamental de toda la estética: qué es en realidad la belleza. De las tres objeciones, ya sólo nos resta la segunda, que afir maba: lo bello no es más que uno de los géneros de lo valioso. Junto a él está lo sublime, reconocido como tal por todos en su singularidad. Y hay además otras cualidades valiosas, si bien su autonomía no es indiscutible; lo gracioso, lo placentero, lo encan tador, lo cómico, lo trágico y muchas más. Si se penetra en los dominios especiales del arte, se encuentra una riqueza mucho más detallada de cualidades estéticas valiosas. Y es fácil encontrar el dis valor que corresponde a cada una de ellas, aun cuando el idioma no pueda siempre darle nombre. Pero justo porque la lista es tan larga y porque cada una de ellas podría pretender cierta consideración por parte de la estética, debe haber una categoría general de valor que las abrace a todas, dejando a la vez espacio libre a su diversidad. Desde luego, puede discutirse que sea adecuado llamar belleza a esta categoría de va lor. Pues, en última instancia, "belleza" es una palabra del len guaje cotidiano y, como tal, es multívoca. Si hacemos a un lado el uso idiomático no estético, quedan aún en pugna un signifi cado estrecho y otro más amplio. El primero está en oposición a sublime, gracioso, cómico, etcétera; el segundo los comprende a todos sin excepción, si bien sólo cuando las denominaciones citadas se entienden en su sentido puramente estético, pues todas parecen además una significación no estética. Sin embargo, pode mos dar tal condición por concedida, ya que es también supuesto de la oposición a la belleza en sentido limitado. Así vistas las cosas, toda la pugna de significados no pasa de ser una pugna de palabras. A nadie puede impedirse que tome el concepto de lo bello en sentido limitado y lo oponga a aquellos conceptos más detallados, pero tampoco se puede impedir a nadie que lo tome en sentido amplio como concepto superior de todos los valores estéticos. Sólo es necesario mantener con firmeza el significado aceptado y no mezclarlo, de nuevo, por descuido, con el otro. En las páginas siguientes se parte del significado amplio. Debe mantenerse aun en aquellos casos en que los géneros especiales irrumpen en el primer plano. Estos últimos aparecen, pues, como 

 NTRODUCCIÓN 13 especies de lo bello. En la práctica esto tiene la ventaja de elevar a concepto fundamental el concepto estético más corriente y hace superfino el procurarnos un concepto superior formado artifi cialmente. 4. Acto y objeto estéticos. Varios análisis Existen varios caminos qué seguir. Pero no todos son transita bles, sobre todo en determinadas situaciones del problema. Todo método se orienta según aquellos aspectos del fenómeno total en cuestión que sean accesibles por el momento. En la estética esto tiene una importancia especial, pues hasta ahora se le ofre cen pocos análisis del fenómeno y todo el complejo de problemas, en la medida de su dificultad, está poco estructurado aporética mente. Con ello no se menosprecian los logros de investigadores notables. La situación muestra más bien hasta qué punto está la estética todavía en sus principios y con qué pasos tan cautelosos avanza. Así cuando menos se comporta la investigación estética seria. Ya que desde luego no faltan proyectos y construcciones arriesgados que sólo resultan instructivos por sus errores. Dado que lo bello, por su esencia misma, está siempre relacio nado con un sujeto intuitivo, cuya actitud particular hacia el acto presupone, hay, desde el principio, dos direcciones posibles que seguir: puede hacerse del objeto estético la materia del análisis o bien del acto cuyo objeto es. Ambas direcciones se subdividen a su vez. Por lo que respecta al objeto, puede investigarse su es tructura y modo de ser o bien su carácter estético valioso y así también el análisis del acto puede dirigirse al acto receptivo del contemplador o bien al acto productor del creador. Hasta qué punto pueden separarse unas de otras estas direcciones es otro problema que, por el momento, podemos dejar de lado. En una u otra forma nos encontramos con cuatro tipos de aná lisis, de los cuales los tres primeros, cuando menos, son caminos transitables, en tanto que el cuarto presenta obstáculos invenci bles desde su inicio mismo. Nada hay tan oscuro y misterioso como el quehacer del artista creador. Aun las pocas declaraciones del genio sobre su quehacer arrojan poca luz sobre la esencia del asunto. Por lo común sólo atestiguan que no sabe más que los demás acerca del milagro que se realiza en él y por él. Él acto productor parece ser de tal índole que excluye el acto de concien cia que lo acompaña. Por ello, sólo conocemos aspectos exteriores y sólo podemos sacar conclusiones acerca de su esencia interna a partir de sus logros. 

 14 INTRODUCCIÓN Sin embargo, las conclusiones de este tipo son inseguras y des embocan fácilmente en lo fantástico. Tienen el mismo amplio margen que todas las conclusiones acerca de objetos metafísicos; no se pueden controlar y resulta tan difícil apoyarlas como reba tirlas. Hace tiempo, por la época del romanticismo, se emprendie ron avances de este tipo; los llevaron a cabo poetas y correspon dían al entusiasmo de la alegría creadora romántica, pero tomaban como base una imagen del mundo de cuya comprobación no puede hablarse. Todavía hoy descarrían a los crédulos, pero sólo provocan escepticismo en el pensador maduro. Si hacemos, críticamente, a un lado cualquier metafísica del arte, nos quedan aún los otros tres caminos. De ellos, es el análisis del valor el que se encuentra en la situación más difícil, pues los valores estéticos, entendidos en forma concreta, están altamente individualizados y toda división de ellos según géneros y especies sólo toca los aspectos exteriores. La ciencia del arte y la litera tura ha logrado algo en esta dirección, ha realizado análisis de estilo en los que se hacen visibles direcciones y gradaciones, se toma conciencia de la correspondencia de lo similar y se apresan oposiciones importantes. Pero visto con más detalle, tales deter minaciones sólo se refieren a lo estructural de las obras de arte —también a lo bello extra estético—, y en forma mucho menor a los verdaderos componentes de valor como tales. Así como el idioma no tiene ya nombres para esto —aunque sea sólo en forma muy superficial para determinados géneros—, así el pensamiento carece ya de conceptos. Y cuando se crean conceptos para ello y se les da nombres por libre elección, no satisfacen del todo al sentimiento artístico. Aun los conceptos corrientes —ya citados—, como lo sublime, lo cómico, lo trágico, lo gracioso, etcétera, padecen de la misma falla: dicen mucho y son imprescindibles en tanto que conceptos estructurales, pero como conceptos valorativos callan lo auténtico. Esto se correspon de con la situación en otros campos de valores, por ejemplo, en el ético. También aquí el análisis sólo puede describir el conte nido; pero no puede captar el carácter valioso mismo, se limita a apelar al sentimiento vivo del valor, a hacerlo comparecer como testigo. En el terreno de la estética hay que agregar el hecho de que este llamamiento parte en gran medida de lo bello mismo —de la obra creada por el artista o también del objeto natural—, pero en forma muy débil del análisis estructural descriptivo. Sin em bargo, dentro de ciertos límites, hay que volver siempre de nuevo 

 INTRODUCCIÓN 15 a este camino, o cuando menos, debe mantenérselo abierto. Pues es el único que lleva a la investigación especializada sobre valores, aunque todo progreso en él sea siempre dependiente, ligado estrechamente al análisis de objetos y de actos que, por esencia, no le están emparentados. Con ello se ha dicho ya que casi todo el peso de lo que la estética es capaz de alcanzar cae en los dos caminos que pueden seguirse: 1) el análisis de la estructura y modo de ser del objeto estético y 2) el análisis del acto contemplativo, intuitivo y gozoso. A lo largo de casi todo el libro habremos de vérnoslas con estos dos tipos de investigación, aun en aquellos casos en que entran en juego los problemas de valor. Sería un error el tratar de decidirnos por uno de ellos, pues se entrecruzan de continuo en la aporética de lo bello. Ambos tienen lagunas y se remiten uno a otro en todos los detalles. Esto puede acarrear una especie de desequilibrio en el curso de la investigación; que en el estado actual de ésta no es posible cortar. Y representa el mal menor frente a la unilateralidad mayor en la que se cae por necesidad si se hace una decisión radical previa. En cierto sentido la tarea principal recae sobre el análisis es tructural del objeto, ya que éste ha quedado, por el momento, rezagado y no se ha mantenido al paso del análisis de los actos emprendidos en ciertos terrenos parciales. A su vez, la estética del siglo XIX hacía caer el peso sobre lo subjetivo; en ella se desenvolvieron el idealismo neokantiano y el psicologismo. Lo que acarreó consigo no sólo fallas y unilateralidad, sino también ciertos progresos del análisis de actos. Por lo tanto hay que trabajar para reponer lo que el análisis de objetos ha perdido hasta ahora. Pero sería muy desacertado cultivar únicamente este último. Sólo de la cooperación de ambos es posible esperar la superación del punto muerto al que nos ha llevado la unilateralidad del pasado. 5. Separación y unión con la vida El partir del objeto es, por lo demás, lo natural. Ya la expresión "bellas artes", que usamos sin pensar, es conducente a error. El arte no es bello de ninguna manera, sólo lo es la obra de arte. De la misma manera tampoco se puede llamar bella a la contemplación o al goce de los objetos bellos, ya se trate de productos del arte o de formaciones naturales. En la contemplación lo único bello es el objeto y lo es sin perjuicio de la contribución que presta a ello la puesta de la conciencia contemplativa. 

 16 INTRODUCCIÓN Pero también visto desde el acto, resulta el objeto el punto de partida natural. Justo quien contempla y goza se vuelve por completo hacia el objeto en la visión, y puede entregarse a él hasta el completo olvido de sí mismo. Esta situación del acto es algo del todo distinto a la conducta cognoscitiva del estético, si bien hay algo que comparte con ella, a saber, que se dirige de la misma manera hacia el objeto. Desde luego, el análisis esté tico no se queda en el objeto, sino que apresa además el acto. Pero, por lo pronto, se encuentra dirigido hacia el objeto —por la simple razón de que el acto del contemplar lo encuentra ya di rigido. En este estar dirigido surge un problema que ha ocupado a la estética desde sus principios. Lo conocemos bajo el nombre de separación del objeto del contexto de otros objetos. En estrecha conexión con esto hallamos el destacarse del acto contemplativo del contexto de vida y actos de la persona. El hundimiento en el objeto bello es, de inmediato, el olvido del yo y de todo aquello que en la vida cotidiana le resulta presente, actual, importante u opresivo. El objeto aparece en nítido destacamiento del contexto vital y el hombre que se entrega a su impresión experimenta en su propia persona este apartarse —de lo cotidiano, de la preocupa ción, de las trivialidades corrientes y las naderías. El mundo cir cundante desaparece, y él junto con su objeto parece formar un mundo propio alejado del otro. Es evidente que este fenómeno es esencial para el auténtico goce artístico, y en algunas casos fuerte, de tal modo que después se presenta un despertar fran camente doloroso del arrobamiento. La suspensión estética es una forma del verdadero éxtasis. Sin embargo, ha llevado a la opinión —quizá por ser experimentada en forma más fuerte por las naturalezas sensibles— de que la esen cia y la tarea del arte es crear un reino de arrobamiento y de ele vación sobre la vida, un reino que tiene su sentido y fin pura mente en sí mismo y que excluye cualquier otro interés. Parece entonces posible que la vida esté al servicio del arte, pero no que éste sirva a la vida. Pues esto lo subordinaría a un fin extra artístico. A quienes vivimos en esta época nos es ajena esta agudización del valor propio de la obra de arte y de la vida artística. Por ello debemos hablar de ella aquí. En el movimiento de l'art pour l'art desempeñó un gran papel. Y no sólo se la elevó en él a teoría, 

 INTRODUCCIÓN 17 sino que ganó una influencia considerable sobre el sentimiento y la creación artísticos mismos. El hombre de sano sentido común ve en forma clara e inelu dible que un arte que esté alejado de la vida y sus exigencias pierde el terreno que pisa y queda sin asidero. Sin embargo, de ningún modo resulta por ello evidente cómo ha de estar unido a la vida y ha de cumplir con su tarea dentro de la situación espi ritual de su época, sin perder con ello la autarquía característica mente estética. Esta aporía no puede ser solucionada ahora; habrá que tratarla en otras circunstancias. Pues los puntos de que se parte para llegar a su solución sólo se ofrecen en un estudio más avanzado del análisis de objetos. Aquí sólo cabía señalarla. Ya que no debe hablarse ni a favor de un esteticismo tal, ni menos aún de un arte tendencioso barato. Se trata más bien de reunir correctamente, es decir, en una síntesis auténtica las exigencias de ambas partes. Se mostrará que hay aquí un lazo más profundo; que sólo un arte surgido de una vida movida culturalmente puede llevar a obras que se destaquen intemporalmente; y, a la vez, que sólo una vida espiritual que realiza tales obras es capaz de perfeccionarse en sus tendencias actuales. Las creaciones espirituales sacan justo de una unión plena con la vida su fuerza para elevarse hasta la rotundidad úni ca y la verdadera grandeza, y sólo frente a ella se ve claramente su destacarse de manera insular; así como a la inversa sólo tales obras pueden prestar a la vida del individuo y de la comunidad una conciencia suficiente de su fuerza y profundidad, en otra forma ocultas. 6. Forma y contenido, materia y elemento Nada es tan usual en la estética como el concepto de forma. Todo lo bello que nos sale al paso —sea en la naturaleza o en las creaciones artísticas— se presenta por lo pronto como una plas mación de tipo determinado y, como contempladores, sentimos de inmediato que la menor modificación de la forma destruiría lo bello como tal. La unidad y totalidad del producto, su unicidad y rotundidad en sí dependen por completo de la forma; y sabe mos, sin poder demostrarlo tampoco, que aquí no se trata sólo de lo externo, del contorno y los límites, ni aun de lo visible o de lo dado sensorialmente, en cierto modo, sino de una unidad e integración interiores, de estructuración y coherencia, de disciplina y necesidad totales. 

 18 INTRODUCCIÓN Así, hablamos de la "forma bella" como de algo muy conocido e indiscutible, aunque nos referimos con ello a cosas muy disí miles. Mentamos con ello tanto las nobles proporciones de una escultura, la distribución de los espacios en la arquitectura, el ritmo y la secuencia de intervalos en una melodía, como la construcción de toda una "frase" musical o la estructura escénica, muy artís tica, de una obra de teatro; pero también el juego de líneas del paisaje en que nos encontramos, la majestuosa configuración de un árbol gigantesco, la fina nervatura de una hoja. Y siempre mentamos con ello el estar configurado desde dentro, la forma esencial al todo y que señala más allá de ella. Se la ha llamado también —por oposición a la forma externa meramente contin gente de una cosa— "forma interna"; y con ello tenemos en mente, oscuramente, algo así como el viejo eidos aristotélico que debía ser, a la vez, la fuerza motora interna y el principio de configuración de lo externo. Pero entonces ¿qué es la "forma interna"? Es justo su enlace con una metafísica históricamente envejecida lo que da motivo de reflexión. Es difícil que un contemporáneo esté dispuesto a aceptar, por mor del problema estético de la forma, un reino ideal de essentiae preexistentes y hacer depender de él el enigma del sentido de las formas que surge de inmediato en el contemplador. Con ello, se acercaría también, peligrosamente, a la comprensión teórica y a la correspondiente construcción óntica de las cosas. Pues el eidos tenía el sentido de un principio tal. Pero también si se excluye una metafísica de este tipo, resulta la confusión de límites, frente a la mera constitución del ser, un peligro para el concepto estético de forma. Desde luego, éste mienta una constitución esencial en la estructura de la cosa. Pero esto se ajusta también a ella en cuanto objeto del conocimiento; al organismo, al cosmos y a los ensamblajes físicos de los que está formado, al hombre como carácter y como tipo, al Estado como integración, de dentro hacia fuera, de una sociedad humana existente. "Forma interna" dice muy poco, su concepto es dema siado general, demasiado pálido. Con ello es evidente que no se ha rozado siquiera el problema específicamente estético de la forma. ¿Cómo podría ser de otra manera? En el fondo, "forma bella" no es más que otra expre sión de belleza, es decir, una determinación casi tautológica. Sólo podrá cambiar la situación cuando logremos decir en qué consiste lo especial de lo "bello" en la forma bella. Ha habido varios inicios de ello. Se lo ha buscado en la unidad, en la armonía de 

 INTRODUCCIÓN 19 las partes o miembros, en el dominio de la multiplicidad que in cluye; y también, de modo más subjetivo, en la complacencia, en la evidencia inmediata, aun en la animación o espiritualización de lo que se ofrece sensorialmente. Pero todas éstas son determi naciones muy generales que casi no dicen nada, cuando no hay tras ellas una determinación fundamental verdaderamente sólida. Algunas de ellas no se ajustan a todos los casos, otras no se ajustan a lo verdaderamente estético de la forma porque son inherentes más bien todas las plasmaciones del ser, sobre todo a las supe riores. A esto se agregan nuevas dificultades. ¿Acaso está excluido de lo bello el contenido de una poesía, de un busto, de una cierta disposición en la naturaleza libre? ¿O se es de la opinión de que, en este sentido, todo lo que llamamos "contenido" pertenece a la forma? Esto sería muy posible. Pero entonces ¿por qué se habla sólo de forma, puesto que el concepto de forma lleva en sí la posibilidad de designar la oposición al contenido que es confi gurado por la forma? Es posible que esta discrepancia se deba a la indeterminación del concepto de contenido. Tratemos, pues, de sustituirlo por algo más definido. El análisis categorial nos ofrece un punto de partida: la "materia" aparece como complementaria de la forma. Con este término no debemos entender, de ninguna manera, sólo el elemento que llena un espacio; materia, en sentido amplio, es todo aquello que, de suyo, es indeterminado e indiferenciado, en la medida en que es capaz de recibir una plasmación —y desde aquí hasta llegar a las meras dimensiones de espacio y tiempo. También éstas desempeñan un evidente papel de materia en el objeto ar tístico. Tal como se ofrece en las artes espaciales y temporales. Pero hay también, para la comprensión estética, un sentido más limitado de "materia". Con esta palabra se mienta el campo de los elementos sensibles en el que se mueve la configuración. En este sentido, la piedra o el bronce es la materia de la escul tura, el color la de la pintura, el sonido la de la música. Aquí "materia" no tiene el significado de algo último e indisoluble, para no hablar de algo sustancial, sino sólo la especie de los elementos sensibles que en la configuración artística reciben una forma de tipo propio. Esta relación es, sin duda, básica para cualquier análisis de objetos en el terreno de lo bello. Es más, pertenece a los primeros pasos de tal análisis. Pues es fácil ver que todo tipo de plasma ción en las artes depende, en gran medida, del tipo de materia 

 20 INTRODUCCIÓN a la que da forma. Se comprueba aquí la "ley general-categorial de la materia" que dice que en todas las regiones de objetos la materia codetermina la forma, en la medida en que no todo tipo de forma es posible en cada materia, sino sólo un determinado tipo de forma en una materia determinada. Esto, desde luego, no cancela la autonomía de la forma, sino que sólo la limita. Aquí están las raíces de aquellos fenómenos de limitación, muy cono cidos desde la época de la "disputa del Laocoonte" en el si glo XVII, de lo que es posible presentar en cada una de las artes. La escultura no puede dar forma en mármol a todo lo que la poesía presenta, sin esfuerzo, en la materia de las palabras. Son los fenómenos legítimos de limitación de los campos artísticos y sus leyes, una vez descubiertas, no pueden ponerse de ningún modo en tela de juicio. En la oposición categorial a la materia, en tanto principio que delimita regiones, alcanza pues el concepto estético de forma una primera determinación clara; que puede mantenerse sin dificultad en todas las regiones del arte; pues cada una de ellas tiene su materia determinada. En verdad puede decirse que toda la divi sión de las bellas artes se inició, en primer término, en la dife rencia entre sus materias. Sin embargo, en parte, el principio de la diferenciación pasa al terreno más amplio de lo bello extra artístico. Pero además esta relación sólo concierne a un aspecto del con cepto de forma. Como puede verse ya por el hecho de que justo el "contenido" de una obra de arte, es decir, lo que se denomina así inadecuadamente, no es absorbido por tal concepto de mate ria. Casi ni es rozado por él. Así, pues, si el concepto de conte nido ha de alcanzar aquí un sentido claro, debe haber otra opo sición a la forma. Esta otra oposición aparece claramente en todos aquellos casos en que se trata de representación, es decir, en los que el dar forma consiste en hacer algo visible sensorialmente, lo que también tiene lugar —o podría tenerlo— más acá del arte. Así, la poesía pre senta conflictos, pasiones y destinos humanos, la escultura las formas corpóreas y la pintura casi todo lo visible. Estas regiones de contenido no son, en sí, artísticas, sólo las convierte en ello la plasmación del arte. Pero proporcionan los "temas" de tal plasmación, el "sujeto", así, pues, el "material" en este sentido, que es convertido en presencia visible sensorialmente por el creador. No todas las artes tienen "material" en este sentido, por ejem plo, la música (cuando menos no la música pura), la arquitectura, 

 INTRODUCCIÓN 21 la ornamentación. Y su concepto se vuelve del todo dudoso en lo bello natural. Sin embargo, en las artes representativas, incluso la poesía, es un momento constitutivo; y con ello basta para asegurar su lugar en la estética. Pero entonces debe ser cierto que en estas artes aparece la categoría de forma en una doble relación de oposición: por una parte respecto a la materia "en" la que forman y, por la otra, respecto al material "al que" forman. Y es evidente que aquí hay una conexión señalable entre la plasmación en el primero y el segundo sentidos. El problema que así se plantea tiene un largo alcance. Sólo difícilmente se lo podrá solucionar de un golpe. ¿Acaso hay una plasmación doble en uno y el mismo producto? ¿No deben ser en el fondo la plasmación de la materia y la plasmación del material una y la misma? Y sin embargo, no sólo son distinguibles una de otra, sino esencialmente distintas. Cuando el escritor forma, por una parte, caracteres y destinos y, por la otra, las palabras mediante las cuales les da expresión, es imposible que aquella formación y ésta sean idénticas. Sin embargo, en la obra terminada, por ejemplo, en una secuencia de escenas acuñada y realizada en diálogo, ambas han llegado a una unidad tal que no sólo son inseparables sino que se dan como una sola plasmación que repercutiera en dos direcciones. ¿Se trata de una equivocación o se da en realidad esta plasmación en dos direcciones? Esto último vendría a significar que una y la misma plasmación domina dos algos informes, es decir, formables. Podría ser que justo en esta doble relación pudiera apresarse el secreto de lo bello como tal —si no todo, cuando menos sí una parte esencial de él. Es evidente que en este caso la categoría de forma no sería ya suficiente y que, en su lugar, deberían aparecer las categorías de la estructura del objeto con las cuales se podría apresar el enlace característico de dos relaciones evidentemente heterogéneas, lo mismo que su concurso a la unidad de una multiplicidad intuitiva —o mejor dicho a la unidad intuitiva de dos multiplicidades. 7. Intuición, goce, valoración y productividad En tanto que el problema del objeto estético se deja ya vis lumbrar en un examen externo como considerablemente complicado y con un trasfondo que el contemplador puede sentir, pero no apresar, el problema del acto receptivo se muestra por su parte no menos complicado. Resulta ya significativo que haya más de un nombre que darle. 

 22 INTRODUCCIÓN Pues cada nombre corresponde a un aspecto esencial del acto, pero estos aspectos no son menos heterogéneos que los del objeto. Cuando menos pueden distinguirse claramente en el acto los mo mentos de la intuición, del goce y de la valoración. De ellos, el más notable es el del goce, pero a la vez el más distinguible de actos de igual altura y originalidad espirituales. Este momento se ha reconocido desde la Antigüedad. El pri mero en expresarlo fue Plotino y Kant se mantiene, en su "Ana lítica de lo bello", casi por completo en él. Usó dos expresiones: agrado y disfrute. Ambos fueron elegidos en consciente oposición a la actitud intelectual. Pero a la vez ambos se relacionaban, de manera estricta, con el objeto y además los concibió de tal modo que ambos incluían el momento de aprehensión. Es más, deberían contener también el momento de la valoración. Pues lo que Kant llama "juicio del gusto" no es más que la expresión del disfrute sentido mismo, y no un segundo acto al lado de éste. Así, podemos encontrar los tres aspectos reunidos en la esté tica kantiana. Pero poco adelantamos con ello en su diferencia ción. Por el contrario, en el trasfondo de la actitud receptiva se destaca con fuerza un cuarto momento, el de una puesta automá tica o un rendimiento espontáneo, que se enfrenta a la actitud de entrega y pérdida propia del disfrute y que parece acercarse al acto receptivo del artista productor. En Kant tiene la forma de un "juego de las fuerzas anímicas" —"imaginación" y "entendi miento"— que se plantea por reacción y que transcurre según leyes propias, y tiene el carácter de una recreación interior de la creación original del artista que se renueva en la intuición. El siglo xix recogió e imitó en múltiples formas estas determina ciones kantianas, y trató también de cambiarlas y mejorarlas. Pero no llegó muy lejos. La pieza más importante en ellas era la recep ción del acto judicativo en el de goce o, en términos kantianos, del "juicio" en el "agrado". Se reconoce que un punto principal de su análisis era la prueba de que el disfrute estético pretende tener validez universal (para todos los sujetos), pero sin basar esta pretensión en un "concepto". Esta universalidad "sin con cepto" es algo único dentro de la filosofía kantiana y por ello ha llamado siempre en forma especial la atención de los epígonos. Y de hecho se encuentra aquí una pieza esencial básica del notable ensamblaje de actos en la conciencia que contempla esté ticamente. Pero lo que en esto se queda corto es el aspecto de la intuición, es decir, el que tenía el primer lugar en la estética intuitiva de 

 INTRODUCCIÓN 23 Platón y Plotino. La visión es justo el miembro más importante en este ensamblaje de actos, cuando menos es el soporte. El agrado o goce y el juicio de valor que en él se esconde tienen ya el carácter de reacción a la impresión recibida en la visión, son momentos de respuesta en el acto y por ello no son lo primero en el ensamblaje total del acto. Sólo pueden aparecer cuando lo dado plásticamente está ya ahí, es decir, mediante una instancia receptiva. Apenas puede caber duda de que esta instancia receptiva del acto es intuitiva. A ello corresponde la expresión, firmemente enraizada, de "es tético". La palabra no quiere decir más que "sensible" y con ello se señala que los sentidos externos —ojos y oídos— son los instrumentos receptivos de lo bello; con lo que se indica por lo pronto y de nuevo sólo la oposición a la aprehensión intelectual. Sin embargo, los sentidos no aparecen aquí sólo como intermediarios de algo ya existente como en el percibir cotidiano, sino como estímulo de un proceso de orden superior que ahora se inicia. El sentido de esta relación se muestra tan pronto como reflexionamos que aquí se ha puesto la mira, dentro de la actividad de los sentidos, sobre el momento de la verdadera "intuición". Ésta no es idéntica a la receptividad, sino que sólo sé encuentra indisolublemente unida a ella en la percepción. Pero ésta recibe su evidencia también en aquellos casos en que está construida dentro de una conexión mayor de actos, donde la receptividad queda completamente dominada —como sucede siempre, en mayor o menor medida, dentro del ensamblaje del conocimiento. Tampoco pierde su carácter de intuición en el otro ensamblaje de actos, totalmente distinto, de la contemplación estética. Justo' aquí se convierte en dominante; y una gran cantidad de momentos característicos de la intuición, que quedan encubiertos en la relación cognoscitiva por la pretensión de aprehender el ser y que se pasan corrientemente por alto, muestran aquí ser esenciales. La luz y la sombra son sólo medios de conocer las formas de las cosas y se les presta poca atención; pero en el ver pictórico cobran independencia objetiva y se convierten en lo principal. Lo mismo sucede con la perspectiva, los colores y los contrastes. Y algo correspondiente puede decirse respecto a las otras regiones de la aprehensión artística. También el escritor retiene lo imponderable del movimiento y los gestos humanos, desapercibidos en la vida diaria; y aun cuando no puede ofrecerlos a la vista, los hace aparecer ante la mirada interna mediante el rodeo de la palabra. 

 24 INTRODUCCIÓN Pero tampoco con ello se agota la intuición, su papel sigue adelante. La visión estética es sólo visión sensible a medias. So bre ella se eleva una visión de segundo orden, procurada por la impresión de los sentidos, pero que no queda absorbida en ella y que está en clara independencia auténtica frente a ella. Esta otra visión no es una visión de esencias, una aprehensión platónica de algo universal, ni una intuición en el sentido de un grado más alto de conocimiento. Más bien está siempre vuelta hacia el objeto par ticular en su unicidad e individualidad, pero se ve en él lo que los sentidos no aprehenden directamente: en un paisaje quizá el momento anímico, en un hombre el de la actitud espiritual, del do lor o la pasión, en la escena que se desarrolla el del conflicto. Puede quedar por ahora sin resolver si esto vale con respecto a toda aprehensión estética. En general puede ser válido respecto a las artes en sentido estricto y a la visión abierta de lo bello en la vida y en la naturaleza. Es necesario orientarnos por esta zona central de fenómenos. Con respecto a esta visión de segundo orden es importante, ante todo; el hecho de que no es algo posterior, asunto de la reflexión que pudiera no realizarse. Bien puede suceder que el significado de una obra de arte o de un bello rostro humano sólo se entregue poco a poco en esta visión, pero esto vale también en gran medida con respecto a la visión de primer orden, por lo que no puede considerarse como señal especial de aquélla en oposi ción a ésta. Lo característico es más bien que la visión de segundo orden está estrechamente ligada a la de primer orden y se presente siempre con ella. Cuando menos al principio debería estar ya ahí, aun cuando después avance, se profundice. Sin embargo, muchas veces se invierte la relación de tal modo que, desde ella, se vuelve la mirada hacia los detalles meramente sensibles, como si éstos necesitaran una atención que sólo es proporcionada por la mayor importancia de la segunda visión. Ahora bien, no es posible saber, antes del análisis del objeto, •cómo actúa esta segunda visión. Así, pues, queda por investigarse. Pero puede sacarse ya de antemano una conclusión que servirá como norma para todo lo siguiente: en el acto estético receptivo se trata de la conexión de dos intuiciones, y sólo el efecto con junto de ambos constituye lo peculiar de la actitud de visión ar tística. A partir de aquí es fácil ver que ambos tipos de visión forman un todo inseparable, dentro del cual se entretejen y se condicio nan mutuamente. Y es de esperarse que ninguna sea el soporte 

 INTRODUCCIÓN 25 del goce (del "agrado") y del juicio del gusto sobre el objeto, sino sólo ambas juntas en su entrelazamiento. Desde aquí cae un primer rayo de luz sobre el efecto de la espontaneidad en el ensamble receptivo de actos. Pues aquí se abre el espacio libre para la actitud interna productiva, cuya existencia previa en el acto receptivo del contemplador sospechamos oscuramente, pero que sólo podemos precisar con dificultad. Es evidente que la visión de segundo orden es creadora, cuando menos reproductora. Lo que ve no es lo que entrega la percepción, sino que ésta sólo da lugar a ello, y por lo demás se destaca automáticamente. Por ello sólo se conserva como representación para la conciencia visionaria — concreta y abigarrada, como sólo lo es lo experimentado—, pero a pesar de ello no experimentada, sino producida espontáneamente (por la "imaginación", según dice Kant), prestidigitación de la fantasía y, a pesar de ello, ligada con firmeza a la impresión sensible. La Crítica del juicio ofrece también un concepto de esta relación interna entre la doble visión. Kant lo llamó "juego de las fuerzas anímicas" y aprehendió con ello la unidad característica de las instancias opuestas en la conciencia. Pero a las dos "fuerzas" de las que se trata les dio el nombre de "imaginación y entendimiento" y con ello subió demasiado por la escala de las "facultades". Se apartó demasiado de la sensibilidad, cuando es evidente que uno de los miembros de la doble visión es sensible. Pero no es posible determinar al otro en forma tan intelectual, como se hace al emplear la expresión "entendimiento". Si se torna el comprender por una función del entendimiento, se cancela con ello el carácter de intuición del segundo miembro. Por ello es mejor dejar a un lado al entendimiento y considerar el entrelazamiento como un estrelazamiento de visión sensible y suprasensible; esta última no tiene el significado de un ensimismamiento o hundimiento misterioso, sino que designa simplemente el ver espontáneo interior y productivo que añade algo nuevo a lo dado de inmediato a los sentidos. La expresión kantiana, "imaginación", sería de hecho adecuada para ello. Sea de ello lo que fuere, podemos retener el acoplamiento de dos visiones como algo básico para todo el ensamblaje receptivo de actos de la contemplación estética. En él, la visión interior es el primer momento condicionante, pero con ella entra en juego una relación de la condición alterna. Pues sólo la puesta de la segunda visión eleva a la primera sobre la percepción cotidiana y le da el carácter especial, estético. Ambas unidas constituyen, a 

 26 INTRODUCCIÓN su vez, el elemento de soporte del acto de agrado, de disfrute o goce, ya que éste sólo puede surgir una vez que se ha realizado la iluminación interior de la visión sensible por medio de la suprasensible. Y a la inversa, el objeto contemplado aparece como bello en la medida en que esta iluminación y este ser ilumina do no se experimentan en la visión misma como una visión de los momentos del acto —cuya relación queda oculta a la concien cia intuitiva—, sino como una relación de momentos o capas del objeto a los que están subordinados los momentos del acto. Este "parecer bello" es expresado por el juicio estético de valor. La valoración como momento del acto es sustentada también por el entrelazamiento de la doble visión. Y no podría ser de otro modo ya que aun el agrado mismo es sustentado por tal entrela zamiento. Pues el juicio del gusto es sólo la expresión reflexiva de lo que el agrado hace inmediatamente sensible. 8. Lo bello natural, lo bello humano y lo bello artístico Hay muchos intentos en la estética que, en realidad, no son sino filosofía del arte. Es comprensible, pues en las artes donde se plantean de modo más significativo los problemas fundamentales de lo bello y de su aprehensión y, por ello, son más prontamente analizables. Además, el hombre de actitud artística tiene por lo común un juicio a favor de lo bello artístico, por ejemplo, del tipo que a limíne supone lo bello supremo. Hasta la fecha resulta usual cierta exageración de los valores artísticos entre quienes en tienden algo sobre el asunto. Con lo cual, desde luego, se degrada sin pensarlo todo lo bello. Es evidente que tales opiniones representan un punto extremo. Nadie disputará que en las artes se presentan también componen tes valiosos de tipo peculiar que faltan en lo bello de otras esferas; el verdadero sentido de la palabra "arte" se refiere al quehacer del artista, se trata de un factor que sentimos como "oficio" en la obra de arte y que reconocemos como auténtica cualidad valiosa. Pero esto no justifica el considerar la falta de estas cualidades en lo bello extraartístico como un defecto. Así, pues, debe partirse de lo bello general, sin que importe dónde y cómo aparezca. Y con ello debe reconocerse igual dig nidad a lo bello natural y lo bello humano que a la obra de arte. Por lo común sólo se hace referencia a la naturaleza. Pero tam bién el hombre y mucho de lo que hay en la esfera de su vida y su conducta tienen un aspecto estético; el hombre no es siem pre pura naturaleza, sino a la vez todo un mundo espiritual que 

 INTRODUCCIÓN 27 se sobrepone al natural. Y si bien es cierto que, en lo esencial, son las aportaciones característicamente morales de su acción y su conducta las que constituyen el contenido de lo bello humano, de ahí no puede seguirse, en modo alguno, que la estética desemboque aquí en la ética, ni lo bello en lo bueno. Humanamente bello puede ser también el juego de las pasiones cuando se presenta libre de trabas y no puede ser llamado bueno de ninguna manera. Los conflictos y la lucha, la pasión y la derrota ofrecen una tensión y solución verdaderamente dramáticas, no sólo para el escritor —que las busca como elemento a fin de configurarlos artísticamente—, sino para aquellos a quienes la vida proporciona la distancia y la tranquilidad necesarias para verlos en su dramatismo natural. Es muy posible que exista un dramatismo escénico sólo gracias a que existe un dramatismo vital, que como tal puede ser sentido de modo estético. Lo mismo es válido, en medida aún mayor, de la comicidad de la vida que también florece y es sentida sin la transformación literaria. Hay humoristas sin lite ratura, en medio de la vida y, desde luego, no sólo en aquellos casos en que se anuncian con dichos certeros; de lo que se trata es de la disposición interna, del modo de ser y de vivir, del sentido de lo demasiado humano. La visibilidad de lo cómico involuntario en la vida humana depende de la actitud del contemplador, de su distanciamiento y su estar por encima de ella, de su diversión con ella. Es verdad que no caemos fácilmente en la cuenta de estas condiciones en tanto somos copartícipes y acompañantes. Con ello se amplía muy considerablemente el campo conjunto de posibles objetos estéticos. Puede uno preguntarse, con toda seriedad, si acaso hay algún objeto en el mundo que no tenga un aspecto estético. Si es necesario responder en forma negativa, y todo ente cae en la alternativa entre "bello" y "feo", resulta necesario destacar dentro de esta enorme muchedumbre lo que tiene derecho, en sentido estricto y eminente, a una valoración estética. Para ello no basta con reservar a la sola obra de arte el terreno delimitado y sacar de él todo lo demás. Las obras de arte pueden resultar insignificantes y ser discutibles de acuerdo con la dirección plena de lo intentado, y las obras de la naturaleza pueden ser valiosas y convincentes estéticamente más allá de toda medida. Es más: se plantea la pregunta de si lo feo o vulgar no ha de buscarse, exclusivamente en el terreno del arte, a saber, en lo fracasado artísticamente, y de si en la naturaleza no es todo bello. Y entonces puede hacerse la pregunta ulterior de si es también 

 28 INTRODUCCIÓN así en el reino de lo humano. Quizá depende sólo de un sentido defectuoso del contemplador, respecto a los distintos tipos de lo bello, el que no pueda verlos por doquier. Herder da el ejem plo del "espantoso cocodrilo" como prueba de lo feo entre las formas de lo vivo, lo que actualmente resulta muy subjetivo. Y lo mismo sucede con los rostros y figuras humanos: las llamadas épocas clásicas de la escultura y la pintura crearon determina dos ideales de belleza que ejercieron su dominio durante siglos sobre el gusto, y todo lo que no correspondía a ellos era conside rado no bello. Pero llegaron otros tiempos y otros gustos y otros tipos ideales se convirtieron en norma. Toda norma de este tipo ha mostrado estar condicionada temporalmente, ser pasajera y relativa. Así, pues, ¿con qué derecho suponemos que las formas que nos salen al encuentro en la vida, en la medida en que nos desagradan a quienes vivimos hoy en día, han de pasar por feos? Las preguntas de este último tipo nos llevan directamente a un relativismo frente a los valores estéticos. Y entonces parece que lo bello no es más que una norma mudable y aun arbitraria, condicionada por factores extraestéticos, por las circunstancias sociales, las tendencias prácticas predominantes, por su utilidad para la vida o también por direcciones de preferencia surgidas de lo biológico y que buscan una expresión en un tipo determi nado de ideales. Hay que reconocer sin condiciones el hecho de la fluctuación histórica. No hace falta ignorar los fenómenos de este tipo para reconocer que ni ellos ni sus semejantes rozan siquiera la esen cia del ser bello, sino sólo sus peculiaridades. Así, sigue siendo una pregunta del todo básica la de si se da lo feo en el reino de la naturaleza, aun cuando el sentido para lo bello natural va rié mucho y en general se presente en la historia relativamente tarde. También esta pregunta habrá de ser tratada en su lugar. Y entonces aparecerá en estos términos: ¿se puede señalar en la diversidad del sentimiento, temporalmente condicionado, de la naturaleza algo común y básico que sea objetivamente consti tutivo del "parecer algo bello"? Para ello hay ahora ciertos ca minos de acceso que no pudo encontrar la estética intelectualista y psicologista. Están en el terreno de la ontología y la antropología nuevas y remiten a ciertas relaciones categoriales básicas. Por lo demás, la pregunta acerca de los bello natural limita, por la parte del contenido, con el terreno de investigación de la filosofía 

 INTRODUCCIÓN 29 de la naturaleza que tanto escandaliza aún; de la misma mane ra que el problema de lo bello humano limita con el de la an tropología. Es necesario cuidarse, aquí como allí, de confusiones en cuanto a los límites, pero tampoco es posible llevar el respeto hacia el problema de los límites hasta el extremo. El mantenerse en la única línea que puede seguirse entre las muchas desviaciones, debería ser, de hecho, una tarea de enorme dificultad. Las viejas representaciones ontológicas de perfección, que todavía el siglo XVIII introdujo por todas partes, a duras penas bastan aquí. Pero es concebible sacar de ellas un núcleo esencial sostenible, a fin de salvaguardarlas para un análisis más fenome nológico. El punto de partida general está ya dado en cuanto se ve que la llamada "naturaleza" no es un mero sistema de leyes, sino que también consiste en una jerarquía de productos que reciben su carácter de ensamblaje de una unidad y totalidad in teriores, sin que importe que tengan un carácter meramente diná mico u orgánico. Pues los ensamblajes naturales son algo violable, perturbable y destructible, y toda perturbación en ellos es algo negativo que se siente también negativamente, apresable modus deficiens objetivamente en las cosas y subjetivamente en la intuición. Éste sería el lugar de aparición de lo feo en el reino de las formas naturales. El supuesto de ello sería, desde luego, que hay una conciencia inmediata, sensible e intuitiva, del carácter intacto y pleno, como también de la perturbabilidad, de estas formas. Pero esto habría que comprobarlo, si bien dentro de ciertos límites, en un análisis adecuado de los fenómenos. 9. Metafísica idealista de lo bello. Intelectualismo y actitud temática De nuevo aparece en primer término el problema del proceder de la estética. No en el sentido de que pudiera proyectarse de antemano una metodología. Más bien hay que mantenerse en la opinión de que una conciencia del método es siempre secun daria frente al método vivo que trabaja y se dirige sólo a su ob jeto. * Sin embargo, muy bien pueden plantearse preguntas pre vias que pueden contestarse gracias a la experiencia histórica de múltiples intentos y esfuerzos. Por lo que respecta a la situación de atraso de la estética no se ha hecho de ningún modo lo sufi- * Véase Ontología. III: La fábrica del mundo real, trad. de J. Gaos, Fondo de Cultura Económica, México, 1959, cap. 62 a, b. 

 30 INTRODUCCIÓN ciente para ello con lo que se sacó de los muchos análisis mencionados. Por joven que sea la estética, abarca ya una serie de direcciones muy diversas que no terminan en la oposición entre el análisis del acto y el del objeto. Ya en Kant y Baumgarten se entrela zan ambos en forma inextricable. Por último, en Schelling, Hegel y Schopenhauer se rebajan, por mor de una concepción metafísica fundamental, casi a meros momentos. El peso se traslada del todo a las artes, que celebran el gran triunfo de la superioridad, y lo bello en el mundo más acá del arte se rebaja a objeto de segundo rango. Esto tiene sus razones de ser en la metafísica, mucho más ge neral, del idealismo y, en especial, en el papel que se atribuye a las artes en la totalidad de la vida espiritual. Si hay una "inteli gencia inconsciente" o una "razón absoluta" como base de todo ente, si los productos de la naturaleza son expresiones unilaterales de esta razón y si la vida espiritual es la conciencia de sí de tal razón que se realiza gradualmente, entonces las artes no pueden ser sino grados de esta conciencia de sí; desde luego, no son los superiores, pues permanecen unidos a lo sensible, pero sí resultan necesarios para el ser humano limitado y no pueden ser sustituidos por el comprender. Es verdad que, para Schelling, se invierte la relación, pues pone a la intuición por encima del concepto y, por último, la eleva a instrumento universal de la filosofía; con ello el artista se convierte no sólo en vidente, sino en portador del destino del Espíritu, y el filósofo, a su vez, en artista eminente tal como corresponde al ideal del romanticismo. Hegel, por el contrario, se mantiene firme en la superioridad del concepto y el "no llegar al concepto", que es propio de las artes, es su de fecto. Todo esto sólo tiene sentido si se concede la idea básica de este idealismo, a saber, que hay un Absoluto subyacente que adquiere conciencia plástica intuitiva en las creaciones del arte. Esta metafísica de lo bello se muestra relativamente indife rente con respecto al otro aspecto del supuesto idealista, a saber, que el Absoluto debe ser un principio "racional". Así lo demuestra la estética de Schopenhauer, construida según el mismo esque ma, pero en la que subyace una voluntad universal carente de ra zón y de inteligencia. En verdad es justo aquí donde se hace del todo transparente la imagen total, pues no sólo la conciencia sino también la inteligencia son siempre asuntos humanos. El viejo platonismo experimenta un renacimiento tardío en esta teo ría: la naturaleza es un reino de formas firmemente acuñadas, 

 INTRODUCCIÓN 31 toda forma de los productos tiene una "idea" subyacente, de acuerdo con la cual se forman los casos, las artes permiten que es tas ideas aparezcan en las obras individuales y este aparecer es el resplandor de lo bello. La música penetra aún más, pues no imita formas objetivas, sino que da expresión sensible a la esencia ori ginal, a la "voluntad universal". Pero también en esta teoría se disuelve toda la serie de rendimientos del arte en un hacerse cons ciente aquello que ya existe en sí sin el arte. Esto último es, sin duda alguna, un residuo de aquel intelec tualismo que desde tiempo inmemorial se adhiere a las reflexiones de la estética; desde luego, no se trata de un intelectualismo en sentido estrecho que reduzca a pensamiento, concepto y juicio, pero sí de aquel de sentido amplio que toma la visión estética por un tipo de aprehensión cognoscitiva. En nada modifica este error el hecho de que Schelling haya colocado a la intuición por encima del concepto. En general, la tesis fundamental es indife rente hacia el ordenamiento jerárquico de tipos y grados de la aprehensión; en todas estas concepciones el esquema del cono cimiento sigue siendo el mismo; se adhiere con igual firmeza al acto estético, por más que la teoría se cuide de ello por medio de distinciones subordinadas. Sin embargo, aquí es más importante un segundo momento. Las teorías de lo bello que entienden el acto de la visión por analogía con el conocimiento, están, por su esencia misma, dirigi das de modo especial hacia el contenido de las artes y por ello no pueden hacer justicia al momento de la forma, es decir, a todo lo verdaderamente estructural y gráfico de las creaciones artísticas. Esta crítica no intenta defender la separación entre "forma y materia"; tiene ya buena justificación cuando las nuevas investigaciones ponen de manifiesto que el contenido específica mente artístico está constituido por la conformación. Sin embargo, estas teorías metafísicas del arte están muy alejadas de tal opinión. Para ellas, el contenido es más bien el "material" dada previa mente, a saber, en el sentido ya mencionado de tema o asunto; desde luego, el momento temático mismo está muy ampliado y engrandecido; es elevado a la metafísica propia de una concepción del mundo. Esto en nada cambia el hecho de que el aspecto de la confor mación artística —y justo también la rotundidad interior misma— se quede corto. Cuando menos debe decirse que no se reconocen la importancia de la autonomía y el valor propio de la forma —carac terísticos de todo logro artístico. De ello podrían darse incontables 

 32 INTRODUCCIÓN ejemplos tomados de la amplia estética de Hegel; de todos cono cida es su interpretación de lo trágico en el caso de la Antígona de Sófocles, donde se considera que el conflicto —puramente moral— surge de la oposición entre la ley estricta y la no estricta. Estrechamente ligada a la actitud "temática" está la opinión, muy difundida, de que en todas las artes el crear productivo es una función de la vida ética y religiosa. Esta concepción no está ligada a ninguna época o teoría determinada, y está, hoy en día, tan viva como hace 150 años. Desde luego, no ha de desco nocerse que, por lo común, el gran arte crece en el terreno de una vida religiosa muy desarrollada y que, en un principio, sur gió como expresión de ella. Sin embargo, las conclusiones que de ello se han sacado son dudosas y recuerdan peligrosamente la metafísica hegeliana del Espíritu. Pues ahora parece que tal re lación no es sólo constitutiva de cualquier arte, sino también el principio interior de la productividad artística misma con lo cual se hace, evidentemente, a un lado el problema estético de la forma y se pone en duda la autonomía de los valores estéticos. Lo único que, de todo esto, merece retenerse es que la produc ción artística crece con mayor rapidez en aquellos lugares en que los hombres son movidos por grandes ideas y la pasión de la idea fuerza a la expresión, casi querría decir a la objetivación. Esto es válido con respecto a toda vida espiritual altamente desarrolla da, una vez despierta. Sin embargo, la vida religiosa está desti nada, más que todo lo demás, a encontrar expresión en el arte, justo porque su contenido está más allá de lo directamente comu nicable. Las artes poseen la varita mágica que da figura a lo inapresable, logran lo que la mera enunciación y formulación —por ejemplo, el dogma— no pueden lograr; traen lo suprasensi ble y jamás visto a la cercanía sensible y así le dan en el corazón humano la fuerza que sólo tiene lo sentido como algo cercano y presente. La vida religiosa, una vez despierta, tiene que clamar por el arte y así lo hace, lo llena de su impulso, de su pasión, de sus ideas. Pero el arte, una vez despierto, encuentra otras cosas en el mundo que también claman por él: la vida moral y social con sus conflictos y destinos, la profundidad del corazón humano con sus penas, sus luchas y la inagotable multiplicidad de la idiosincrasia individual; y por último, el reino de la naturaleza con sus incomprendidas maravillas. Para el hombre —que es un ser espiritual— la mayor actualidad la tiene, con mucho, la vida es- 

 INTRODUCCIÓN 33 piritual. Por ello aparece en primer lugar su serie de temas; el impulso hacia su presentación es el más fuerte. Pero la conformación misma —que da satisfacción a este impulso— es por ello algo distinto y sigue siéndolo y no puede entenderse a partir de las meras condiciones "temáticas". Tampoco puede serlo si, en verdad, sólo en lo temático deben buscarse las fuerzas espirituales que impulsan a la configuración. 10. Estética de la forma y de la expresión Es comprensible que la reacción a estos intentos metafísicos sobre el contenido haya caído en el extremo contrario. Se recordó la autonomía de la forma artística y se trató de entender lo bello a partir de principios puramente formales. Muy lógicamente se erigió en meta lo estructural del objeto bello, sobre todo en la obra de arte. En sí, este tipo de investigación es tan objetivo como el dirigido al contenido, pero no ve la esencia del objeto en algo preexistente, que llega a la presencia, sino en las cualidades especiales de la presentación misma. Y con ello se da un paso importante hacia la esencia de lo bello. Ahora bien, debe decirse de inmediato que esta tarea ha mostrado ser infinitamente más difícil de lo que se creyó en un principio. Pues sólo ahora se está ante el verdadero enigma de lo bello; y los medios de conocimiento que hubo que introducir pronto mostraron ser insuficientes. Sólo bosquejan el problema, pero no penetran mucho en su hondura. Puede decirse que sólo aquí se mostró en qué escasa medida es la forma estética un objeto de posible conocimiento. Hoy en día, al volver los ojos hacia la insuficiencia del cercano pasado, nos sentimos tentados a exclamar: "¡Cómo no iba a ser así! La forma sólo se da a la intuición, nunca al comprender." Pero para quienes emprendieron la nueva tarea, esto no era tan seguro y mucho menos evidente. Así, se adujeron, en esta ocasión también, momentos extraestéticos a fin de llenar más o menos las lagunas, ahora visibles, del comprender. Pero con ello no se pasó de las determinaciones más generales: armonía, ritmo, simetría, orden de las partes dentro del todo, unidad de una multiplicidad y muchas otras más. Los conceptos de este tipo fueron enumerados y variados casi hasta agotarlos, a fin de poder rastrear el secreto de lo bello a partir del aspecto objetivo. Tampoco puede negarse que en todas ellas existe una tendencia correcta. Pero se ve fácilmente que son demasiado generales para poder tocar siquiera de manera superficial lo específicamente esté-

 34 INTRODUCCIÓN tico de las cualidades formales. Todo producto natural posee la unidad de la multiplicidad, lo mismo que el orden de las partes y, en muchos casos, la simetría. Por el contrario, la armonía y el ritmo —en la medida en que quieren decir más que aquéllos— se han tomado del campo fenoménico de una de las artes, la música (que desde luego es prototípica de lo bello formal puro); por ello resultan tautológicos en relación con este arte, aun cuando no lo agotan; sin embargo, en relación con las otras artes sólo aciertan por analogía y, por ello mismo, las agotan menos. La enorme multiplicidad de formas en el arte —y no menos en lo bello natural— ni siquiera se ha rozado con ello. Pero justo aquí empieza el verdadero problema de la forma. Éste surge con la pregunta de por qué son bellas formas muy determinadas de lo visible o de lo representable por medio de la palabra acuñada, y otras en cambio, que sólo se apartan poco de ellas, no lo son. Pues lo feo no es meramente lo carente de forma, sino lo defec tuoso o fallido en el sentido de determinada plasmación. Así, pues, a pesar de intentos de mérito, falta aquí lo principal. Y pue de preguntarse si podrá encontrárselo por los caminos trazados. No resulta mejor el determinar la forma estética como expre sión. Pues de inmediato se plantea la pregunta: "de qué" ha de ser la expresión. Las respuestas pueden ser: de la vida, del alma, de lo humano, de lo espiritual, de lo significativo, o aun del sentido, de la finalidad o del valor. También éstos son datos que no pueden desecharse sin más. Es evidente que aciertan al defi nir mucho de lo bello del arte y fuera de él. Pero es difícil que acierten en todo lo bello. Por lo demás hay que reflexionar aquí sobre tres cosas. En primer lugar existe una relación expresiva fuera del arte, por ejemplo, en el lenguaje cotidiano, la gesticu lación y la mímica. En segundo término, no toda expresión —aun que sea la querida artísticamente— puede ser llamada bella y, en tercer lugar, la pregunta acerca del contenido expresado traslada de nuevo el problema de la forma al material. Con ello no se hace justicia al problema de la forma. Tampoco sirve de mucho el decir que se trata de la forma en unidad con el contenido, por ejemplo, de la "correspondencia entre la forma y el contenido" (Wilhelm Wundt) o de la "for ma de la idea en un modo real de aparición". Más bien se trata ría de saber en qué debe consistir la correspondencia, cómo se logra su unidad con el contenido y qué lleva a la "forma de la idea" a la aparición. Mucho más adelante ha llegado en esta di rección la teoría científica acerca de las artes individuales, por 

 INTRODUCCIÓN 35 ejemplo, Hanslick en el terreno de la música y A. von Hildebrandt en la escultura. Desde luego, es posible adelantar algo, a partir de los problemas estilísticos de artes y épocas, en lo que respecta a la esencia de la forma y de la expresión. Sin embargo, la desventaja de la especialización es aquí mayor que la ventaja y uno se aleja de lo fundamental en la medida en que se penetra más concretamente en lo especial. Por lo tanto, tropezamos aquí, como sucede siempre en la es tética, con la misma dificultad metódica: el fenómeno se presenta sólo en el caso individual, pero en éste no puede apresarse lo general; y donde puede apresarse se rompe y destruye el fenómeno. Es el reverso de la relación, que llamó la atención desde un principio: donde la visión está intacta no hay un comprender; cuando surge la comprensión se destruye la visión. Sólo una investigación ulterior enseñará cómo salir de esta relación dialéctica negativa. Lo que se esconde en el principio de la "expresión" habría de ser, más bien, una relación fenoménica y de tipo muy peculiar. Pero no necesita ser aparición de una "idea", ni de la vida, ni de un sentido. Sino que la peculiaridad del objeto bello ha de buscarse en la manera misma de aparecer. Con ello queda el espacio libre para otro concepto de forma distinto y específicamente estético. Pues de una u otra manera ha de tratarse de la forma de la aparición como tal, y es de esperar que la rijan reglas de juego completamente distintas a las de la plasmación de otro tipo. 11. Estética psicológica y estética fenomenológica El despliegue de una concepción psicológico-subjetiva corre paralelo a la interpretación objetivo-formal de lo bello, en parte en oposición a ella y en parte unida a ellos por giros asombrosos. Pertenece al movimiento general del psicologismo y comparte con él la tendencia a retrotraer todo a procesos anímicos. Es comprensible, dadas las dificultades con que tropieza el análisis de la forma, que por un tiempo se creyera que el futuro de la estética estaba en ella. Desde luego, se trata aquí de un análisis puro del acto. Pero esto no constituye la esencia de la cosa; sin análisis del acto es imposible todo progreso de la estética. El peso recae más bien aquí sobre la pretensión de poder aclarar el objeto estético y sus valores a partir del acto. Por ejemplo, Theodor Lipps entendió al objeto como totalmente dependiente del contemplador y de 

 36 INTRODUCCIÓN tal modo que está por completo penetrado por el hacer del sujeto; sólo lo convierte en objeto estético el que el hombre "pro yecte sentimentalmente" en él su propia postura interior y, así, se viva a sí mismo en él. En consecuencia, lo bello es la cualidad que alcanza el objeto para el contemplador por la empatía de éste. El goce de lo bello es, sin embargo, en última instancia, un goce de sí mismo del yo, indirecto desde luego, mediatizado por el objeto en el que se ha proyectado sentimentalmente. Junto a la teoría de la empatía puede ponerse toda una serie de concepciones que se le asemejan en el punto principal, a saber, que lo bello no estriba en una modalidad del objeto, ni por la forma ni por el contenido, sino en un comportamiento, hacer o estado del sujeto. Es verdad que las formulaciones que hemos encontrado nos parecen más subjetivas de lo que era la intención de quienes las sostuvieron, pues el subjetivismo dominante por aquellos días consideraba la sustentación del objeto en el acto como algo natural de suyo. Pero la enorme dificultad que con ello se presenta no disminuye por esta apariencia de naturalidad. La encontramos en la pregunta de cómo es posible atribuir al objeto el hacer del propio acto como una cualidad valiosa y go zarlo como tal. Pues en toda esta situación lo bello no es el yo y su actividad, sino sólo el objeto. Las teorías de este tipo llevan en sí el ser cada vez más com plicadas y artificiales, mientras más se esfuerzan por tratar de los fenómenos que se dan en la realidad y por hacerles justicia. Así sucedió también con la estética psicologizante; tuvo que ser reconstruida, mejorada y planteada de nuevo sin que se lograse salir, en lo esencial, de la dificultad. El callejón sin salida —que los opositores habían previsto mucho tiempo antes— se hizo evi dente, sin que nadie pudiera descubrir su causa interna. Sin embargo, hay algo que la distancia histórica suficiente no nos permite negar: de hecho existe un tipo determinado de de pendencia del objeto estético en relación con el sujeto que intuye, y esta dependencia —reconocida y discutida desde la época de Kant— fue exagerada por la teoría de la empatía, pero a la vez se la sacó de nuevo a luz y se la hizo discutible. En ella que daba esto en claro: que la belleza no está adherida a las cosas como modalidades ónticas, independientes de la manera de ser y de la fuerza perceptiva del sujeto, sino que está del todo con dicionada por una actitud o postura interior muy determinada, distinta respecto de cada una de las artes —casi respecto de cada objeto individual. 

 INTRODUCCIÓN 37 La enseñanza que debe sacarse de aquí tiene en sí algo de fun damental e imperecedero, unido de modo muy laxo a interpretaciones psicológicas especiales y que, de ninguna manera, se sostiene o cae con ellas. Afirma que no hay un ser bello en sí, sino sólo un ser bello "para alguien", y que el objeto estético mismo, ya sea de la naturaleza o del arte, no es tal en sí, sino sólo "para nosotros"; y también que sólo lo es en la medida en que aportamos una posición receptiva interior determinada, ya se considere como tal la postura o un hacer activo. De ningún modo es necesario caer por ello en un subjetivismo idealista o en una observancia psicologista; no se afirma aquí la subjetividad de lo bello sino sólo una codependencia respecto al sujeto, que puede armonizarse con las exigencias objetivas de la estética de la forma y que, quizá, sólo en la síntesis con ésta podría dar una imagen unitaria. Si desde aquí volvemos los ojos hacia Kant encontramos el pensamiento fundamental prefigurado ya muy detalladamente en su analítica de lo bello. Consiste en el "juego de las fuerzas anímicas". Pues según se lleve a cabo o no, aparece el objeto corno bello o como no bello. Puede uno preguntarse por qué no se impuso este pensamiento de inmediato en la estética. Existe una razón comprensible: en Kant el objeto de conocimiento —es decir, las "cosas" todas sin distinción— está igualmente condicionado por el cohacer del sujeto, en ello estriba el "idealismo trascendental"; así, pues en él tal condicionalidad no establece diferencia alguna entre los "objetos empíricos reales" y los objetos bellos. Y si bien la aportación del sujeto es siempre esencialmente distinta, la relación fundamental sigue siendo la misma. Fue el modo de ver del idealismo el que borró la oposición y no hizo justicia a la manera distinta de ser del objeto estético. El idealismo —aun el trascendental, tan cuidadosamente sopesado-no es un terreno en el que se puedan trabajar las diferencias en la manera de ser. Pero justo aquí se comprueba que no es posible tratar el problema estético de la forma sin distinciones precisas de este tipo (en última instancia, ontológicas). No faltó la idea de una síntesis adecuada entre la interpretación subjetivista y la objetivista en esta pugna de pareceres. En cierto sentido, se encontraba en la estética de la "expresión", tal como la representa, por ejemplo, Benedetto Croce: el acto no es expresión, pero sí lo es el objeto, aunque su expresarse no existe en sí, sino "para" un sujeto que lo entiende; lo mismo pasa con la belleza: lo bello no es la intuición ni tampoco el arte del 

 38 INTRODUCCIÓN "oficio", sino sólo el objeto —aunque no tomado para sí, sino para un sujeto que lo intuye en determinada entrega. Así, pues, aquí queda aún tarea para el análisis del acto, que sólo éste es capaz de hacer y sin que ello vaya en detrimento del análisis del objeto, sino más bien saliéndole al encuentro de modo adecuado. Debería ser una ventaja el que ambos siguieran su propio camino, con cierta independencia, a partir de distintos aspectos del fenómeno total. Pues justo así alcanza su justifica ción —que se acerca al sentido de un criterio de verdad— todo lo que concuerda entre sí o se apoya mutuamente. Si reflexionamos acerca de esta situación del problema más o menos sin prejuicios, es decir, sin tomar partido por una u otra teoría de las que han colaborado a ella, sino manteniéndonos a distancia de sus intenciones, no podremos ocultarnos que, en ge neral, la situación ha tomado un giro favorable. El único problema es cómo valorarla. Y hay que decir que para ello se ha hecho poco todavía. Los intentos que se han registrado desde fines del siglo pasado, han tomado más bien una u otra dirección, pero no han reconocido la tarea de la síntesis ni la ventaja que ofrece. El más importante de ellos partió de la fenomenología. En esta manera de investigar se daban, cuando menos, las condiciones metodológicas para un posible éxito. Pues nada prestaba tanta ayuda como la tendencia a acercarse lo más posible a los fenó menos mismos, a apresarlos más detalladamente de lo hecho hasta ahora y a aprender a verlos en su multiplicidad para volver, sólo entonces, a las preguntas más generales. Si la fenomenología hu biese logrado —en aquellos primeros decenios de nuestro siglo en que alcanzó un sorprendente florecimiento— avanzar simul táneamente en ambos aspectos del problema, no habría podido faltarle un éxito decisivo en la estética. Pero el campo de trabajo que se le abrió a la vez en varios terrenos fue demasiado grande y las inteligencias educadas por Husserl muy escasas para poder dominarlo todo. Se creyó también que habían de crearse nuevas bases en todos los terrenos de la filosofía y la estética no pare ció ser el más urgente. Así, pues, la situación del problema, que había llegado ya a una cierta madurez, siguió aquí sin valuarse. Se inició, desde luego, el análisis, pero sólo del sujeto y del acto; y aun allí se quedó en cierta unilateralidad, pues sólo el momento del "goce", es decir, el "disfrute" kantiano, llegó a ser investigado en serio. Fue Moritz Geiger quien hizo este aná lisis. Tenemos que agradecerle algo nuevo, de hecho, y a su ma nera importante. Sin embargo, está aún demasiado cerca de la 

 INTRODUCCIÓN 39 estética psicológica —pues la fenomenología surgió de la psico logía— para poder alcanzar el problema fundamental de lo bello. El puro análisis del acto no pudo proporcionar más que ciertos rayos de luz que cayeron sobre el objeto del goce, pero no pudo apresar la estructura y el aspecto valioso del objeto estético. De suyo, el nuevo método sólo hubiera podido resultar fructífero para el problema de lo bello si se hubiera hecho accesible a la des cripción el aspecto fundamental del acto, la visión estética, en su doble figura y si, a la vez, los resultados de la descripción hu bieran estado de acuerdo con los de un análisis del objeto rea lizado paralelamente. De nuevo se muestra aquí lo que ya señalábamos más arriba: el análisis del acto ha dado un paso más, el análisis del objeto se ha quedado atrás. Y de ello resulta la necesidad de recuperar el atraso de este último. Las oportunidades actuales no son desfa vorables. Justo el pecado de omisión de la fenomenología nos señala aquí el camino y nos proporciona el medio para seguir adelante. Pues no es fácil ver por qué las esencias del acto han de ser más analizables que las del objeto, pues éstas son más acce sibles a la conciencia en actitud natural (intentio recta), mientras que aquéllas sólo resultan accesibles por una reflexión artificial sobre la conciencia del objeto (intentio obliqua). En sus principios, la fenomenología tenía el prejuicio de que, a la inversa, lo dado de inmediato es el acto. Compartía aún los supuestos filosóficos inmanentes del psicologismo y del idealismo kantiano, de los que procedía y de cuyos errores más patentes apenas acababa de desprenderse. Pero aún faltaba algo a la pe netración, requerida en todos los terrenos, hasta el reino verda deramente cercano de lo dado, el del fenómeno del objeto. Por ello, el grito husserliano de "volvamos a las cosas" no se satis fizo tampoco aquí. Y en consecuencia no se pudo llegar en el terreno teórico al ente, en el ético al verdadero análisis del valor, y en el estético hasta la esencia de lo bello mismo. También esto ha cambiado desde entonces. El camino hacia adelante está abierto. Hace ya tiempo que es transitable a la teo ría del ente, en la ética ha llevado a un nuevo análisis del valor según su contenido. Sólo la estética no se ha decidido a tomarlo. 12. Modo de ser y estructura del objeto estético Como se dirige a los sentidos, se ha creído que el objeto bello es una cosa como las demás: perceptible, apresable y de la misma realidad que ellas. ¿Es esto cierto? ¿Por qué, entonces no es hon- 

 40 INTRODUCCIÓN rado y gozado por todos los que lo ven, sino sólo por los elegidos, para quienes es algo más que una cosa? No se logra, evidente mente, por medio de la percepción. Dos hombres pasean por el campo que la primavera hace revivir, los dos se ocupan interior mente del paisaje: uno calcula a ojo lo que podrán rendir las tierras, el precio de los troncos maderables, al otro se le llena el alma casi hasta estallar con el verde tierno, con el olor de la tierra y la azul lejanía. Las impresiones sensibles son las mismas, las cosas de las que proceden también; pero el objeto que mediatizan es muy diferente. ¿Qué diferencia el paisaje que uno tiene ante los ojos del que el otro ve? Se dice poco si se habla de dos objetos. La tierra real y lo que crece en ella es la misma. Así, pues, depende sólo de la ma nera de ver; esto es lo que se ha dicho una y otra vez. Pero con ello se convierte el objeto estético por completo en función del acto y se da la razón al subjetivismo. ¿Por qué necesita entonces del pasear por el paisaje real y de la percepción? Es evidente que quien goza estéticamente no puede "ver" sin más el paisaje en su fantasía, en el lugar y en el momento en que lo desee, sino que está ligado a su existencia real y a su percepción. Pero así como en la conciencia prácticamente dispuesta se agrega la reflexión y, con ella, un dominio de relaciones objetivamente distinto, así en la conciencia dispuesta estéticamente surge, provocada por las mismas cosas, otra visión y lo visto es objetivamente distinto. Aquí nos vemos retrotraídos a la "visión de segundo orden" de la que ya se habló más atrás. Y en ella parece estar la solución del enigma. Lo que nos lleva de nuevo del problema del objeto al del acto. Esto cambia cuando advertimos que el sentimiento de felicidad en el que contempla y goza no es muy privado o individual, sino que lo comparte con hombres de su mismo espíritu y sensibili dad; es más, que dados ciertos supuestos anímicos, hay unas ciertas objetividad, validez universal y necesidad; y también que no es un paisaje cualquiera, sino de tipo muy determinado, el que puede contemplarse y gozarse de esta manera. Tanto lo uno como lo otro señala de modo evidente una raíz objetiva de lo bello natural, por más que la actitud y la manera de ver subjetivas participen en ello. Todavía no hemos de discutir en qué consiste tal raíz. Nos des viaría el utilizar para ella algunas de las viejas y gastadas catego rías, quizá de nuevo la forma de lo percibido o su función de expresión. Con ello no se adelantaría mucho, y también nos des- 

 INTRODUCCIÓN 41 viaría el aducir, por parte del sujeto, la empatía o una función interpretativa emparentada con ella. Más bien hay que ver el fenómeno, por lo pronto, en el modo de ser y la estructura del objeto mismo. Y sobre esto puede decirse ya algo —aun antes de iniciar el análisis más detallado—, aunque desde luego ha de que dar abierto a rectificaciones posteriores. Es evidente que quien goza estéticamente del paisaje prima veral, lo mismo que quien lo valúa de manera práctica, tiene igual mente poco qué ver con lo real que se da a los sentidos. Ambos tienen otra cosa ante los ojos, para ambos surge tras lo visto de inmediato algo no visto que para ellos es lo verdaderamente im portante; así, pues, ambos penetran con la mirada hasta alcanzar este algo distinto y permanecen en él, uno en una reflexión que calcula económicamente y el otro en la liberación anímica del entregarse. En el primer caso, es fácil ver qué es este algo distinto, en el segundo resulta mucho más difícil. Pero está ahí y de ma nera objetiva —quizá como el gran ritmo de lo vivo en la natura leza, que reina con fuerza tanto en nosotros como fuera de nos otros, aunque sea tan poco visible como aquél. Éste es ya un resultado preliminar. Detengámonos en él por un momento y veamos cómo se estructura el todo del objeto esté tico natural. Hay una doble visión entrelazada; la primera se dirige por medio de los sentidos a lo que existe realmente, la segunda a aquello que sólo está ahí "para" nosotros, los contem pladores. Pero tampoco este algo distinto se proyecta arbitraria mente, sino que está en clara dependencia con lo visto sensible mente. No puede aparecérsenos en todos los objetos percibidos, sino sólo en uno determinado y está, en consecuencia, condicionado por éste. Pero a la vez lo que aquí domina es algo más que un mero ser condicionado: lo contemplado está también determinado en gran medida en cuanto a su contenido por lo visto real, la "imaginación" no campea aquí libremente sino que es guiada por la percepción; por ello, lo contemplado interiormente en el obje to no es un puro producto de la fantasía sino algo evocado, a saber, por la estructura sensible de lo visto. El objeto estético natural se construye así en dos capas que, evidentemente, se entrelazan de la misma manera que los dos grados de la intuición. La relación entre las dos capas es, en ello, tan estrecha, que experimentamos la disposición primaveral sentida y gozada como si fuera el paisaje mismo y le adjudicamos una existencia en éste. Así el objeto estético nos parece una uni dad, sin huecos ni junturas, aunque sepamos muy bien que en realidad la disposición anímica no sea suya, sino nuestra. 

 42 INTRODUCCIÓN Este fenómeno de la unidad es del todo comprensible; con lo dicho no se le ha agotado ni mucho menos y no digamos que se le ha aclarado. Es un fenómeno específicamente estético y constituye la verdadera esencia fundamental del objeto estético. Cómo se forma sigue siendo un gran enigma, el enigma de lo bello natural. Pues no sucede en él lo que afirman las teorías de la empatía. No hay aquí una actividad de la propia alma que proyectemos dentro del objeto. Hay, sin embargo, una familiaridad con el campo, la pradera y el bosque que no necesita surgir por asociación, sino que se anuncia en nosotros como sentimiento vital y señala una conexión entre el hombre y la naturaleza, de la que provenimos todos, por más que hayamos perdido tal conexión. Bajo este cielo, el volverse hacia el sol, el erguirse y el desarrollarse son iguales en el hombre y en las plantas. Esto no necesita intro-yectarlo el hombre, lo encuentra ya ahí y despierta una gran resonancia en él. Y su liga con todo lo vivo lo sobrecoge como un milagro — justo a él, el fugitivo, que en su vida cotidiana se ha alejado tanto de lo originario que, indiferente a su olvido, lo ciñe aún sobre la vieja tierra. Desde luego, al tratar de la relación entre la naturaleza dentro de nosotros y la naturaleza fuera de nosotros habrá que cuidarse de aquellas sentimentales analogías e identificaciones que tanto se extendieron en el romanticismo alemán; el desbordamiento sólo puede perjudicar la compresión del problema. Aquellos éxtasis de los románticos están estrechamente emparentados con la visión estética de la naturaleza y quizá pueda incluírselos como fenómenos límites en el complejo de hechos (visto históricamente) que tenemos ante nosotros. Pero justo por ello no pueden ser aducidos, a la vez, para aclarar los hechos. Pues aquí no es esencial la medida en que podamos interpretar la resonancia sentida y vivida de modo psicológico o antropológico —o aun metafí sico—, sino sólo, en general, que en la visión de segundo orden se vive y se siente intensamente un algo segundo que se da de modo tan objetivo como el primero (lo percibido en forma directa), y que éste parece estar ensamblado en una firme unidad con aquél. Con esto se indica el esquema mediante el cual puede enten derse tanto la estructura como el modo de ser del objeto bello. Lo bello es un objeto doble, pero único. Es un objeto real y, por ello, se da a los sentidos, pero no se agota ahí, sino que es más bien y en la misma medida algo distinto, más irreal, que aparece en el real —o surge tras él. Lo bello no es ni el primer objeto

 INTRODUCCIÓN 43 solo ni el segundo solo, sino más bien ambos unidos y juntos. Mejor dicho, es la aparición del uno en el otro. Es evidente que dada esta estructura el modo de ser del objeto estético no podrá ser sencillo. Así como hay en él un objeto doble, así hay también un ser doble: uno real y otro irreal, mera aparición. Y lo peculiar es que, a pesar su total heterogeneidad, esta duplicidad del ser no divide el objeto ni lo hace aparecer como carente de unidad. Así pues, la relación entre ambas partes constitutivas debe ser muy íntima, podría decirse que funcional. Lo propio, de lo que depende el ser bello del objeto, es el papel decisivo de lo real (lo dado a los sentidos) en él, el dejar aparecer lo otro irreal. Esta es la razón por la que el modo de ser del todo tendrá que ser un modo escindido, aun cuando el objeto produzca estructuralmente, el efecto de algo unitario y sin escisión alguna. Lo que deja aparecer debe ser real, lo que aparece puede no ser real, pues consiste sólo en este aparecer. De ahí la reverberación en el modo de ser de lo bello: está ahí y a la vez no lo está. Su ser ahí es flotante. En la visión y en el goce experimentamos este flotar como la magia de lo bello. Si apresáramos el objeto mismo como algo escindido se acabaría la magia. Sólo podemos experimentar la magia de esta relación del aparecer si vivimos el objeto como una unidad intacta y, sin embargo, rastreamos en él la oposición entre ser y no-ser. 13. Realidad y apariencia. Desrealización y aparición Ahora bien, la estética del siglo XIX habló mucho de la aparición, aun cuando se supuso que se trataba del aparecer de una "idea" —siendo del todo indiferente que se entendiera ésta metafísicamente, como lo hizo Schopenhauer, o como pensamientos humanos, productos de la imaginación, ideal soñado, etcétera. De cualquier modo, la relación se comprende en forma demasiado estrecha. En lo bello natural no es tan fácil verlo; pero sí en lo bello artístico. El escritor deja aparecer figuras que son creaciones de la fantasía, pero que no necesitan ser ideales (por ejemplo, morales); su aparición basta para pretender un valor estético, siempre y cuando sea un aparecer verdaderamente intuitivo y evidente (que corresponda a la vida). Pues esto no es en modo alguno algo que se dé de suyo en la materia del lenguaje, en la que forma el escritor. 

 44 INTRODUCCIÓN Así, pues, esto es lo primero que se hace apresable por oposi ción a. la estética idealista: lo que aparece no necesita ser un ideal estético o de otro tipo. Quizá pueda ser cualquier corte hecho a capricho en la vida. Lo único que importa es el modo de aparecer. Habrá que retener esto, aun cuando en la práctica resultara que hay una cierta selección del material adecuado para la presentación. Pues aquí se trata del "material" en el sen tido aclarado más arriba. Pero lo segundo se refiere al aparecer mismo. A partir del ro manticismo —reforzado por la estética hegeliana— se habla de la "apariencia" como modo de ser de lo bello. Con ello se quiere decir lo siguiente: lo presentado no está en realidad ahí, no tiene realidad, si bien se presenta a quien intuye como si fuera real. Esto se ve en el abigarramiento concreto, en la riqueza de detalles y aun en el hundimiento de lo intuido en lo percibido. Pues quien contempla estéticamente no separa lo visto sensorial mente de lo contemplado espiritualmente, sino que lo ve en uno y cree, por ello, que copercibe lo no perceptible. Si se saca la consecuencia de todo esto, debe haber en la esencia de la visión estética un momento de engaño o de ilusión, y en la esencia del objeto un momento de simulación en cuanto al contenido. Existe, desde luego, una técnica del arte escénico y quizá tam bién del relato, que utiliza la ilusión como un medio y con ello alcanza los efectos realistas. Pero puede plantearse la pregunta de si esto es todavía un efecto artístico o si el arte no se acer ca con ello al truco, al efecto sensacional, y provoca en consecuen cia reacciones muy distintas a las artísticas. Por lo general, el espectador sabe muy bien que lo que ocurre en escena no es real, conoce el "ser escindido", distingue claramente entre el actor y el personaje que representa y justo por ello puede gozar su actuación. Si considerara el triunfo del intrigante o los padeci mientos y la muerte del héroe como reales, sería imposible mo ralmente que, como espectador, permaneciera sentado y se entre gara al goce de la escena. Así, hay en el arte escénico limitaciones del realismo, la estilización del lenguaje por medio del verso, de la escena por medio de la escenografía, del proscenio y de muchas otras cosas más. Y algo análogo es válido del relato y de las ar tes representativas en general. Justo la simulación de la realidad es por completo ajena al arte verdadero. Toda teoría de la apariencia y de la ilusión que siga este camino desconoce un rasgo esencial importante del dejar aparecer artístico: a saber, que no simula la realidad, sino que 

 INTRODUCCIÓN 45 más bien entiende lo que aparece como tal y no intenta insertarlo como un eslabón en curso real de la vida, sino que lo destaca de éste y, a la vez, lo protege del peso de lo real. Este ser destacado y protegido se presenta una y otra vez en todas las artes que presentan algo tomado de la realidad o inventa do a su modo. Es más conocido en la pintura, en la que el marco contribuye al aislamiento. A ningún espectador se le ocurrirá tomar la imagen del paisaje por el paisaje mismo, ni el retrato por la persona. Y precisamente esto es esencial para llevar a efecto la relación del aparecer. La oposición a la realidad circundante es aquí co-condicionante, por muy cierto que sea que el espec tador entregado olvida su mundo circundante y se destaca de ella con su objeto. Por extraño que parezca, el olvido del mun do circundante y la conciencia del destacarse de él no se opo nen, si bien pertenece a la última un resto de conciencia del mun do circundante. También aquí es una relación reverberante; pero con esto basta para que sintamos un feliz destacarnos de nosotros mismos, una pérdida de lo cotidiano y de las preocupa ciones, una redención y un alivio; nos refugiamos en este estado flotante, cuando deseamos huir de opresión y de las cargas aní micas. El error se introduce cuando queremos interpretarlo como una huida al mundo de la apariencia. Si en verdad se trata aquí de apariencia o de ilusión, no haríamos más que cambiar una carga por otra; tomaríamos lo que aparece por real y sufriríamos un nuevo encadenamiento. Por ello, habremos de retener el concepto de aparición en su neutralidad frente al modo de ser de lo que aparece y no confundirlo con la apariencia. A ésta pertenecería la ilusión del ser real. Aquí lo esencial sería la co-sentida oposición a lo real. Ya más atrás obtuvimos una estructura estratificada y un mo do de ser muy peculiar, a la vez que flotante, del objeto estético. El modo de ser depende de la manera fundamentalmente distinta en que subsisten ambos estratos en él: realidad en un primer plano dado a los sentidos, aparición en el trasfondo, allá un ser en sí, aquí un mero ser para nosotros; esto no se discute ni se pone en tela de juicio, una vez que se rechazan la ilusión y la apa riencia en el trasfondo que aparece. La apariencia perjudicaría más bien el puro carácter de aparición, pues simularía la realidad. Así, pues, su exclusión es justo la condición bajo la cual propor ciona la conexión de ambos modos de ser una imagen unitaria estable.

 46 INTRODUCCIÓN Pues los modos de ser no se mezclan. Son demasiado heterogé neos para ello. Y ni siquiera confluyen en la visión estética, sino que siguen siendo distinguibles, a pesar de estar ligados entre sí y ser sentidos como una unidad inseparable. Así, pues, el todo es algo completamente objetivo, lo que quiere decir: un producto puramente objetivo, en oposición a todos los momentos del acto de la visión y el goce, si bien está condicionado en su parte consti tutiva más importante por el sujeto y su acto, y sin su acción ni siquiera existiría; en consecuencia, existe "para" un sujeto que lo intuye adecuadamente. Algo objetivo no es, ni con mucho, un ente independiente del sujeto. La objetividad misma es aquí sólo real en parte, y en parte irreal. Sólo así es posible que algo que aparece "en" lo real, se aparte a la vez de lo real y no vuelva a ello, pero esté ahí dado como algo intuible concretamente, como sólo lo es lo real. Tal distanciamiento de lo real es la desrealización. Con ella se presenta un nuevo rasgo esencial del objeto bello como objeto que flota en el campo visual entre dos modos de ser heterogéneos. Este momento puede apresarse mejor en el hacer del artista, si bien no puede descifrarse ahí. Pues aquí se impone la oposición al hacer del hombre en la vida y en la carga de la responsabilidad moral. El actuar es un realizar. Propósitos o fines, aun irreales, pero que la conciencia se pone como metas, en la medida en que los sentimos como un mandamiento o un deber ser, se transfor man en realidad por la acción. Y la libertad con la que nos deci dimos a ello es una capacidad de corresponder a la necesidad ideal del deber cuando le falta aún la posibilidad de lo real. La realización de lo irreal consiste pues en su hacerlo posible. A pri mera vista parecería que también el hacer del artista es un rea lizar, la realización de una idea o de algo que flota ante él como ideal. Pero si lo vemos con mayor atención encontramos lo opues to totalmente. Su crear no es realización ni tampoco un hacer posible. Lo que flota ante él no es transformado en realidad, sino sólo presentado. Es decir, es llevado a la aparición. El proceder del creador es alejamiento de la realidad, es des realización. No necesita procurarse las condiciones de posibilidad que faltan, no necesita mover el pesado fardo de lo real, sino sólo ofrecer lo irreal como tal a la mirada que contempla. Sólo necesita de lo real como un miembro por medio del cual puede aparecer aquello, y sólo en la creación de éste es realizador. Pero lo que así llega a la aparición sigue siendo del todo irreal, y lo es de manera tan clara y evidente que tampoco el aparecer en algo apresable sensorialmente simula ser una realidad para nosotros.

 INTRODUCCIÓN 47 Por ello, la libertad del artista es del todo distinta a la del que actúa. No lo mueve un deber, no lleva la carga de una respon sabilidad. En cambio, tiene abierto el ilimitado reino de lo posi ble que no está ligado a condiciones reales. La libertad artística no sólo es distinta de la moral, sino que además es mucho mayor. Corresponde exactamente a la desrealización como modo de ser del hacer artístico, y es el puro ser libre de lo no exigido en ma nera alguna. 14. Imitación y poder creador Nada se ha discutido tanto en la estética como la imitación en las artes. Con Platón se inicia la teoría de la "mimesis" que encuentra su clásico en Aristóteles y aparece hasta nuestros días en ciertas concepciones —si bien la mayor parte de las que se basan en su esquema no la llaman ya por su nombre. Al principio, designaba la imitación de las cosas, de las personas reales y de su movimiento; más adelante, la imitación de las Ideas de acuerdo con las cuales debían estar formadas las cosas. En ambos casos, el artista tiene previamente bosquejado lo que ha de formar y el único problema de su "oficio" es la medida en que logra alcanzar el prototipo. Su hacer creador está aquí limitado por completo. Para nada se habla de que pudiera enseñar al mundo algo nuevo que aún no poseyera. Apenas cambia algo si interpretamos el sentido de las mimesis como "representación". También en este concepto resalta primero y con fuerza el momento de la imitación. Quien ponga atención logrará encontrar, desde luego, otro momento; se trata del que acabamos de examinar, el dejar aparecer —a saber, en una materia heterogénea a lo representado: en la palabra, el sonido, el color, la piedra. Ahora bien, si, como ya mostró ser necesario, ponemos la esencia de lo bello no en lo que aparece sino en la aparición misma, con ello se eleva de golpe la naturalidad del rendimiento creador en el hacer del artista hasta una altura considerable, se dispara hacia arriba, por así decirlo, y se convierte en lo principal de la obra hecha. Pues ahora es fácil ver que la representación artística no es más que el dejar aparecer mismo. Y con ello el ver dadero portador del valor estético es el rendimiento artístico y el "material" especial que lo forma se rebaja a segundo plano. Pero no basta con ello, ¿Están pues las artes representativas y su material destinados a proyectos acabados ya sean de la na turaleza o de la esfera de la vida humana? ¿No tiene el artista cierta libertad también en este sentido? ¿Acaso no puede ir 48 INTRODUCCIÓN más allá de lo dado, elevar el material mismo, en la composición de la obra, sobre el reino de lo experimentado y mostrar así al espectador algo que no encuentra en la vida? A algo por el estilo se referían la estética de Plotino, la de Schelling y la de Schopen hauer al hablar de "Ideas" que eran llevadas a la aparición. Si bien las "Ideas" designan aquí algo ya existente prebosquejado al artista; de tal manera que sólo le quedaban como momentos productivos el contemplar y el imitar el modelo. Pero ¿qué sucede si la metafísica de las ideas presupuesta resulta ser insostenible? ¿Si los "prototipos" ya existentes, que permiten ser apresados y llevados a la aparición, no existen y, sin embargo, lo formado por el artista se sale de todo lo empírico para entrar en lo ideal y simbólico? ¿Acaso el creador no debe haber creado también el contenido que aparece, elevándolo por encima de lo que se da en la vida? Una sencilla reflexión muestra que debe contestarse de modo afirmativo a esta pregunta. Si es cierto que el arte literario puede enseñar, que puede hacer sensible la perspectiva sobre el con tenido de valor y sentido de la vida humana y que aun puede despertar la seria voluntad de satisfacerlo —y nadie habrá de dis cutirlo—, la única manera de entenderlo es en el sentido de una guía práctica. No es necesario interpretarlo como una tenden cia pedagógica; por el contrario, donde no existe tal tendencia es donde se presenta primero un efecto de este tipo. Pero enton ces el escritor debe ser capaz de llevar a la aparición aquello que está más allá del ente dado. La guía del hombre por las artes no es ya un problema estético. Pero hace caer una luz sobre las preguntas fundamentales de la estética, justo ahí donde el arte no está falseado por "intenciones pedagógicas" y "desazona" al espectador. Pues esta forma de guía humana tiene una ventaja sobre todas las demás, a saber, que convence de inmediato, como sólo puede hacerlo la experiencia propia, y por las mismas razones que ésta: la literatura no nos sermonea, sino que nos habla por medio de figuras intuibles con cretamente, que como tales resultan eliminadoras, despiertan nuestro sentido para los valores morales y nos abren los ojos a la profundidad de los conflictos vitales, en una forma que no logra mos en la vida misma. El crecimiento y la maduración interiores por efecto suyo no son una ilusión. Todo aquel que se acerca sin deformación al gran arte, lo experimenta en sí mismo. Pero aquí se separa de manera radical el arte verdadero, que siempre carece de tendencias, del trabajo querido o solicitado de los pro-

 INTRODUCCIÓN 49 ductos fugaces; pues éstos obran en forma no artística, a la larga logran más bien lo contrario de lo que se proponían, el rechazo del recipiendario. Sólo lo contemplado realmente y lo conformado concreta y figurativamente tienen esa fuerza para mover a los hombres, fuerza convincente, iluminadora y guía justo porque surge involuntariamente de la profundidad. Aquí está enraizada una elevada misión de la literatura y, en distinto grado, de las artes restantes. Así, generaciones y épocas completas pueden ser determinadas por las creaciones del gran arte. Desde tiempo inmemorial se ha conocido el secreto de la literatura: está en su poder sobre los corazones humanos el diri girlos a lo grande y edificante y el apasionarlos en el fondo por aquello que la moral instructiva sólo puede recomendar o exigir sobriamente. Aquí tenemos también la razón principal por la que las artes no pueden separarse de la vida real, si bien conservan su auto nomía frente a ella. Así es, cuando menos, si no quieren perder su propia vida. De la vida, es decir, de lo que conmueve los áni mos, surgen sus temas, su material y a esta vida vuelve su efecto. Lo que son por su esencia sólo pueden serlo en el marco de la realidad histórica, en cuyo seno maternal se nutren, pero nunca en una existencia estetizante en la sombra, al lado de la vida, como lo describen ulteriormente los débiles epígonos. Justo de aquí surge la tarea de las artes, que sólo ellas pueden cumplir, precisamente porque su hacer creador no es realizador. Es bien conocido que las grandes épocas productoras tuvieron conciencia de esta tarea y honraron al artista como portador de ideas, como puede verse por el hecho de que hayan considerado al poeta como un vidente (vates) y adujeran su testimonio aún siglos después. Sólo que esta tarea ya no es estética. Es verdad que recae sobre el arte-, pues no hay ninguna otra función de la vida espiritual que pueda cumplirla y en esta medida es, por completo, asunto del rendimiento artístico; pero no es su aspecto estético, sino cul tural. Si hiciéramos una división tajante entre uno y otro, arran caríamos al arte de su contexto vital, sin cuya múltiple movilidad e impulsos ni siquiera habría podido surgir. Pues así es el hom bre: sólo lo que lo conmueve íntimamente en el vivir y luchar, en el anhelar y querer, lo lleva a la plasmación creadora. El todo de la vida, en la que se encuentra al artista, es a la vez suelo nu tricio y terreno de efecto de su acción. Pero sus efectos están muy lejos de ser sólo estéticos. 

 50 INTRODUCCIÓN De aquí se saca una doble conclusión acerca del puro hacer estético del artista. La primera es ésta: el efecto extraestético es la prueba de su carácter creador, en la medida en que se encuentra también en el contenido de grandes obras de arte; es pues también una prueba del ir más allá de toda imitación y del ver autónomo de lo ideal. Ya que sin tal ver es imposible el señalar hacia más allá de lo que presenta la vida y que todos conocemos. Desde luego, sigue siendo un enigma el porqué está tan íntimamente unido este poder creador de contenido con las figuras formales y sensibles. Tampoco lo aclara el que ninguna otra actividad alcance este rendimiento. También podría ser que estuviera vedada a los hombres; el hecho de que le esté fundamentalmente abierta y la logre en algunos casos felices es una de las grandes maravillas del espíritu creador. Quizá es la plasmación sensible misma la que arrebata al genio por encima de lo dado también en cuanto al contenido. Sólo hay un hecho al que podamos atenernos, a saber, que en las grandes figuras del arte se da una vida visionaria y que el creador es arrebatado por encima de sí mismo, sobrecogido por una idea como por un destino íntimo, que toma por sí y que vive en su obra. Lo segundo que se sigue de aquí es la perspectiva de la emi nente libertad artística que campea aun en la acción. Se basa, como ya se mostró, en que el artista no necesita realizar ni hacer posible lo real, sino que se limita al mero dejar aparecer. Pero en el nivel de la aparición es el dueño y señor. No tropieza aquí con la dura oposición de lo real; tiene abiertas las posibilidades ilimitadas de lo posible no real. Aquí sólo es válida su ley, que dicta e impone al dar forma a su elemento. Por eso, lo que contempla no es sólo autónomo —sino aun autárquico— y no hay otros dioses junto a él. Este poder único del artista activo es, en un sentido emi nente, según las palabras de Hólderlin, su "libertad para marchar adondequiera". 

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