Died: September 3, 1982, White Plains, New York, United States
Died: September 3, 1982, White Plains, New York, United States
LA
AVENTURA DEL ACRÓBATA COLGANTE
Ellery Queen
M
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UCHO, mucho tiempo atrás,
allá por el período de la creación del hombre, antes de que existieran agentes
literarios, pensiones para «extras» de teatro, trenes subterráneos y
espectáculos de variedades; cuando Broadway estaba en el primer período
glacial, y cuando el primer espectáculo cirquense empezaba a ser imaginado por
el primer empresario cavernícola, se decretó esta sentencia: «El acróbata será
el primero».
El porqué de
esta primacía del acróbata, nadie se lo ha explicado nunca. Pero todos los del
elenco, incluido el propio acróbata, se dan perfecta cuenta de que se trata de
un honor bastante dudoso. Porque desde la aparición de esta clase de negocios
se sabe muy bien que el primer número del espectáculo es el que obtiene menos
aplausos del auditorio. Y a través de los tiempos, tanto en los palacios, como
en las plazas públicas, como en los teatrillos, ha sido el acróbata —fuese
bufón, juglar, saltimbanqui, truhán, arlequín o polichinela— el primero
arrojado por sus compañeros de farsa a los leones de la diversión, avivando el
apetito de éstos para los números que inmediatamente se han de representar. De
ese modo, desde los primeros tiempos hasta nuestros días, los milagros
musculares son efectuados siempre en primer término del programa, con una
humilde resignación, que habla mucho en favor del espíritu de sacrificio de
toda la «troupe» de la acrobacia.
Hugo
Brinkerhof no sabía apenas nada del arbitrario pasado de su profesión. Se
limitaba a tener un vago conocimiento de que sus padres habían sido acróbatas
en un circo que viajaba por Alemania, de que él mismo poseía unos poderosos
músculos, llenos de fuerza y de agilidad, y de que nada le satisfacía tanto
como la contemplación de un resplandeciente trapecio. Con su trapecio y con su
Mira, así como el indulgente aplauso del público, desde Seattle hasta
Okeechobee, ya estaba contento.
Hugo estaba
orgulloso de Mira, una mujercita pequeña y delgada, que tenía la agilidad y los
verdes ojos de un gato. Se había encontrado con ella por primera vez en la
oficina de Bregman, el agente, y su corazón le había anunciado que allí estaban
su mujer y su destino. Había sido Mira quien titulara su número «Atlas y
Compañía» el día que se casaron, entre una y otra función, allá en
Indianápolis. Había sido Mira quien había luchado con todas sus fuerzas para
obtener mejor salario. Había sido Mira quien había concebido y perfeccionado la
pirueta final de su actuación. Era el pequeño cuerpo de Mira —sus vueltas en el
trapecio y su dormida sonrisa— lo que había hecho de «Atlas y Compañía» un
«espectáculo acrobático aplaudido de costa a costa», lo que les había hecho
merecedores de un destacado artículo en «Variety» y lo que les había llevado,
junto a otros notables artistas del elenco de Bregman, hacia el Gran Circuito.
El fortísimo
Brinkerhof o «Atlas» sabía que todos amaban a Mira; primero fue el barítono,
con su espectáculo de danzas, en Boston; luego, el comediante de Newark, y el
bailarín de Búfalo, y el cantante de Washington… Ahora había otros… Tex Crosby,
el «cow-boy» cantante (Songs & Patter), el Gran Gordi (sucesor de Houdini),
el Marinero Sam, el humorista. Todos iban ahora reunidos en el mismo
espectáculo, y todos amaban los ojos dormidos de Mira, mientras el poderoso
Atlas sonreía, comprensivo, sintiéndose halagado por esa admiración. ¿No era,
acaso, su Mira la mejor acróbata del mundo y la criatura más adorable de la
creación?
Y ahora, Mira
estaba muerta.
Fue el propio
Brinkerhof el que dio la alarma aquella noche, con una expresión de enorme
sufrimiento marcado en el rostro. Eran las cinco de la mañana y su Mira no
había regresado todavía a la habitación que tenían alquilada en una pensión de
la calle 47. Después de su última actuación en el Metropole, se habían quedado
ambos en el Columbus Circle para ensayar un nuevo ejercicio. Luego él se había
vestido y la había dejado en su camarín, que estaba junto al de él. Tenía una
cita con el agente Bregman para discutir los términos de un nuevo contrato. Le
había dicho que se fuese a casa; pero cuando llegó, ella no había vuelto
todavía. Atlas se dirigió rápidamente hacia el teatro. Estaba cerrado. Tuvo que
esperar toda la noche…
—Probablemente
andará paseando por ahí, muchacho —le había dicho el oficial de la policía del
puesto de la calle 47—. Váyase a casa y duerma —añadió.
Pero
Brinkerhof había insistido vehementemente:
—Nunca lo ha
hecho antes. He llamado al teatro por teléfono, pero no me contestan. Capitán,
encuéntremela, ¡por favor!
—¡Estos
alemanes! —gruñó el oficial a un policía que estaba junto a él—. Bueno, Baldy,
vea lo que se puede hacer. Si la encuentra divirtiéndose por ahí, rómpale a él
la mandíbula.
De esta
manera, Baldy y el pálido gigante habían ido en busca de noticias. Encontraron
el teatro cerrado, tal como Brinkerhof había dicho. Eran cerca de las seis de
la mañana; amanecía, Baldy llevó a Brinkerhof a un restaurante que estaba
abierto toda la noche, a tomar una taza de café. Esperaron cerca del teatro,
hasta las siete, hora en que el viejo Perk, el portero, llegó y les abrió. Y se
encontraron a Mira, colgando de una cañería del techo con una sucia soga atada
al cuello.
El gigantesco
Atlas se sentó, colocó su peluda cabeza entre las manos y se puso a contemplar
el cuerpo colgante de su esposa con el dolor silencioso de un dios escandinavo
condenado a vivir en la tierra.
Cuando M.
Ellery Queen se abrió paso entre la multitud de periodistas y policías, y pudo
darse a conocer al sargento Velie, a través de la puerta del camerín, se
encontró con su padre, el inspector Queen, en el mal ventilado cuarto, frente a
un nervioso grupo de gente de teatro. Eran sólo las nueve de la mañana, y
Ellery maldijo entre dientes contra la poca consideración de los asesinos. Pero
ni el voluminoso sargento Velie ni el pequeño inspector Queen se sintieron
impresionados por sus protestas, y no le prestaron atención; en realidad, esas
protestas cesaron en cuanto Ellery vio el cadáver colgando de la cañería.
Brinkerhof,
con los ojos enrojecidos, yacía desplomado en una silla, frente al tocador de
su mujer.
—Ya se lo he
dicho todo —murmuró—. Estábamos ensayando un número nuevo. Yo tenía una cita
con el señor Bregman, y me fui…
Un hombre
gordo, de dura mirada, el propio Bregman, asintió con tono cortante. El gigante
continuó:
—Eso es todo…
Pero, ¿quién?… ¿Por qué?… No comprendo…
En voz baja,
el sargento Velie relató los hechos a Ellery. Este miró una vez más a la mujer
muerta. Los tensos músculos de los muslos y de las piernas se encogían con el
«rigor mortis» y se señalaban bajo la sedosa malla que los envolvía. Los verdes
ojos estaban muy abiertos. El cuerpo se balanceaba un poco, en una extraña
danza de muerte. Ellery apartó la vista de aquello y la dirigió hacia las otras
personas que allí se encontraban.
Baldy, el
policía, estaba muy ufano con su súbita popularidad ante los periodistas. Un
hombre alto y delgado, parecido a Gary Cooper, liaba un cigarrillo junto a
Bregman. Era Tex Crosby, el «cow-boy» cantante, que apoyado contra la sucia
pared, contemplaba con visible desagrado al Gran Gordi. Gordi tenía una boca
que parecía el pico de un halcón, unos lustrosos bigotes negros, unos largos
dedos amarillos y unos oscuros ojos. Crosby no decía nada. El pequeño Sam, el
cómico, tenía bolsas amoratadas bajo los cansados ojos, y parecía necesitar un
trago. Pero Joe Kelly, el director, no debía de estar en el mismo caso, porque
olía como una taberna y murmuraba frases obscenas entre dientes.
—¿Cuanto
tiempo hacía que estaban casados, Brinkerhof? —preguntó el inspector.
—Dos años.
«Ja». En Indianápolis, allí fue, «herr» inspector.
—¿Ella estuvo
casada antes?
—«Nein».
—¿Y usted?
—«Nein».
—¿Alguno de
los dos tenía enemigos?
—¡Dios,
«nein»!
—¿Eran
felices?
—Éramos como,
dos palomos —murmuró Brinkerhof.
Ellery se
acercó al cuerpo y lo examinó. Las venosas muñecas estaban atadas a la espalda
con una toalla manchada de rojo, lo mismo que las rodillas. Sus pies colgaban a
menos de un metro del suelo. Una escalerilla estaba apoyada contra una de las
paredes. «Un hombre podría haberla empleado —pensó Ellery— para llegar a la
cañería y colgar de ella el liviano cuerpo.»
—¿Esa escalera
estaba allí, donde está ahora? —preguntó el sargento, que se había acercado y
miraba atentamente a la mujer.
—Sí. Siempre
la tenían cerca del conmutador de las luces.
—Entonces no
ha habido suicidio —dijo Ellery—. Poco es eso, pero ya es algo.
—¿Verdad que
era una hermosa muchacha? —dijo el sargento con admiración.
—Eres un oso,
Velie… Lo que es hermoso es el problema.
La sucia soga
parecía fascinarle. Había sido amarrada muy apretadamente alrededor del cuello
de la mujer, y surcaba éste dos veces, en bandas paralelas, como el brazalete
de hierro de las mujeres ubangi. Había un fuerte nudo tras de la oreja derecha,
y otro nudo sujetaba la cuerda a la cañería.
—¿De dónde
procede esta cuerda? —preguntó de súbito.
—De un viejo
baúl que encontramos en el cuarto de utilería. Ha estado años allí. No hay otra
cosa dentro. Seguramente lo dejó algún cómico. ¿Quiere verlo?
—Me basta su
palabra, sargento. De modo que en el cuarto de la utilería, ¿eh?
Retrocedió
hasta la puerta y volvió a mirar a todas las personas reunidas en la
habitación.
Brinkerhof
estaba murmurando algo sobre lo felices que él y Mira habían sido, sobre lo que
le haría al «Teufel» que había apretado su hermoso cuello. Las poderosas manos
se le abrieron y cerraron convulsivamente.
—Era como una
flor —dijo.
—¡Tonterías!
—estalló Joe Kelly, el director, arrastrando los pies como un boxeador
borracho—. Era una ramera, inspector. Pregúnteme a mí. —Y miró de soslayo al
inspector Queen.
—¿Ra-me-ra?
—dijo Brinkerhof, trabajosamente, poniéndose en pie—. ¿Qué significa eso?
El cómico Sam
parpadeó rápidamente, y dijo con voz enronquecida:
—Estás loco,
Kelly, estás loco. ¿Por qué dices eso? Está borracho, inspector.
—¿Borracho yo?
—gritó Kelly, muy pálido—. Muy bien, que le pregunten a ése, entonces. —Y
apuntó con un tembloroso dedo al hombre alto y delgado.
—¿Qué les
pasa? —preguntó el inspector, con los ojos relucientes—. Acérquense más,
caballeros. ¿Quiere usted decir, Kelly, que la señora Brinkerhof tenía
relaciones con Crosby?
Brinkerhof
emitió un ruido de gorila engañado y saltó. Sus largas manos parecían curvos
garfios que se dirigían hacia el cuello del «cow-boy» con tremenda furia. Pero
el sargento Velie le sujetó fuertemente por la muñeca y le dobló un brazo por
detrás de la espalda, mientras que Baldy saltaba al mismo tiempo y agarraba el
otro brazo del gigante. Este hubo de someterse, retorciéndose y resoplando,
pero sin quitar sus ojos del hombre alto y delgado, que no parecía haberse
inmutado. Solamente estaba un poco más pálido.
—Llévenselo
—gruñó el inspector al sargento Vélie—. Déjenlo con un par de guardias hasta
que se calme. —Y después que hubieron sacado al jadeante acróbata, dijo:
—Bueno,
Crosby, desembuche.
—No hay nada
que desembuchar —murmuró el otro, arrastrando las palabras, mientras sus ojos
se reducían a dos estrechas líneas.
—Yo soy
tejano, y no me asusto tan fácilmente, señor policía. Ese gigante es un
imbécil, y en cuanto a ese cerdo mal pensado que está ahí… —y señaló a Kelly—,
será mejor que aprenda a callar la boca.
—Es muy
simpático, el muchacho —gruñó Kelly—. Pero no le crea nada, jefe. La pequeña
ramera tuvo lo que se merecía. Ha estado coqueteando con él desde Chi hasta
Beantown…
—Ya has dicho
bastante —interrumpió el Gran Gordi, quedamente—. ¿No ve que ese hombre está
borracho, inspector? Mira era muy amable, muy buena compañera. Puede ser que
alguna vez haya ido a tomar uno o dos tragos con Crosby, como lo hizo conmigo…
A Brinkerhof no le gustaba que bebiera y por eso no lo hacía delante de él.
Pero eso era todo.
—Sólo buena
compañera, ¿eh? —murmuró el inspector—. Bueno, ¿quién es el que miente? Si sabe
usted algo sólido, Kelly, mejor es que lo suelte.
—Yo sé lo que
sé —contestó—, y ya que hemos llegado a eso, jefe, mejor será que el Gran Gordi
le cuente algo. El también tiene que saberlo. Se la quitó a Crosby hace sólo
dos semanas.
—¡Quietos los
dos! —gritó el inspector al tejano y al hombre del bigote negro—. ¿Y cómo sabe
usted eso, Kelly?
El cuerpo de
la muerta dejó oír un fantasmal ruido en su danza macabra.
—Oí como el
tejano se lo echaba en cara a Gordi la otra noche —dijo Kelly, con gruesa voz—.
Y vi a esa mariposita con Gordi… ¿Qué les parece?
Nadie dijo
nada. El tejano miraba al borracho, y sus nudillos se pusieron blancos.
A Gordi, el mago,
sólo se le oía respirar más fuerte. En ese momento, la puerta se abrió y
entraron dos hombres: el doctor Prouty, médico forense, y un hombrón vacilante
y de rostro rojizo.
Se produjo
entonces un relajamiento en la tensión del ambiente.
—Buenos días, doctor.
No la toque usted hasta que Bradford le eche una ojeada a aquel nudo. ¡Arriba,
Brady! Coge esa escalera.
El vacilante
hombrón tomó la escalerilla de mano, la afirmó, y trepó luego por ella hacia el
cimbreante cuerpo. En seguida dedicó su atención al nudo que estaba tras la
oreja de la muerta, y al que se veía sobre la cañería. Mientras tanto, el
doctor Prouty examinaba las piernas de la mujer.
Ellery suspiró
y comenzó a pasearse. Nadie le prestaba gran atención. Todos estaban
concentrados viendo trabajar a aquellos hombres en torno al cadáver. Algo
inquietaba a Ellery, y no sabía lo que era. Quizá sólo se trataba de un aura de
tensión en la atmósfera que provenía de aquel silencioso y oscilante cuerpo de
mujer envuelto en mallas. No conseguía calmarse. Tenía el presentimiento…
Encontró en un
cajón de la mesa de tocador de la mujer, un pequeño y brillante revólver de
bolsillo, calibre 22, con las iniciales M. B. grabadas en la culata. Sus ojos
se achicaron al mirar a su padre, mientras éste asentía. Por lo tanto, siguió
hurgando por allí. De pronto, se detuvo, con una expresión de sospecha en sus
ojos grises.
En el centro
de la habitación, encima de la destartalada mesa de madera, había un largo y
afilado cortapapeles niquelado, entre una confusión de diversos objetos. Lo
tomó cuidadosamente, y lo examinó en toda su extensión. No había señal alguna
de sangre. Lo dejó donde lo había encontrado y continuó la búsqueda.
Lo primero que
después llamó su atención fue un hornillo de gas que había en el otro extremo
del cuarto y cuyo tubo encajaba perfectamente en una cañería de la pared. La
llave de paso estaba cerrada. Tocó el hornillo; estaba completamente frío.
Se dirigió
entonces al armario con un extraño presentimiento. Lo que antes se le mostró a
la vista fue una caja de madera repleta de herramientas de carpintería, sobre
las cuales destacaba un prominente y pesado martillo. En el suelo había un
montón de virutas, cerca de la caja, y los bordes de la puerta del armario
aparecían cepillados recientemente y sin pintura.
En los ojos de
Ellery lucía ahora una preocupada mirada. Se acercó al inspector
inmediatamente, y murmuró:
—El revólver,
¿era de la mujer?
—Sí.
—¿Adquisición
reciente?
—No, se lo
compró Brinkerhof poco después de casarse con ella. Para que estuviera
protegida, según dice.
—Pobre
protección, diría yo —comentó Ellery, mirando a los hombres del Departamento de
Policía.
El hombre
vacilante del rostro rojizo bajaba ahora de la escalera con una expresión de
inmensa sorpresa. Inmediatamente, el sargento Velie, que acababa de regresar,
comenzó a trepar por ella con una navaja entre sus largos dedos. El doctor
Prouty esperaba expectante. El sargento comenzó a cortar la cuerda amarrada a
la cañería.
—¿Qué hace esa
caja de herramientas en el armario? —preguntó Ellery, sin despegar los ojos del
cuerpo de la muerta.
—Ayer estuvo
el carpintero arreglando la puerta; estaba torcida o algo por el estilo. No
llegó a terminar el trabajo. ¿Por qué lo dices? ¿Qué hay de raro en ello?
—Todo —dijo
Ellery. El Gran Gordi le observaba silenciosamente mientras hablaba, pero
Ellery no se dio por aludido. El pequeño cómico Sam estaba en un rincón,
mientras sus ojos escudriñaban al sargento. El tejano fumaba sin ningún
deleite, no mirando a nadie ni a nada en particular—. Sencillamente, todo. Es
una de las cosas más notables que he encontrado.
El inspector
pareció molesto.
—Pero… ¡Dios
santo! No entiendo nada…
—Pues deberías
entender —dijo Ellery, con impaciencia—. Un niño lo vería. Y te aseguro que es
algo sorprendente. He aquí un cuarto con cuatro hermosas armas: un revólver
cargado, un cortapapeles, un hornillo de gas y un martillo. Y, sin embargo, el
asesino deliberadamente ahorca a la mujer con unas toallas, deliberadamente
abandona el cuarto, deliberadamente desentierra esa soga de un baúl abandonado
por un actor desconocido, trae la soga y la escalera hasta el cuarto, utiliza
la escalera para amarrar la soga a la cañería, aprieta el nudo y cuelga de ella
a la mujer.
—Bueno, pero…
Bueno, pero
¿por qué? —gritó Ellery—. ¿Por qué? ¿Por qué el asesino no utilizó ninguno de
los cuatro medios más simples que estaban a su alcance, revólver, martillo, gas
o puñal, y se tomó en cambio el trabajo de colgarla?
El doctor
Prouty estaba arrodillado al lado del cuerpo de la muerta, que había sido
depositada por el sargento en el sucio suelo.
El hombre del
rostro rojizo se inclinó sobre él y dijo:
—Me intriga
mucho, inspector.
—¿Qué es lo
que le intriga? —ladró el inspector.
—Ese nudo.
—Sus gruesos dedos sostenían un trozo de cuerda anudado—. El que está detrás de
la oreja es sencillo, casi ridículo para el trabajo de romper un cuello. —Movió
la cabeza—. Pero este otro, el que estaba alrededor de la cañería… Bueno,
señor, este otro me intriga…
—¿Un nudo poco
común? —preguntó Ellery, lentamente, examinando aquel complicado rompecabezas.
—Nuevo para
mí, señor Queen. En todos los años que llevo examinando nudos en el
Departamento, nunca había visto uno como éste. No es un nudo marinero, lo puedo
asegurar. Tampoco es oriental.
—Podría ser el
trabajo de un novato —murmuró el inspector, repasando la cuerda entre sus
dedos—. Un nudo de casualidad.
El experto
movió la cabeza.
—No, señor; es
imposible. Es una clase nueva. No un accidente. El que lo hizo, sabía lo que
hacía.
Bradford
abandonó el cuarto bamboleándose y el doctor Prouty levantó la mirada de su
trabajo.
—¡Diablos, yo
no tengo nada que hacer aquí! —murmuró—. Tengo que llevarme el cuerpo a la
Morgue y examinarlo allí. Los muchachos están esperando fuera.
—¿Cuándo
sucedió, doctor? —preguntó el inspector, frunciendo el ceño.
—Alrededor de
la medianoche de ayer. No puedo precisar más. Murió, como es lógico, por
sofocación.
—Bien, pues
denos su informe. Probablemente no aclarará nada, pero nunca está de más.
Thomas, llame al portero.
Cuando el
doctor Prouty y los hombres de la Morgue se hubieron ido con el cuerpo, y el
sargento Velie hubo traído al viejo Perk, a la vez portero y ayudante de
escenario, el inspector gruñó:
—¿A qué hora
cerró usted anoche?
El viejo Perk
jadeaba de excitación.
—Honradamente,
inspector. Yo no quise hacer ningún daño. Pero si se entera el señor Kelly, me
mata. Tenía tanto sueño…
—¿Qué quiere
decir? —dijo el inspector, quedamente.
—Después del
último número de ayer, Mira me dijo que ella y su marido iban a ensayar algo
nuevo. Y yo pensé que no tenía porqué quedarme rondando… —El viejo comenzó a
lloriquear—. Por lo tanto, viendo que no quedaba ya nadie (la mujer de la
limpieza también se había ido), cerré todas las puertas, menos la del
escenario, y les dije a Mira y a Atlas: «Cuando se vayan, muchachos, cierren la
puerta» y me fui a casa.
—¡Diablo!
—exclamó el inspector—. Ahora sí que no sabremos nunca los que entraron y los
que no entraron. Cualquiera pudo haberse deslizado y escondido en alguna parte…
—Se mordió los labios—. Y todos ustedes, ¿dónde fueron anoche después de la
función?
Los tres
artistas comenzaron a hablar al mismo tiempo. Pero fue el Gran Gordi el que
logró hacerse oír primero, con sus maneras suaves, aunque un poco inquietas.
—Yo me fui
directamente a casa, a la cama.
—¿Le vio
alguien entrar? ¿Vive en el mismo sitio que Brinkerhof?
El mago
murmuró:
—No, no me vio
nadie. Sí, vivo también allí.
—¿Y usted,
tejano?
—Anduve dando
vueltas por ahí buscando a alguien con quien charlar, y acabé emborrachándome.
—¿Charlar de
qué?
—No lo sé.
Estaba nervioso. Por la mañana desperté en mi cuarto con un gran dolor de
cabeza.
—Está bien,
muchachos. Me parece que están metidos en un buen lío —dijo el inspector,
sarcásticamente—. Ni siquiera pueden inventar unas buenas coartadas. ¿Y usted,
señor cómico?
—¡Oh, yo puedo
probar donde estuve, inspector! —contestó Sam apresuradamente—. Estuve en un
sitio donde había más de veinte personas que jurarán que me vieron allí.
—¿A qué hora?
—Alrededor de
la medianoche.
El inspector
bufó:
—Seguro que
sí. Pero no se alejen mucho, muchachos, a lo mejor puedo necesitarlos.
Llévatelos, Thomas, antes de que pierda el humor.
Hace mucho, mucho tiempo, en
una época que será recordada lo mismo que aquella otra en que el megaterio
rondaba entre los árboles, el mismo empresario que dijo: «El acróbata debe ser
el primero» también estableció la siguiente máxima: «La función debe
continuar». También esto sin ninguna razón aparente. Ocurrirán accidentes,
huirá el galán con la domadora de leones, la ingenua estará completamente
borracha, la muchacha de la quinta fila a la derecha podrá haber decidido que
el teatro es el mejor sitio para un ataque de histerismo, podrá desencadenarse
un incendio en los camerinos; pero «la función debe continuar». Ni siquiera el
más extraño caso de asesinato puede anular esta sagrada sentencia. La función
tiene que continuar aunque las aguas se desborden, aunque se avecine el Juicio
Final, lleno de directores borrachos como Kelly y de fantásticos casos como el
de la Acróbata Colgante.
Por lo tanto,
no es de extrañar que cuando el Metropole comenzó a llenarse, con los primeros
espectadores, no hubiera señal alguna de que, dentro de sus llamativas paredes,
una mujer hubiese sido asesinada la noche anterior y de que los policías vagasen
por entre las bambalinas, con ojos entre suspicaces y desconcertados.
—El asesinato
sólo era un accidente para el «Teatro de variedades». Algo que llenaría dos
columnas del «Variety».
El inspector
Richard Queen refunfuñaba, sentado en un duro banco de la decimoquinta fila,
mientras Ellery, junto a él estaba sumido en sus pensamientos. Lo más raro de
todo había sido aquella insistencia de Ellery por quedarse a ver la función.
De pronto,
Ellery se levantó diciendo:
—Volvamos a
entre bastidores… Hay algo… —pero no terminó la frase.
Cruzaron por
delante de los polvorientos camerinos, entrando por la puerta trasera del
escenario, que se hallaba custodiada por la policía de uniforme. La vasta y
desnuda extensión del escenario deprimía con su poco habitual silencio. El
director Kelly, sentado en una desvencijada silla, junto a las luces del
artesonado, mordisqueaba uno de sus temblorosos dedos. No se veía a ninguno de
los actores.
—¡Kelly! —dijo
Ellery, abruptamente—. ¿Tienen ustedes algún anteojo de larga vista?
El irlandés
abrió la boca con asombro.
—¿Para qué
diablos los necesita?
—Hágame el
favor…
Kelly llamó a
uno de sus ayudantes, éste desapareció, para regresar en seguida con el par de
prismáticos deseados. El inspector gruñó:
—Y ahora ¿qué?
Ellery se los
llevó a los ojos y dijo:
—No lo sé. Es
sólo una corazonada.
En este
momento la orquesta atacó la obertura.
—«El poeta y
el aldeano» —refunfuñó el inspector—. ¿Cuándo se les ocurrirá tocar otra cosa?
Pero Ellery no
contestó. Se limitaba a mirar fijamente con los anteojos el ahora iluminado
escenario. Y sólo cuando se hubo apagado el último sonido de trompeta, y
callaron los últimos aplausos a la orquesta y se anunció el primer número:
«Atlas y Compañía», el inspector pareció perder algo de su mal humor y se
mostró un poco interesado. Se descorrieron las cortinas y apareció Atlas,
sonriente, inclinando su enorme cuerpo, que parecía más inmenso bajo la malla.
A su lado una también sonriente mujer, alta y rubia, con un diente de oro que
brillaba bajo los focos. Llevaba una malla color de rosa. Brinkerhof, con la
blanda elasticidad de todos los acróbatas, había insistido en realizar su
número, y el empresario Bregman le consiguió otra compañera. Los dos artistas,
mutuamente extraños, había pasado toda una hora ensayando sus abrazos, sus
engarces y sus vuelos, antes de la función. «La función tiene que continuar.»
Atlas y la
mujer rubia iniciaron una serie de volteretas y ejercicios de equilibrismo,
mientras la orquesta hacía sonar una música ratonera. Los trapecios se hundían
en el fondo del escenario, parecían volar, y los acróbatas ejecutaban sus
saltos mortales en el aire. El tambor comenzó a redoblar, apagando el sonido de
los címbalos.
Ellery no
había utilizado los prismáticos. El y el inspector se limitaban a contemplar la
escena, sin decir palabra; Kelly, por su parte, jadeaba como un hombre que
acabase de emerger del agua.
De pronto, una
pequeña y rara figura se materializó al lado de Queen. Este giró la cabeza
lentamente. Era Sam el Marinero, el cómico, vestido con su uniforme naval, con
un uniforme tres números mayor que el que correspondía a su talla. Tenía el
rostro completamente embadurnado de pintura. El hombrecito permaneció, sin
expresión alguna, contemplando el número de Atlas y Compañía.
—Está bien,
¿verdad? —dijo, al fin, con delgada voz.
No le
respondió nadie. Ellery se volvió hacia Kelly y le susurró:
—Kelly, tenga
los ojos muy abiertos para… —el final de la frase fue dicho en voz tan baja,
que ni el cómico ni el inspector pudieron oírla. Kelly pareció intrigarse. Sus
enrojecidos ojos se abrieron un poco más; pero asintió, tragó saliva y fijó su
atención en las cimbreantes figuras del escenario.
Cuando terminó
el número y la orquesta ejecutaba el habitual «crescendo» sostenido, y los
acróbatas saludaban, sonreía la mujer enseñando su diente de oro, y se cerraba
lentamente la cortina, Ellery miró a Kelly. Este movió la cabeza.
Seguidamente
se anunció el número de «Sam el Marinero» Un estallido alegre y fresca música,
y el hombre pequeñito embutido en su enorme uniforme, hizo tres muecas de
tanteo, aspiró largamente y, con una carrerita, salió al escenario, en medio
del cual se desparramó, colocando su carita de gnomo junto a las candilejas,
ante la sorpresa y las carcajadas del auditorio.
Los demás le
contemplaban desde los bastidores.
El cómico
empleaba una vieja y hábil rutina. No sólo era la caricatura de todo marinero,
sino de todo navegante. Arrastraba las palabras, se bamboleaba y se quedaba
silencioso luego. Emprendía un imaginario viaje marítimo, y caía en una absurda
postura tratando de trepar a un fantástico mástil. Volvía a quedar en silencio,
para entrar en seguida de lleno en una pantomima que hacía delirar de risa a
los espectadores.
—Es casi tan
bueno como Jimmy Barton —dijo el inspector.
—Es un tonto
—declaró Kelly, hablando por una esquina de la boca.
Sam el
Marinero coronó su éxito mediante el complicado método de nadar hacia fuera del
escenario… Se detuvo entre bastidores, secándose el rostro, brillante de sudor,
y salió de nuevo para hacer su saludo. El público reclamaba más. Reapareció y
tornó a desaparecer. Ellery observó una mueca de obstinación en su semblante de
duende.
—Sam —susurró
Kelly—, por favor, dales ahora el número de la soga. Por favor, Sam.
—¿El número de
la soga? —preguntó Ellery lentamente.
El cómico
apretó los labios, se encogió de hombros y salió de nuevo al escenario. Fue
recibido con un coro de carcajadas que se apagaron inmediatamente. Sam se hizo
un nudo, guiñando y saludando.
—¡Oiga, oiga!
—gritó de pronto—. Déme soga.
Un largo
cigarro de cartón piedra apareció por un lado del escenario. Risas.
—No, no.
¡Quiero soga, soga! —gritaba el hombrecillo, haciendo raras volteretas.
Una negra
cuerda descendió de lo alto del escenario y se arrolló milagrosamente sobre sus
huesudos hombros. Entonces empezó a forcejear con ella enredándose en sus
puntas alquitranadas. Ejecutó fantásticos brincos en el aire, pero las puntas
se le resistían tenazmente. A cada forcejeo se veía más enredado en la red que
él mismo se formaba.
La galería se
venía abajo. Realmente, era gracioso. Hasta el imperturbable rostro de Kelly
resplandecía, y el inspector reía sin ningún recato. Por fin aparecieron dos
hombres que sacaron a Sam del escenario como si fuese un paquete. Una vez
fuera, el cómico se desenrolló fácilmente.
—Muy bien,
chico —dijo el inspector—. Ha estado estupendo.
Sam balbuceó
algo y se fue a su camerino. La soga negra quedó en el suelo, donde había
caído. Ellery la contempló un instante, y volvió luego su atención hacia el
escenario. La música había cambiado. Sonaba ahora una hermosa voz de tenor. La
orquesta tocaba suavemente «Home in the Range». Las cortinas se abrieron y
dejaron ver a Tex Crosby.
El delgado y
alto muchacho estaba vestido con un resplandeciente traje de «cow-boy» que le
sentaba como un guante. El ancho sombrero blanco daba sombra a su atezado
rostro. Las piernas, un poco zambas, le prestaban aún más aspecto de
autenticidad.
Cantó melodías
del Oeste, y dijo unas pequeñas historietas cómicas con su suave acento tejano,
mientras sus manos estaban constantemente preocupadas en el arreglo del lazo.
Por fin, el lazo estuvo siempre en movimiento, incluso cuando Tex cantaba la
inevitable melodía del final: «El último rodeo».
—Un brillante
doble de Will Rogers —comentó Kelly.
Por primera
vez, Ellery usó los prismáticos. Cuando el tejano hubo hecho su última
reverencia, Ellery miró inquisitivamente al empresario. Kelly movió la cabeza.
El Gran Gordi
hizo su aparición entre el ruido de un trueno, en la luz de un relámpago, y envuelto
en su satánica capa negra con ribetes rojos. Había algo impresionante en su
figura, a pesar de su charlatanería. Brillaban sus negros ojos y las puntas del
bigote se le enroscaban extrañamente sobre los labios, mientras su boca se
proyectaba como el pico de un águila. Tanto su boca como sus manos no
permanecían un momento quietas.
El mago hacía
uso de una charlatanería cantarína y acompasada que distraía la atención del
público. No había nada original en su trabajo, pero era una brillante
demostración. Hizo algunos trucos con la baraja, otros con monedas y pañuelos,
y extrajo toda clase de cosas de su amplia y prodigiosa vestidura.
El público
seguía sus manejos con la máxima atención, Ellery, con ligero sobresalto,
advirtió entonces que Atlas, desde las bambalinas del lado opuesto del
escenario, contemplaba a Gordi atentamente, todavía con la malla puesta. Los
ojos del hombrón estaban fijos en la cara del mago. No prestaba ninguna
atención a las ligeras manos, a los blandos y sutiles movimientos del cuerpo de
Gordi… Sólo miraba el rostro. En los ojos de Brinkerhof no había ni ira ni
odio; nada más que atención. ¿Qué le ocurría a aquel hombre? Ellery pensó que
era mejor que Gordi no viese los ojos del acróbata; si los hubiese visto,
seguro que sus manos no podrían trabajar tan limpiamente.
A pesar de la
tensión reinante, el número le parecía interminable. No había duda de que aquel
hombre tenía a todo el público en el bolsillo.
—Muy buen
espectáculo —dijo el inspector—. Estas son las verdaderas variedades.
—Sólo regular
—comentó Kelly. Había una extraña expresión en su rostro. También él observaba
intensamente.
De pronto,
algo sucedió en el escenario. La orquesta pareció desafinar. Gordi había
acabado un truco y saludaba, retirándose al punto. Ni siquiera las cortinas
estaban preparadas para aquello. La orquesta comenzó otra pieza. La cabeza del
director se agitaba, como atacada por un pánico inmenso.
—¿Qué ha
ocurrido? —preguntó el inspector.
—Se ha saltado
el último truco —gruñó Kelly—. Creo que su corazonada era cierta, señor Queen…
—Luego, se dirigió al mago—: ¡Oye, imbécil! Termina tu número. Aprovecha
mientras aplauden todavía.
Gordi estaba
muy pálido. No volvió el rostro hacia ellos; sólo podían ver su mejilla
izquierda y la rígida espalda. No contestó tampoco. Regresó al escenario
vacilante, como un novato. Desde el otro lado, Brinkerhof permanecía vigilante.
En ese instante Gordi le vio y se estremeció.
—¿Pero qué es
lo que ocurre aquí? —preguntó el inspector, atento como un ave de presa.
Ellery se llevó
los prismáticos a los ojos. Un trapecio descendía violentamente desde los
telares: era una simple barra de acero, atada a dos delgados cables. Casi a la
vez cayó sobre el escenario una cuerda amarilla, aparentemente nueva.
El mago
comenzó a trabajar muy lentamente. El teatro estaba en un absoluto silencio.
Incluso la orquesta había callado.
Gordi cogió la
cuerda y manipuló con ella. Su cuerpo ocultaba lo que hacía. Súbitamente se
volvió y levantó la muñeca izquierda, en donde estaba amarrada la cuerda amarilla
con un enorme y complicado nudo. Gordi dio un breve brinco y se agarró al
trapecio. Lo detuvo a la altura de su pecho y se volvió otra vez para ocultar
lo que hacía. Cuando giró de nuevo, estaba atado también a la barra del
trapecio. Entonces alzó la mano derecha haciendo una señal y el tambor comenzó
a redoblar.
Inmediatamente
el trapecio ascendió. La cuerda tenía unos tres pies de longitud. A medida que
la barra subía, el cuerpo de Gordi subía a su vez con ella. El trapecio se
detuvo cuando los pies del mago estuvieron a dos metros del suelo.
Ellery miraba
con atención, a través de los poderosos lentes. Al otro lado del escenario,
Brinkerhof parecía haberse agazapado.
Gordi empezaba
ahora a retorcerse, a hacer cabriolas, a saltar en el aire, demostrando con
esta pantomima que estaba bien atado al trapecio y que el peso del cuerpo en
suspensión no podía deshacer los nudos, sino que los apretaba más.
—Es un buen
truco —dijo Kelly—. Dentro de un segundo bajará un telón especial y dentro de
ocho, estará otra vez en el suelo con la cuerda en la mano.
Gordi murmuró
con voz ahogada:
—¡Listo!
Pero en ese
mismo instante, Ellery ordenaba a Kelly:
—¡Rápido! Baje
el telón y avise a los hombres de arriba.
Kelly obró
rápidamente. Gritó algo. Tras un segundo de vacilación, la cortina principal
descendió.
El teatro se
quedó mudo de asombro, creyendo que aquello formaba parte del truco. Gordi
empezó a forcejear frenéticamente con la mano libre.
—Bajen el
trapecio —pidió Ellery, ya en el escenario, haciendo señales a los hombres de
arriba.
El trapecio
descendió, con un ruido seco, y Gordi quedó tendido en el escenario. Ellery se
precipitó sobre él, con una navaja abierta en la mano. Cortó rápida, casi
brutalmente, la cuerda, separando el extremo que colgaba del trapecio.
—Ya puede
levantarse —dijo Ellery, un poco jadeante—. Era el nudo lo que quería ver,
señor Gordi.
Todos se
agruparon alrededor de Ellery y del hombre caído, que intentaba levantarse.
Pero se acercó, con los musculosos bíceps rígidos. Se acercaron también Crosby,
Sam el Marinero, el sargento Velie y Bregman.
El inspector
examinó el nudo del trapecio. Luego, lentamente, sacó de su bolsillo un pequeño
trozo de sucia cuerda. Era la soga que había servido para colgar a Mira
Brinkerhof. Allí estaba el nudo. Colocó éste al lado del trapecio, junto al
otro nudo. Eran idénticos.
—Bien Gordi
—dijo el inspector—. Creo que está usted en un lío. Levántese, hombre. Le
detengo bajo acusación de asesinato, y todo lo que pueda decir…
Silenciosamente,
Brinkerhof se lanzó sobre el hombre caído. Sus enormes manos se aferraron al
cuello de Gordi. Las fuerzas reunidas del sargento Velie, del tejano y de
Kelly, fueron necesarias para contener al acróbata.
Gordi tosió,
tocándose el cuello.
—¡Yo no lo
hice! Les aseguro que soy inocente. Es cierto que andábamos juntos. Yo la
quería. Pero no lo hice… ¡Se lo juro!
—«Schwein!»
—rugió Atlas, mientras su pecho se ensanchaba.
El sargento
Velie tiraba de Gordi.
—¡Vamos!
¡Vamos ya!
Se hizo
entonces un pesado silencio. Detrás de las pesadas cortinas sonaron algunas
voces. En la pantalla habían comenzado a proyectar una película.
—No fue él
—dijo Ellery.
—Bien, pero
todavía no veo… —gruñó el inspector.
—Precisamente,
los nudos.
Desafiando la
ira de su padre, Ellery encendió un cigarrillo, con aire pensativo, y
prosiguió:
—La forma en
que colgaron a Mira Brinkerhof me preocupó desde un principio. ¿Por qué la
colgaron? ¿Por qué escogieron ese procedimiento, si había otros medios de
asesinarla, cuatro exactamente, todos más simples, más rápidos, más fáciles de
conseguir y que no exigían tanto trabajo? —Hizo una pausa, y añadió:
—El caso es
que si el asesino eligió el medio más difícil y complicado de matarla, lo
eligió deliberadamente.
Gordi miraba a
Ellery con la boca abierta.
—Pero, ¿por
qué —siguió Ellery— obró deliberadamente al colgarla? Sin duda porque eso le
daba al asesino una ventaja especial que no podían darle los otros medios
posibles. ¿Y qué ventaja le proporcionaría el colgarla, en lugar de dispararle
un tiro, de asfixiarla, de apuñalarla, o de matarla a martillazos? Dicho de
otro modo: ¿qué característica podía tener el colgarla que no tuviesen los
demás medios? Sólo una cosa: el uso de una soga.
Bien, pero
todavía no veo… —gruñó el inspector.
—Pues está
bastante claro, padre. La soga tiene una peculiaridad que hizo que el asesino
la prefiriese. ¿Cuál es la particularidad de la soga que usaron para colgar a
Mira? El nudo, ese curiosísimo nudo que no pudo identificar el perito del
Departamento de Policía. Lo que quiere decir que su empleo era como dejar una
huella digital. ¿Quién hace esa clase de nudos? ¡Gordi, y creo que es de su
exclusividad!
—No lo
comprendo —dijo Gordi—. Nadie conocía mi nudo. Lo inventé yo mismo. —Se mordió
los labios y calló.
—Ese es,
exactamente, el caso. Creo que los prestidigitadores de teatro han hecho
progresar enormemente la ciencia de los nudos. ¿No fue Houdini el que…?
—Y los
hermanos Davenport —murmuró el mago—. Mi nudo es una variación de otro
inventado por ellos.
—Me lo
imaginaba —confesó Ellery—. Por lo tanto, señores, ¿creen ustedes que si Gordi
hubiese matado a Mira habría elegido un método que le acusaría exclusivamente a
él? Supongo que no. ¿Hizo entonces ese nudo inconscientemente, como un hábito?
Es posible, pero, entonces, ¿por qué elegir el ahorcamiento en lugar de los
otros medios a su alcance? —Ellery dio unas palmadas en la espalda del mago—.
Le presento mis excusas, señor Gordi. Es evidente que se le ha tendido una
celada por alguien que quería inculparle de un asesinato que no ha cometido.
—Pero él mismo
afirma que nadie conocía ese nudo —ladró el inspector—. Si lo que dices es
cierto, alguien debe de haberlo aprendido a fuerza de mirar…
—Es lo más
posible —murmuró Ellery—. ¿No sospecha de nadie, Gordi?
El mago se
puso en pie, muy pálido.
—Creí que no
lo sabía nadie. Ni siquiera mi ayudante. Pero cuando se viaja y se está tanto
tiempo junto a las mismas personas… Supongo que si alguien quisiera…
—Entiendo
—contestó Ellery, pensativo—. Lo cual quiere decir que hemos llegado a un
callejón sin salida.
—Lo cual
quiere decir que estamos como estábamos —estalló su padre—. ¡Gracias, hijo,
eres una valiosa ayuda!
Al día siguiente, en la
oficina, Ellery le decía a su padre:
—Francamente,
no sé qué pensar de todo esto. Sólo estoy seguro de una cosa: de la inocencia
de Gordi. El asesino sabía positivamente que alguien se daría cuenta de aquel
extraño nudo… En lo que respecta al motivo…
—Escúchame
—rezongó el inspector, bastante alterado—. Yo también sé mirar a través de un
cristal. Todos ellos tenían motivos. Crosby se peleó con Gordi por la dama… Y
¿no sabías que el pequeño Sam rondaba asiduamente a la muchacha en las últimas
semanas, con mucho apasionamiento? En chanto a Kelly, también tenía con ella
ciertos asuntos, bajo su formal apariencia.
—No lo dudo —dijo,
sombrío, Ellery—. La llamada de la carne. Era una bribonzuela muy atractiva. Un
melodrama a lo Bocaccio, con el tonto del marido haciendo el cornudo…
La puerta se
abrió, dejando paso al doctor Prouty, médico forense, que con expresión de
asombro se dejó caer en una silla.
—¿A que no
saben lo qué he encontrado?
—No soy
adivino —dijo el inspector.
—Una gran
sorpresa para ustedes, señores. Y para mí también. La mujer no fue ahorcada.
—¿Qué?
—gritaron los dos al mismo tiempo.
—Ya estaba
muerta cuando la colgaron.
—Bueno, tendré
que aceptar mi fracaso —dijo Ellery, suavemente. Luego se levantó de su silla y
dio unos golpecitos en el hombro del doctor—. Por favor, no se ponga tan
misterioso. ¿Con qué la mataron? ¿Gas, cuchillo, pistola, veneno?
—Dedos.
—¡Dedos!
El doctor
Prouty asintió.
—Sin ninguna
duda. Cuando quité el sucio cáñamo de aquel bonito cuello, encontré en la piel
unas huellas de dedos bien visibles. La estrangularon primero, antes de
colgarla. ¿Por qué? No lo sé. Pero hay todavía algo más raro. Ustedes han visto
muchos casos de estrangulamiento. ¿Cuál es la característica de la huella de
los dedos?
Ellery le
miraba intensamente.
—¿La
característica? No sé a lo que se refiere. Normalmente las marcas son hacia
arriba, con los pulgares hacia la barbilla.
—¡Estupendo,
muchacho! Pues bien, estas marcas no son así. Todas eran hacia abajo.
Ellery le miró
largo rato. Luego tomó la mano de Prouty y la apretó jubilosamente.
—¡Eureka,
doctor! Usted me ha dado la respuesta. ¡Vamos, papá!
—¿Adonde?
—dijo el inspector—. No entiendo nada…
—Vamos al
Metropole. Rápidamente. Si mi reloj no está loco aún tenemos tiempo de
presenciar otra función. Allí te demostraré por qué nuestro amigo el asesino no
disparó, ni apuñaló, no asfixió, ni golpeó, y por qué colgó a la muchacha.
Cuando
llegaron al Metropole, la función no había empezado todavía. Buscaron
rápidamente a Kelly entre bastidores.
Un policía les
hizo pasar. En el pasillo no había nadie, salvo Brinkerhof y su nueva compañera
que ensayaban concienzudamente.
El trapecio
mayor estaba bajo, y el atleta colgaba de él, sujeto por sus poderosas piernas
con un trozo de caucho entre los dientes. Bajo él, dando vueltas como un
trompo, colgaba la rubia, unida a Brinkerhof por el bocado.
Entonces
apareció Kelly, y Ellery le dijo:
—¿Están todos
los demás aquí?
Kelly estaba
borracho otra vez. Se tambaleó y digo vagamente:
—¡Oh, seguro,
seguro!
—Reúnalos a
todos en el camerino de Mira. Tenemos poco tiempo.
Kelly se rascó
la barbilla y se dirigió hacia los camerinos.
—Oye, Atlas —dijo
al pasar—. Deja el ensayo, y ven conmigo.
Cuando todos
estuvieron reunidos en el cuarto de la muerta, Ellery se reclinó sobre la vieja
mesa de tocador, y dijo:
—Es el momento
de que uno de ustedes confiese… Porque he descubierto quién mató a la pequeña…
damita…
—¿Lo sabe
usted? —exclamó, jadeando, Brinkerhof—. ¿Quién es?
Se detuvo y
miró a los otros, girando sus estúpidos ojos redondos.
Pero nadie
articuló palabra.
Ellery
suspiró.
—Está bien. Me
obligan ustedes a emplear mi elocuencia y mi memoria. Ayer dije lo siguiente:
¿Por qué se colgó a Mira en lugar de matarla con cualquiera de los otros medios
que estaban a mano? Y, al demostrar la inocencia del señor Gordi, declaré que
la razón era que el colgarla permitía el uso de una soga y de los nudos de Gordi.
Pero olvidé otra posibilidad. Si ustedes encuentran a una mujer con una cuerda
atada al cuello, que ha muerto por estrangulación, supondrán, como es lógico,
que la cuerda la ha estrangulado. Pero yo olvidé completamente que una cuerda
también puede servir para ocultar el cuello. Además, la soga no es el único
medio de estrangulación, porque la víctima puede ser también asfixiada con los
dedos. Asfixiar de esta manera deja marcas, y el estrangulador no quería que la
policía averiguase que había marcas de dedos en el cuello de Mira. Pensó que la
soga muy apretada no sólo las ocultaría, sino que las borraría también. Pura
ignorancia, porque, después de sobrevenida la muerte, esas marcas son
imborrables. Pero eso es lo que él pensó. Y por esa misma razón, eligió el
colgarla, cuando Mira estaba ya muerta. Dejar el nudo de Gordi para complicarlo
se le ocurrió después.
—Pero, Ellery…
—dijo el Inspector—. Eso son tonterías. Supongamos que efectivamente colgara a
la mujer después de matarla. No comprendo por qué tenía que complicarse él
mismo dejando huellas de dedos. Las marcas de los dedos se pueden identificar…
—Es cierto
—siguió Ellery—. Pero también observarás que esas marcas están en posición
inversa. No hacia arriba, sino hacia abajo.
Todos los
concurrente estaban todavía en silencio, en un silencio que pesaba sobre el
cuarto y sólo se oía el respirar de los hombres.
—Pues, como
verán, señores —siguió Ellery—, Mira fue estrangulada desde arriba. Pero, ¿cómo
pudo ser esto? Sólo hay dos posibilidades: o en el momento de ser asesinada
estaba colgando con la cabeza hacia abajo, hacia su asesino, o…
Brinkerhof
exclamó estúpidamente:
—¡«Ja»! Yo lo
hice… «Ja»… yo lo hice…
Lo repitió una
y otra vez, como un gramófono al que se le ha trabado la aguja.
Los ojos de
Brinkerhof llameaban e inició un paso hacia Gordi.
—Ayer le dije
a Mira: «Esta noche ensayamos el nuevo número». Después del segundo acto vi a
Mira y a ese «Schweinehund» besándose… «und»… besándose entre las bambalinas…
Les oí hablar… Ellos me habían estado engañando… Yo pensé: La mataré cuando
ensayemos… Y la maté.
Hundió el
rostro en sus manos y comenzó a sollozar suavemente. Era horrible. Gordi
pareció transfigurado por el espanto.
Luego,
Brinkerhof murmuró:
—Después yo
veo marcas en su cuello. Ellas están hacia abajo. Sé que eso es malo. Tomo la
soga… «und»… cubro con ella marcas. Después yo colgué a Mira con el nudo del
«Schwein», que ella una vez me mostró. El se lo había enseñado a hacer.
Se detuvo
jadeante. Gordi exclamó:
—¡Dios mío!
¡No me acordaba!
—¡Llévenselo!
—dijo el inspector secamente al policía de la puerta.
—Estaba todo tan claro…
—explicaba luego Ellery, ante una taza de café—. O la mujer había sido
estrangulada de cabeza hacia su asesino o éste colgaba sobre ella. Un apretón
de esas tremendas garras… —Se estremeció—. Tenía que ser un acróbata. Cuando
recordé que Brinkerhof dijo que habían estada ensayando un número nuevo…
Se detuvo y
fumó pensativamente.
—Pobre hombre
—murmuró el inspector—. No es mal muchacho, sólo un poco bestia. Ella se lo
merecía.
—Por favor,
por favor —rió Ellery—. ¿Por qué filosofar, señor inspector? La verdad es que
no me interesa el aspecto moral de los crímenes. Pero este caso me ha dejado
realmente atónito…
—¿Atónito?
—preguntó el inspector.
—Sí, de verdad
lo estoy. Completamente atónito ante la poca imaginación de mis amigos los
periodistas.
—No entiendo.
Ellery guiñó
un ojo:
—Ni a uno solo
de los reporteros que andaban tras este caso se le ocurrió el perfecto titular
de la noticia. ¿No lo comprende? Se olvidaron de que uno de los encartados se
llama, ¡Dios mío!, precisamente Gordi.
—¿Titulares?
—dijo el inspector, frunciendo el ceño.
—¿Cómo puede
habérseles escapado el asignarme el papel de Alejandro Magno y el haber llamado
a este asunto «El caso del nudo gordiano»?
Menuda mierda
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