SGRITTORE TRADITORE
A los siete
años me enamoré de un compañero del colegio. Me habría podido enamorar de una
niña, pero en mi escuela los niños y las niñas estaban separados, así que me
enamoré de la única niña que estaba a mi alcance, y esa era Massimo P., un niño
tímido de facciones delicadísimas que no hablaba con nadie. Era el primer día
de colegio, estábamos en el recreo y Massimo se acercó a pedirme que le
amarrara los cordones de los zapatos. Se veía desvalido entre tantos niños que
gritaban correteando en el patio y quedé prendado de su hermosura y su
fragilidad. «Pareces una niña», le dije, y él, quizá acostumbrado a oír eso, se
limitó a sonreír. Acabó el recreo y regresamos al salón de clase. Su lugar
estaba separado del mío por dos hileras, ni una sola vez volteó a verme y pensé
que se había olvidado de mí.
Llegó la hora
de la lectura. Cada uno debía leer en voz alta algunos trozos de un cuento que
venía en el libro. Leyeron unos cuantos niños antes de que el maestro señalara
a Massimo. El puso su dedo sobre el inicio del párrafo y pronunció la primera
palabra; mejor dicho, la balbuceó; en la segunda palabra volvió a atorarse, y
también en la siguiente. Leía tan mal, que no pudo concluir la frase, el
maestro perdió la paciencia y le dijo a otro que siguiera leyendo. Acepté la
triste verdad: Massimo P., a pesar de su apariencia angelical, era un burro
redomado. Entonces llegó mi turno. Tomé una decisión repentina: leer peor que
Massimo. Pienso que, de haberlo hecho, ahora sería un hombre mejor del que soy.
Si hay episodios decisivos en la infancia, ése fue uno de ellos, porque después
de equivocarme adrede en la primera línea me di cuenta de que no podría seguir
estropeando una palabra más y me solté a leer con una fluidez que el maestro
aprobó con un gesto de admiración. Esto es leer bien, dijo, y creo que fue
entonces que vislumbré que mi vocación sería escribir libros, casi al mismo
tiempo que conocí el sabor de la traición. Siempre he pensado que son dos
vocaciones estrechamente unidas.
ROBAR
A la edad de
trece años robaba dinero a mis padres. Sustraía todos los días las monedas suficientes
para ir al cine, al que iba siempre solo, huyendo del clima agobiante de mi
casa. Iba a la primera función vespertina, cuando el cine estaba prácticamente
vacío. No recuerdo una sola película, un solo título, una sola imagen de lo que
desfilaba ante mis ojos. Creo que el sentimiento de ser un ladrón me impedía
disfrutar del espectáculo y procuraba no mirar a la cara a la empleada de la
taquilla que, estaba seguro, adivinaba de dónde venía el dinero con que pagaba
el boleto. Casi no tenía amigos en esa época, mi desempeño en el colegio había
caído en picada y el cine era mi único alivio. Robaba a la misma hora, después
de comer, aprovechando la breve siesta de mis padres. Me temblaban las manos al
hurgar en los bolsillos del saco de mi padre y en el monedero de mi madre.
Reconocía al tacto las monedas que necesitaba sustraer y sólo me llevaba la
cantidad justa para la entrada, ni una moneda más. Ignoro qué repercusión
tuvieron esos hurtos en mi vida y me he preguntado si no influyeron en mi
inclinación literaria; si la escritura no ha sido una prolongación de ellos,
porque me otorgaron, junto con la vergüenza y el remordimiento, una tendencia
introspectiva que más tarde me llevó a leer muchos libros y escribir yo mismo
unos cuantos. No me arrepiento pues de esos hurtos y pienso incluso que habría
que enseñar en los talleres literarios a robar pequeñas cantidades de dinero,
porque cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando,
sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para aquello
que uno quiere decir, justo esas palabras y ni una más.
Todavía hoy,
después de muchos años, acostumbro levantarme muy temprano para escribir,
cuando todo el mundo está dormido. No concibo la escritura como una actividad
preclara, sino furtiva. Busco las monedas justas para huir del clima agobiante
de siempre. Gomo me levanto muy temprano, mis amigos me admiran por mi
disciplina.
LADRÓN Y CENTINELA
Cuando
empecé a escribir me impuse un horario estricto: despertar todos los días a las
5:3o de la mañana para escribir al menos tres horas, salvo los domingos. Con
altas y bajas lo he mantenido durante más de treinta años. Me lavo la cara,
preparo un café y me pongo a escribir. No sé qué fue primero, si mi gusto por
la escritura o por estar despierto cuando los demás duermen todavía. De niño,
cuando iba a la escuela junto con mi hermano, él se adelantaba varios metros.
Menor que él, tenía que esforzarme para mantener su paso. El día que mi madre
me dio permiso para ir solo desperté muy temprano para adelantármele y me
adelanté tanto, que fui el primero en llegar al colegio, cuando todavía era de
noche. Mi hermano dormía aún, todos dormían aún. Esas salidas a destiempo se
hicieron costumbre. Tal vez llegaba tan temprano al colegio como una forma de
suplir mi bajo rendimiento escolar. Ser el testigo de las primeras ventanas
encendidas me hacía sentir un centinela y creo que a la larga determinó mi
inclinación por la escritura, a juzgar por el hecho de que siempre escribo en
esta hora de patrullaje sigiloso, mientras los demás duermen. La gente va
despertando mientras escribo, y es como haberles cuidado el sueño. Hay algo de
centinela en escribir tan temprano, o de ladrón, o de ambas cosas. El ladrón
con su sigilo cuida el sueño de sus víctimas, y el centinela, por su parte, ¿no
usurpa algo a quienes están bajo su cuidado?
¿No se queda
con algo de ellos de manera indebida? A fuerza de vigilarse mutuamente,
centinelas y ladrones han terminado por parecerse y de lejos es difícil saber
quién es quién. El escritor, en cierto modo, los fusiona, porque protege y
roba, sustrae y aprovisiona al mismo tiempo. Escribo cuando los demás duermen
todavia y por lo tanto escribo para que nadie despierte, para que sigan
dormidos. Soy el que protege pero también el que acecha, el que le cuida la
espalda a los otros y el que escribe a sus espaldas, la cabeza siempre
inclinada sobre la escritura, como sólo la escritura es capaz de inclinar una
cabeza.
LA VANIDAD DE SUBRAYAR
Un amigo
mío, al que ya no veo, no abría un libro sin tener un lápiz a la mano para
subrayar lo que le gustaba. Era indiferente el género del libro: poesía,
novela, historia, ensayo político o científico. Leer y subrayar para él eran
casi sinónimos. Tardé cierto tiempo en entender por qué me producía tanta
incomodidad su ansia por dejar alguna marca visible en las páginas de sus
libros. El aspiraba a escribir, tenía un indudable talento para ello, pero algo
lo bloqueaba secretamente. Bastante mayor que yo, no había publicado una sola
línea. Ahora creo que su manía de subrayar fue una de las causas de su
esterilidad. Para empezar, era la coartada perfecta para no tener ningún libro
prestado, pues se supone que uno no debe subrayar un libro que tiene que
devolver. Así, en su vasta biblioteca no había un solo libro ajeno, todos eran
suyos y, como eran suyos, podía subrayarlos libremente. Pronto entendí que
había caído en un círculo vicioso y que no los subrayaba porque eran suyos,
sino que, al ser suyos, tenía
que subrayarlos. En cierto modo, no eran
verdaderamente suyos hasta que no tuvieran algún subrayado.
Llegó a
confesarme que habría sido capaz de reconocer sus subrayados en medio de miles
de otros, no sólo por el tipo de rayas que hacía, que a mí en verdad me
parecían perfectamente normales, sino por el tipo de cosas que le gustaba
destacar. Pero cuando le pregunté qué eran esas cosas tan peculiares, sólo hizo
un gesto vago e intuí que ese hombre varios años mayor que yo nunca publicaría
nada. Subrayaba de manera compulsiva como un sustituto de la escritura misma.
Al subrayar tanto se defendía de los libros, que mantenía a raya con sus rayas.
Por eso nunca se animó a escribir uno. No habría soportado que alguien
subrayara un libro escrito por él, pues aspiraba a escribir un libro perfecto,
un libro subrayable de la primera hasta la última palabra, y encontrarse con un
lector que sólo hallara algunas partes dignas de subrayarse, lo habría sumido
en una profunda consternación.
LOS DEMASIADOS LIBROS
Hay árboles
en los que se apoya un bosque. Puede que no sean los árboles más viejos, ni los
más grandes ni los más altos; puede que no se distingan de la mayoría de los
otros árboles, pero por algún motivo son las plantas que dieron un paso
decisivo en el subsuelo, que inclinaron el tronco en la dirección debida en el
momento debido y abrieron el camino a sus congéneres para transformar en bosque
una simple arboleda. Lo mismo ocurre con los libros. En unos cuantos de ellos
se apoya nuestra biblioteca. Puede que no sean los más viejos, ni los que más amemos,
ni los que hayamos leído más veces, pero por algún motivo han determinado la
dirección y el carácter del conjunto. En mi caso, uno de estos libros es El extranjero,
de Albert Camus, un libro que me ha marcado en mi adolescencia y que, cada vez
que lo releo, me gusta menos. Sin embargo, reconozco en él un ascendente sobre
los otros libros de mi biblioteca, y ésta me parece impensable sin su
presencia. Otro puntal de mi estantería es Esperando a Godot,
de Samuel Beckett. Al revés de El
extranjero, cada vez que lo releo, me gusta
más. Sobre estas dos columnas de Hércules se sostiene mi biblioteca.
Pero el
símil es exagerado, pues mi biblioteca no tiene nada de hercúleo, siendo harto
modesta, tanto en cantidad de libros como en rarezas. Guando ha caído en mis
manos algún libro raro, de esos que hacen la delicia de los coleccionistas, lo
he regalado en seguida. Carezco del menor orgullo bibliófilo y me aterran esas
grandes bibliotecas que a la muerte de su dueño son adquiridas por alguna
fundación o universidad. Un escritor de narrativa o de poesía que posea más de
mil libros empieza a ser sospechoso. Para qué escribe, me pregunto. Sólo
debería escribirse para paliar alguna carencia de lectura. Ahí donde advertimos
un hueco en nuestra biblioteca, la falta de cierto libro en particular, se justifica
que tomemos la pluma para, de la manera más decorosa posible, escribirlo
nosotros. Escribir, pues, como un correctivo. Escribir para seguir leyendo.
EL CABALLO DE TROYA
Después de
diez años de asedio infructuoso, los griegos, al parecer, se han ido, dejando
un enorme caballo de madera delante de Troya. Los troyanos se acercan
circunspectos. Discuten durante tres días si es mejor introducir el caballo en
la ciudad o prenderle fuego. Entre ellos está Tairis, ciego de nacimiento y
cuya agudeza de oído es legendaria. Después de tres días cunde la desesperación
entre los guerreros griegos que se hallan en el vientre de la bestia. Sedientos
y debilitados, han guardado un silencio absoluto por temor a ser descubiertos,
sobre todo por Tairis, a quien Odiseo conoce. Al amanecer del cuarto día Tairis
escucha un sonido casi imperceptible proveniente del interior del caballo. Se
queda inmóvil. ¿Dónde y cuándo escuchó algo semejante? Ya recuerda: de joven
acompañó a su padre comerciante en un largo viaje y visitaron Itaca, cuyo rey,
Odiseo, los recibió en su casa. Recuerda el tintineo de la pulsera de oro del
joven rey, que ahora ha vuelto a oír. Tairis va a hablar con el rey Priamo y le
comunica que Odiseo está dentro del caballo; con él, de seguro, hay otros
guerreros, posiblemente la crema y nata del ejército griego.
La treta ha
sido descubierta. Priamo le ordena que no abra la boca. Sabe que si se corre la
voz, la gente quemará el caballo y el fuego hará irreconocibles los cuerpos de
los que ahí se esconden. El lleva diez años imaginando los rostros de Odiseo,
de Agamenón y Menelao. Quiere verlos y, después del trato cruel que ha sufrido
su adorado Héctor a manos de Aquiles, quiere que lo vean,
que lo último que vean antes de morir sea su rostro y el de la esplendente
Troya, que resistió a su asedio. Luego los colgará en la llanura, y los
griegos, ante la visión de sus jefes ahorcados, se irán para siempre. Ordena
pues introducir el caballo en la ciudad. No cuenta con el ruidoso festejo que
esa noche estalla en todos los rincones y ablanda la vigilancia de los
soldados. Los griegos logran deslizarse fuera del caballo y abrir las puertas.
Algunos dicen que Odiseo, conociendo a Priamo, agitó su pulsera adrede.
LOS NOMBRES DE LOS MUERTOS
Los niños
deberían aprender a leer y a escribir no por medio de sustantivos (casa, mamá,
árbol, montaña), sino de nombres: Luis, Susana, Juan, Filiberto. Si digo
montaña, todo el mundo sabe de lo que hablo, imaginará una montaña y hasta
podrá dibujarla, pero si digo Patricia, la gente preguntará: ¿Qué Patricia? Tan
palabra es Patricia como montaña, tan existentes son las Patricias como las
montañas, pero mientras todas las montañas se parecen entre sí, y por eso
pueden dibujarse, ninguna Patricia se parece a otra. Aprender a escribir con
vocablos que carecen de un referente preciso, que no remiten a ningún objeto y
a ninguna idea y que, como las piedras de los ríos, han perdido su significado
a fuerza de tanto frotamiento, les enseñaría a los niños a valorar el
sinsentido de las palabras, a repetirlas sin más, con perplejidad o alegría, lo
que afinaría su capacidad conjetural, idiomática y, de paso, su oído.
Y para no
caer en el abstraccionismo y dotar a los nombres de una seriedad fuera de toda
duda, ahí están los nombres de los muertos. Las clases de escritura se
trasladarían a los cementerios, donde los niños se pasearían entre las tumbas
para deletrear y memo rizar los nombres de los difuntos. Nada como esos nombres
grabados en las lápidas (los más puros que hay, porque con ellos ya no se llama
a nadie) para intimar con el sonido de las palabras, ese sonido que los
actuales métodos de enseñanza de la escritura, basados enteramente en la
equivalencia del signo escrito con la cosa que representa, subordinan demasiado
pronto a la tiranía del concepto. Nada mejor que ellos, que resplandecen como
una cosa autónoma conforme se apaga la memoria del difunto, para probar la
arbitrariedad del lenguaje y recordarnos que, a pesar de la palabra montaña,
ninguna montaña se parece a otra, que todo es diferente de todo y que la vida
está hecha de nombres propios. Sólo esos nombres, al no tragarse la mentira de
la equivalencia y de la semejanza, nos proporcionan a base de lenguaje la
salida del lenguaje, el atisbo de la realidad del mundo.
COCTEL DE BIENVENIDA
A los
catorce años vacacioné por primera vez con mi familia en un gran hotel.
Mientras Íbamos en la carretera rumbo a Acapulco revisé el folleto del
establecimiento, que traía la frase «Coctel de bienvenida», e imaginé un
agasajo organizado en alguno de los salones o en la orilla de la alberca para
festejar nuestra llegada. Aunque no se me escapaba el tinte algo inverosímil
del asunto, al repasar las fotos del hotel, con sus enormes espacios y
jardines, su altura desmesurada, su clima aséptico y sus elevadores futuristas,
concluí que ahí las cosas obedecían a una lógica nueva y sorprendente. No es
que creyera que a nuestra llegada un destacamento de empleados correría a abrir
el salón del primer piso, con terraza al mar, para desplegar decenas de
manteles sobre las mesas, mientras otro destacamento tocaría las puertas de los
cuartos para invitar a los huéspedes al coctel organizado en honor de mis
padres, de mi hermano y mío; más bien supuse que en el salón con terraza al mar
se llevaba a cabo un coctel continuo y que a nuestra llegada se nos anunciaría
a las personas ahí reunidas, que harían un cerco festivo a nuestro alrededor,
chocando sus vasos con los nuestros y haciéndonos mil preguntas. Tal vez, quién
sabe, los primeros cocteles de bienvenida eran efectivamente así y se
degradaron conforme se hizo oneroso mantener un convite permanente en el cual
era preciso ofrecer bebidas gratis o a un precio muy bajo a los huéspedes
encargados de dar la bienvenida a los otros.
Tal vez dichos convites fueron sustituidos en
un principio por un corrillo conformado únicamente por el empleado de la
Recepción, el botones que sube la maleta al cuarto y dos o tres afanadoras, que
brindaban a toda prisa en honor del huésped recién llegado, antes de regresar a
sus labores; y acabaron en lo que son ahora: una bebida solitaria que nos
espera en nuestra habitación, un triste brebaje que nos tomamos en la orilla de
la alberca al lado de otros huéspedes que se asolean aburridos y, como nosotros,
esperaban secretamente otra cosa.
EL ÚLTIMO HABLANTE
Es cada vez
más frecuente oír acerca de alguna lengua que está a punto de extinguirse y de
la cual quedan unos cuantos hablantes vivos, a veces una docena, a veces dos, a
veces sólo uno. En un desesperado intento de rescate, antes de que desaparezcan
de la faz de la tierra, lingüistas armados de grabadora compilan diccionarios y
gramáticas de esos idiomas, valiéndose de la colaboración de quienes todavía
los hablan. Tomemos a uno de estos últimos hablantes. Se trata de un hombre
viejo, monolingüe, que lleva una vida pobre y apartada. Sus únicos familiares
son dos nietas que le sirven de intérpretes. Ellas no hablan su lengua, pero la
conocen lo suficiente como para hacerle entender las preguntas de los
estudiosos. El hombre profiere las palabras de su idioma moribundo, que los
lingüistas anotan con esmero. Pero resulta que, además de su edad avanzada y su
semisordera, es tartamudo. Es el último hablante de su idioma y no puede
pronunciar una sola palabra de corrido. Las dos nietas conocen bien el defecto
de su abuelo y tratan de adivinar la forma correcta de cada palabra, «restando»
los pedazos añadidos por su balbuceo. A los lingüistas no les queda más remedio
que confiar en ellas. Reconocen que, para su labor de rescate, el tartamudeo
facilita las cosas, porque deja cada palabra en estado puro, sin acento y
perfectamente deletreada. En un sentido, todo tartamudo es un filólogo.
Pero surge
una duda: ese hombre viejo que durante los últimos años ha vivido con su idioma
incubado dentro de él, sin poder hablarlo con nadie, ¿recuerda las palabras
«sanas» de su lengua o las evoca ya contaminadas por su defecto lingüístico?
¿Qué idioma recuerda? ¿El de su gente, libre de tartamudez, o el que estropeó
durante toda su vida, ganándose seguramente las burlas de su gente? Surge pues
la duda de si, de manera premeditada o no, ese hombre no se estará vengando,
transmitiendo a la posteridad su versión atrabancada de los hechos, luego de
padecer toda la vida las chanzas de sus semejantes, para quienes era una
especie de loco o de inválido.
LENTITUD
Fernando y
Alicia se conocen, se gustan y empiezan a salir. Ella vive sola, él con sus
padres. Una tarde ella le pide que la acompañe a su casa porque debe cambiarse
de ropa para ir a una cena. Lo invita a subir, pero él titubea y le dice que
todavía no está listo para conocer su casa. Ella insiste, pero él repite que no
está listo. A Alicia le gusta ese recato de él. Te taparé los ojos, le dice.
Suben al departamento, le cubre los ojos con un pañuelo, lo hace sentarse en el
sofá de la sala y va a su cuarto a cambiarse. Guando regresa, le ofrece un
café. Platican, se dan un beso, toman otro café y él sigue con los ojos
vendados. ¿Te gusta mi casa?, le pregunta Alicia, y Fernando contesta que se
siente muy cómodo en ella. Entonces vente a cenar mañana, le dice. El titubea,
pero Alicia le asegura que volverá a cubrirle los ojos. En efecto, cuando llega
al otro día, ella le pone la venda y le hace un tour por el departamento, poniendo
unos objetos en su mano para que los conozca con el tacto, entre ellos una foto
de sus padres, y golpea cada cosa para que Femando escuche su sonido. Completa
el recorrido acústico arrastrando sillas, rompiendo un vaso, abriendo los
grifos de la cocina y corriendo el agua del retrete. Después lo lleva a su
cuarto y ahí, en la cama, se le entrega sin pedirle que se quite la venda. En
las siguientes semanas hacen el amor de la misma forma.
El ahora se
mueve en esa casa con soltura, ya casi no choca contra los muebles como los
primeros días y, por fin, le anuncia que está listo. Llega sin la venda en los
ojos y cuando ella le abre la puerta, se queda inmóvil mirando la sala y el
comedor, que conoce tan bien. ¿Es como te lo imaginabas?, le pregunta ella temblando.
Nunca es como uno se lo imagina, responde él. Tómate tu tiempo, le dice ella, y
se encierra en su cuarto. El pasa revista a todo el departamento y acaricia
cada objeto casi sin mirarlo, inquieto por la idea de que la verá desnuda, y se
acerca poco a poco a su recámara donde ella aguarda nerviosa y ruega que le
guste toda la casa, incluido su cuerpo.
- Título del libroEl idioma materno
- AutorFABIAN MORABITO
- IdiomaCASTELLANO
- EditorialGOG & MAGOG
- FormatoPapel
- Género del libroLiteratura y ficción
- SubgénerosDrama
- Tipo de narraciónCuento
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