sábado, 23 de noviembre de 2019

El idioma materno Fabio Morabito. Fragmento.


El idioma materno
Fabio Morabito


SGRITTORE TRADITORE


A los siete años me enamoré de un compañero del colegio. Me habría podido enamorar de una niña, pero en mi escuela los niños y las niñas estaban separados, así que me enamoré de la única niña que estaba a mi alcance, y esa era Massimo P., un niño tímido de facciones delicadísimas que no hablaba con nadie. Era el primer día de colegio, estábamos en el recreo y Massimo se acercó a pedirme que le amarrara los cordones de los zapatos. Se veía desvalido entre tantos niños que gritaban correteando en el patio y quedé prendado de su hermosura y su fragilidad. «Pareces una niña», le dije, y él, quizá acostumbrado a oír eso, se limitó a sonreír. Acabó el recreo y regresamos al salón de clase. Su lugar estaba separado del mío por dos hileras, ni una sola vez volteó a verme y pensé que se había olvidado de mí.
Llegó la hora de la lectura. Cada uno debía leer en voz alta algunos trozos de un cuento que venía en el libro. Leyeron unos cuantos niños antes de que el maestro señalara a Massimo. El puso su dedo sobre el inicio del párrafo y pronunció la primera palabra; mejor dicho, la balbuceó; en la segunda palabra volvió a atorarse, y también en la siguiente. Leía tan mal, que no pudo concluir la frase, el maestro perdió la paciencia y le dijo a otro que siguiera leyendo. Acepté la triste verdad: Massimo P., a pesar de su apariencia angelical, era un burro redomado. Entonces llegó mi turno. Tomé una decisión repentina: leer peor que Massimo. Pienso que, de haberlo hecho, ahora sería un hombre mejor del que soy. Si hay episodios decisivos en la infancia, ése fue uno de ellos, porque después de equivocarme adrede en la primera línea me di cuenta de que no podría seguir estropeando una palabra más y me solté a leer con una fluidez que el maestro aprobó con un gesto de admiración. Esto es leer bien, dijo, y creo que fue entonces que vislumbré que mi vocación sería escribir libros, casi al mismo tiempo que conocí el sabor de la traición. Siempre he pensado que son dos vocaciones estrechamente unidas.


ROBAR


A la edad de trece años robaba dinero a mis padres. Sustraía todos los días las monedas suficientes para ir al cine, al que iba siempre solo, huyendo del clima agobiante de mi casa. Iba a la primera función vespertina, cuando el cine estaba prácticamente vacío. No recuerdo una sola película, un solo título, una sola imagen de lo que desfilaba ante mis ojos. Creo que el sentimiento de ser un ladrón me impedía disfrutar del espectáculo y procuraba no mirar a la cara a la empleada de la taquilla que, estaba seguro, adivinaba de dónde venía el dinero con que pagaba el boleto. Casi no tenía amigos en esa época, mi desempeño en el colegio había caído en picada y el cine era mi único alivio. Robaba a la misma hora, después de comer, aprovechando la breve siesta de mis padres. Me temblaban las manos al hurgar en los bolsillos del saco de mi padre y en el monedero de mi madre. Reconocía al tacto las monedas que necesitaba sustraer y sólo me llevaba la cantidad justa para la entrada, ni una moneda más. Ignoro qué repercusión tuvieron esos hurtos en mi vida y me he preguntado si no influyeron en mi inclinación literaria; si la escritura no ha sido una prolongación de ellos, porque me otorgaron, junto con la vergüenza y el remordimiento, una tendencia introspectiva que más tarde me llevó a leer muchos libros y escribir yo mismo unos cuantos. No me arrepiento pues de esos hurtos y pienso incluso que habría que enseñar en los talleres literarios a robar pequeñas cantidades de dinero, porque cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para aquello que uno quiere decir, justo esas palabras y ni una más.
Todavía hoy, después de muchos años, acostumbro levantarme muy temprano para escribir, cuando todo el mundo está dormido. No concibo la escritura como una actividad preclara, sino furtiva. Busco las monedas justas para huir del clima agobiante de siempre. Gomo me levanto muy temprano, mis amigos me admiran por mi disciplina.


LADRÓN Y CENTINELA


Cuando empecé a escribir me impuse un horario estricto: despertar todos los días a las 5:3o de la mañana para escribir al menos tres horas, salvo los domingos. Con altas y bajas lo he mantenido durante más de treinta años. Me lavo la cara, preparo un café y me pongo a escribir. No sé qué fue primero, si mi gusto por la escritura o por estar despierto cuando los demás duermen todavía. De niño, cuando iba a la escuela junto con mi hermano, él se adelantaba varios metros. Menor que él, tenía que esforzarme para mantener su paso. El día que mi madre me dio permiso para ir solo desperté muy temprano para adelantármele y me adelanté tanto, que fui el primero en llegar al colegio, cuando todavía era de noche. Mi hermano dormía aún, todos dormían aún. Esas salidas a destiempo se hicieron costumbre. Tal vez llegaba tan temprano al colegio como una forma de suplir mi bajo rendimiento escolar. Ser el testigo de las primeras ventanas encendidas me hacía sentir un centinela y creo que a la larga determinó mi inclinación por la escritura, a juzgar por el hecho de que siempre escribo en esta hora de patrullaje sigiloso, mientras los demás duermen. La gente va despertando mientras escribo, y es como haberles cuidado el sueño. Hay algo de centinela en escribir tan temprano, o de ladrón, o de ambas cosas. El ladrón con su sigilo cuida el sueño de sus víctimas, y el centinela, por su parte, ¿no usurpa algo a quienes están bajo su cuidado?
¿No se queda con algo de ellos de manera indebida? A fuerza de vigilarse mutuamente, centinelas y ladrones han terminado por parecerse y de lejos es difícil saber quién es quién. El escritor, en cierto modo, los fusiona, porque protege y roba, sustrae y aprovisiona al mismo tiempo. Escribo cuando los demás duermen todavia y por lo tanto escribo para que nadie despierte, para que sigan dormidos. Soy el que protege pero también el que acecha, el que le cuida la espalda a los otros y el que escribe a sus espaldas, la cabeza siempre inclinada sobre la escritura, como sólo la escritura es capaz de inclinar una cabeza.


LA VANIDAD DE SUBRAYAR


Un amigo mío, al que ya no veo, no abría un libro sin tener un lápiz a la mano para subrayar lo que le gustaba. Era indiferente el género del libro: poesía, novela, historia, ensayo político o científico. Leer y subrayar para él eran casi sinónimos. Tardé cierto tiempo en entender por qué me producía tanta incomodidad su ansia por dejar alguna marca visible en las páginas de sus libros. El aspiraba a escribir, tenía un indudable talento para ello, pero algo lo bloqueaba secretamente. Bastante mayor que yo, no había publicado una sola línea. Ahora creo que su manía de subrayar fue una de las causas de su esterilidad. Para empezar, era la coartada perfecta para no tener ningún libro prestado, pues se supone que uno no debe subrayar un libro que tiene que devolver. Así, en su vasta biblioteca no había un solo libro ajeno, todos eran suyos y, como eran suyos, podía subrayarlos libremente. Pronto entendí que había caído en un círculo vicioso y que no los subrayaba porque eran suyos, sino que, al ser suyos, tenía que subrayarlos. En cierto modo, no eran verdaderamente suyos hasta que no tuvieran algún subrayado.
Llegó a confesarme que habría sido capaz de reconocer sus subrayados en medio de miles de otros, no sólo por el tipo de rayas que hacía, que a mí en verdad me parecían perfectamente normales, sino por el tipo de cosas que le gustaba destacar. Pero cuando le pregunté qué eran esas cosas tan peculiares, sólo hizo un gesto vago e intuí que ese hombre varios años mayor que yo nunca publicaría nada. Subrayaba de manera compulsiva como un sustituto de la escritura misma. Al subrayar tanto se defendía de los libros, que mantenía a raya con sus rayas. Por eso nunca se animó a escribir uno. No habría soportado que alguien subrayara un libro escrito por él, pues aspiraba a escribir un libro perfecto, un libro subrayable de la primera hasta la última palabra, y encontrarse con un lector que sólo hallara algunas partes dignas de subrayarse, lo habría sumido en una profunda consternación.




LOS DEMASIADOS LIBROS


Hay árboles en los que se apoya un bosque. Puede que no sean los árboles más viejos, ni los más grandes ni los más altos; puede que no se distingan de la mayoría de los otros árboles, pero por algún motivo son las plantas que dieron un paso decisivo en el subsuelo, que inclinaron el tronco en la dirección debida en el momento debido y abrieron el camino a sus congéneres para transformar en bosque una simple arboleda. Lo mismo ocurre con los libros. En unos cuantos de ellos se apoya nuestra biblioteca. Puede que no sean los más viejos, ni los que más amemos, ni los que hayamos leído más veces, pero por algún motivo han determinado la dirección y el carácter del conjunto. En mi caso, uno de estos libros es El extranjero, de Albert Camus, un libro que me ha marcado en mi adolescencia y que, cada vez que lo releo, me gusta menos. Sin embargo, reconozco en él un ascendente sobre los otros libros de mi biblioteca, y ésta me parece impensable sin su presencia. Otro puntal de mi estantería es Esperando a Godot, de Samuel Beckett. Al revés de El extranjero, cada vez que lo releo, me gusta más. Sobre estas dos columnas de Hércules se sostiene mi biblioteca.
Pero el símil es exagerado, pues mi biblioteca no tiene nada de hercúleo, siendo harto modesta, tanto en cantidad de libros como en rarezas. Guando ha caído en mis manos algún libro raro, de esos que hacen la delicia de los coleccionistas, lo he regalado en seguida. Carezco del menor orgullo bibliófilo y me aterran esas grandes bibliotecas que a la muerte de su dueño son adquiridas por alguna fundación o universidad. Un escritor de narrativa o de poesía que posea más de mil libros empieza a ser sospechoso. Para qué escribe, me pregunto. Sólo debería escribirse para paliar alguna carencia de lectura. Ahí donde advertimos un hueco en nuestra biblioteca, la falta de cierto libro en particular, se justifica que tomemos la pluma para, de la manera más decorosa posible, escribirlo nosotros. Escribir, pues, como un correctivo. Escribir para seguir leyendo.


EL CABALLO DE TROYA


Después de diez años de asedio infructuoso, los griegos, al parecer, se han ido, dejando un enorme caballo de madera delante de Troya. Los troyanos se acercan circunspectos. Discuten durante tres días si es mejor introducir el caballo en la ciudad o prenderle fuego. Entre ellos está Tairis, ciego de nacimiento y cuya agudeza de oído es legendaria. Después de tres días cunde la desesperación entre los guerreros griegos que se hallan en el vientre de la bestia. Sedientos y debilitados, han guardado un silencio absoluto por temor a ser descubiertos, sobre todo por Tairis, a quien Odiseo conoce. Al amanecer del cuarto día Tairis escucha un sonido casi imperceptible proveniente del interior del caballo. Se queda inmóvil. ¿Dónde y cuándo escuchó algo semejante? Ya recuerda: de joven acompañó a su padre comerciante en un largo viaje y visitaron Itaca, cuyo rey, Odiseo, los recibió en su casa. Recuerda el tintineo de la pulsera de oro del joven rey, que ahora ha vuelto a oír. Tairis va a hablar con el rey Priamo y le comunica que Odiseo está dentro del caballo; con él, de seguro, hay otros guerreros, posiblemente la crema y nata del ejército griego.
La treta ha sido descubierta. Priamo le ordena que no abra la boca. Sabe que si se corre la voz, la gente quemará el caballo y el fuego hará irreconocibles los cuerpos de los que ahí se esconden. El lleva diez años imaginando los rostros de Odiseo, de Agamenón y Menelao. Quiere verlos y, después del trato cruel que ha sufrido su adorado Héctor a manos de Aquiles, quiere que lo vean, que lo último que vean antes de morir sea su rostro y el de la esplendente Troya, que resistió a su asedio. Luego los colgará en la llanura, y los griegos, ante la visión de sus jefes ahorcados, se irán para siempre. Ordena pues introducir el caballo en la ciudad. No cuenta con el ruidoso festejo que esa noche estalla en todos los rincones y ablanda la vigilancia de los soldados. Los griegos logran deslizarse fuera del caballo y abrir las puertas. Algunos dicen que Odiseo, conociendo a Priamo, agitó su pulsera adrede.


LOS NOMBRES DE LOS MUERTOS


Los niños deberían aprender a leer y a escribir no por medio de sustantivos (casa, mamá, árbol, montaña), sino de nombres: Luis, Susana, Juan, Filiberto. Si digo montaña, todo el mundo sabe de lo que hablo, imaginará una montaña y hasta podrá dibujarla, pero si digo Patricia, la gente preguntará: ¿Qué Patricia? Tan palabra es Patricia como montaña, tan existentes son las Patricias como las montañas, pero mientras todas las montañas se parecen entre sí, y por eso pueden dibujarse, ninguna Patricia se parece a otra. Aprender a escribir con vocablos que carecen de un referente preciso, que no remiten a ningún objeto y a ninguna idea y que, como las piedras de los ríos, han perdido su significado a fuerza de tanto frotamiento, les enseñaría a los niños a valorar el sinsentido de las palabras, a repetirlas sin más, con perplejidad o alegría, lo que afinaría su capacidad conjetural, idiomática y, de paso, su oído.
Y para no caer en el abstraccionismo y dotar a los nombres de una seriedad fuera de toda duda, ahí están los nombres de los muertos. Las clases de escritura se trasladarían a los cementerios, donde los niños se pasearían entre las tumbas para deletrear y memo rizar los nombres de los difuntos. Nada como esos nombres grabados en las lápidas (los más puros que hay, porque con ellos ya no se llama a nadie) para intimar con el sonido de las palabras, ese sonido que los actuales métodos de enseñanza de la escritura, basados enteramente en la equivalencia del signo escrito con la cosa que representa, subordinan demasiado pronto a la tiranía del concepto. Nada mejor que ellos, que resplandecen como una cosa autónoma conforme se apaga la memoria del difunto, para probar la arbitrariedad del lenguaje y recordarnos que, a pesar de la palabra montaña, ninguna montaña se parece a otra, que todo es diferente de todo y que la vida está hecha de nombres propios. Sólo esos nombres, al no tragarse la mentira de la equivalencia y de la semejanza, nos proporcionan a base de lenguaje la salida del lenguaje, el atisbo de la realidad del mundo.


COCTEL DE BIENVENIDA


A los catorce años vacacioné por primera vez con mi familia en un gran hotel. Mientras Íbamos en la carretera rumbo a Acapulco revisé el folleto del establecimiento, que traía la frase «Coctel de bienvenida», e imaginé un agasajo organizado en alguno de los salones o en la orilla de la alberca para festejar nuestra llegada. Aunque no se me escapaba el tinte algo inverosímil del asunto, al repasar las fotos del hotel, con sus enormes espacios y jardines, su altura desmesurada, su clima aséptico y sus elevadores futuristas, concluí que ahí las cosas obedecían a una lógica nueva y sorprendente. No es que creyera que a nuestra llegada un destacamento de empleados correría a abrir el salón del primer piso, con terraza al mar, para desplegar decenas de manteles sobre las mesas, mientras otro destacamento tocaría las puertas de los cuartos para invitar a los huéspedes al coctel organizado en honor de mis padres, de mi hermano y mío; más bien supuse que en el salón con terraza al mar se llevaba a cabo un coctel continuo y que a nuestra llegada se nos anunciaría a las personas ahí reunidas, que harían un cerco festivo a nuestro alrededor, chocando sus vasos con los nuestros y haciéndonos mil preguntas. Tal vez, quién sabe, los primeros cocteles de bienvenida eran efectivamente así y se degradaron conforme se hizo oneroso mantener un convite permanente en el cual era preciso ofrecer bebidas gratis o a un precio muy bajo a los huéspedes encargados de dar la bienvenida a los otros.
 Tal vez dichos convites fueron sustituidos en un principio por un corrillo conformado únicamente por el empleado de la Recepción, el botones que sube la maleta al cuarto y dos o tres afanadoras, que brindaban a toda prisa en honor del huésped recién llegado, antes de regresar a sus labores; y acabaron en lo que son ahora: una bebida solitaria que nos espera en nuestra habitación, un triste brebaje que nos tomamos en la orilla de la alberca al lado de otros huéspedes que se asolean aburridos y, como nosotros, esperaban secretamente otra cosa.


EL ÚLTIMO HABLANTE


Es cada vez más frecuente oír acerca de alguna lengua que está a punto de extinguirse y de la cual quedan unos cuantos hablantes vivos, a veces una docena, a veces dos, a veces sólo uno. En un desesperado intento de rescate, antes de que desaparezcan de la faz de la tierra, lingüistas armados de grabadora compilan diccionarios y gramáticas de esos idiomas, valiéndose de la colaboración de quienes todavía los hablan. Tomemos a uno de estos últimos hablantes. Se trata de un hombre viejo, monolingüe, que lleva una vida pobre y apartada. Sus únicos familiares son dos nietas que le sirven de intérpretes. Ellas no hablan su lengua, pero la conocen lo suficiente como para hacerle entender las preguntas de los estudiosos. El hombre profiere las palabras de su idioma moribundo, que los lingüistas anotan con esmero. Pero resulta que, además de su edad avanzada y su semisordera, es tartamudo. Es el último hablante de su idioma y no puede pronunciar una sola palabra de corrido. Las dos nietas conocen bien el defecto de su abuelo y tratan de adivinar la forma correcta de cada palabra, «restando» los pedazos añadidos por su balbuceo. A los lingüistas no les queda más remedio que confiar en ellas. Reconocen que, para su labor de rescate, el tartamudeo facilita las cosas, porque deja cada palabra en estado puro, sin acento y perfectamente deletreada. En un sentido, todo tartamudo es un filólogo.
Pero surge una duda: ese hombre viejo que durante los últimos años ha vivido con su idioma incubado dentro de él, sin poder hablarlo con nadie, ¿recuerda las palabras «sanas» de su lengua o las evoca ya contaminadas por su defecto lingüístico? ¿Qué idioma recuerda? ¿El de su gente, libre de tartamudez, o el que estropeó durante toda su vida, ganándose seguramente las burlas de su gente? Surge pues la duda de si, de manera premeditada o no, ese hombre no se estará vengando, transmitiendo a la posteridad su versión atrabancada de los hechos, luego de padecer toda la vida las chanzas de sus semejantes, para quienes era una especie de loco o de inválido.


LENTITUD


Fernando y Alicia se conocen, se gustan y empiezan a salir. Ella vive sola, él con sus padres. Una tarde ella le pide que la acompañe a su casa porque debe cambiarse de ropa para ir a una cena. Lo invita a subir, pero él titubea y le dice que todavía no está listo para conocer su casa. Ella insiste, pero él repite que no está listo. A Alicia le gusta ese recato de él. Te taparé los ojos, le dice. Suben al departamento, le cubre los ojos con un pañuelo, lo hace sentarse en el sofá de la sala y va a su cuarto a cambiarse. Guando regresa, le ofrece un café. Platican, se dan un beso, toman otro café y él sigue con los ojos vendados. ¿Te gusta mi casa?, le pregunta Alicia, y Fernando contesta que se siente muy cómodo en ella. Entonces vente a cenar mañana, le dice. El titubea, pero Alicia le asegura que volverá a cubrirle los ojos. En efecto, cuando llega al otro día, ella le pone la venda y le hace un tour por el departamento, poniendo unos objetos en su mano para que los conozca con el tacto, entre ellos una foto de sus padres, y golpea cada cosa para que Femando escuche su sonido. Completa el recorrido acústico arrastrando sillas, rompiendo un vaso, abriendo los grifos de la cocina y corriendo el agua del retrete. Después lo lleva a su cuarto y ahí, en la cama, se le entrega sin pedirle que se quite la venda. En las siguientes semanas hacen el amor de la misma forma.
El ahora se mueve en esa casa con soltura, ya casi no choca contra los muebles como los primeros días y, por fin, le anuncia que está listo. Llega sin la venda en los ojos y cuando ella le abre la puerta, se queda inmóvil mirando la sala y el comedor, que conoce tan bien. ¿Es como te lo imaginabas?, le pregunta ella temblando. Nunca es como uno se lo imagina, responde él. Tómate tu tiempo, le dice ella, y se encierra en su cuarto. El pasa revista a todo el departamento y acaricia cada objeto casi sin mirarlo, inquieto por la idea de que la verá desnuda, y se acerca poco a poco a su recámara donde ella aguarda nerviosa y ruega que le guste toda la casa, incluido su cuerpo.
FICHA TÉCNICA:
  • Título del libroEl idioma materno
  • AutorFABIAN MORABITO
  • IdiomaCASTELLANO
  • EditorialGOG & MAGOG
  • FormatoPapel
  • Género del libroLiteratura y ficción
  • SubgénerosDrama
  • Tipo de narraciónCuento

Descripción

EL IDIOMA MATERNO
AUTOR: FABIO MORÁBITO
EDITORIAL: GOG & MAGOG
EDICIÓN: 2014
174 PÁGINAS

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