Guillaume
Apollinaire
El Marqués de Sade
Título
original: Le Marquis de Sade
Guillaume
Apollinaire, 1909
Traducción:
Hugo Acevedo
No
tengo la intención de escribir una biografía detallada del marqués de Sade, de
modo que remito a los lectores a las obras que se presumen competentes: la de
Paul Ginisty[1], la del
doctor Eugen Duehren[2],
la del doctor Cabanès[3],
la del doctor Jacobus[4],
la de Henri d’Alméras[5],
etcétera. La biografía completa del marqués de Sade no se ha escrito aún. Pero
no hay duda de que no está lejano el día en que, reunidos ya todos los
materiales, ha de ser posible esclarecer los puntos de la existencia de un
hombre notable que todavía permanecen en el misterio y acerca del cual han
corrido y corren aún un número tan grande de leyendas.
Los
trabajos que estos últimos años se han emprendido en Francia y Alemania han
disipado muchos errores. Pero todavía hay mucho por corregir.
Donatien-Alphonse-Françoise,
marqués y más tarde conde de Sade, nació en París el 2 de junio de 1740. Su
familia era una de las más antiguas de Provenza y sus armas llevaban «gules con
una estrella de oro ornada de un águila de sable cebo y coronada de gules». En
la nómina de sus antepasados contábase Hugues III, que desposó a Laura de
Noves, a quien Petrarca hizo inmortal.
El
marqués de Sade (seguiremos dándole este título, que la historia ha conservado)
siempre profesó por el gran poeta una admiración que los biógrafos todavía no
han señalado. El marqués de Sade era sensible a la poesía, y en Les Crimes de l’amour se encontrarán
testimonios de su gusto por el lirismo de Petrarca. A las 10 años, el marqués
de Sade fue inscrito en el colegio Louis-Grand. A los 14, entró en la caballería
ligera, de la que pasó, como subteniente, al regimiento del Rey. Muy pronto fue
teniente de carabineros, y durante la guerra de Siete Años ganó en el campo de
batalla, en Alemania, el grado de capitán. Según Dulaure (Liste des ci-devant nobles, París, 1790), el marqués de Sade habría
llegado en aquella época hasta Constantinopla. Dado de baja, regresó a París y
se casó el 17 de mayo de 1763. Al año siguiente tuvo su primer hijo,
Louis-Marie de Sade. Éste fue teniente en el regimiento de Soubise, en 1783; en
1791, emigró; cuando regresó a Francia hízose grabador, y en 1805 publicó una Historie de la Nation française que
tenía algunos méritos y en la que demostró un conocimiento bastante profundo y
bastante nuevo de la época céltica; luego, reincorporado al servicio, marchó a
Friedland y murió asesinado en España, el 9 de junio de 1809, a mano de
guerrilleros.
El
marqués de Sade habíase casado a disgusto con la señorita de Montreuil. Hubiera
preferido casarse con la hermana menor de ésta. Como a la que amaba la
internaron en un convento, él sufrió un gran despecho y una pena grande y se
entregó a la corrupción. El marqués de Sade proporcionó muchos detalles
autobiográficos de su infancia y su juventud en Aline et Valcour, donde se retrata con el nombre de Valcour. Quizá
podrían hallarse en Juliette algunos
detalles acerca de su estada en Alemania. Cuatro meses después de su casamiento
fue encarcelado en Vincennes. En 1768 estalló el escándalo de la viuda Rose
Keller. Parece que el marqués de Sade era menos culpable de lo que se
pretendía. El caso no ha sido aún esclarecido. A este propósito, Charles
Desmaze (Le Châtelet de París, Didier
y Cía., 1863, p. 327) explica: «En los papeles de los comisarios del Châtelet
se encuentra el sumario, redactado por uno de ellos, del informe hecho contra
el marqués de Sade, acusado de haber desmenuzado en Arcueil, con un
cortaplumas, a una mujer que había hecho desnudar y atar a un árbol, y de haber
volcado sobre sus llagas vivas lacre ardiente».
Y
el doctor Cabanès, quien señaló este fragmento del libro de Charles Desmaze en
la Chronique médicale (15 de
diciembre de 1902), añade: «Es un expediente que sería útil encontrar y
publicar, a fin de esclarecer el proceso siempre pendiente del divino marqués».
Sea
como fuere, ya en 1764 decía el inspector de policía Marais, en uno de sus
informes: «Le he recomendado a la Brissaut, sin más explicación, que no le
provea muchachas para que vayan con él a las casas de citas».
Marais
escribía, además, en su informe del 10 de octubre de 1767: «No ha de tardarse
en oír hablar de los horrores del
señor conde de Sade. Éste hace lo imposible para que la señorita Rivière, de la
Ópera, se decida a vivir con él, y le ha ofrecido veinticinco luises por mes
con la condición de que aquellos días en que ella no debo actuar vaya a
pasarlos con él en su casita de Arcueil. Pero la nombrada señorita se niega».
Su
casita de Arcueil, la Pordiosería,
habría cobijado, según el rumor público, orgías cuya escenografía debió ser,
sin duda, espantosa, sin que él cometiera —creo— verdaderas crueldades. El caso
Rose Keller implicó el segundo encarcelamiento del marqués de Sade. Fue
encerrado en el castillo de Saumur y luego en la prisión de Pierre-Encise, en
Lyon. Al cabo de seis semanas se le puso en libertad. En junio de 1772 tuvo
lugar el caso de Marsella, que fue menos grave aún que el caso de la viuda
Keller. No obstante, el Parlamento de Aix condenó al marqués, por contumacia, a
la pena de muerte. Este juicio fue anulado en 1778. En vísperas de su segunda
condena, el marqués huyó a Italia llevando consigo a la hermana de su mujer.
Después
de haber recorrido algunas grandes ciudades, quiso acercarse a Francia y fue a
Chambéry, donde la policía sarda lo detuvo y encarcelo en el castillo de
Miolans, el 8 de diciembre de 1772. Gracias a su joven mujer logró escapar en
la noche del 1 al 2 de mayo de 1773. Después de una breve estada en Italia
regresó a Francia y retomó, en el castillo de la Coste, su vida de corrupción.
Iba con bastante frecuencia a París, y aquí, el 14 de enero de 1777, se le
detuvo y fue conducido al torreón de Vincennes; de aquí se le trasladó a Aix,
en donde el 30 de junio de 1778 un decreto anuló la sentencia de 1772. Un nuevo
decreto lo condenó, por hechos de corrupción
suma, a no ir a Marsella durante tres años, y a cincuenta libras de multa
en beneficio de la obra de los prisioneros. No se le devolvió la libertad.
Cuando
era conducido a Aix desde Vincennes, de nuevo escapó gracias a su mujer, y
pocos meses después se le detuvo en el castillo de la Coste. En abril de 1779,
de nuevo fue encerrado en Vincennes, donde tuvo un amor platónico con la
señorita de Rousset, una amiga de su mujer, y de donde sólo habría de salir para
entrar en la Bastilla, el 29 de febrero de 1784. Allí escribió la mayoría de
sus obras. En 1789, a sabiendas de la Revolución en ciernes, el marqués de Sade
comenzó a inquietarse; tuvo algunos altercados con el señor de Launay,
gobernador de la Bastilla. El 2 de julio, ocurriósele valerse, a guisa de
megáfono, de un largo tubo de hojalata, una de cuyas extremidades terminaba en
embudo, que le habían proporcionado para que vaciara sus aguas en el foso a
través de su ventana, que daba sobre la calle Saint-Antoine. Gritó repetidas
veces que «a los prisioneros de la Bastilla se les degollaba y que había que
liberarlos[6]». Por
entonces había muy pocos prisioneros en la Bastilla, y es harto difícil llegar
a descubrir las razones que excitaron la furia del pueblo y lo impulsaron
justamente contra una prisión casi desierta. Pero no es imposible que hayan
sido los llamados del marqués de Sade, así como los papeles que arrojaba por su
ventana y en los que detallaba las torturas a que eran sometidos los
prisioneros del castillo, los que, al ejercer cierta influencia en los ánimos
ya excitados, desencadenaran la efervescencia popular y provocaran, por fin, la
toma de la vieja fortaleza.
El
marqués de Sade ya no estaba en la Bastilla. El señor de Launay, asaltado por
algunos temores bastante serios (y he aquí algo que no estaría contra la
hipótesis de que el marqués de Sade fue la causa del 14 de julio), había
solicitado que se le librara de su prisionero, y merced a una orden real
fechada el 3 de julio el marqués de Sade había sido trasladado, el 4 de julio,
a la 1 de la mañana, al asilo de locos de Charenton. Un decreto de la Asamblea
Constituyente acerca de las cartas reales le devolvió al marqués su libertad.
Salió de la casa de Charenton el 23 de marzo de 1790.
Su
mujer, que se había retirado al convento de Saint-Aure, no quiso volver a verlo
y obtuvo, el 9 de junio del mismo año, una sentencia del Châtelet que
establecía la separación de cuerpos y de
viviendo. Esta desventurada mujer se entregó a la piedad y murió, el 7 de
julio de 1810, en su castillo de Échauffour.
En
libertad, el marques de Sade llevó una vida regular y vivió de su pluma.
Publicó sus obras e hizo representar algunas piezas en París, en Versalles y
quizá en Chartres. Sufrió serias dificultades pecuniarias y en vano solicitó un
puesto, cualquiera fuere: «Apto para las negociaciones, en las que su padre
estuvo durante veinte años; conocedor de una parte de Europa; capaz de ser útil
para la composición o la redacción de una obra cualquiera, o para la dirección
o administración de una biblioteca, de un gabinete o un museo; en una palabra,
Sade, que no carece de talento, implora vuestra justicia y vuestra merced, y os
suplica le deis un destino» (carta al
convencional Bernard [de Saint-Affrique], 8 de ventoso del año III [27 de
febrero de 1795]). Asistía con asiduidad a las sesiones de la Sociedad Popular
de su sección, la sección de Piques. A menudo fue su vocero. El marqués de Sade
era un verdadero republicano, admirador de Marat, pero enemigo de la pena de
muerte, y tenía ideas políticas propias. Expuso sus teorías en varias de sus
obras. En su Idée sur le mode de la
sanction des lois señala que él entiende que la ley deben proponerla los
diputados y votarla el pueblo, porque hay que admitir «para la sanción de las
leyes a la parte del pueblo más maltratada por la suerte, y puesto que es a
ella a quien la ley golpea con más
frecuencia, a ella compete, por ende, escoger la ley con que consiente ser
golpeada». Su conducta bajo el Terror fue tan humana como benéfica; vuelto
sospechoso, sin duda a causa de sus declamaciones contra la pena de muerte, fue
detenido el 6 de diciembre de 1793, pero devolviósele la libertad, gracias al
diputado Rovère, en octubre de 1794.
Durante
el Directorio, dejó el marqués de ocuparse de política. En su casa de la calle
Pot-de-Fer-Saint-SuIpice, a la que habíase mudado, recibía a medio mundo. Una
mujer pálida, melancólica y distinguida cumplía el oficio de dueña de casa. El
marqués la llamaba, a veces, su Justina, y decíase que era hija de un
desterrado. El señor de Alméras piensa que esta mujer era la Constance a la que Justine había sido dedicada. De cualquier manera, se carece por
completo de informes acerca de esta amiga.
En
el mes de julio de 1800, el marqués dio a conocer Zoloe est ses deux acolytes, novela que provocó un enorme
escándalo. En ella reconocíase al Primer Cónsul (d’Orsec, anagrama de Corse[7]),
Josefina (Zoloé), madame Tallien (Laureda), madame Visconti (Volsange), Barras (Sabar), Tallien (Fessinot),
etcétera. El marques habíase visto obligado a ser su propio editor. Su arresto
se decidió el 5 de marzo de 1801; se le detuvo en casa de Bertrandet, un
editor, a quien debía entregar un manuscrito corregido de Juliette, que sirvió de pretexto para arrestarlo. Se le encerró en
Sainte-Pélagie, de donde fue trasladado al hospital de Bicêtre, en calidad de
loco, y encerrado, por último, en el asilo de Charenton, el 27 de abril de
1803. Allí murió, a los setenta y cinco años de edad, el 2 de diciembre de 1814:
había pasado veintisiete años —catorce de ellos en plena madurez— en once
prisiones diferentes.
Aún
no se ha dado un retrato auténtico del marqués de Sade. Publicóse un medallón
caprichoso proveniente de la colección del señor de La Porte que encabezaba el Marqués de Sade, de Jules Janin: La verdad acerca de los dos procesos
criminales del Marqués de Sade, por el bibliófilo Jacob, todo precedido de la
Bibliografía de las Obras del Marqués de Sade, París, en los comercios de
novedades, 1833 (fecha falsa, pues el folleto publicóse más tarde), en
folio mayor y en 62 páginas.
«Otro
retrato —dice el señor Octave Uzanne (introducción a la Idée des romans)—, en un círculo de demonios, nos presenta a Sade
con un rostro juvenil; este ridículo grabado denuncia (pie proviene de la
colección del señor H. de París. Es un retrato tan falso como los demás[8]».
Existe
otro retrato, naturalmente falso. Fue hecho bajo la Restauración por medio del
medallón del señor de La Porte, al cual se le añadieron algunos faunos, un
gorro de orate, un martinete y, al pie, el marqués en su prisión.
Ha
solido decirse que en su infancia tenía un rostro tan encantador, que las
señoras volvíanse para mirarlo. Rostro redondo, ojos azules, cabellos rubios y
ondeados. Sus movimientos eran perfectamente graciosos, y su armoniosa voz
tenía acentos que tocaban el corazón de las mujeres.
Algunos
autores pretenden que poseía un aspecto afeminado y que fue desde su infancia
un invertido pasivo. No creo que haya pruebas de este último aserto.
Charles
Nodier cuenta, en sus Souvenirs, Episodes
et Portraits de la Révolution et de l’Empire, 2 tomos, París, Alphonse
Levavasseur editor Palais-Royal, 1831 (t. II, Les Prisons sous le Consulat, primera parte, Le Dépot de la préfecture et le Temple), que lo vio en 1803 (en
realidad, esto ocurrió en 1802, tal cual lo subraya el señor de Alméras).
Durmieron en la misma celda, donde había cuatro presos.
«Uno
de estos señores se levantó muy temprano, pues iba a ser trasladado y se le
había anoticiado. Primero, solo advertí en él una gran obesidad que
obstaculizaba en mucho sus movimientos y le impedía desplegar hasta el último
resto de su gracia y su elegancia, cuyas huellas aun podían distinguirse en el
conjunto de sus modales. Sus ojos cansados conservaban, empero, no sé qué
brillantez y finura que reanimábanse de tanto en tanto, como una chispa que
muere en la brasa ya exhausta. No era un conspirador, y nadie podía acusarlo de
haber tomado parte en asuntos políticos. Como sus ataques nunca habíanse dirigido
sino a dos poderes sociales de importancia harto grande, pero cuya estabilidad
dependía hasta en lo más mínimo de las instrucciones secretas de la policía,
esto es, la religión y la moral, la autoridad acababa de concederle una
indulgencia suma. Se le enviaba a orillas de las bellas aguas de Charenton,
relegado bajo preciosas enramadas, para que se evadiera cuando quisiese.
Algunos meses más tarde nos enteramos en la prisión de que el señor de Sade
estaba a salvo.
»No
tengo una idea clara de lo que ha escrito, aunque observé sus libros. Como los
devolví antes de hojearlos, no pude ver si el crimen se filtraba por doquier,
de cabo a rabo. Pero he conservado de aquellas monstruosas torpezas una vaga
impresión de asombro y horror; hay, sin embargo, un gran problema de derecho
político que debe situarse junto al interés básico de la sociedad, tan
cruelmente ultrajada en una obra cuyo título mismo se ha vuelto obsceno. Sade
es el prototipo de las víctimas extra-judiciales
de la alta justicia del Consulado y el Imperio. No se ha sabido de qué manera
someter a los tribunales, a sus formas públicas y a sus debates espectaculares,
un delito que ofendía de modo tal al pudor moral de la sociedad íntegra, que
apenas podía caracterizárselo sin peligro, y cabe a la verdad decir que
explorar los materiales de esas horrorosas actuaciones era más repugnante que
explorar el harapo sanguinolento o el colgajo de carne magullada que ponen al
descubierto un asesinato. Fue un cuerpo no judicial —el Consejo de Estado, creo—
quien pronunció contra el acusado la pena de cadena perpetua, y la
arbitrariedad no perdió la ocasión de basarse, como diríase hoy, en el precedente arbitrario…
»…
He dicho que el prisionero apenas pasó ante mis ojos. Sólo recuerdo que era
cortés hasta la obsequiosidad y afable hasta la unción, y que hablaba
respetuosamente de todo cuanto uno respeta».
También
Ange Pitou habría visto al marqués por la misma época. El retrato que traza de
él parece bastante verídico. En efecto, siéntese que en Pitou se manifiesta por
el marqués de Sade cierta simpatía, que el cantor realista no habría
experimentado por un hombre al que no hubiera conocido, al que todo el mundo
denigraba y al que también Pitou, para ponerse a la par del mundo, creyóse
obligado a presentar como un monstruo, en el que descubre, no obstante, algunos
rasgos de bondad.
Este
es el relato de Ange Pitou[9]:
«Durante
los dieciocho meses que pasé en Sainte-Pélagie, en 1802 y 1803, aguardando la
orden de mi indulto, estuve en el mismo pasillo que el famoso marqués de Sade,
autor de la obra más execrable que jamás haya inventado la perversidad humana.
Este miserable estaba tan signado por la lepra de los más inconcebibles
crímenes, que la autoridad habíalo rebajado más allá del suplicio y hasta más allá
de la bestia, para ubicarlo en la nómina de los maníacos; la justicia no
deseaba ensuciar sus archivos con el nombre de aquel ser, ni quería que el
verdugo, al matarlo, le concediera la celebridad de que tan ávido estaba, y lo
relegó a un rincón de la cárcel, dando permiso para que cualquier detenido la
desembarazara de aquella carga.
»La
ambición de celebridad literaria fue el principio de la depravación de aquel
hombre, que no era malo de nacimiento. Como no podía remontar el vuelo al nivel
de los escritores morales de primer orden, había resuelto entreabrir el abismo
de la iniquidad y precipitarse en él, a fin de reaparecer ataviado con las alas
del genio del mal e inmortalizarse con la asfixia de toda virtud y la
divinización pública de todos los vicios. No obstante, aún se advertían en él
rasgos de cierta virtud, como la bondad. Aquel hombre se estremecía ante la
idea de la muerte y sufría un síncope cuando veía sus canas. A veces lloraba y
exclamaba, en un principio de arrepentimiento inconcluso: ¿Por qué seré tan horrendo? ¿Pero par qué el crimen es tan encantador?
¡Puesto que me inmortaliza, hay que hacer que reine en el mundo!
»Aquel
hombre tenía fortuna y nada le faltaba. A veces entraba en mi cuarto, y al
encontrarme sonriendo, cantando y siempre de buen humor, comiendo a gusto y sin
nostalgia mi pedazo de pan negro o mi sopa de preso, enrojecíasele de ira el
rostro: ¿Acaso sois feliz?’, decía. ‘Sí, señor.’ ‘Feliz …’ ‘Sí, señor.’ Yo me
ponía una mano sobre el corazón y dando un brinco le decía: ‘Nada tengo aquí
que me pese. Yo soy un milord, señor marqués. Fijaos: llevo encajes en mi
corbata y mi pañuelo; mis puños de punto no me han costado muy caro, y he de
llevar, en vez de bordados, festones a la moda, o he de poner franjas a mis
vestidos.’ ‘Estáis loco, señor Pitou.’ ‘Sí, señor marqués; pero en la miseria
he encontrado la paz del corazón.’ Acercábase a mi mesa y proseguíamos la
conversación: ‘¿Qué estáis leyendo?’ ‘La Biblia.’ ‘Tobías es un buen hombre,
pero el tal Job sólo cuenta cuentos’. ‘Cuentos, señor, que deben ser realidades
para vos y para mí.’ ‘¿Qué? ¿Realidades, señor? ¿Creéis en esas quimeras y aún
podéis reíros? Ambos estamos locos, señor marqués. Vos, porque tenéis vuestras
quimeras; yo, porque creo en mis realidades
y sin embargo me río.’
»Tal
era el hombre que acaba de morir en Charenton… Ahora me siento libre…»
También
hay una mención del marqués de Sade en una obra[10] de P.-F.-T.-J. Giraud. Esta nota confirma lo que ya
se sabía acerca de la tenacidad, de la voluntad, de la indomable energía del
marqués: «De Sade, el abominable autor de la más horrible de las novelas, paso
varios años en Bicêtre, Charenton y Sainte-Pélagie. Sostenía de modo incansable
que él no había compuesto la infernal J…; pero M. de G., joven autor al que
atacaba con frecuencia, hubo do probárselo de esta manera: Confesáis que Los crímenes del amor, que es una obra
casi moral, lleva vuestro nombre; al título añadís: “Por el autor de Aline y Valcour”, y en el prólogo de
esta última producción, peor aun que J…, os declaráis autor de aquella obra
infame. Debéis resignaros.
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