miércoles, 15 de septiembre de 2021

Marqués de Sade Diálogo entre un sacerdote y un moribundo.PRÓLOGO DE MAURICE HEINE[1]

 


 

 Marqués de Sade

Diálogo entre un sacerdote y un moribundo

 

 

 

 


 

  Sólo me dirijo a aquellos capaces de entenderme; ellos me leerán sin peligro.

MARQUÉS DE SADE


 PRÓLOGO DE MAURICE HEINE[1] AL DIÁLOGO ENTRE UN SACERDOTE Y UN MORIBUNDO

A Jean Paulban, amistoso homenaje.

M. H.


 El Ateo es el hombre de la Naturaleza.

SYLVAIN MARÉCHAL[2]

 I

Quisiera haber podido citar al señor de Sade; tiene mucho ingenio, razonamiento y erudición; pero sus infames novelas «Justine» y «Juliette», lo hacen inaceptable para una secta en la que no se habla más que de virtud. De este modo se expresa, en 1805, al término de su Segundo suplemento al Diccionario de los ateos, el ilustre astrónomo José Jerónimo le Français de Lalande.

Tal vez este buen señor se preocupaba por no contrariar en lo más mínimo a su colega del Instituto Nacional, a aquel Buonaparte que Sylvain Maréchal había osado nombrar temerariamente cinco años antes en su Diccionario de los ateos antiguos y modernos, y que más tarde llegó a convertirse en el ungido del Señor. Sea como fuere, Napoleón estaba en el trono y el Marqués de Sade en Charenton: no era entonces falta de coraje reconocer al prisionero la razón… que la razón de Estado no le reconocía.

La objeción de Lalande, sin embargo, habría debido parecer engañosa a todo espíritu filosófico. ¿Acaso el Barón de Holbach no la había previsto y refutado en su Sistema de la Naturaleza? (Londres, 1770, in-8º, t. II, cap. XIII, pág. 372). Frente a una labor sin defectos, no nos preocupemos por las costumbres del operario que la realizó. ¿Qué le importa al universo que Newton haya sido sobrio o intemperante, casto o libertino? A nosotros sólo nos importa saber si ha raciocinado bien, si sus fundamentos son firmes, si las partes de su sistema están bien hiladas, y si su obra encierra más verdades demostradas que ideas aventuradas. Juzguemos, pues, del mismo modo los principios de un ateo… Sin duda, pero en el alba del siglo XIX, el ateísmo había llegado a ser una secta virtuosa, y los sectarios dejaron de compartir la indulgencia de su maestro.

Por otra parte, los hombres que hacían entonces profesión de fe atea —estas palabras no están enlazadas sin intención— eran ya viejos en su mayor parte. Pertenecían a ese siglo XVIII del que se constituyeron en ejecutores testamentarios. En su Discurso preliminar, o respuesta a la pregunta: ¿qué es un ateo? es el mismo Sylvain Maréchal quien, en 1800, pone su obra bajo la invocación al siglo de la filosofía. No puede ser, exclamaba, que el último año del siglo XVIII —un siglo tan memorable— transcurra sin que nadie haya osado publicar lo que todas las mentes sanas piensan y guardan para sí… ¿Pero qué ateísmo profesaban estos ateos?

Si bien el ateísmo tuvo representantes en todo tiempo y en todo lugar dentro de las sociedades humanas, su doctrina y su expresión distan mucho de haber permanecido invariables; sin duda el ateo moderno, nutrido de las más recientes concepciones físico-químicas de la materia, está más cerca del ateo medieval, alquimista por vocación, que de aquel del siglo XVIII, sentimental adorador de la Naturaleza deificada… ¿Qué es en realidad un ateo? Es un hombre que destruye ilusiones dañosas para el género humano, con el fin de atraer a los hombres a la naturaleza, a la experiencia y a la razón. Es un pensador, que después de haber meditado sobre la materia, su energía, sus propiedades y su modo de obrar, no necesita, para explicar los fenómenos del universo y las operaciones de la naturaleza, imaginar potencias ideales, inteligencias imaginarias, seres ficticios, que lejos de permitirnos conocer mejor la naturaleza, no hacen más que presentarla como caprichosa, inexplicable, irreconocible, e inútil para la felicidad de los humanos. Esta definición del Barón de Holbach (op. cit., t. II, cap. XI, pág. 323) puede pasar por una de las más claras y explícitas que su tiempo haya proporcionado. Pero estas aparentes negaciones ¿recubren otra cosa que la concepción sentimental de una Naturaleza útil a los hombres y preocupada por su felicidad? y, algunas páginas más adelante, ¿no vamos a escuchar, como monótonas letanías, las invocaciones a esas potencias ideales, a esas inteligencias imaginarias, tan enérgicamente reprobadas bajo otros nombres? ¡OH NATURALEZA! Soberana de todos los seres; ¡oh vosotras! sus adorables hijas, virtud, razón y verdad, sed para siempre nuestras únicas Deidades; a vosotras solas son debidos todas las alabanzas y homenajes de la tierra, (op. cit., t. II, cap. XIV, pág. 411).

 II

Esta mitología atea podía, de alguna manera, relacionarse con la filosofía natural expuesta en el Discurso preliminar de la Enciclopedia: ella no molestaba, ciertamente, más que a los filósofos académicos. En las obras publicadas bajo su nombre, Diderot y D’Alembert no son tiernos con el ateísmo de que los sospechan sus peligrosos adversarios, ni con los ateos, esos fastidiosos cuya brutal franqueza arriesga comprometer todo. ¿Qué es entonces el ateísmo para los enciclopedistas? En un artículo extraído de los papeles del Sr. Formey, secretario de la Academia Real de Prusia, he aquí como responde este anciano pastor: Es la opinión de los que niegan la existencia de un Dios autor del mundo. De modo que la simple ignorancia de Dios no sería ateísmo. Para merecer el odioso título de ateo, hay que tener la noción de Dios, y rechazarla. El estado de duda tampoco es ateísmo formal… Es justo entonces tratar de ateos sólo a los que declaran abiertamente que han tomado partido sobre el dogma de la existencia de Dios, y que sostienen la negativa… El ateísmo no se limita a desfigurar la idea de Dios, sino que la destruye por entero.

Aunque las mallas de esta casuística sean lo bastante abiertas para dejar escapar buen número de ateos, con aquéllos que rehúsan los medios de fuga que se les ofrece y se proclaman lo que en realidad son, ¿qué debe hacerse? ¡Oh! la filosofía los abandona; más aún, pronuncia su condenación, reclama su ejecución… El hombre más tolerante aceptaría que el magistrado tenga el derecho de reprimir a los que osan profesar el ateísmo, así como de hacerlos perecer, si no puede liberarla sociedad de otro modo… Si puede castigar a quienes hacen daño a una sola persona, tiene sin duda el mismo derecho de castigar a aquellos que lo hacen a toda una sociedad negando que haya un Dios… Se puede mirar a un hombre de esta clase como enemigo de todos los otros, puesto que subvierte todos los fundamentos sobre los cuales están principalmente establecidas su conservación y su felicidad. Un hombre así podría ser castigado por cualquiera según el derecho natural. Cuando la Enciclopedia (1751, in-fº, t. I, pág. 815 y ss.) pronuncia tal veredicto, ¿se condenarán las circunspectas reservas de un La Mettrie o la retractación de un Helvecio luego de la condenación de su libro Del Espíritu? Uno y otro pudieron temer los veredictos dictados por sus amigos según el derecho natural, tanto, por lo menos, como a las anatemas del parlamento, dirigidos por sus adversarios. No es sin razón que Sylvain Maréchal señalaba al naciente siglo XIX (Diccionario de los ateos, París, año VIII, in-8º, pág. 69) en qué medida el siglo XVIII con todas sus luces o sus pretensiones, sus ideas liberales o sus audacias, fue todavía servil y rutinario en sus opiniones.

 III

Este duro juicio no tendría apelación si el Marqués de Sade no hubiera existido o si su obra, perseguida como su persona, no hubiese escapado en parte a la furia de sus detractores. Doce años consecutivos de detención arbitraria son empleados por el marqués para devorar los escritos de los filósofos, de los historiadores, de los novelistas: un vasto trabajo de documentación y de redacción resulta de los ratos libres que le concede la bondad del Rey; y mostrará cómo se sirve de ellos cuando, en posesión de la libertad que la Revolución le devuelve, lanza contra los despojos de una sociedad que lo oprimía, las páginas explosivas de La Filosofía en el Tocador, de La Nueva Justina y de Julieta. Es allí donde desarrolla a voluntad su ateísmo, y si aún no ha rechazado por completo la concepción general de su siglo, si todavía invoca a la naturaleza como a un personaje, ésta no es ya la amable deidad filantrópica del Sistema de la Naturaleza, que no gozaba aún del favor de Voltaire, sino la divinidad catastrófica que frecuenta el cráter del Etna. Cuanto más he buscado sorprender sus secretos —de este modo habla el químico Almani— más la he visto ocupada únicamente en perjudicar a los hombres. Seguidla en todas sus operaciones; siempre la encontraréis voraz, destructora y malvada, siempre inconsecuente, contradictoria y devastadora… ¿No se diría que su arte mortífero sólo ha querido hacer víctimas, que el mal es su único elemento, y que no es sino para cubrir la tierra de sangre, lágrimas y duelo que ha sido dotada de la facultad creadora? ¿Que no usa de su energía más que para desarrollar sus calamidades? Uno de vuestros filósofos modernos se decía el amante de la naturaleza; y bien, yo, amigo mío, me declaro su verdugo. Estudiadla, seguidla; no veréis jamás a esta naturaleza atroz crear sino para destruir, ni alcanzar sus fines por otro medio que el asesinato, ni cebarse, como el minotauro, más que de la desdicha y la destrucción de los hombres. (La Nueva Justina, t. III, pág. 62).

Téngase presente que Sade es un absoluto y que no vacila en llegar hasta el fin de su pensamiento, hasta el extremo límite de sus consecuencias lógicas. No le preocupa que estas últimas trastornen los prejuicios, las ideas recibidas, las convenciones sociales, las leyes morales. No se limita a escribir, cada vez que puede, que Dios no existe; piensa y actúa en ese sentido, hace testamento y muere consecuentemente; y esta inconmovible firmeza de su orgullo es seguramente lo que menos se le ha perdonado[3]. Pero es entonces cuando alcanza la cumbre y cuando sus imprecaciones valen por rezos. ¡Oh tú! quien, se dice, has creado todo lo que existe en el mundo; tú, de quien no tengo la menor idea; tú, a quien no conozco más que por referencias y por lo que hombres, que se engañan todos los días, pueden haberme dicho; ser extraño y fantástico al que llaman Dios, declaro formalmente, auténticamente, públicamente, que no tengo en ti la más ligera creencia, por la excelente razón de que no encuentro nada que pueda persuadirme de una existencia absurda, cuya realidad no es atestiguada por nada en el mundo. Si me equivoco, cuando yo no exista más, tú vendrás a probarme mi error; y entonces, si llegas a convencerme de esa existencia tuya (lo que está contra todas las leyes de lo verosímil y lo razonable) tan firmemente negada por mí ahora, ¿qué puede suceder? Que tú me hagas feliz o desdichado. En el primer caso, te admitiré, te querré; en el segundo, te aborreceré. Está entonces bien claro que ningún hombre razonable puede hacer otra reflexión que ésta: ¡cómo es posible, si realmente existes, que con el poder que debe ser el primero de tus atributos, dejes al hombre en una situación tan denigrante para tu gloria! (Historia de Julieta, t. II, pág. 318).

El ateísmo, en un hombre de este temple, no podía revestir formas agradables y se comprende que el apacible Lalande haya retrocedido en el momento de ponerlo en su panteón. No solamente la anarquía de Sade es inconmensurable hasta con las magnitudes astronómicas; su propia concepción del hombre haría estallar la bóveda de todos los templos.

 IV

Tampoco hay que atribuir a esas temibles desconocidas los motivos de tan prudente ostracismo respecto del más riguroso de los ateos. El vicio fundamental que había podido descubrir en los escritos de Sade la virtuosa lente de Lalande, es sin duda el carácter deliberadamente anticristiano y habitualmente blasfematorio de sus discursos. Considerar la existencia de Dios, negarla teóricamente desde un punto de vista metafísico y abstracto, pero respetando la moral corriente hasta en sus aplicaciones religiosas, y probando por sus actos que el hombre honesto, aun siendo ateo, no habría de apartarse de ella en la práctica, tal debía ser la actitud social de los ateos dignos de figurar en el Diccionario. Lalande mismo no deja de enorgullecerse de una cortés controversia con el papa llegado a París para coronar al emperador. El papa me decía, el 13 de diciembre de 1804, que había sostenido que un astrónomo tan grande como yo no podía ser ateo. Le respondí que las opiniones metafísicas no debían impedir el respeto debido a la religión; que ella era necesaria, aunque no fuera más que una institución política; que yo la hacía respetar en mi casa; que mi párroco me visitaba; que allí encontraba auxilio para sus pobres; que había hecho hacer este año la comunión a mis parientes pequeños; que había hecho grandes elogios de los jesuitas; que había suministrado el pan bendito a mi parroquia; y cambié de tema. (Segundo suplemento al Diccionario de los ateos, por J. Jerónimo de Lalande, 1805, in-8º, pág. 88).

Veamos ahora cómo Julieta relata su fabulosa entrevista con Pío VI. Fantasma orgulloso, respondí a ese viejo déspota, el hábito que tienes de engañar a los hombres, hace que trates de engañarte a ti mismo… Se estructuró en la Galilea una religión cuyas bases son: la pobreza, la igualdad y el odio a los ricos… Está vedado a los discípulos del culto hacer jamás ninguna provisión… Los primeros apóstoles de esta religión se ganan la vida con el sudor de su frente… Y bien, te pregunto ahora, ¿qué relación hay entre esas primeras instituciones y las inmensas riquezas que tú te haces dar en Italia? ¿Es gracias al Evangelio o a la bribonería de tus predecesores que posees tantos bienes?… ¡Pobre hombre! ¿Y crees embaucarnos todavía?… ¡Ah, puedan todos los pueblos desengañarse pronto de esos ídolos papales, que hasta el presente no les han procurado más que trastornos, indigencia y desdichas! Que todos los pueblos de la tierra, estremeciéndose ante los terribles efectos causados durante tantos siglos por estos malvados, se apresten a destronar al sucesor; derribando al mismo tiempo esa religión estúpida y bárbara, idólatra, sanguinaria e impía que pudo admitirlos o levantarlos por un momento. (Historia de Julieta, t. IV, pág. 269-284).

Y cuando Brisa-Testa es admitido en la Logia del Norte, en Estocolmo, ¿qué juramento pronunciará? Juro exterminar a todos los reyes de la tierra; hacer una guerra implacable a la religión católica y al papa; predicar la libertad de los pueblos; y fundar una República universal, (op. cit., t. V, pág. 119).

En boca de Dolmancé, el anticristianismo no es tanto una consecuencia del ateísmo como un argumento en su favor. Todo el pasaje del III diálogo de La Filosofía en el Tocador, que citamos a continuación, presta al Diálogo entre un sacerdote y un moribundo el desarrollo de un enérgico comentario. ¿Vuestra quimera teísta me aclara algo acaso? Desafío a que me lo puedan probar. Suponiendo que me equivoque respecto a las propiedades íntimas de la materia, no tengo al menos más que una sola dificultad, ¿Qué hacen ustedes ofreciéndome su Dios? No me proporcionan sino otra dificultad más. ¿Y cómo pueden pretender que yo admita, como causa de lo que no comprendo, algo que comprendo aún menos? ¿Podré acaso valerme de los dogmas de la religión cristiana —que examinaré— para representarme vuestro terrorífico Dios? Veamos un poco como ella me lo pinta… ¿Que veo en el Dios de este culto infame, si no a un ser inconsecuente y bárbaro; que crea hoy un mundo de cuya construcción se arrepiente mañana? ¡Veo sólo un ser débil que nunca puede hacer tomar al hombre el camino que le traza!… Me contestarás, sin duda, a esto, que si Dios lo hubiera creado así, el hombre no tendría ningún mérito. ¡Qué tontería! ¡Qué necesidad hay de que el hombre haga méritos ante su Dios! Si lo hubiese hecho totalmente bueno, este hombre jamás hubiera podido hacer el mal; y sólo en este caso sería obra digna de un Dios. Es tentar al hombre dejarle la elección. Pero Dios, con su premonición infinita, sabía bien lo que resultaría. Entonces, es sólo por placer que pierde la criatura que él mismo ha formado. ¡Qué Dios horrible es un Dios así! ¡Qué monstruo, qué malvado más digno de nuestro odio y de nuestra implacable venganza!… No abriguemos la menor duda: este culto indigno hubiera sido destruido sin remedio, desde su nacimiento mismo, si hubiésemos empleado contra él todas las armas del desprecio a que se hacía acreedor; pero en cambio se lo persiguió, con lo que se acrecentó más; el resultado era inevitable. Pero probemos todavía hoy cubrirlo de ridículo y se derrumbará. El hábil Voltaire no empleaba jamás otras armas, y es de todos los escritores el que se puede jactar de haber hecho más prosélitos.

También el cristianismo es lo que comienza por atacar el panfleto ¡Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos!, que en el V diálogo de La Filosofía en el Tocador, es leído por el caballero. Si, por desgracia para él, el francés continúa hundiéndose en las tinieblas del cristianismo, por un lado el orgullo, la tiranía, el despotismo del clero —vicios que renacen permanentemente en esta horda impura—, y por otro lado la bajeza, la estrechez de miras, la chatura de los dogmas y de los misterios de esa indigna y fabulosa religión, al embotar la altivez del alma republicana, la someterían muy pronto al yugo que su energía acaba de romper. No olvidemos que esta pueril religión fue una de las mayores armas en las manos de nuestros tiranos; uno de sus primeros dogmas fue dar al César lo que es del César; pero nosotros hemos destronado al César y no vamos a devolverle nada… Antes de diez años, por medio de la religión cristiana, de sus supersticiones, de sus prejuicios, vuestros curas, pese a sus juramentos, pese a su pobreza, reconquistarían el terreno que usurparan un día sobre las almas; os volverían a encadenar a reyes, porque el poder de los unos siempre estuvo ligado al de los otros; y vuestro edificio republicano se derrumbaría falto de bases… Aniquilad, pues, para siempre todo lo que amenaza destruir algún día vuestra labor. Pensad que estando el fruto de vuestro esfuerzo reservado a vuestros nietos, es vuestro deber, e incumbe a vuestra probidad no dejarles ninguno de esos peligrosos gérmenes que podrían volver a hundirlos en el caos, del que tanto trabajo nos costó salir. Ya nuestros prejuicios se disipan, ya el pueblo abjura de las absurdidades católicas, ya ha suprimido los templos, ha derribado los ídolos; está convencido que el matrimonio es sólo un acto civil; los confesionarios rotos alimentan los hogares públicos; los pretendidos fíeles, desertando del banquete apostólico, dejan a los ratones sus dioses de harina. Franceses, no os detengáis: la Europa entera, con una mano lista sobre la venda que ciega sus ojos, espera de vosotros el esfuerzo que deba arrancársela de la frente. Daos prisa… Ya no es a las rodillas de un ser imaginario, ni a las de un vil impostor que un republicano debe postrarse; sus únicos dioses han de ser ahora el coraje y la libertad. Roma desapareció cuando el cristianismo se predicó, y Francia está perdida si reaparece nuevamente. Examinemos con atención los dogmas absurdos, los misterios espantosos, las ceremonias monstruosas, la moral imposible de esta repugnante religión y veremos si ella puede convenir a una república.

¿Para qué continuar con las citas? Sin insistir en el sentido profetice de la última, creemos que ésta sola basta para diferenciar en sus fundamentos políticos y sociales, el ateísmo profesado por Sade de aquel cuya expresión timorata nos transmitieron sus contemporáneos.

 V

El opúsculo del Marqués de Sade que publicamos aquí por primera vez, ofrece un doble interés de curiosidad: es, de sus obras literarias conocidas hasta el momento, la primera fechada con exactitud (1782), y también la única escrita en la misma forma dialogada que La Filosofía en el Tocador. Sabemos que la edición original de esta última lleva la fecha de 1795: la ausencia de todo manuscrito vuelve incierta la época inicial de su redacción. Pero de la primera a la segunda obra, solamente los sistemas políticos han sufrido cambios apreciables: entre las dos, la Revolución ha hecho del marqués un ciudadano. Pero conviene no equivocarse: la proclama patriótica y realista del moribundo y la proclama republicana y anarquista del caballero pueden no ser en el fondo —mutatis mutandi— más que una sola y misma precaución oratoria. Es, en efecto, menos de política de lo que se trata en estos dos ensayos, que de metafísica y moral y particularmente de ateísmo y erotología. Este último tema, que ocupa el primer plano en La Filosofía en él Tocador, está apenas insinuado en el Diálogo.

El manuscrito inédito que nos ha suministrado el texto del Diálogo entre un sacerdote y un moribundo, se presenta como un cuadernillo con falsa tapa, de 23 hojas no recortadas de papel vergé azulado, escrito de ambos lados con la escritura tan personal del Marqués de Sade. Se componía primitivamente de 24 hojas, o sea de 6 hojas formato tellière, dobladas en cuatro y cosidas en un solo cuaderno de 48 páginas; midiendo 173 por 227 milímetros. Pero la primera hoja falta, por haber quedado suelta al desgarrarse la última; así lo atestiguan los dientes del papel y la disposición comparativa de las filigranas.

En el estado en que se halla actualmente, apareció en diversas oportunidades en las ventas públicas de París desde el 31 de enero de 1850, donde fue adjudicado luego del deceso de M. Villeuve, hombre de letras, por la irrisoria suma de 3,25 francos. Reaparece casi en seguida, el 25 de marzo de 1851 en la venta de la biblioteca de M. de C***. En último lugar, es catalogado en la colección de Mme. D***, dispersada en el hotel Druot el 6 de noviembre de 1920.

El Tema de Zélonide, comedia en cinco actos y en verso Ubre, comienza en la página 3, primera en el estado en que se encuentra el manuscrito, para terminar en la página 9. La página 10 está reservada a una Lista de los emperadores griegos, especie de resumen de historia, en dos columnas. Pensamientos y notas históricas ocupan la página 11 y la parte superior de la 12; en el medio de la cual comienza el Diálogo. Este prosigue sin interrupción hasta el final de la página 24. La Nota, con la que termina, ocupa las primeras cinco líneas de la página 25. El resto del manuscrito contiene notas históricas y citas, así como críticas literarias y pensamientos filosóficos, algunos muy interesantes. La página 48 y última lleva el título de Página de borrador y está dispuesta, como la pág. 10, en dos columnas.

En la parte inferior de la página 47, frontal de la última hoja, se lee en el margen externo la importante mención autografiada: terminado el 12 de julio de 1782. Es entonces al comienzo de sus 43 años de edad y al final del tercer año de cautiverio, según la orden de prisión en el castillo de Vincennes, cuando Sade redactó este opúsculo, tal como lo encontramos sobre su cuaderno de borrador. La escritura es firme, nítida, poco corregida. Dos notas marginales autógrafas que reproducimos indican el género y el lugar de la única adición hecha por el autor. La presente edición respeta la grafía original, con excepción de los evidentes lapsus calami; y la puntuación, arbitraria por cierto, se reproduce tan fielmente como la comprensión del texto lo permite.

 VI

La muerte de un ateo no inspiró, en el siglo de la filosofía, únicamente al sombrío genio de Sade. Sobre el mismo tema, Sylvain Maréchal, el viejo pastor Sylvain del Diccionario del amor, compuso una página encantadora. Quizás pueda apreciarse más su amable elocuencia comparándola con la aspereza polémica que el Diálogo revela.

¿Toca a término su existencia? Recoge todas sus fuerzas para gozar de los placeres que le quedan y cierra los ojos para siempre, pero con la certeza de dejar un recuerdo honroso y querido en el corazón de sus deudos, de quienes recoge los postreros testimonios de estima y devoción. Terminado su papel, se retira tranquilamente de la escena para dejar lugar a otros actores que lo tomarán por modelo. No hay dudas de que siente vivamente verse obligado a separarse de todo lo que ama, pero la razón le dice que tal es el orden inmutable de las cosas. Además, sabe que no muere enteramente, del todo. Un padre de familia es eterno: renace, revive en cada uno de sus hijos; y hasta las partículas de su cuerpo: nada puede aniquilarse. Anillo indestructible de la gran cadena de los seres, el hombre-sin-Dios la abarca en toda su extensión con el pensamiento, y se consuela al no ignorar que la muerte no es más que un desplazamiento de materia y un cambio de forma. En el momento de dejarla vida repasa en su memoria, si tiene tiempo, el bien que ha podido hacer así como las faltas cometidas. Orgulloso de su existencia, no se ha arrodillado más que ante el autor de sus días. Ha marchado sobre la tierra, con la cabeza en alto; con paso firme, igual a los demás seres; no teniendo cuentas que rendir a nadie que no fuera su conciencia. Su vida es plena como la Naturaleza: ECCE VIR. (Diccionario de los ateos, año VIII, pág. 23-25).

Si nos atenemos al testimonio emocionado de su amigo Lalande, Maréchal no se infligió el supremo desmentido de una muerte contraria a sus convicciones. Y el mismo Sade, de un carácter tan diferente, debía dar prueba de una no menos tranquila firmeza ante la muerte.

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