LA BELLA DURMIENTE
A Peter Straub, muy admirado aunque poco visto
1
En Chihuahua todo el mundo sabe del ingeniero Emil Baur. No sé si esta es la manera más correcta de empezar mi relato. No podría decir "todo el mundo sabe quién es" el ingeniero Emil Baur porque en verdad nadie sabe quién es -o qué es- este explora-dor de minas llegado a México a principios del siglo XX, cuando hizo una pequeña fortuna en oro, plata y cobre. Sólo de la mina de Santa Eulalia, se dijo, extrajo lo suficiente para empedrar de plata las calles de su ciudad natal, Enden, junto al Mar del Norte.
Baur debió llegar aquí hacia 1915, es decir, en plena Revolución Mexicana. No tardó en hacerse dueño de varias minas importantes con fondos (se dijo entonces) proporcionados por el gobierno ale-mán, a su vez en plena Guerra Mundial. No hubiese bastado este apoyo (que nunca pasó de ser un rumor) si el ingeniero, además, no demostrara una notable capacidad de administrar, con rigor, las empresas a su cargo.
Sólo que Emil Baur no era sólo un técnico y un administrador eficiente. Era un alemán comprome-tido con las armas del Kaiser y nimbado -uso la palabra con plena intención- por un propósito geopolítico que, cuando hablaba del asunto, le daba a su cabeza -nos aseguran quienes lo trataron en esa época- una aureola casi espiritual.
Una cabeza noble, digna de un Sigfrido rubio, alto, de ojos azules -todos los clisés germánicos- y vestido a la usanza de los ingenieros de antaño. Saco de lana con cinturón, camisa de dril pero con corbata gruesa, de lana y oscura, los pantalones kaki del ex-plorador y botas altas, raspadas y con clavos en las suelas. No, no usaba sarakof. Decía que era una prenda "colonial" insultante para los mexicanos.
-Pero si la usa el mismísimo Pancho Villa. -Entonces digamos que me gusta que el sol me broncee la cara.
Así contrastaba más con sus ojos azules.
Su piel, decían, era tan suave y luminosa que Baur daba la impresión de nunca haberse rasurado. El rastrillo jamás profanó esas mejillas, dotadas entonces -nos cuentan- del vello rubio, frágil, intenso, de la adolescencia.
Era difícil asociar a un hombre de estas caracte-rísticas con el más bárbaro de los guerrilleros mexica-nos, el arriba mencionado general Francisco Villa, el antiguo bandido y prófugo capaz de levantar un ejér-cito de ocho mil hombres en la frontera norte del país, cruzar el Río Grande y derrotar, desde Chihuahua hasta la Ciudad de México, al ejército de la Dictadu-ra. En el camino, Villa sembró escuelas, repartió tie-rras, atrajo intelectuales, sedujo oligarcas, colgó usureros y fusiló enemigos reales e imaginarios. Hizo la revolución en marcha. Creyó contar -y así fue- con el apoyo de los Estados Unidos hasta que éstos, al dividirse la Revolución en 1915, se fueron con la facción constitucionalista de Carranza y Obregón. Es decir, con la "gente decente" del movimiento.
Villa, brazo armado "lépero" y analfabeta, sería inútil cuando se estableciera la paz. Ignorante, bru-tal, capaz de matar sin un parpadeo de sus ojos orien-tales o una mueca de su sonrisa de maíz, el Centauro Pancho Villa sólo servía para la guerra. No se le po-día, en efecto, desmontar de su caballo.
En 1917 el destino del mundo se jugaba en las grandes batallas de Arras y de Ypres. Pero también en Chihuahua la Gran Guerra tenía un frente y el káiser Guillermo se propuso explotarlo. Las divisiones internas en México invitaban a ello. Si los norteameri-canos seducían a Carranza y abandonaban a Villa, la diplomacia alemana le daría mate a los "gringos". Arthur Zimmerman, el ministro de Relaciones Exte-riores de la Alemania imperial, envió un famoso telegrama cifrado al embajador alemán en México en enero de 1917. En él, el káiser le proponía a Carran-za un pacto contra Estados Unidos para "reconquis-tar los territorios perdidos de Texas, Nuevo México y Arizona". El telegrama fue interceptado por el almi-rantazgo británico y enviado a Washington, precipi-tando la entrada en guerra del presidente Wilson.
Al mismo tiempo el káiser, ni tardo ni perezo-so, se propuso seducir a Villa -jugaba a todas las cartas- explotando el resentimiento del guerrillero contra Wilson y "los gringos" y prometiéndole, a Villa también, la reconquista del suroeste norteame-ricano.
El telegrama de Zimmerman desinfló como un globo caído entre nopales la posible alianza entre Carranza y Guillermo II. Le reveló a Villa el doble juego de la diplomacia alemana pero no lo despojó de su ánimo antiyanqui, llevándolo, en 1916, a inva-dir la población norteamericana de Columbus y a "devolver" como dijo un corrido, "la frontera" -aunque sólo fuese por unas horas.
De allí la relación entre el ingeniero Emil Baur y el general Francisco Villa. El ingeniero actuó como patriota alemán y agente de Berlín en el "blando vien-tre" sur de los Estados Unidos. Esto lo sabía todo el mundo y nadie se lo reprochaba. El sentimiento pro alemán en México era muy fuerte en aquellos tiem-pos y su razón sumamente clara. Sólo Alemania po-día oponerse a los Estados Unidos y lo hacía con las mismas armas de éstos: la disciplina, el trabajo, la crea-ción de riqueza, la fuerza militar. Lo que los mexica-nos le envidiaban a los gringos, se lo podían admirar a los alemanes.
En 1933, derrotada Alemania desde 1918, el ing-eniero Emil Baur vio una nueva luz, el fuego de una gran venganza, el llamado renovado de la sangre en el ascenso de Adolf Hitler. Baur volvió a sentir la tent-ación de Tántalo. Aliado con Alemania, México se vengaría de los Estados Unidos, distrayendo a Wash-ington de irse al frente europeo porque su frente sur, México, era el verdadero peligro.
De nuevo, Baur explotó con habilidad el senti-miento pro alemán de los mexicanos, en abierta con-tradicción con la política antifascista del presidente Lázaro Cárdenas. Baur, con orgullo, señalaba la exis-tencia de grupos de choque nazis en México, los "Camisas Doradas" que invocaban como santo patrón nada menos que al general Pancho Villa y que se atre-vieron a escenificar una batalla campal, con taxis a guisa de tanques, en el zócalo de la Ciudad de Méxi-co en 1937.
Bien parecido, activo y atractivo, Baur llegaba a los cincuenta y cinco años al concluir la Segunda Guerra Mundial en 1945, en medio de los escombros del Tercer Reich. Es cuando viajó por primera vez desde que la abandonó en 1915, a su patria alemana en ruinas. Durante el conflicto se defendió con vigor, habiendo México entrado a la guerra, del estigma de extranjero indeseable. No fue deportado pero, como todos los alemanes que permanecieron en México, fue objeto de sospecha oficial y reclusión domicilia-ria. Al filo de la derrota nazi, México, por invitación de los Aliados, permitió a Baur viajar a Alemania como auxiliar técnico -doble espía, en realidad- en la filtración objetiva de nazis útiles e inútiles, perdona-bles o condenables. Recorrió con pasaporte suizo las zonas ocupadas y las que aún obedecían, agónicas, al Reich. De este "filtro" salieron, oportunamente, como es sabido, científicos alemanes a Rusia por un lado y a los Estados Unidos por el otro.
De vuelta en México, Emil Baur hizo dos cosas a tiempo. Se recluyó en una extraña mansión neogóti-ca o victoriana aislada en medio del desierto y mandó traer una esposa del grupo menonita de Chihuahua. Los menonitas se originaron en Holanda, en Suiza y Alemania, pero sobre todo en la Rusia zarista, de donde se autoexiliaron para no cumplir servicio militar, prohibido por su religión. Emigraron a los Estados Unidos pero allí se les prohibió hablar ruso o alemán a fin de fundirlos cuanto antes en la hirviente caldera común de la nación americana.
Los menonitas se establecieron a unos cien ki-lómetros de la ciudad de Chihuahua, entre Pederna-les y El Charco, y a veces se les veía, vestidos de negro de pies a cabeza y tocada ésta por sombreros oscuros -los hombres- o cofias negras -las mujeres- caminando con gran reserva por las calles de la ciudad con las miradas bajas y prohibitivas.
Digo todo esto para pasar a la segunda cosa que hizo Emil Baur y que nos acerca a nuestra historia, cuyo prólogo biográfico e histórico me ha parecido -ojalá que no me equivoque- necesario.
Emil Baur escogió a una muchacha de la secta menonita para contraer, a los cincuenta y cinco años de edad, matrimonio. Esto se supo en la ciudad de Chihuahua por la obligación legal de publicar los bandos nupciales entre Emil Baur, de la ciudad de Chihuahua, y Alberta Simmons, del Lago de las Vír-genes.
Naturalmente, estos datos provocaron en Chihuahua chistes vulgares, pero sobre todo misterios insondables. Nadie conocía a la novia y nadie la co-noció. La boda tuvo lugar en el municipio de Terra-zas y los curiosos citadinos, que nunca faltan, presurosamente llegados, sin que nadie los invitara, a la boda a puerta cerrada, sólo pudieron capturar una fugaz visión de la desposada al subir al monumental Hispano-Suiza anterior a la guerra que la condujo, con velo negro ocultándole la cara, al caserón victo-riano o neogótico (como gusten) que Emil Baur se mandó hacer en medio del desierto.
Nadie volvió a ver a la novia. Pero todos se preguntaron por qué, desde el edi-ficio municipal de Terrazas, Baur llevaba cargada en brazos a la recién casada. ¿No era ésta costumbre reservada para el ingreso a la recámara nupcial? Los menonitas de Chihuahua, interrogados sobre la per-sona de Alberta Simmons, sólo dijeron que su co-munidad nunca daba información alguna sobre los miembros de la misma.
2
Hacia 1975 el ingeniero Emil Baur, me hizo una lla-mada telefónica a la ciudad de Chihuahua.
-Doctor, me urge que venga a vernos.
-¿A dónde, señor Baur?
-A mi casa del desierto. ¿Conoce el cami-no?
-Sí, quién no...
Me medí. Continué. -¿De qué se trata?
-Aquí mismo lo sabrá.
-¿Debo llevar algo especial?
-Examine y decida. Quizá tendría que perma-necer aquí algunos días. Su fama lo precede.
-Ya hablaremos, señor Baur.
Esa "fama" a la que se refería Baur era bastante local. Acaso el hecho de haberme graduado en la Escuela de Medicina de Heidelberg me daba mayores méritos a los ojos del ingeniero, que los realmente comprobables.
En todo caso, el juramento de Hipócrates me obligaba a emprender la ruta a la casa, ubicada en pleno desierto de Chihuahua, del ingeniero Emil Baur, a cien kilómetros de la ciudad.
Como no podía abandonar repentinamente a mis pacientes, hice la cita para las siete de la noche. No me quejo. La belleza del desierto se multiplica como los espejismos que encierra. Me sorprendí pensando, a lo largo de ese vago automatismo que procrea una carretera larguísima en línea recta, que los espejos del desierto son reflejos de la nada actual -¿quién se ve reflejado en la roca o en la arena?-, aunque bien podrían esconder la imagen perdida de nuestro pasado más remoto.
Rodeado del atardecer en el páramo convocaba, porque el paisaje era vacío y eterno, todas las imáge-nes de mi pasado, pero con un perfil que mis ojos irritados no tardaron en ubicar. Cada noticia sobre mi vida se duplicaba y hasta triplicaba en este trayec-to a lo largo de un paisaje vacío que, por el hecho de serlo, podía contener todas las historias imaginables, las de la vida recordada y las de la vida olvidada, las de lo que fue y las de lo que pudo haber sido... ¿Es-pejismos? El diccionario los define como ilusiones ópticas. ¿Su razón? La reflexión de la luz cuando atra-viesa capas de aire de densidad distinta.
Los objetos lejanos nos entregan una imagen invertida. Debajo del suelo como si se reflejasen en el agua. O arriba de ella, cuando de verdad hay agua: en el mar. Me entretuve hilando un enigma. Si el espejo se hubiese inventado en México, ¿habría sido de metal o de vidrio? Acaso pensé esto porque sabía que la fortuna del ingeniero Baur se fundaba en oro, plata y cobre. Y de metal eran los espejos antiguos, hasta que los venecianos del siglo XV tuvieron la ocurrencia de fabricarlos de vidrio, como si entendiesen que nues-tra identidad fugitiva se refleja mejor en lo que puede perderse que en lo duradero. Después de todo, es en Venecia donde, para describir a los espejos de Mura-no, se inventó el adjetivo "cristalino".
Me entretenía pensando estas cosas para aligerar el trayecto e imaginar este desierto poblado de crista-les invisibles, erectos como las ruinas más antiguas, pero engañosamente abiertos a las miradas que los traspasan... Hay algo que margina toda información o teoría sobre el desierto de Chihuahua. Este no es el desier-to. Es el asombro. La tierra extrae una belleza roja de sus entrañas, como si sólo al anochecer sangrara. Las enormes cactáceas se recortan hasta perder otra con-sistencia que no sea su propia silueta.
Silueta. Los contrafuertes de la Sierra Madre Oriental se levantan como prohibitivas murallas en-tre Chihuahua y el Pacífico, dejando adivinar las ba-rrancas, los desfiladeros, las cataratas y los derrumbes de roca que amenazan al temerario viajero.
Sólo al atardecer, bajo un cielo tan abochornado como la tierra, llegan a los oídos del peregrino atento los rumores de cantos ceremoniales sin fecha. Son las voces de la Sierra Tarahumara y sus indios fuertes, grandes corredores de fondo, acostumbrados a esca-lar las montañas más escarpadas, cada vez más arriba en busca del sustento que les quitamos nosotros, los seres "civilizados", los ambiciosos "ladinos" blancos y mestizos que, me di cuenta manejando el volkswa-gen, éramos tan racistas como el peor, aunque más invisible, verdugo del Tercer Reich.
Me acercaba a la mansión desértica del ingeniero Emil Baur. Doblemente desértica, por el llano ro-jizo que la rodeaba y por su propia construcción de ladrillo apagado, dos altos pisos coronados de torrecillas decorativas, ventanas cerradas con postigos fi-jos y maderas quebradizas, una planta baja vedada por pesados cortinajes en cada ventana, un sótano, a su vez velado, asomándose con ojillos de rata medro-sa. Todas las ventanas del caserón eran ojos viciosos insertados en una cabeza inquieta.
Los peldaños de mármol ascendían a la puerta de entrada, pesada, de dos hojas, metálica como en los presidios y simbólica, me dije, de la profesión del ingeniero de minas Emil Baur.
Me detuve. Aparqué. Subí los escalones. No fue necesario tocar a la puerta. Ésta se abrió y una voz desencarnada me dijo:
-Pase.
Entré a una penumbra que parecía fabricada. Es decir, no era la sombra que atribuimos naturalmente a tiempos y espacios acostumbrados, sino una tinie-bla que parecía pertenecer sólo a este sitio y a ningu-no más. De verdad, como si la mansión de Emil Baur generase su propia bruma.
-Pase. Rápido -dijo la voz con impaciencia.
Me di cuenta de que una parte de la niebla inte-rior se escapaba por la puerta abierta y se disipaba en el ligero viento crepuscular del desierto. Entré y la puerta se cerró velozmente detrás de mí.
Soy un hombre cortés y portaba mi maletín grande -decidí llevar algunos objetos de aseo, una muda de ropa, siguiendo la sugerencia de mi anfitrión- en la mano izquierda para saludar con la derecha al in-geniero. Baur no me tendió la suya.
Se apartó de la sombra y apareció una ruina hu-mana. Nada quedaba de aquel héroe wagneriano fa-mosamente descrito por quienes lo conocieron de joven. El pelo de una blancura parecida a nieve sucia le colgaba de la coronilla a los hombros, dejando al descubierto un domo de calvicie, más que pecosa, teñida, como si el cráneo descubierto tuviese un co-lor distinto del resto de la piel: amarillo, amostazado, derrumbándose hacia el gris arcilloso de la cara surcada por hondas comisuras labiales y nasales, una fren-te de velo rasgado como si pensar fuese un líquido viscoso que una oruga impenitente va dejando como seda cada vez más fluida entre ceja y ceja.
Tres pelos blancos en cada ceja, los párpados de un saurio prehistórico, la mirada azul desvelada hasta convertirse en piedra de alúmina. La nariz fina y del-gada aún, pero tendiendo a colgarse, señalando ha-cia los labios descarnados y apuntalados por múltiples signos de admiración arriba y abajo. El ejército de arrugas se anudaba y se aflojaba simultá-neamente bajo un mentón decidido a adelantarse con orgullo a los acontecimientos. Desmentido por la ruina del cuello, delator inconfundible de la edad avanzada.
Debo admitir que Emil Baur intentaba, a pesar de todo, mantener una postura gallarda. La osteopo-rosis, lo noté enseguida, vencía a la antigua altivez, lo doblaba pero aún no lo jorobaba. Yo miraba un cuer-po vencido. Pero con igual evidencia, era testigo de un espíritu indomable. Indomable pero profundamente dolido. No bastaba, sin embargo, recordar la fama de sus derrotas históricas para entender, por una parte, un estrago más poderoso que el paso de los años y, por la otra, el esfuerzo final por llegar a la muerte con algún resto de la dignidad perdida...
-Sígame -ordenó, se detuvo y añadió-. Por favor.
El pasillo de entrada nos condujo a una inmensa sala de muebles oscuros -cuero de pardo animal, como si acabaran de arrancarle la piel a un saurio agó-nico-. Las paredes estaban recubiertas de maderas igualmente sombrías. Pero en lo alto de la altísima sala la luz del desierto entraba con fuerza crepuscu-lar, iluminando oblicuamente los tres grandes retra-tos, de cuerpo entero, que colgaban lado a lado encima de la chimenea. El káiser Guillermo II, el general Francisco Villa y el führer Adolf Hitler. El primero con su gala imperial y una corta capa de húsar colgándole con displicencia de un hombro. El segundo con su traje de campaña: camisa y panta-lón de dril, botas, ese sarakof colonial que Emil Baur evitaba y la pistola al cinto. Y Hitler con su habitual atuendo de camisa parda y pantalones similares a los del ingeniero de minas, botas negras y cinturón amenazante.
La luz del atardecer, digo, iluminaba oblicuamen-te, desde lo alto, a los tres héroes de mi anfitrión, pero permanecía en penumbras el resto de un vasto salón que, recuperado de mi asombro, asocié para siempre con un intenso olor de ceniza.
Baur me condujo a un pequeño estudio veci-no a la gran sala, como si entendiese que en ésta no era posible platicar sino, apenas, recogerse reli-giosamente o admirarse para esconder el disgusto, si tal hubiese... Por lo menos, el mío, ya que mis estudios en Alemania me obligaron a detestar al régimen enloquecido que tanto dolor inútil trajo al mundo.
Acaso Baur adivinó mi pensamiento. Sentado frente a una enorme mesa de trabajo atestada de ro-llos de papel, sólo me dijo:
-Sé que usted no comparte mis convicciones, doctor.
Yo no dije nada, sentado frente a Baur en una silla de espalda recta e incómoda.
-Piense solamente -explicó sin que yo se lo pidiera- que donde otros buscaban la verdad en la base económica y social, él la encontró en la ideolo-gía.
-¿Los otros? -inquirí, dispuesto a dejarlo pa-sar todo, menos la interrogación expresa o tácita.
-Los rojos. Los comunistas. Los socialistas.
-¿La ideología? -insistí-. ¿La ideología im-porta más que las infraestructuras socioeconómicas?
-Sí, doctor. Lo que realmente mueve a los seres humanos. Sus mitos ancestrales, su fe nacional, su sentido del destino de excepción, por encima del co-mún de los...
Lo interrumpí, asintiendo cortésmente. No cedí. -Ingeniero, usted ha requerido mis servicios profesionales.
Miré el reloj, dándole a entender que debía re-gresar a la ciudad y recorrer cien kilómetros.
-Es mi mujer, Alberta.
Esperé de nuevo.
-Sufre de una rara enfermedad nerviosa.
-¿Desde cuándo?
-Usted es neurólogo -prosiguió sin contes-tarme.
Volví a asentir.
-Quiero que la vea.
Me extrañó que no dijera "Quiero que la examine."
Asentí de nuevo, como un San Pedro que en vez de negar dice siempre sí. Acepté la propuesta del an-ciano ingeniero.
Lo seguí por una escalera ancha y crujiente, sin alfombrar, hasta una segunda planta aún más oscura que la primera. Él no necesitaba ver. Conocía su casa. Un largo corredor con seis puertas, tres enfrentadas a otras tres, invitaba a continuar hasta la tercera a la de-recha. El viejo se detuvo. Me miró. Abrió la puerta.
Era una recámara oscura, iluminada por una vela solitaria sobre una mesita. Mis ojos debieron acos-tumbrarse a la penumbra. Al cabo distinguí una gran cama, la cabecera pegada al muro desnudo, el pie del lecho dirigido hacia la entrada.
Digo "el pie" pero juro que jamás anticipé lo que hizo Emil Baur.
Se arrodilló junto al extremo de la cama y sólo entonces vi que, bajo un cúmulo de edredones, aso-maba un pie.
Baur lo tomó con gran delicadeza entre ambas manos -sus manos torcidas por la artritis-, lo lle-vó a sus labios y lo besó lentamente.
Abandonó el pie y, siempre de rodillas, se volteó a mirarme.
-Acérquese. Tóquela.
Yo no sabía qué hacer. Veía el pie desnudo pero el cuerpo estaba oculto bajo los edredones.
-¿El pie? -inquirí.
El viejo afirmó con la cabeza.
No me hinqué. Me agaché. Toqué el pie asomado. Me incorporé, aterrado. Había tocado hielo. Un pie blanco, sin sangre. Un pie muerto.
Sentí terror y náusea. No entendía la situa-ción.
El viejo hincado me imploró.
-Por favor. Toque. Acaricie.
Cerré los ojos y le obedecí. A mi tacto, poco a poco, regresó el color a ese pie helado. El color y el calor.
Emil Baur me miró con los ojos llenos de lágri-mas.
-Gracias -me dijo-. Gracias. Al fin.
3
El diagnóstico resultó cierto. Le dije a Baur que está-bamos ante un caso típico de narcolepsia aguda. Como ésta suele manifestarse cuando el paciente se queda dormido en medio de la tranquilidad o la mo-notonía, un médico tendría que observar el caso en vivo, digamos, viendo al paciente en su rutina para saber si, súbitamente, en medio de la normalidad co-tidiana, se queda dormido.
La otra posibilidad -continué con mi aprecia-ción- era una cataplexia recurrente. En estos casos, el paciente suele caer al suelo súbitamente sin perder el conocimiento. El ataque puede ser provocado -lo dije con la cara más seria- por una risa incontrola-ble. (Me abstuve de contar el caso de un hombre que murió de un ataque de risa en un cine, viendo a Lau-rel y Hardy.)
-¿Puede ser a causa de una fuerte emoción? -preguntó el ingeniero.
Afirmé con la cabeza.
-Doctor, yo vivo aislado en el desierto. ¿Está usted conforme en que el caso requiere atención cons-tante?
-Así es. El paciente requeriría hospitalización a fin de ser observado día y noche. Los signos de la enfermedad se presentan sin previo aviso.
-Por desgracia, mi esposa no puede ser trasla-dada a otro lugar.
-Le aseguro, ingeniero, que las ambulancias son...
-¿Seguras? ¿Bien equipadas? No se trata de eso. Mi pregunta la hice en silencio.
-Alberta se moriría si pone un pie fuera de la recámara.
-¿Por qué?
-Porque nunca, desde que nos casamos, la ha abandonado.
-¿Quiere decirme que durante treinta años ha vivido encerrada aquí?
-Desde que nos casamos.
-Espero que haya contado con asistencia -dije con cierta severidad.
-Aquí sólo vivimos ella y yo. Yo atiendo a to-das las necesidades de mi mujer.
Yo iba a decir "En ese caso, salgo sobrando." Me cerró la boca la misteriosa revelación del pie, primero y enseguida, cuando Baur me condujo a la cabecera del lecho y apartó levemente el edredón, la negra ca-bellera desparramada del ser que allí yacía.
No dije "mujer" porque no me constaba. He aprendido a aceptar, sin sobresaltos, la imaginación de los seres humanos y su disposición a adaptar la reali-dad a sus deseos, a sus sueños, a sus pesadillas, a sus perversiones... La figura con el cuerpo cubierto por el edredón y la faz oculta por la cabellera no tenía, para mí, sexo. Podía ser un hombre con pelo largo. ¿Alberta o Alberto? Yo no iba a rendirme, en esta situación ex-cepcional, a ninguna afirmación que no me constara -es hombre, es mujer, nada previo a la prueba.
Baur cubrió rápidamente la cabeza del ser dur-miente, su "mujer" según él. Introduzco esta nota de escepticismo porque ahora me doy cuenta de que, desde el primer instante, quise poner a prueba todas las palabras de mi anfitrión, incluso las que se refe-rían -sobre todo las que se referían- a la persona de su "mujer".
-Alberta Simmons.
Levanté la mirada y descubrí en los ojos viejos de Emil Baur un fulgor perdido al fondo de la mirada. Era la inconfundible chispa del amor.
-Se lo ruego.
-Necesito algunas medicinas, algunos...
-Aquí tengo todo lo necesario.
-Es que la paciente...
-Sea usted paciente -dijo Baur porque no me oyó bien.
Entonces pensé que la persona escondida bajo los edredones era no sólo paciente, sino paciente. Intenté, sin éxito, sonreír. Pero acordé quedarme, feli-citándome por mi previsión. Traía conmigo no sólo mi negro maletín profesional, sino una maleta de viaje con mudas de ropa, artículos de aseo, hasta un libro.
Nunca se sabe...
-Los dejo solos -dijo Baur con una voz apa-gada por la emoción.
Me acerqué al lecho. Aparté con suavidad el edre-dón que cubría el cuerpo. Miré la larga cabellera ne-gra que ocultaba la cara bocabajo. Un movimiento curioso me hizo llegar con la mano hasta el cráneo. Retiré la mano. Había tocado, debajo de la masa de pelo, una cabeza fría.
Audacia. Falta de respeto. Impunidad. Me salía sobrando cualquier autoacusación. Arranqué de un golpe la peluca sedosa y encontré una cabeza rapada en la que el pelo, espinoso, volvía a crecer lentamen-te. Notoriamente. Tuve la sensación de que era mi tac-to lo que hacía brotar el pelo de esa cabeza que, a menos que yo alucinara, estaba totalmente calva cuando le quité la peluca.
Tan lo creí que poco a poco fui bajando la mano a las mejillas de este ser inerte al que Baur presentaba como "Alberta, mi mujer." Al contacto con mis dedos, la piel de Alberta -acepté el nombre- adquiría ti-bieza, como si mi mano médica poseyese poderes de recuperación hasta ese instante insospechados por mí.
Entusiasmado (lo admito ahora), sentado al filo de la cama, recorrí el rostro dormido. Cada caricia mía parecía despertar de su sueño a la mujer. ¿Y si tocaba sus labios, hablaría? ¿Y si rozaba sus ojos, los abriría?
Cerré los míos, invadido por la extraña sensa-ción de que no estaba ya cumpliendo funciones de galeno, sino de brujo. Confieso el miedo que me dio ver a la mujer.
Aparté de la cama mis ojos cerrados.
Los abrí.
Posado sobre el buró de noche, mis ojos descu-brieron un retrato.
Era el mío.
Era yo.
Era mi cara.
Parpadeé furiosamente, como en un trance.
Entonces ella abrió los ojos. Ojos negros. Me miró lánguidamente y dijo con una voz del fondo del tiempo:
-Has regresado. Gracias. No me abandones mas.
Me aparté, presa de un pánico que luchaba equi-tativamente con mi disciplinada atención médica del fenómeno.
Alberta continuaba cubierta por el edredón hasta la barbilla, protegida, como una niña dormilona e inepta para la vida.
Yo me llegué hasta la puerta, salí de la recámara, no quería, por el momento, mirar hacia atrás... Salí. En el corredor me tropecé con Emil Baur.
-¿Qué le sucede? -me preguntó con una voz, esta vez, alarmada.
-Mi retrato -dije intentando permanecer en calma, a pesar de un incontrolable jadeo.
-¿Cuál retrato? -preguntó Baur.
-Yo... Allí... Junto a la cama.
-No le entiendo -dijo el viejo, guiándome de regreso a la recámara.
Me apretó el brazo.
-Mire usted, doctor. Es mi foto. Alberta siem-pre ha tenido mi foto al lado de su cama.
Era cierto. El retrato posado sobre el buró era el del ingeniero Emil Baur, con treinta años menos.
-Le juro que vi el mío -le dije.
Él, hasta donde era posible en ese rostro momi-ficado, sonrió.
-Vio usted lo que quería ver. Dejó de sonreír.
-Quiso verse, mi querido doctor, en mi lugar.
4
Decidí quedarme en esa casa lúgubre. Primero, por deber profesional. Luego, por natural curiosidad. Fi-nalmente, por algo que se llama pasión y que no se explica ni racional ni emotivamente, ya que la pa-sión abruma a la mente y sujeta las emociones a una búsqueda exigente e incómoda de la razón.
La pasión arrebata. Deja sin emoción a la razón y a la emoción sin razón. Arrebata porque se basta.
Esperaba una recámara propia. Baur me suplicó -era una orden prácticamente militar- quedarme en la recámara de Alberta, observarla día y noche. ¿No había dicho yo mismo que estos casos se dan bajo el signo de la sorpresa? ¿Que así como el pacien-te cae en el más profundo sueño, puede despertar súbitamente?
Alguien tiene que estar aquí, añadió Baur, para ese momento.
-¿El despertar?
-Sí.
-¿Usted lo ha intentado?
-Sí.
-¿Qué pasó?
-Perdí el poder -dijo altivamente.
-¿Cree que yo lo tengo? -lo contrarié con humildad, sin entender de qué poder se trataba.
-No lo creo. Lo sé. Lo he visto.
-¿Cuando le toqué el pie?
-Sí.
¿Qué cosa había en la mirada que acompañó tan sencilla afirmación? ¿Derrota, resignación, esperan-za, perversidad? Acaso un poco de todo. Lo confirmó su siguiente frase.
-Tóquela, doctor. Reconózcala con sus manos.
-Sí, pero...
-Sin límite, doctor. Sin prohibición alguna. No se mida...
Me dio la espalda, como si quisiera ocultarme la angustia o la vergüenza de la situación.
Sus instruc-ciones no hacían falta. Un médico se siente autorizado a auscultar plenamente a un enfermo.
Quizá me convencí, en ese instante, de que Baur quería la recuperación de su esposa pero, absurdamente, no deseaba verme tocarla. Iba a decirle que no se preocupara, era un examen médico. Pero él ya se había retirado.
Me dejó frente a la puerta de la recámara. No sé qué diabólico espíritu se apoderó de mí. Recordé fu-gitivamente la disciplina a la que fui sometido como estudiante de medicina en Heidelberg. Sólo que en-tonces no tuve esta poderosa sensación de placer, un placer sin límite, sin pecado, porque el marido com-placiente de esta mujer me la entregaba no sólo por razones médicas. Seguramente su impotencia sexual -admitida por él mismo con sorprendente candor en un hombre de reputación temible, imperialista, villista, nazi, viril- me hacía entrega de las llaves de ese cuerpo frío, inerte, desconocido, al que ahora me correspondía calentar, mover, conocer... Médico y amante.
Casi reí. Casi. La puerta de la recámara se cerró detrás de mí. Mi maletín médico, pero también mi maleta de viaje, estaban al pie de la cama. No había ventanas. Tres paredes estaban acolchadas, como en un manicomio. La cuarta la cubría una ancha y larga cortina carmesí. Sobre una mesa había un lavabo y un jarrón con agua vieja. Me asomé con curiosidad. Una nata la cubría... Como por descuido, descansa-ba al lado del recipiente un jabón sin perfume. Busqué lo que faltaba. Debajo de la cama asomaba un bacín de porcelana carcomida por el óxido.
No había un segundo lecho. El que debía corres-ponder -casi sonreí- a los huéspedes. Pero la cama donde yacía "Alberta" era de tamaño matrimonial.
Pongo su nombre entre comillas porque el inci-dente de la peluca negra y la cabeza rapada me hacía dudar, pese a todo. Sólo había, por supuesto, una manera de averiguar si me las había con mujer u hom-bre. El ingeniero, después de todo, me había autori-zado a explorar sin límites ese cuerpo. A pesar de ello, un extraño pudor se apoderaba de mí apenas me acer-caba a la figura cubierta de edredones, como si el per-miso de Emil Baur se convirtiese, perversamente, en prohibición que yo me imponía a mí mismo.
No poseía, en otras palabras, el coraje necesario para conocer, de un golpe, la verdad. O acaso la liber-tad que me otorgaba mi anfitrión yo mismo la convertía en temeroso misterio. Poseía, eso sí, la cobertura profesional, cada vez más frágil, de ser un médico auscultante.
El hecho es que, detenido de pie junto a esa figura, volví a acariciarle la cabeza ya sin asombrarme de que, a mi tacto, la cabellera brotase cada vez con más vigor: negra, lustrosa, captando luces que este sitio no autorizaba.
Me hinqué entonces al lado de la figura y apar-tando la profusa cabellera descubrí un rostro de acu-sados perfiles, agresivo aun en el sueño, como si su vida onírica fuese, más que una segunda existencia, el manantial mismo de su personalidad oculta, reteni-da, sumergida por eso mismo que yo diagnostiqué como narcolepsia o -mi propia segunda opinión-cataplexia recurrente. Los rasgos de "Alberta" eran tan poderosos que mal se avenían con mi idea de una fe religiosa -la menonita- identificada con el pacifis-mo, la no violencia, la no resistencia.
El perfil de "Alberta", la nariz larga y aguda, la tez gitana, las cejas muy pobladas, la delgada y pro-minente estructura ósea, la espesura negra de las pestañas, los gruesos, sensuales labios, la barbilla ligeramente saliente, desafiante, mal se avenían, ade-más, con el estado perdido, narcoléptico, de mi pa-ciente...
Me dije a mí mismo esa palabra -"paciente"- y en el acto dudé de su propiedad. La fuerza de los rasgos de esta persona no sólo desmentía la pasividad de su estado. Anunciaba un poder dormido por el momento pero que, al despertar, se afirmaría de ma-nera avasallante.
"Alberta" no me dio miedo. Y sin embargo, yo era el amo de su actual esclavitud. Estaba en mis manos. Mi palma abierta sintió el aliento de su nariz. No era una respiración tibia. Era ardiente. Descendí, amedrentado, a los labios. Los rocé. Estoy seguro de que estaban blancos, drenados de sangre. Al tocarlos, les devolví el color. Y algo más: el habla.
Movió los labios.
Dijo: -No piense eso.
Iba a pedirle que se explicase. Me detuvieron dos cosas. Era una voz de mujer. Y mi experiencia médica me indicó que era inútil inquirir. La mujer hablaba sin haber recuperado la conciencia. Las frases siguien-tes vinieron a confirmar mi opinión.
-¿Sabe usted?
Sin dejar de tocarle los labios, acerqué el oído a su voz.
-Duerma tranquilo.
Asentí en silencio.
-Olvide esas cosas.
Retiré la mano de los labios y Alberta calló. Sus palabras inconexas, casi ininteligibles, me produjeron una especie de náusea, como si una parte olvidada o desconocida de mí mismo las entendiera, pero no mi persona actual.
Alberta abrió los ojos negros como el carbón, pero como éste, escudo del diamante.
Yo sentí que las posiciones se revertían, que ella despertaba, me miraba y ahora era yo quien caía, sin poderlo evitar, bajo el poder de una mirada hipnóti-ca. Era como si los ojos de Alberta fuesen dos agujas que penetraban con poderes fluctuantes en mi cuer-po, potenciando por un momento el flujo de la san-gre sobre la lucidez mental, hasta ahogar el pensamiento revirtiendo enseguida el proceso: la san-gre parece huir, abandonando una mente perfectamente clara pero igualmente vacía.
Yo sabía lo suficiente para dudar entre el poder hipnótico que los ojos abiertos de Alberta ejercían sobre mí y el poder de la autohipnosis que el desper-tar de la mujer provocaba, como una especie de de-fensa, en mí también.
Quería huir del despertar de la bella durmiente. Temblé de miedo.
Me entregué al azar.
5
Nunca podré distinguir entre lo que propiamente era una auscultación profesional del cuerpo de Alberta y lo que, con certeza onírica, era la posesión del cuer-po de Alberta.
¿No me había dado permiso el marido de explo-rar el cuerpo de su mujer?
¿Explorar implicaba poseer? ¿Conquistar?
Acaso sólo quería trazarle una forma.
Mis sensaciones eran como la corriente alterna en electricidad. Por momentos acariciaba un cuerpo ardiente, convulso, que clamaba amor. Ya no cabía duda, era mujer, era dueña de una piel más blanca que su rostro sombrío, como si la cara hubiese estado expuesta a un sol inclemente y el cuerpo sólo conociese la sombra. Quizá porque las zonas oscuras de la piel -los pezones grandes, redondos como monedas olvidadas en el fondo de una cueva, el vello negro ascendiendo hasta cerca del ombligo- eran tan sombrías que iluminaban el resto del cuerpo tendido, excitante y vivo cuando yo lo tocaba, exangüe apenas lo abandonaba. ¿Pude pensar, para mi vergüenza y horror, que ese cuerpo de mujer vivía dos momentos separados pero contiguos, instantáneos aunque sucesivos, como una luz eléctrica que se enciende y se apaga sin tre-gua? ¿Que uno de esos momentos era el de la vida y el otro el de la muerte? ¿Y que esta misma, la muerte, alternaba en Alberta el fallecimiento somático, el cuer-po sin vida ya y la muerte molecular, en la que los tejidos y células siguen respondiendo a estímulos externos por cierto tiempo?
Me sorprendió el cinismo de mi respuesta física.
Me desnudé rápidamente, abracé a la mujer, consigné el pálpito acelerado de su sangre, el revivir de su piel entera, froté con placer mi pene erecto contra la selva de su pubis, ella gimió, yo penetré su sexo con fuerza, con temblor, hasta lo más hondo y escondido de la vagina, sintiendo cómo mis pelos frotando con-tra su clítoris la excitaban fuera de todo control, to-mando cuidado de que sólo el vello, como ala de pájaro, tocara la intimidad de su placer, tan externo como profundo era el mío.
Alberta gimió cuando los ritmos de ambos pla-ceres se conjugaron. Abrió los ojos en vez de cerrarlos. Me miró.
Me reconoció.
Estoy seguro. Una cosa es ser mirado por alguien. Otra, ser reconocido.
Adentro de ella, reteniendo mi orgasmo con un acto de voluntad suprema, traté de entender sus nue-vas palabras.
-Has regresado. No sabes cuánto lo he deseado.
Yo, instintivamente, me uní a sus palabras como un extraño que descubre después de una jornada de marchas forzadas en el desierto un fresco río fluyente y se sumerge en sus aguas.
¿Era un espejismo?
Lo puse a prueba: bebí.
-Yo también.
-¿Te quedarás conmigo?
-Sí. Claro que sí.
-¿Me lo juras?
-Te lo juro.
-¿Cómo sé que la próxima vez que te vayas re-gresarás?
-Porque te amo.
-¿Tú me amas?
-Lo sabes.
-No basta. Otras veces vienes, prometes y lue-go te vas...
-¿Qué quieres decir?
-No basta.
-¿Qué más puedo darte?
-Amarme ya no es un misterio para ti.
-No, tienes razón. Es una realidad.
Alejó mi cabeza de la suya.
-Pero yo no soy razonable -murmuró.
No aguanté más. Un diálogo puramente casual, azaroso, intuitivo, había encajado perfectamente con las palabras de la mujer, asombrando y desarticulando mi voluntad. No aguanté más. Me vine poderosamente como si mi cuerpo fuese en ese momento el árbitro de la vida y de la muerte, me vine con un rugido y el torso levantado, mirándola mientras ella se mordía la mano para no gritar y no cerraba los ojos como lo dicta el protocolo del orgasmo.
Tampoco me miraba a mí.
Giré el cuello para ver si yo veía lo mismo que ella.
Ella miraba con una mezcla de burla, satisfac-ción y temor casi infantil a la cortina carmesí del cuar-to que sólo entonces sentí sofocante.
Caí, sin embargo, satisfecho sobre el hombro de Alberta. La abracé. Libré una mano para acariciarle el hombro, el brazo...
Rocé en ese cuerpo desnudo -por eso me llamó la atención- un pequeño espacio recubierto. Traté de adivinar. Era una tela adhesiva pegada al antebra-zo. Ella se dio cuenta de mi insignificante descubri-miento y rápidamente ocultó el brazo debajo de la almohada. Su cuerpo vibraba con una nueva vida. Lo digo sin ambages. Yo había conocido a una hembra yacente, prácticamente muerta, por lo menos ausen-te del mundo.
Ahora esa mujer vigorizada, esta menonita pri-sionera que se parecía más bien a una heroína bíblica, una Judith resurrecta, se incorporó, me tomó de la mano, me obligó a hincarme, desnudos los dos, al pie de la cama, comenzó a murmurar: "Bienaventu-rados los que lloran, porque serán consolados; bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia; bienaventurados los perseguidos, porque de ellos es el reino de los cielos..."
Entonces, con calma, se incorporó, tomó el agua-manil, se hincó frente a mí y procedió a lavarme los pies, sin dejar de murmurar,
-La iglesia de Dios es invisible. La iglesia de Dios está separada del mundo.
Lo decía con convicción. También con miedo. Miraba con insistencia hacia la cortina carmesí. Yo mismo volteé a mirarla. Juro que percibí un
movimiento detrás del terciopelo del lienzo.
Alberta interrumpió su oración. Yo ya la conocía. Era el Sermón de la Montaña. Los menonitas aprenden a recitarlo de memoria.
-Bienaventurados los perseguidos -murmu-ró Alberta y calló.
Me miró mirando la cortina.
Su mirada me interrogó.
Sentí que estábamos siendo observados. ¿Ella también lo sentía?
-¿Tienes miedo de que mi marido nos sorprenda?
Trastabillé. -Sí, un poco.
-No te preocupes. Le gusta.
-¿Le gusta o lo quiere?
-Las dos cosas.
-¿Por qué?
-Porque me vas a acompañar.
-Él te puede acompañar. Lleva treinta años acompañándote.
-Pero tú me haces vivir -dijo con una sonrisa francamente odiosa, llena de desprecio, rencor y ame-naza.
-Ven -le dije suavemente, tomándola del bra-zo. Ven. Recuéstate. No te fatigues demasiado.
Porque sentí que se desvanecía, como si el esfuerzo de amar y de orar la hubiesen vaciado.
De pie, se abrazó con furia a mi cuerpo.
-Dime algo, por favor. Dime lo que sea. No me hagas creer que no existo.
Alberta le daba la espalda a la cortina.
Yo noté el movimiento de un cuerpo detrás del paño.
Sólo entonces admití que aquí vivía una pareja casada desde hacía treinta años. Baur tenía más de ochenta. Pero ella seguía siendo la joven novia meno-nita de 1945.
6
No he contado las horas desde que volví a recostar a Alberta. El tiempo aquí huye. O se suspende. Afue-ra, ¿es de día, es de noche? ¿Cuánto tiempo llevaba sin comer? ¿Por qué no tenía hambre? ¿Por qué no sentía sed? Era como si hubiese penetrado a un mun-do sin horarios ni deberes. Un mundo mudo, puramente negativo. Un mundo sin necesidades.
Y sin embargo, la proximidad del cuerpo de la mujer no era un figmento imaginario. Ella había caído en un sueño profundo, pero respiraba como la gente que duerme, con una hondura vital, como si nuestra existencia onírica, lejos de ausentarnos de la vida consciente, sólo la duplicara.
No sé por qué, mirándola dormir, me convencí de que ella se sentía protegida en esta extraña alcoba sin ventanas, acolchada, sin más decorado que la cor-tina carmesí. Casi, se diría, una habitación carcelaria. ¿Treinta años aquí, desde que se casó? ¿Era éste su lecho de bodas? ¿1945? ¿Qué edad tendría Alberta al casarse? Baur tenía cincuenta y cinco años al termi-nar la guerra y casarse con Alberta. Baur envejecía. Su mujer no. Él mismo, el doctor, ¿dónde estaba en 1945? ¿Cómo sabía que habían pasado treinta años? ¿Cómo sabía, siquiera, que este día, el que vivía en este momento, pasaba en 1975?
Hice un esfuerzo fuerte, doloroso, de memoria.
Emil Baur.
La biblioteca.
El calendario en la biblioteca.
El 30 de abril de 1975.
Era un reloj-calendario.
Baur lo había desplazado para ponerlo ante la mirada del joven doctor.
El joven doctor.
Se tocó los brazos.
Me palpó la cara.
¿Cuándo se había visto, por última vez, en un espejo?
¿Por qué presumía, convencido, de no tener más de treinta y cinco años?
¿Por qué era él la pareja en edad de Alberta y no su octogenario marido?
¿Quién le había dicho su propia edad?
Sacudí la cabeza para espantar al espanto que me obligaba a referirme a mí mismo en tercera per-sona.
Yo era yo.
Me llamaba Jorge Caballero.
Doctor Jorge Caballero.
Graduado en Heidelberg.
¿Cuándo?
¿Qué año?
Las fechas se confundían en mi cabeza. Los números me bailaban ante la mirada.
Si yo tenía treinta y cinco años, en 1945 era un niño de apenas cuatro años.
Miré hacia la cama. Si Alberta se había casado con Emil Baur en 1945, hoy tendría más de cincuen-ta años, pero parecía de veinticinco, treinta cuando mucho.
Ella veinticinco. Yo treinta y cinco. Emil Baur ochenta y cuatro.
Poseía estos datos. Pero no acudía a mi memoria nada inmediato, nada próximo, lo ocurrido antes de entrar a esta casa. ¿Por qué conocía mi propio nom-bre, mi profesión? ¿Por qué no sabía qué cosa hice ayer, a quiénes atendí? ¿Por qué se había vuelto mi memoria un filtro que sólo dejaba pasar... lo que yo no quería? Me di cuenta de que nada de esto corres-pondía a mi voluntad. Alguien, otro, había eliminado mi memoria mediata e inmediata. Alguien, otro, había seleccionado los datos que deseaba para plan-tarlos en mi cabeza. Los datos que le convenían.
Con la mirada desorbitada, busqué lo que no había en esta prisión. Un calendario. Un periódico con fecha. Recordé (me fue permitido recordar): traía un libro. Un médico siempre debe traer un libro. Muchas horas muertas.
Era El diván de Goethe. Lo abrí al azar.
El más extraño de los libros
es el libro del amor.
Lo leo con atención.
Pocas páginas de placer,
cuadernos eternos de dolor:
la separación es una herida...
Cerré los ojos para memorizarlo, seguro de que un poema era mi salud. Pero los números me bailaban ante la mirada. El poema se llamaba "Libro de lectu-ra". La página era la número 45.
Cuarenta y cinco, cuarenta y cinco, el número danzaba por su cuenta, yo lo repetía mecánicamente, hasta entender que la voz no era mía, era una voz extraña, venía de detrás de la cortina carmesí. Me adelanté a correrla.
Allí estaba él, con una palidez atroz, mirándome con ojos encapotados de bestia sáurica, convirtiendo el azul de los iris en hielo abrasador, rígido como una momia, moviendo los labios en mi nombre,
"La separación es una herida"
y como si contara hacia atrás,
"¿Qué año?
"¿Cuándo?
"Graduado en Heidelberg"
y entonces, Doktor Georg Reiter, Georg von Reiter, ¿quién se lo había dicho?, ¿por qué presumía, convencido de no tener más de treinta y cinco años?, ¿cuándo se había visto, por última vez, en un espejo?
Hablaba Emil Baur, vestido normalmente (como era su costumbre) de explorador antiguo, pero transformado en demonio, eso me pareció en ese instante, un demonio que manipulaba mis palabras y dirigía mis actos hacia el lecho de Alberta y mis manos hacia el brazo desnudo de Alberta y mis dedos hacia la tela adhesiva del antebrazo, que arran-qué sin pensarlo dos veces, sin despertar a la bella durmiente, revelando el número indeleble allí ta-tuado.
Más que tatuado. Grabado. Marcado para siem-pre con hierro candente.
No recuerdo el número. No importa. Sabía su significado.
Emil Baur avanzó hacia la cama.
Ella acostada.
Yo sentado a su lado.
Baur traía, incongruentemente, un libro de telé-fonos bajo el brazo.
-Doctor Jorge Caballero -dijo.
Asentí. No dije "A sus órdenes." Sólo asentí.
-¿Está seguro?
Yo debía hablar.
-Sí, doctor Jorge Caballero.
-¿Domicilio?
-Avenida División del Norte 45.
-¿Dónde?
-Ciudad de Chihuahua. Junto a la universidad. A dos pasos de la estación de trenes.
-¿Teléfono?
-No... no lo recuerdo en este momento...
-¿No recuerda su propio número telefónico?
-Sucede -balbuceé-... Uno no suele llamarse
a sí mismo.
-Búsquelo en el anuario -me dijo tendiéndo-me el libro de hojas amarillas.
Hojeé. Llegué a la C. Busqué mi nombre. No existía. Ni domicilio. Ni teléfono. Miré con asombro el libro telefónico del cual yo había desaparecido.
-¿Te gusta mi mujer? ¿La amas?
No respondí.
-Déjame decirte algo, doctor. Sólo puedes convencer a una mujer de que la amas cuando le demues-tras que quieres abarcar a su lado el tiempo de la vida. Mejor: todos los tiempos. Los que fueron. También los que no fueron. Los que pudieron ser.
-Es verdad -habló mi alma romántica, mi sueño-. Así se ama.
-¿Amas a mi mujer?
Luché contra esa alma que se me revelaba súbi-tamente.
-Acabo de conocerla.
-La conociste hace treinta años -dijo brutalmente, sin transición en las buenas maneras, con un silbido babeante, el ingeniero Emil Baur.
-Está usted loco -me levanté de la cama con violencia.
Mi cuerpo descontrolado se estrelló contra la pared acolchada.
-Usted está muerto -dijo con la más fría sen-cillez.
Tragué aire. Jorge Caballero, médico gradua-do de...
-¿Domicilio?
-Heidelberg.
-Teléfono.
-Está prohibido.
-¿Quién lo prohíbe?
-Ellos.
-¿Dónde?
-¡No sé! -grité-. Sin nombre. El lugar sin nombre. ¡Todo está prohibido! ¡Nadie tiene nombre! ¡Sólo hay números!
-¿Qué número? ¿Cuántos?
-¡Cuarenta y cinco!
Quería evitar la mirada de Emil Baur. No pude. Era demasiado poderosa. Yo mismo, ingenuamente, se lo había explicado. Narcolepsia, estado onírico; cataplexia, derrumbe físico sin perder conciencia; hipnosis, el sueño receptivo a la memoria del pasado más olvidado, rechazo de la memoria de lo más actual e inmediato; autohipnosis, primero más san-gre que cerebro, enseguida más cerebro que san-gre...
Prisionero del desencuentro de memoria y conciencia.
-Escoja el estado que quiera, doctor. Siéntase libre de hacerlo.
-¿Mi estado? -repliqué con violencia-. Mi es-tado es normal. Ocúpese de su mujer. Ella es la enferma.
-Ya no puedo ocuparme de ella. Por eso lo traje aquí, doctor.
Emil Baur habló con una sencillez que disfraza-ba el frío horror de sus palabras.
-Los dos sufren de la misma enfermedad, doc-tor. ¿No se da usted cuenta?
-¿Los dos? -pregunté, desorientado.
-Sí, usted y ella.
-¿El mismo mal?
-Un mal sin remedio, doctor. La muerte.
7
No entendí la crueldad de Emil Baur hasta el mo-mento en que me ordenó vestirme y bajar con él al gran salón.
Lo hice y estaba a punto de abandonar la recá-mara de la mujer cuando ella gimió con una voz que parecía el eco lejano de su plegaria menonita, el Ser-món de la Montaña:
-Bienaventurados los que padecen persecución, porque suyo es el reino de los cielos.
Sólo que esta vez no repetía una plegaria religio-sa, sino una oración personal:
-¿Te estás yendo? Ya no puedo reconocerte. ¿Me reconocerás tú a mí?
Estas palabras me conmovieron tanto que quise darme media vuelta y regresar a la alcoba.
-Dime algo, por favor, dime lo que sea, no me hagas creer que no existo -dijo ella con voz cada vez más apagada.
Baur me tomó poderosamente del brazo, con un vigor que desmentía su ancianidad, y me alejó de la recámara. La puerta de metal se cerró con es-trépito.
El ingeniero no tuvo que esforzarse para guiarme escalera abajo al salón. Yo carecía de fuerzas. Yo carecía de voluntad.
Nos sentamos frente a frente, bajo las miradas inquietantes, absurdas si se quiere, temibles también, de los tres personajes heroicos en la vida de mi anfi-trión.
El viejo me miró como si me reconociera. Extraña sensación de desplazamiento. No como el día que acudí profesionalmente a su llamado. Ni siquiera con los ojos demoníacos de su aparición en la recámara de Alberta.
Me miró como me había mirado por primera vez. Hace muchísimo tiempo.
Hubo un largo silencio.
Baur unió las manos nudosas y manchadas. Las uñas se le hundían en la carne. Parecían pezuñas. El lugar olía a mostaza, a aceite rancio, a manteca de puerco, a humo de invierno...
Pasó media hora en que nos mirábamos sin ha-blar mientras nos observaban Guillermo II, Pancho Villa y Adolf Hitler. Yo no tenía voluntad ni fuerza ni razones. Mi experiencia en la mansión de fin de siglo de Emil Baur me había desposeído de todo.
-No se sienta despojado de nada -sonrió con inexplicable beatitud el sujeto-. Al contrario. Si le place, escoja el destino que más le acomode.
Negué con la cabeza. La abulia me vencía. Me sentí como una página en blanco. Seguramente, Baur lo sabía. Al final de cuentas, yo era un individuo con la libertad -que él acababa de ofrecerme- de esco-ger su propio destino. Libertad suprema pero inde-seable. Cómo añoré en ese instante los movimientos libres del puro azar, la medida de lo jamás previsto que se va filtrando día a día en nuestras vidas, confundido con la necesidad, hasta configurar un desti-no.
Sólo Baur me daba a entender con todas sus ac-ciones y todas sus palabras que para mí había llegado la hora en que escoger el futuro significaba escoger el pasado.
El viejo ingeniero lanzó una carcajada.
-En 1944 usted, doctor Georg Reiter, era mé-dico auxiliar en el campo de Treblinka en Polonia.
-No.
-Su misión era eliminar a los incapacitados mentales y a los físicamente impedidos.
-No.
-Nunca exterminó a un judío.
-No.
-Pero los judíos no eran las únicas víctimas.
-Gitanos. Comunistas. Homosexuales. Pacifis-tas. Cristianos rebeldes -repetí de memoria.
-Los menonitas eran una minoría en Alema-nia. Pero su fe los condenaba. Les estaba prohibido combatir en una guerra.
-Sí.
-El aparato nazi no discriminaba. Un hom-bre. Una mujer. Menonitas. Pacifistas. Condenados.
-Sí.
-Los campos estaban organizados como la so-ciedad alemana en su conjunto.
-Sí.
-Los campos eran simplemente una parte es-pecializada del todo social.
-Sí.
-La maquinaria de la muerte no se habría mo-vido sin miles de abogados, banqueros, burócratas, contadores, ferrocarrileros... y doctores.
-Sí.
-Que sin ser criminales, aseguraban la puntua-lidad del crimen.
-Sí.
-Parte de su obligación era estar presente en la estación cuando llegaba el cargamento.
-¿El cargamento?
-Los prisioneros.
-Sí. Llegaban prisioneros. Eso lo sabe todo el mundo.
-Usted debía, a ojos vistas, separar a los fuertes de los débiles, a los viejos de los jóvenes, a los hom-bres de las mujeres, a los padres de los hijos.
-No recuerdo.
-A los superiores se les permitía escoger muje-res para su servicio doméstico. Y para la cama.
-Quizá.
-El corazón le dio un salto cuando la vio llegar a la estación.
-A quién.
-A una mujer de pelo negro y lustroso, suelto porque traía en la mano, con aire de vergüenza altiva, la cofia de su secta. Una mujer de rasgos fuertes, la-bios gruesos, mentón desafiante.
-Está arriba. Duerme.
-Usted la escogió.
-Sí. La escojo.
-Creyó que era para servir en su casa.
-Lo creímos los dos. Ella y yo.
-Usted sabía que era sólo por un rato. Había que procesar el crimen. Primero los ancianos, luego los niños, las mujeres sólo más tarde, ocupadas entretanto en servir a los jefes y acostarse con ellos.
-Sí.
-Pero ésta era una mujer violenta en defensa de la paz, violenta porque creía profundamente en la revelación religiosa de su fe...
-Sí.
-Igual que nosotros, los alemanes, creíamos violentamente en la revelación espiritual de una patria resucitada, grande, fuerte, bajo un solo führer.
-Eso es.
-Había que cumplir con el deber.
-Así es.
-Aun cuando llegue un momento en que hay que desobedecer a los jefes para obedecer a la conciencia.
-Sí.
-Ella sentía que ser menonita implica confesar públicamente la fe para identificarse realmente con ella.
-Sí. Era terca.
-Usted la escogió.
-Sí, la escojo.
-Creyó que era para servir en su casa.
-Sí.
-Pero sabía que al cabo iban a experimentar con su cuerpo, la iban a entregar a un judío para que tuviera un hijo que no pudiera esconderse bajo el man-to de Cristo...
-Sí. Bastaba ser parcialmente hebreo para per-der la salvación cristiana.
-Los comandantes se sentían autorizados. Ci-taban a Hitler. "Jesús fue el judío que introdujo la cristiandad en el Mundo Antiguo a fin de corrom-perlo."
-Eso dijo, sí.
-Usted luchó por mantener a Alberta en su casa, como criada...
-No sé.
-Usted y Alberta fueron amantes.
-Sí. Ahora mismo...
-Usted recibió la orden de entregarla al hospital.
-Sí. Pero usted dijo que no era posible moverla de la recámara.
-Usted iba a operarla, martirizarla, sembrar el semen judío en su cuerpo, usted...
-Yo la salvé.
-Usted la salvó poniendo el nombre de "Alber-ta Simmons" entre la lista de los muertos.
-Yo la hubiera salvado.
-No, usted la condenó. Nadie podía escapar. Nadie podía esconderse. Usted creyó que ponerla en la lista la salvaba.
-Sí.
-Usted creyó que podía burlarse de la máquina burocrática del Tercer Reich.
-No. Yo la salvé.
-Usted la condenó. Usted no tenía dónde es-conderla.
-No.
-Usted preparó la fuga de la mujer llamada "Alberta Simmons" que ya estaba en la lista de los exterminados.
-Sí.
-Sólo que la lista no correspondía a la realidad. Los nazis eran expertos en contar e identificar cadá-veres. Su engaño fracasó, Herr Doktor.
-¿Sí?
-Una mañana lo arrestaron a usted.
-Me arrestaron a mí...
-Una mañana. Alberta Simmons desapareció.
-¿Desapareció?
-La misma mañana. Lo arrestaron a usted. -Me arrestaron, sí.
-Lo llevaron primero al Totenlager, el área de exterminio...
-El basurero...
-Estaba lleno de cadáveres.
-Piel azul, piel negra...
-Uno de esos cadáveres era el de Alberta.
-Alberta. Alberta Simmons.
-Usted lo rescató de noche. Llevó el cuerpo a un bosque. Quiso darle sepultura cristiana.
-Ese hombre estaba loco. La vigilancia estaba en todas partes. ¿Por qué no la dejé entre el montón de cadáveres? ¿Azules, negros, dijo usted?
-Azules. Negros.
-El comandante Wagner decía que no podía desayunar a gusto si antes no mataba.
-A usted lo fusilaron ese mismo día por causa de desobediencia.
-¿Los dos morimos el mismo día?
-"Respire hondo. Fortalezca sus pulmones." El doctor Reiter se dijo a sí mismo lo mismo que le decía, piadosamente, a los condenados antes del exter-minio o de la operación.
Baur hizo una pausa.
-Ahora dígame, doctor. ¿Traje yo los cadáveres de Georg von Reiter y de Alberta Simmons desde Treblinka hasta Chihuahua al terminar la guerra?
-No sé -aumentó el diapasón de mi voz.
-¿O están ustedes enterrados en Polonia?
-No sé -mi voz tembló.
-Alberta y usted, ¿serán un invento mío?
-No sé, no sé.
-¿Quise compensar la culpa alemana devolvién-dolos a la vida?
-¿Debo darle las gracias?
-Alegué que eran mis deudos.
-¿Por qué sólo nosotros? ¿Por qué sólo dos?
-Porque ustedes estaban abrazados. Era un mila-gro. Los mataron a distintas horas. Pero en el trasiego de cadáveres, terminaron abrazados; muertos, desnu-dos y abrazados. Por eso los reclamé como mis deudos. Ese abrazo de dos amantes muertos incendió mi alma.
-Usted ha sido fiel al Reich. Todos estos años.
-No doctor. Yo soñaba otro mundo. Un mun-do idéntico a mi juventud. Cuando supe la verdad, sentí que debía dejar atrás las pasiones de ayer y con-vertirlas en el luto de hoy.
-¿Tiene pruebas? -dije fríamente.
-Abra su maleta.
Lo hice. Allí estaba el uniforme de médico del ejército alemán. Allí estaba la ropa rayada de la pri-sionera.
-Mire las ropas con las que los traje hasta aquí. Guardó silencio.
Lo miré con un odio intenso.
-Me ha acusado usted de la muerte de Alberta en Treblinka...
Logré irritarlo.
-Bájese del pedestal de la virtud, doctor. Para ella, usted no existe. Para ella, usted ha sido un intru-so necesario. Un doctor que pasa a verla, a asegurarle que está bien. Que no ha muerto. ¿Eso quiere creer? Créalo.
-Yo me acosté con una mujer verdadera.
-Dese cuenta -dijo Baur con desprecio-. Le doy la libertad de escoger. ¿Se acostó con un cadáver o con un fantasma?
Me puse de pie, desafiante.
-Y yo le devuelvo la libertad. ¿Para qué nos rescató? ¿Para qué fue a Treblinka? ¿No es usted un pa-triota alemán, un nazi ferviente?
-No. Sólo alemán. Sólo alemán.
-¿Y el cuadro? -indiqué hacia el retrato de Hitler.
-Un alemán culpable de soñar con la grandeza y amar a su patria. Absuélvame, doctor. Absuelva a toda una nación.
No entiendo por qué esas palabras, momentá-neamente, me embargaron, me alzaron y me dejaron caer en un pozo de dudas. Las imágenes y los pensa-mientos más absurdos o inconexos pasaron como rá-fagas por mi mente. Soy otro. Me corto el pelo. Regreso al lugar del crimen. Soy visto como era entonces. Una mujer me da de comer. Viste un traje a rayas. Me gradué en Heidelberg. ¿Y luego? No recuerdo nada después de esos datos revueltos. Un espasmo de re-beldía agitó mi pecho. Sacudí la cabeza. ¿Era Baur dueño de mi memoria? ¿Escogía lo que yo debía y lo que no debía recordar?
La bruma interior de la casa aumentaba.
-Oiga la verdad, Herr Doktor Reiter. Sólo us-ted puede devolverle la vida a Alberta.
Lo interrogué con la mirada. Me contestó:
-Porque usted se la quitó.
-¿Cuándo?
-Una sola vez. Cuando quiso salvarla en Tre-blinka.
-No, quiero decir, ¿cuántas veces le he devuel-to la vida?
-Cada vez que usted regresa aquí.
-Es la primera vez que vengo...
-En treinta años ha regresado cuantas veces ella y yo lo hemos necesitado...
Baur observó con resignación mi azoro.
-Pronto se dará cuenta de la verdad...
-¿Cuál de ellas? -dije desconcertado.
-Escoja usted la versión que mejor le acomode -me dijo Baur mirándome fijamente.
-Escojo la verdad -respondí.
-¿La verdad? ¿Quién la posee?
-Usted me admitió como amante de su mujer. ¿Por qué?
-Para mirarlos. Para admirar la posesión viril de mi mujer.
-¿Por qué?
-Porque la trató como si estuviera viva. Yo la amé, ingeniero. La poseí sexualmente. Sólo otro muerto podía hacerlo.
No supe qué contestarle.
Se levantó y lo seguí. Me condujo hasta la puerta.
Salimos a un crepúsculo turbio, cerrando la puer-ta para que no escapara la bruma.
Caminamos por el desierto un corto trecho. El terreno se estaba quebrando. Baur me condujo hasta un espacio poco visible en la inmensidad del erial.
Me indicó las dos lápidas horizontales, tendidas como lechos de piedra en la tierra.
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