lunes, 19 de septiembre de 2016

Jorge Luis Borges. EL OTRO, EL MISMO. (1964).


EL OTRO, EL MISMO
  (1964)


  PRÓLOGO

  De los muchos libros de versos que mi resignación, mi descuido y a veces mi pasión fueron borroneando, El otro, el mismo es el que prefiero. Ahí están el «Otro poema de los dones», el «Poema conjetural», «Una rosa y Milton» y «Junín», que si la parcialidad no me engaña, no me deshonran. Ahí están asimismo mis hábitos: Buenos Aires, el culto de los mayores, la germanística, la contradicción del tiempo que pasa y de la identidad que perdura, mi estupor de que el tiempo, nuestra substancia, pueda ser compartido.
  Este libro no es otra cosa que una compilación. Las piezas fueron escribiéndose para diversos moods y momentos, no para justificar un volumen. De ahí las previsibles monotonías, la repetición de palabras y tal vez de líneas enteras. En su cenáculo de la calle Victoria, el escritor –llamémoslo así– Alberto Hidalgo señaló mi costumbre de escribir la misma página dos veces, con variaciones mínimas. Lamento haberle contestado que él era no menos binario, salvo que en su caso particular la versión primera era de otro. Tales eran los deplorables modales de aquella época, que muchos miran con nostalgia. Todos queríamos ser héroes de anécdotas triviales. La observación de Hidalgo era justa; «Alexander Selkirk» no difiere notoriamente de «Odisea, libro vigésimo tercero»; «El puñal» prefigura la milonga que he titulado «Un cuchillo en el Norte» y quizá el relato «El encuentro». Lo extraño, lo que no acabo de entender, es que mis segundas versiones, como ecos apagados e involuntarios, suelen ser inferiores a las primeras. En Lubbock, al borde del desierto, una alta muchacha me preguntó si al escribir «El Golem», yo no había intentado una variación de «Las ruinas circulares»; le respondí que había tenido que atravesar todo el continente para recibir esa revelación, que era verdadera. Ambas composiciones, por lo demás, tienen sus diferencias; el soñador soñado está en una, la relación de la divinidad con el hombre y acaso la del poeta con la obra, en la que después redacté.
  Los idiomas del hombre son tradiciones que entrañan algo de fatal. Los experimentos individuales son, de hecho, mínimos, salvo cuando el innovador se resigna a labrar un espécimen de museo, un juego destinado a la discusión de los historiadores de la literatura o al mero escándalo, como el Finnegans Wake o las Soledades. Alguna vez me atrajo la tentación de trasladar al castellano la música del inglés o del alemán; si hubiera ejecutado esa aventura, acaso imposible, yo sería un gran poeta, como aquel Garcilaso que nos dio la música de Italia, o como aquel anónimo sevillano que nos dio la de Roma, o como Darío, que nos dio la de Francia. No pasé de algún borrador urdido con palabras de pocas sílabas, que juiciosamente destruí.
  Es curiosa la suerte del escritor. Al principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad.
  Menos que las escuelas me ha educado una biblioteca –la de mi padre–; pese a las vicisitudes del tiempo y de las geografías, creo no haber leído en vano aquellos queridos volúmenes. En el «Poema conjetural» se advertirá la influencia de los monólogos dramáticos de Robert Browninga; en otros, la de Lugones y, así lo espero, la de Whitman. Al rever estas páginas, me he sentido más cerca del modernismo que de las sectas ulteriores que su corrupción engendró y que ahora lo niegan.
  Pater escribió que todas las artes propenden a la condición de la música, acaso porque en ella el fondo es la forma, ya que no podemos referir una melodía como podemos referir las líneas generales de un cuento. La poesía, admitido ese dictamen, sería un arte híbrido: la sujeción de un sistema abstracto de símbolos, el lenguaje, a fines musicales. Los diccionarios tienen la culpa de ese concepto erróneo. Suele olvidarse que son repertorios artificiosos, muy posteriores a las lenguas que ordenan. La raíz del lenguaje es irracional y de carácter mágico. El danés que articulaba el nombre de Thor o el sajón que articulaba el nombre de Thunor no sabía si esas palabras significaban el dios del trueno o el estrépito que sucede al relámpago. La poesía quiere volver a esa antigua magia. Sin prefijadas leyes, obra de un modo vacilante y osado, como si caminara en la oscuridad. Ajedrez misterioso la poesía, cuyo tablero y cuyas piezas cambian como en un sueño y sobre el cual me inclinaré después de haber muerto.
  J. L. B.


  INSOMNIO

  De fierro,
  de encorvados tirantes de enorme fierro, tiene que ser la noche,
  para que no la revienten y la desfonden
  las muchas cosas que mis abarrotados ojos han visto,
  las duras cosas que insoportablemente la pueblan.
  Mi cuerpo ha fatigado los niveles, las temperaturas, las luces:
  en vagones de largo ferrocarril,
  en un banquete de hombres que se aborrecen,
  en el filo mellado de los suburbios,
  en una quinta calurosa de estatuas húmedas,
  en la noche repleta donde abundan el caballo y el hombre.
  El universo de esta noche tiene la vastedad
  del olvido y la precisión de la fiebre.
  En vano quiero distraerme del cuerpo
  y del desvelo de un espejo incesante
  que lo prodiga y que lo acecha
  y de la casa que repite sus patios
  y del mundo que sigue hasta un despedazado arrabal
  de callejones donde el viento se cansa y de barro torpe.
  En vano espero
  las desintegraciones y los símbolos que preceden al sueño.
  Sigue la historia universal:
  los rumbos minuciosos de la muerte en las caries dentales,
  la circulación de mi sangre y de los planetas.
  (He odiado el agua crapulosa de un charco,
  he aborrecido en el atardecer el canto del pájaro.)
  Las fatigadas leguas incesantes del suburbio del Sur,
  leguas de pampa basurera y obscena, leguas de execración,
  no se quieren ir del recuerdo.
  Lotes anegadizos, ranchos en montón como perros, charcos de
  [plata fétida:

  soy el aborrecible centinela de esas colocaciones inmóviles.
  Alambre, terraplenes, papeles muertos, sobras de Buenos Aires.
  Creo esta noche en la terrible inmortalidad:
  ningún hombre ha muerto en el tiempo, ninguna mujer, ningún
  [muerto,

  porque esta inevitable realidad de fierro y de barro
  tiene que atravesar la indiferencia de cuantos estén dormidos o
  [muertos
  –aunque se oculten en la corrupción y en los siglos–y
  condenarlos a vigilia espantosa.
  Toscas nubes color borra de vino infamarán el cielo;
  amanecerá en mis párpados apretados.
  Adrogué, 1936


  TWO ENGLISH POEMS

  To Beatriz Bibiloni Webster de Bullrich

 I


  The useless dawn finds me in a deserted streetcorner; I have outlived the night.
  Nights are proud waves: darkblue topheavy waves laden with all hues of deep spoil, laden with things unlikely and desirable.
  Nights have a habit of mysterious gifts and refusals, of things half given away, half withheld, of joys with a dark hemisphere. Nights act that way, I tell you.
  The surge, that night, left me the customary shreds and odd ends: some hated friends to chat with, music for dreams, and the smoking of bitter ashes. The things my hungry heart has no use for.
  The big wave brought you.
  Words, any words, your laughter; and you so lazily and incessantly beautiful. We talked and you have forgotten the words.
  The shattering dawn finds me in a deserted street of my city.
  Your profile turned away, the sounds that go to make your name, the lilt of your laughter: these are illustrious toys you have left me.
  I turn them over in the dawn, I lose them, I find them; I tell them to the few stray dogs and to the few stray stars of the dawn.
  Your dark rich life…
  I must get at you, somehow: I put away those illustrious toys you have left me, I want your hidden look, your real smile –that lonely, mocking smile your cool mirror knows.
 II


  What can I hold you with?
  I offer you lean streets, desperate sunsets, the moon of the jagged suburbs.
  I offer you the bitterness of a man who has looked long and long at the lonely moon.
  I offer you my ancestors, my dead men, the ghosts that living men have honoured in bronze: my father’s father killed in the frontier of Buenos Aires, two bullets through his lungs, bearded and dead, wrapped by his soldiers in the hide of a cow; my mother’s grandfather –just twenty four– heading a charge of three hundred men in Peru, now ghosts on vanished horses.
  I offer you whatever insight my books may hold, whatever manliness or humour my life.
  I offer you the loyalty of a man who has never been loyal.
  I offer you that kernel of myself that I have saved, somehow –the central heart that deals not in words, traffics not with dreams and is untouched by time, by joy, by adversities.
  I offer you the memory of a yellow rose seen at sunset, years before you were born.
  I offer you explanations of yourself, theories about yourself, authentic and surprising news of yourself.
  I can give you my loneliness, my darkness, the hunger of my heart; I am trying to bribe you with uncertainty, with danger, with defeat.
  1934


  LA NOCHE CÍCLICA

  A Sylvina Bullrich

  Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras:
  los astros y los hombres vuelven cíclicamente;
  los átomos fatales repetirán la urgente
  Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras.
  En edades futuras oprimirá el centauro
  con el casco solípedo el pecho del lapita;
  cuando Roma sea polvo, gemirá en la infinita
  noche de su palacio fétido el minotauro.
  Volverá toda noche de insomnio: minuciosa.
  La mano que esto escribe renacerá del mismo
  vientre. Férreos ejércitos construirán el abismo.
  (David Hume de Edimburgo dijo la misma cosa.)
  No sé si volveremos en un ciclo segundo
  como vuelven las cifras de una fracción periódica;
  pero sé que una oscura rotación pitagórica
  noche a noche me deja en un lugar del mundo
  que es de los arrabales. Una esquina remota
  que puede ser del Norte, del Sur o del Oeste,
  pero que tiene siempre una tapia celeste,
  una higuera sombría y una vereda rota.
  Ahí está Buenos Aires. El tiempo que a los hombres
  trae el amor o el oro, a mí apenas me deja
  esta rosa apagada, esta vana madeja
  de calles que repiten los pretéritos nombres
  de mi sangre: Laprida, Cabrera, Soler, Suárez…
  Nombres en que retumban (ya secretas) las dianas,
  las repúblicas, los caballos y las mañanas,
  las felices victorias, las muertes militares.
  Las plazas agravadas por la noche sin dueño
  son los patios profundos de un árido palacio
  y las calles unánimes que engendran el espacio
  son corredores de vago miedo y de sueño.
  Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras;
  vuelve a mi carne humana la eternidad constante
  y el recuerdo ¿el proyecto? de un poema incesante:
  «Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras…».
  1940


  DEL INFIERNO Y DEL CIELO

  El Infierno de Dios no necesita
  el esplendor del fuego. Cuando el Juicio
  Universal retumbe en las trompetas
  y la tierra publique sus entrañas
  y resurjan del polvo las naciones
  para acatar la Boca inapelable,
  los ojos no verán los nueve círculos
  de la montaña inversa; ni la pálida
  pradera de perennes asfodelos
  donde la sombra del arquero sigue
  la sombra de la corza, eternamente;
  ni la loba de fuego que en el ínfimo
  piso de los infiernos musulmanes
  es anterior a Adán y a los castigos;
  ni violentos metales, ni siquiera
  la visible tiniebla de Juan Milton.
  No oprimirá un odiado laberinto
  de triple hierro y fuego doloroso
  las atónitas almas de los réprobos.
  Tampoco el fondo de los años guarda
  un remoto jardín. Dios no requiere
  para alegrar los méritos del justo,
  orbes de luz, concéntricas teorías
  de tronos, potestades, querubines,
  ni el espejo ilusorio de la música
  ni las profundidades de la rosa
  ni el esplendor aciago de uno solo
  de Sus tigres, ni la delicadeza
  de un ocaso amarillo en el desierto
  ni el antiguo, natal sabor del agua.
  En Su misericordia no hay jardines
  ni luz de una esperanza o de un recuerdo.
  En el cristal de un sueño he vislumbrado
  el Cielo y el Infierno prometidos:
  cuando el Juicio retumbe en las trompetas
  últimas y el planeta milenario
  sea obliterado y bruscamente cesen
  ¡oh Tiempo! tus efímeras pirámides,
  los colores y líneas del pasado
  definirán en la tiniebla un rostro
  durmiente, inmóvil, fiel, inalterable
  (tal vez el de la amada, quizá el tuyo)
  y la contemplación de ese inmediato
  rostro incesante, intacto, incorruptible,
  será para los réprobos, Infierno;
  para los elegidos, Paraíso.
  1942


  POEMA CONJETURAL

  El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 22 de setiembre de 1829, por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir:
  Zumban las balas en la tarde última.
  Hay viento y hay cenizas en el viento,
  se dispersan el día y la batalla
  deforme, y la victoria es de los otros.
  Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
  Yo, que estudié las leyes y los cánones,
  yo, Francisco Narciso de Laprida,
  cuya voz declaró la independencia
  de estas crueles provincias, derrotado,
  de sangre y de sudor manchado el rostro,
  sin esperanza ni temor, perdido,
  huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
  Como aquel capitán del Purgatorio
  que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
  fue cegado y tumbado por la muerte
  donde un oscuro río pierde el nombre,
  así habré de caer. Hoy es el término.
  La noche lateral de los pantanos
  me acecha y me demora. Oigo los cascos
  de mi caliente muerte que me busca
  con jinetes, con belfos y con lanzas.
  Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
  de sentencias, de libros, de dictámenes,
  a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
  pero me endiosa el pecho inexplicable
  un júbilo secreto. Al fin me encuentro
  con mi destino sudamericano.
  A esta ruinosa tarde me llevaba
  el laberinto múltiple de pasos
  que mis días tejieron desde un día
  de la niñez. Al fin he descubierto
  la recóndita clave de mis años,
  la suerte de Francisco de Laprida,
  la letra que faltaba, la perfecta
  forma que supo Dios desde el principio.
  En el espejo de esta noche alcanzo
  mi insospechado rostro eterno. El círculo
  se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.
  Pisan mis pies la sombra de las lanzas
  que me buscan. Las befas de mi muerte,
  los jinetes, las crines, los caballos,
  se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe,
  ya el duro hierro que me raja el pecho,
  el íntimo cuchillo en la garganta.
  1943


  POEMA DEL CUARTO ELEMENTO

  El dios a quien un hombre de la estirpe de Atreo
  apresó en una playa que el bochorno lacera,
  se convirtió en león, en dragón, en pantera,
  en un árbol y en agua. Porque el agua es Proteo.
  Es la nube, la irrecordable nube, es la gloria
  del ocaso que ahonda, rojo, los arrabales;
  es el Maelström que tejen los vórtices glaciales,
  y la lágrima inútil que doy a tu memoria.
  Fue, en las cosmogonías, el origen secreto
  de la tierra que nutre, del fuego que devora,
  de los dioses que rigen el poniente y la aurora.
  (Así lo afirman Séneca y Tales de Mileto.)
  El mar y la moviente montaña que destruye
  a la nave de hierro sólo son tus anáforas,
  y el tiempo irreversible que nos hiere y que huye,
  agua, no es otra cosa que una de tus metáforas.
  Fuiste, bajo ruinosos vientos, el laberinto
  sin muros ni ventana, cuyos caminos grises
  largamente desviaron al anhelado Ulises,
  de la Muerte segura y el Azar indistinto.
  Brillas como las crueles hojas de los alfanjes,
  hospedas, como el sueño, monstruos y pesadillas.
  Los lenguajes del hombre te agregan maravillas
  y tu fuga se llama el Éufrates o el Ganges.
  (Afirman que es sagrada el agua del postrero,
  pero como los mares urden oscuros canjes
  y el planeta es poroso, también es verdadero
  afirmar que todo hombre se ha bañado en el Ganges.)
  De Quincey, en el tumulto de los sueños, ha visto
  empedrarse tu océano de rostros, de naciones;
  has aplacado el ansia de las generaciones,
  has lavado la carne de mi padre y de Cristo.
  Agua, te lo suplico. Por este soñoliento
  nudo de numerosas palabras que te digo,
  acuérdate de Borges, tu nadador, tu amigo.
  No faltes a mis labios en el postrer momento.

  A UN POETA MENOR DE LA ANTOLOGÍA

  ¿Dónde está la memoria de los días
  que fueron tuyos en la tierra, y tejieron
  dicha y dolor y fueron para ti el universo?
  El río numerable de los años
  los ha perdido; eres una palabra en un índice.
  Dieron a otros gloria interminable los dioses,
  inscripciones y exergos y monumentos y puntuales historiadores;
  de ti sólo sabemos, oscuro amigo,
  que oíste al ruiseñor, una tarde.
  Entre los asfodelos de la sombra, tu vana sombra
  pensará que los dioses han sido avaros.
  Pero los días son una red de triviales miserias,
  ¿y habrá suerte mejor que la ceniza
  de que está hecho el olvido?
  Sobre otros arrojaron los dioses
  la inexorable luz de la gloria, que mira las entrañas y enumera las
  [grietas,

  de la gloria, que acaba por ajar la rosa que venera;
  contigo fueron más piadosos, hermano.
  En el éxtasis de un atardecer que no será una noche,
  oyes la voz del ruiseñor de Teócrito.

  PÁGINA PARA RECORDAR AL CORONEL SUÁREZ, VENCEDOR EN JUNÍN

  Qué importan las penurias, el destierro,
  la humillación de envejecer, la sombra creciente
  del dictador sobre la patria, la casa en el Barrio del Alto
  que vendieron sus hermanos mientras guerreaba, los días inútiles
  (los días que uno espera olvidar, los días que uno sabe que
  [olvidará),

  si tuvo su hora alta, a caballo,
  en la visible pampa de Junín como en un escenario para el futuro,
  como si el anfiteatro de montañas fuera el futuro.
  Qué importa el tiempo sucesivo si en él
  hubo una plenitud, un éxtasis, una tarde.
  Sirvió trece años en las guerras de América. Al fin
  la suerte lo llevó al Estado Oriental, a campos del río Negro.
  En los atardeceres pensaría
  que para él había florecido esa rosa:
  la encarnada batalla de Junín, el instante infinito
  en que las lanzas se tocaron, la orden que movió la batalla,
  la derrota inicial, y entre los fragores
  (no menos brusca para él que para la tropa)
  su voz gritando a los peruanos que arremetieran,
  la luz, el ímpetu y la fatalidad de la carga,
  el furioso laberinto de los ejércitos,
  la batalla de lanzas en la que no retumbó un solo tiro,
  el godo que atravesó con el hierro,
  la victoria, la felicidad, la fatiga, un principio de sueño,
  y la gente muriendo entre los pantanos,
  y Bolívar pronunciando palabras sin duda históricas
  y el sol ya occidental y el recuperado sabor del agua y del vino,
  y aquel muerto sin cara porque la pisó y borró la batalla…
  Su bisnieto escribe estos versos y una tácita voz
  desde lo antiguo de la sangre le llega:
  –Qué importa mi batalla de Junín si es una gloriosa memoria,
  una fecha que se aprende para un examen o un lugar en el atlas.
  La batalla es eterna y puede prescindir de la pompa
  de visibles ejércitos con clarines;
  Junín son dos civiles que en una esquina maldicen a un tirano,
  o un hombre oscuro que se muere en la cárcel.
  1953


  MATEO, XXV, 30

  El primer puente de Constitución y a mis pies
  fragor de trenes que tejían laberintos de hierro.
  Humo y silbatos escalaban la noche,
  que de golpe fue el Juicio Universal. Desde el invisible horizonte
  y desde el centro de mi ser, una voz infinita
  dijo estas cosas (estas cosas, no estas palabras,
  que son mi pobre traducción temporal de una sola palabra):
  –Estrellas, pan, bibliotecas orientales y occidentales,
  naipes, tableros de ajedrez, galerías, claraboyas y sótanos,
  un cuerpo humano para andar por la tierra,
  uñas que crecen en la noche, en la muerte,
  sombra que olvida, atareados espejos que multiplican,
  declives de la música, la más dócil de las formas del tiempo,
  fronteras del Brasil y del Uruguay, caballos y mañanas,
  una pesa de bronce y un ejemplar de la Saga de Grettir,
  álgebra y fuego, la carga de Junín en tu sangre,
  días más populosos que Balzac, el olor de la madreselva,
  amor y víspera de amor y recuerdos intolerables,
  el sueño como un tesoro enterrado, el dadivoso azar
  y la memoria, que el hombre no mira sin vértigo,
  todo eso te fue dado, y también
  el antiguo alimento de los héroes:
  la falsía, la derrota, la humillación.
  En vano te hemos prodigado el océano;
  en vano el sol, que vieron los maravillados ojos de Whitman;
  has gastado los años y te han gastado,
  y todavía no has escrito el poema.
  1953


  UNA BRÚJULA

  A Esther Zemborain de Torres

  Todas las cosas son palabras del
  idioma en que Alguien o Algo, noche y día,
  escribe esa infinita algarabía
  que es la historia del mundo. En su tropel
  pasan Cartago y Roma, yo, tú, él,
  mi vida que no entiendo, esta agonía
  de ser enigma, azar, criptografía
  y toda la discordia de Babel.
  Detrás del nombre hay lo que no se nombra;
  hoy he sentido gravitar su sombra
  en esta aguja azul, lúcida y leve,
  que hacia el confín de un mar tiende su empeño,
  con algo de reloj visto en un sueño
  y algo de ave dormida que se mueve.

  UNA LLAVE EN SALÓNICA

  Abarbanel, Farías o Pinedo,
  arrojados de España por impía
  persecución, conservan todavía
  la llave de una casa de Toledo.
  Libres ahora de esperanza y miedo,
  miran la llave al declinar el día;
  en el bronce hay ayeres, lejanía,
  cansado brillo y sufrimiento quedo.
  Hoy que su puerta es polvo, el instrumento
  es cifra de la diáspora y del viento,
  afín a esa otra llave del santuario
  que alguien lanzó al azul, cuando el romano
  acometió con fuego temerario,
  y que en el cielo recibió una mano.

  UN POETA DEL SIGLO XIII

  Vuelve a mirar los arduos borradores
  de aquel primer soneto innominado,
  la página arbitraria en que ha mezclado
  tercetos y cuartetos pecadores.
  Lima con lenta pluma sus rigores
  y se detiene. Acaso le ha llegado
  del porvenir y de su horror sagrado
  un rumor de remotos ruiseñores.
  ¿Habrá sentido que no estaba solo
  y que el arcano, el increíble Apolo
  le había revelado un arquetipo,
  un ávido cristal que apresaría
  cuanto la noche cierra o abre el día:
  dédalo, laberinto, enigma, Edipo?

  UN SOLDADO DE URBINA

  Sospechándose indigno de otra hazaña
  como aquélla en el mar, este soldado,
  a sórdidos oficios resignado,
  erraba oscuro por su dura España.
  Para borrar o mitigar la saña
  de lo real, buscaba lo soñado
  y le dieron un mágico pasado
  los ciclos de Rolando y de Bretaña.
  Contemplaría, hundido el sol, el ancho
  campo en que dura un resplandor de cobre;
  se creía acabado, solo y pobre,
  sin saber de qué música era dueño;
  atravesando el fondo de algún sueño,
  por él ya andaban don Quijote y Sancho.

  LÍMITES

  De estas calles que ahondan el poniente,
  una habrá (no sé cuál) que he recorrido
  ya por última vez, indiferente
  y sin adivinarlo, sometido
  a Quien prefija omnipotentes normas
  y una secreta y rígida medida
  a las sombras, los sueños y las formas
  que destejen y tejen esta vida.
  Si para todo hay término y hay tasa
  y última vez y nunca más y olvido
  ¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
  sin saberlo, nos hemos despedido?
  Tras el cristal ya gris la noche cesa
  y del alto de libros que una trunca
  sombra dilata por la vaga mesa,
  alguno habrá que no leeremos nunca.
  Hay en el Sur más de un portón gastado
  con sus jarrones de mampostería
  y tunas, que a mi paso está vedado
  como si fuera una litografía.
  Para siempre cerraste alguna puerta
  y hay un espejo que te aguarda en vano;
  la encrucijada te parece abierta
  y la vigila, cuadrifronte, Jano.
  Hay, entre todas tus memorias, una
  que se ha perdido irreparablemente;
  no te verán bajar a aquella fuente
  ni el blanco sol ni la amarilla luna.
  No volverá tu voz a lo que el persa
  dijo en su lengua de aves y de rosas,
  cuando al ocaso, ante la luz dispersa,
  quieras decir inolvidables cosas.
  ¿Y el incesante Ródano y el lago,
  todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
  Tan perdido estará como Cartago
  que con fuego y con sal borró el latino.
  Creo en el alba oír un atareado
  rumor de multitudes que se alejan;
  son lo que me ha querido y olvidado;
  espacio y tiempo y Borges ya me dejan.

  BALTASAR GRACIÁN

  Laberintos, retruécanos, emblemas,
  helada y laboriosa nadería,
  fue para este jesuita la poesía,
  reducida por él a estratagemas.
  No hubo música en su alma; sólo un vano
  herbario de metáforas y argucias
  y la veneración de las astucias
  y el desdén de lo humano y sobrehumano.
  No lo movió la antigua voz de Homero
  ni ésa, de plata y luna, de Virgilio;
  no vio al fatal Edipo en el exilio
  ni a Cristo que se muere en un madero.
  A las claras estrellas orientales
  que palidecen en la vasta aurora,
  apodó con palabra pecadora
  gallinas de los campos celestiales.
  Tan ignorante del amor divino
  como del otro que en las bocas arde,
  lo sorprendió la Pálida una tarde
  leyendo las estrofas del Marino.
  Su destino ulterior no está en la historia;
  librado a las mudanzas de la impura
  tumba el polvo que ayer fue su figura,
  el alma de Gracián entró en la gloria.
  ¿Qué habrá sentido al contemplar de frente
  los Arquetipos y los Esplendores?
  Quizá lloró y se dijo: Vanamente
  busqué alimento en sombras y en errores.
  ¿Qué sucedió cuando el inexorable
  sol de Dios, La Verdad, mostró su fuego?
  Quizá la luz de Dios lo dejó ciego
  en mitad de la gloria interminable.
  Sé de otra conclusión. Dado a sus temas
  minúsculos, Gracián no vio la gloria
  y sigue resolviendo en la memoria
  laberintos, retruécanos y emblemas.

  UN SAJÓN
  (449 A.D.)

  Ya se había hundido la encorvada luna;
  lento en el alba el hombre rubio y rudo
  pisó con receloso pie desnudo
  la arena minuciosa de la duna.
  Más allá de la pálida bahía,
  blancas tierras miró y negros alcores,
  en esa hora elemental del día
  en que Dios no ha creado los colores.
  Era tenaz. Obraron su fortuna
  remos, redes, arado, espada, escudo;
  la dura mano que guerreaba pudo
  grabar con hierro una porfiada runa.
  De una tierra de ciénagas venía
  a esta que roen los pesados mares;
  sobre él se abovedaba como el día
  el Destino, y también sobre sus lares,
  Woden o Thunor, que con torpe mano
  engalanó de trapos y de clavos
  y en cuyo altar sacrificó al arcano
  caballos, perros, pájaros y esclavos.
  Para cantar memorias o alabanzas
  amonedaba laboriosos nombres;
  la guerra era el encuentro de los hombres
  y también el encuentro de las lanzas.
  Su mundo era de magias en los mares,
  de reyes y de lobos y del Hado
  que no perdona y del horror sagrado
  que hay en el corazón de los pinares.
  Traía las palabras esenciales
  de una lengua que el tiempo exaltaría
  a música de Shakespeare: noche, día,
  agua, fuego, colores y metales,
  hambre, sed, amargura, sueño, guerra,
  muerte y los otros hábitos humanos;
  en arduos montes y en abiertos llanos,
  sus hijos engendraron a Inglaterra.

  EL GOLEM

  Si (como el griego afirma en el Crátilo)
  el nombre es arquetipo de la cosa,
  en las letras de rosa está la rosa
  y todo el Nilo en la palabra Nilo.
  Y, hecho de consonantes y vocales,
  habrá un terrible Nombre, que la esencia
  cifre de Dios y que la Omnipotencia
  guarde en letras y sílabas cabales.
  Adán y las estrellas lo supieron
  en el jardín. La herrumbre del pecado
  (dicen los cabalistas) lo ha borrado
  y las generaciones lo perdieron.
  Los artificios y el candor del hombre
  no tienen fin. Sabemos que hubo un día
  en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
  en las vigilias de la judería.
  No a la manera de otras que una vaga
  sombra insinúan en la vaga historia,
  aún está verde y viva la memoria
  de Judá León, que era rabino en Praga.
  Sediento de saber lo que Dios sabe,
  Judá León se dio a permutaciones
  de letras y a complejas variaciones
  y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,
  la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
  sobre un muñeco que con torpes manos
  labró, para enseñarle los arcanos
  de las Letras, del Tiempo y del Espacio.
  El simulacro alzó los soñolientos
  párpados y vio formas y colores
  que no entendió, perdidos en rumores,
  y ensayó temerosos movimientos.
  Gradualmente se vio (como nosotros)
  aprisionado en esta red sonora
  de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
  Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.
  (El cabalista que ofició de numen
  a la vasta criatura apodó Golem;
  estas verdades las refiere Scholem
  en un docto lugar de su volumen.)
  El rabí le explicaba el universo
  Esto es mi pie; esto el tuyo; esto la soga
  y logró, al cabo de años, que el perverso
  barriera bien o mal la sinagoga.
  Tal vez hubo un error en la grafía
  o en la articulación del Sacro Nombre;
  a pesar de tan alta hechicería,
  no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.
  Sus ojos, menos de hombre que de perro
  y harto menos de perro que de cosa,
  seguían al rabí por la dudosa
  penumbra de las piezas del encierro.
  Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
  ya que a su paso el gato del rabino
  se escondía. (Ese gato no está en Scholem
  pero, a través del tiempo, lo adivino.)
  Elevando a su Dios manos filiales,
  las devociones de su Dios copiaba
  o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
  en cóncavas zalemas orientales.
  El rabí lo miraba con ternura
  y con algún horror. ¿Cómo (se dijo)
  pude engendrar este penoso hijo
  y la inacción dejé, que es la cordura?
  ¿Por qué di en agregar a la infinita
  serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
  madeja que en lo eterno se devana,
  di otra causa, otro efecto y otra cuita?
  En la hora de angustia y de luz vaga,
  en su Golem los ojos detenía.
  ¿Quién nos dirá las cosas que sentía
  Dios, al mirar a su rabino en Praga?
  1958


  EL TANGO

  ¿Dónde estarán? pregunta la elegía
  de quienes ya no son, como si hubiera
  una región en que el Ayer pudiera
  ser el Hoy, el Aún y el Todavía.
  ¿Dónde estará (repito) el malevaje
  que fundó en polvorientos callejones
  de tierra o en perdidas poblaciones
  la secta del cuchillo y del coraje?
  ¿Dónde estarán aquellos que pasaron,
  dejando a la epopeya un episodio,
  una fábula al tiempo, y que sin odio,
  lucro o pasión de amor se acuchillaron?
  Los busco en su leyenda, en la postrera
  brasa que, a modo de una vaga rosa,
  guarda algo de esa chusma valerosa
  de los Corrales y de Balvanera.
  ¿Qué oscuros callejones o qué yermo
  del otro mundo habitará la dura
  sombra de aquel que era una sombra oscura,
  Muraña, ese cuchillo de Palermo?
  ¿Y ese Iberra fatal (de quien los santos
  se apiaden) que en un puente de la vía,
  mató a su hermano el Ñato, que debía
  más muertes que él, y así igualó los tantos?
  Una mitología de puñales
  lentamente se anula en el olvido;
  una canción de gesta se ha perdido
  en sórdidas noticias policiales.
  Hay otra brasa, otra candente rosa
  de la ceniza que los guarda enteros;
  ahí están los soberbios cuchilleros
  y el peso de la daga silenciosa.
  Aunque la daga hostil o esa otra daga,
  el tiempo, los perdieron en el fango,
  hoy, más allá del tiempo y de la aciaga
  muerte, esos muertos viven en el tango.
  En la música están, en el cordaje
  de la terca guitarra trabajosa,
  que trama en la milonga venturosa
  la fiesta y la inocencia del coraje.
  Gira en el hueco la amarilla rueda
  de caballos y leones, y oigo el eco
  de esos tangos de Arolas y de Greco
  que yo he visto bailar en la vereda,
  en un instante que hoy emerge aislado,
  sin antes ni después, contra el olvido,
  y que tiene el sabor de lo perdido,
  de lo perdido y lo recuperado.
  En los acordes hay antiguas cosas:
  el otro patio y la entrevista parra.
  (Detrás de las paredes recelosas
  el Sur guarda un puñal y una guitarra.)
  Esa ráfaga, el tango, esa diablura,
  los atareados años desafía;
  hecho de polvo y tiempo, el hombre dura
  menos que la liviana melodía,
  que sólo es tiempo. El tango crea un turbio
  pasado irreal que de algún modo es cierto,
  el recuerdo imposible de haber muerto
  peleando, en una esquina del suburbio.

  EL OTRO

  En el primero de sus largos miles
  de hexámetros de bronce invoca el griego
  a la ardua musa o a un arcano fuego
  para cantar la cólera de Aquiles.
  Sabía que otro –un Dios– es el que hiere
  de brusca luz nuestra labor oscura;
  siglos después diría la Escritura
  que el Espíritu sopla donde quiere.
  La cabal herramienta a su elegido
  da el despiadado dios que no se nombra:
  a Milton las paredes de la sombra,
  el destierro a Cervantes y el olvido.
  Suyo es lo que perdura en la memoria
  del tiempo secular. Nuestra la escoria.

  UNA ROSA Y MILTON

  De las generaciones de las rosas
  que en el fondo del tiempo se han perdido
  quiero que una se salve del olvido,
  una sin marca o signo entre las cosas
  que fueron. El destino me depara
  este don de nombrar por vez primera
  esa flor silenciosa, la postrera
  rosa que Milton acercó a su cara,
  sin verla. Oh tú bermeja o amarilla
  o blanca rosa de un jardín borrado,
  deja mágicamente tu pasado
  inmemorial y en este verso brilla,
  oro, sangre o marfil o tenebrosa
  como en sus manos, invisible rosa.

  LECTORES

  De aquel Hidalgo de cetrina y seca
  tez y de heroico afán se conjetura
  que, en víspera perpetua de aventura,
  no salió nunca de su biblioteca.
  La crónica puntual que sus empeños
  narra y sus tragicómicos desplantes
  fue soñada por él, no por Cervantes,
  y no es más que una crónica de sueños.
  Tal es también mi suerte. Sé que hay algo
  inmortal y esencial que he sepultado
  en esa biblioteca del pasado
  en que leí la historia del hidalgo.
  Las lentas hojas vuelve un niño y grave
  sueña con vagas cosas que no sabe.

  JUAN, I, 14

  Refieren las historias orientales
  la de aquel rey del tiempo, que sujeto
  a tedio y esplendor, sale en secreto
  y solo, a recorrer los arrabales
  y a perderse en la turba de las gentes
  de rudas manos y de oscuros nombres;
  hoy, como aquel Emir de los Creyentes,
  Harún, Dios quiere andar entre los hombres
  y nace de una madre, como nacen
  los linajes que en polvo se deshacen,
  y le será entregado el orbe entero,
  aire, agua, pan, mañanas, piedra y lirio,
  pero después la sangre del martirio,
  el escarnio, los clavos y el madero.

  EL DESPERTAR

  Entra la luz y asciendo torpemente
  de los sueños al sueño compartido
  y las cosas recobran su debido
  y esperado lugar y en el presente
  converge abrumador y vasto el vago
  ayer: las seculares migraciones
  del pájaro y del hombre, las legiones
  que el hierro destrozó, Roma y Cartago.
  Vuelve también la cotidiana historia:
  mi voz, mi rostro, mi temor, mi suerte.
  ¡Ah, si aquel otro despertar, la muerte,
  me deparara un tiempo sin memoria
  de mi nombre y de todo lo que he sido!
  ¡Ah, si en esa mañana hubiera olvido!

  A QUIEN YA NO ES JOVEN

  Ya puedes ver el trágico escenario
  y cada cosa en el lugar debido;
  la espada y la ceniza para Dido
  y la moneda para Belisario.
  ¿A qué sigues buscando en el brumoso
  bronce de los hexámetros la guerra
  si están aquí los siete pies de tierra,
  la brusca sangre y el abierto foso?
  Aquí te acecha el insondable espejo
  que soñará y olvidará el reflejo
  de tus postrimerías y agonías.
  Ya te cerca lo último. Es la casa
  donde tu lenta y breve tarde pasa
  y la calle que ves todos los días.

  ALEXANDER SELKIRK

  Sueño que el mar, el mar aquel, me encierra
  y del sueño me salvan las campanas
  de Dios, que santifican las mañanas
  de estos íntimos campos de Inglaterra.
  Cinco años padecí mirando eternas
  cosas de soledad y de infinito,
  que ahora son esa historia que repito,
  ya como una obsesión, en las tabernas.
  Dios me ha devuelto al mundo de los hombres,
  a espejos, puertas, números y nombres,
  y ya no soy aquel que eternamente
  miraba el mar y su profunda estepa
  ¿y cómo haré para que ese otro sepa
  que estoy aquí, salvado, entre mi gente?

  «ODISEA», LIBRO VIGÉSIMO TERCERO

  Ya la espada de hierro ha ejecutado
  la debida labor de la venganza;
  ya los ásperos dardos y la lanza
  la sangre del perverso han prodigado.
  A despecho de un dios y de sus mares
  a su reino y su reina ha vuelto Ulises,
  a despecho de un dios y de los grises
  vientos y del estrépito de Ares.
  Ya en el amor del compartido lecho
  duerme la clara reina sobre el pecho
  de su rey pero ¿dónde está aquel hombre
  que en los días y noches del destierro
  erraba por el mundo como un perro
  y decía que Nadie era su nombre?

  ÉL

  Los ojos de tu carne ven el brillo
  del insufrible sol, tu carne toca
  polvo disperso o apretada roca;
  Él es la luz, lo negro y lo amarillo.
  Es y los ve. Desde incesantes ojos
  te mira y es los ojos que un reflejo
  indagan y los ojos del espejo,
  las negras hidras y los tigres rojos.
  No le basta crear. Es cada una
  de las criaturas de Su extraño mundo:
  las porfiadas raíces del profundo
  cedro y las mutaciones de la luna.
  Me llamaban Caín. Por mí el Eterno
  sabe el sabor del fuego del infierno.

  SARMIENTO

  No lo abruman el mármol y la gloria.
  Nuestra asidua retórica no lima
  su áspera realidad. Las aclamadas
  fechas de centenarios y de fastos
  no hacen que este hombre solitario sea
  menos que un hombre. No es un eco antiguo
  que la cóncava fama multiplica
  o, como éste o aquél, un blanco símbolo
  que pueden manejar las dictaduras.
  Es él. Es el testigo de la patria,
  el que ve nuestra infamia y nuestra gloria,
  la luz de Mayo y el horror de Rosas
  y el otro horror y los secretos días
  del minucioso porvenir. Es alguien
  que sigue odiando, amando y combatiendo.
  Sé que en aquellas albas de setiembre
  que nadie olvidará y que nadie puede
  contar, lo hemos sentido. Su obstinado
  amor quiere salvarnos. Noche y día
  camina entre los hombres, que le pagan
  (porque no ha muerto) su jornal de injurias
  o de veneraciones. Abstraído
  en su larga visión como en un mágico
  cristal que a un tiempo encierra las tres caras
  del tiempo que es después, antes, ahora,
  Sarmiento el soñador sigue soñándonos.

  A UN POETA MENOR DE 1899

  Dejar un verso para la hora triste
  que en el confín del día nos acecha,
  ligar tu nombre a su doliente fecha
  de oro y de vaga sombra. Eso quisiste.
  ¡Con qué pasión, al declinar el día,
  trabajarías el extraño verso
  que, hasta la dispersión del universo,
  la hora de extraño azul confirmaría!
  No sé si lo lograste siquiera,
  vago hermano mayor, si has existido,
  pero estoy solo y quiero que el olvido
  restituya a los días tu ligera
  sombra para este ya cansado alarde
  de unas palabras en que esté la tarde.

  TEXAS

  Aquí también. Aquí, como en el otro
  confín del continente, el infinito
  campo en que muere solitario el grito;
  aquí también el indio, el lazo, el potro.
  Aquí también el pájaro secreto
  que sobre los fragores de la historia
  canta para una tarde y su memoria;
  aquí también el místico alfabeto
  de los astros, que hoy dictan a mi cálamo
  nombres que el incesante laberinto
  de los días no arrastra: San Jacinto
  y esas otras Termópilas, el Álamo.
  Aquí también esa desconocida
  y ansiosa y breve cosa que es la vida.

  COMPOSICIÓN ESCRITA EN UN EJEMPLAR DE LA «GESTA DE BEOWULF»

  A veces me pregunto qué razones
  me mueven a estudiar sin esperanza
  de precisión, mientras mi noche avanza,
  la lengua de los ásperos sajones.
  Gastada por los años la memoria
  deja caer la en vano repetida
  palabra y es así como mi vida
  teje y desteje su cansada historia.
  Será (me digo entonces) que de un modo
  secreto y suficiente el alma sabe
  que es inmortal y que su vasto y grave
  círculo abarca todo y puede todo.
  Más allá de este afán y de este verso
  me aguarda inagotable el universo.

  HENGIST CYNING

 EPITAFIO DEL REY


  Bajo la piedra yace el cuerpo de Hengist
  que fundó en estas islas el primer reino
  de la estirpe de Odín
  y sació el hambre de las águilas.
 HABLA EL REY


  No sé qué runas habrá marcado el hierro en la piedra
  pero mis palabras son éstas:
  Bajo los cielos yo fui Hengist el mercenario.
  Vendí mi fuerza y mi coraje a los reyes
  de las regiones del ocaso que lindan
  con el mar que se llama
  El Guerrero Armado de Lanza,
  pero la fuerza y el coraje no sufren
  que las vendan los hombres
  y así, después de haber acuchillado en el Norte
  a los enemigos del rey britano,
  le quité la luz y la vida.
  Me place el reino que gané con la espada;
  hay ríos para el remo y para la red
  y largos veranos
  y tierra para el arado y para la hacienda
  y britanos para trabajarla
  y ciudades de piedra que entregaremos
  a la desolación,
  porque las habitan los muertos.
  Yo sé que a mis espaldas
  me tildan de traidor los britanos,
  pero yo he sido fiel a mi valentía
  y no he confiado mi destino a los otros
  y ningún hombre se animó a traicionarme.

  FRAGMENTO

  Una espada,
  una espada de hierro forjada en el frío del alba,
  una espada con runas
  que nadie podrá desoír ni descifrar del todo,
  una espada del Báltico que será cantada en Nortumbria.
  Una espada que los poetas
  igualarán al hielo y al fuego,
  una espada que un rey dará a otro rey
  y este rey a un sueño,
  una espada que será leal
  hasta una hora que ya sabe el Destino,
  una espada que iluminará la batalla.
  Una espada para la mano
  que regirá la hermosa batalla, el tejido de hombres,
  una espada para la mano
  que enrojecerá los dientes del lobo
  y el despiadado pico del cuervo,
  una espada para la mano
  que prodigará el oro rojo,
  una espada para la mano
  que dará muerte a la serpiente en su lecho de oro,
  una espada para la mano
  que ganará un reino y perderá un reino,
  una espada para la mano
  que derribará la selva de lanzas.
  Una espada para la mano de Beowulf.

  A UNA ESPADA EN YORK MINSTER

  En su hierro perdura el hombre fuerte,
  hoy polvo de planeta, que en las guerras
  de ásperos mares y arrasadas tierras
  lo esgrimió, vano al fin, contra la muerte.
  Vana también la muerte. Aquí está el hombre
  blanco y feral que de Noruega vino,
  urgido por el épico destino;
  su espada es hoy su símbolo y su nombre.
  Pese a la larga muerte y su destierro,
  la mano atroz sigue oprimiendo el hierro
  y soy sombra en la sombra ante el guerrero
  cuya sombra está aquí. Soy un instante
  y el instante ceniza, no diamante,
  y sólo lo pasado es verdadero.

  A UN POETA SAJÓN

  Tú cuya carne, hoy dispersión y polvo,
  pesó como la nuestra sobre la tierra,
  tú cuyos ojos vieron el sol, esa famosa estrella,
  tú que viviste no en el rígido ayer
  sino en el incesante presente,
  en el último punto y ápice vertiginoso del tiempo,
  tú que en tu monasterio fuiste llamado
  por la antigua voz de la épica,
  tú que tejiste las palabras,
  tú que cantaste la victoria de Brunanburh
  y no la atribuiste al Señor
  sino a la espada de tu rey,
  tú que con júbilo feroz cantaste,
  la humillación del viking,
  el festín del cuervo y del águila,
  tú que en la oda militar congregaste
  las rituales metáforas de la estirpe,
  tú que en un tiempo sin historia
  viste en el ahora el ayer
  y en el sudor y sangre de Brunanburh
  un cristal de antiguas auroras,
  tú que tanto querías a tu Inglaterra
  y no la nombraste,
  hoy no eres otra cosa que unas palabras
  que los germanistas anotan.
  Hoy no eres otra cosa que mi voz
  cuando revive tus palabras de hierro.
  Pido a mis dioses o a la suma del tiempo
  que mis días merezcan el olvido,
  que mi nombre sea Nadie como el de Ulises,
  pero que algún verso perdure
  en la noche propicia a la memoria
  o en las mañanas de los hombres.

  SNORRI STURLUSON
  (1179-1241)

  Tú que legaste una mitología
  de hielo y fuego a la filial memoria,
  tú, que fijaste la violenta gloria
  de tu estirpe de acero y de osadía,
  sentiste con asombro en una tarde
  de espadas que tu triste carne humana
  temblaba. En esa tarde sin mañana
  te fue dado saber que eras cobarde.
  En la noche de Islandia, la salobre
  borrasca mueve el mar. Está cercada
  tu casa. Has bebido hasta las heces
  el deshonor inolvidable. Sobre
  tu pálida cabeza cae la espada
  como en tu libro cayó tantas veces.

  A CARLOS XII

  Viking de las estepas, Carlos Doce
  de Suecia, que cumpliste aquel camino
  del Septentrión al Sur de tu divino
  antecesor Odín, fueron tu goce
  los trabajos que mueven la memoria
  de los hombres al canto, la batalla
  mortal, el duro horror de la metralla,
  la firme espada y la sangrienta gloria.
  Supiste que vencer o ser vencido
  son caras de un Azar indiferente,
  que no hay otra virtud que ser valiente
  y que el mármol, al fin, será el olvido.
  Ardes glacial, más solo que el desierto;
  nadie llegó a tu alma y ya estás muerto.

  EMANUEL SWEDENBORG

  Más alto que los otros, caminaba
  aquel hombre lejano entre los hombres;
  apenas si llamaba por sus nombres
  secretos a los ángeles. Miraba
  lo que no ven los ojos terrenales:
  la ardiente geometría, el cristalino
  edificio de Dios y el remolino
  sórdido de los goces infernales.
  Sabía que la Gloria y el Averno
  en tu alma están y sus mitologías;
  sabía, como el griego, que los días
  del tiempo son espejos del Eterno.
  En árido latín fue registrando
  últimas cosas sin por qué ni cuándo.

  JONATHAN EDWARDS
  (1703-1785)

  Lejos de la ciudad, lejos del foro
  clamoroso y del tiempo, que es mudanza,
  Edwards, eterno ya, sueña y avanza
  a la sombra de árboles de oro.
  Hoy es mañana y es ayer. No hay una
  cosa de Dios en el sereno ambiente
  que no lo exalte misteriosamente,
  el oro de la tarde o de la luna.
  Piensa feliz que el mundo es un eterno
  instrumento de ira y que el ansiado
  cielo para unos pocos fue creado
  y casi para todos el infierno.
  En el centro puntual de la maraña
  hay otro prisionero, Dios, la Araña.

  EMERSON

  Ese alto caballero americano
  cierra el volumen de Montaigne y sale
  en busca de otro goce que no vale
  menos, la tarde que ya exalta el llano.
  Hacia el hondo poniente y su declive,
  hacia el confín que ese poniente dora,
  camina por los campos como ahora
  por la memoria de quien esto escribe.
  Piensa: Leí los libros esenciales
  y otros compuse que el oscuro olvido
  no ha de borrar. Un dios me ha concedido
  lo que es dado saber a los mortales.
  Por todo el continente anda mi nombre;
  no he vivido. Quisiera ser otro hombre.

  EDGAR ALLAN POE

  Pompas del mármol, negra anatomía
  que ultrajan los gusanos sepulcrales,
  del triunfo de la muerte los glaciales
  símbolos congregó. No los temía.
  Temía la otra sombra, la amorosa,
  las comunes venturas de la gente;
  no lo cegó el metal resplandeciente
  ni el mármol sepulcral sino la rosa.
  Como del otro lado del espejo
  se entregó solitario a su complejo
  destino de inventor de pesadillas.
  Quizá, del otro lado de la muerte,
  siga erigiendo solitario y fuerte
  espléndidas y atroces maravillas.

  CAMDEN, 1892

  El olor del café y de los periódicos.
  El domingo y su tedio. La mañana
  y en la entrevista página esa vana
  publicación de versos alegóricos
  de un colega feliz. El hombre viejo
  está postrado y blanco en su decente
  habitación de pobre. Ociosamente
  mira su cara en el cansado espejo.
  Piensa, ya sin asombro, que esa cara
  es él. La distraída mano toca
  la turbia barba y la saqueada boca.
  No está lejos el fin. Su voz declara:
  Casi no soy, pero mis versos ritman
  la vida y su esplendor. Yo fui Walt Whitman.

  PARÍS, 1856

  La larga postración lo ha acostumbrado
  a anticipar la muerte. Le daría
  miedo salir al clamoroso día
  y andar entre los hombres. Derribado,
  Enrique Heine piensa en aquel río,
  el tiempo, que lo aleja lentamente
  de esa larga penumbra y del doliente
  destino de ser hombre y ser judío.
  Piensa en las delicadas melodías
  cuyo instrumento fue, pero bien sabe
  que el trino no es del árbol ni del ave
  sino del tiempo y de sus vagos días.
  No han de salvarte, no, tus ruiseñores,
  tus noches de oro y tus cantadas flores.

  RAFAEL CANSINOS-ASSENS

  La imagen de aquel pueblo lapidado
  y execrado, inmortal en su agonía,
  en las negras vigilias lo atraía
  con una suerte de terror sagrado.
  Bebió como quien bebe un hondo vino
  los Psalmos y el Cantar de la Escritura
  y sintió que era suya esa dulzura
  y sintió que era suyo aquel destino.
  Lo llamaba Israel. Íntimamente
  la oyó Cansinos como oyó el profeta
  en la secreta cumbre la secreta
  voz del Señor desde la zarza ardiente.
  Acompáñeme siempre su memoria;
  las otras cosas las dirá la gloria.

  LOS ENIGMAS

  Yo que soy el que ahora está cantando
  seré mañana el misterioso, el muerto,
  el morador de un mágico y desierto
  orbe sin antes ni después ni cuándo.
  Así afirma la mística. Me creo
  indigno del Infierno o de la Gloria,
  pero nada predigo. Nuestra historia
  cambia como las formas de Proteo.
  ¿Qué errante laberinto, qué blancura
  ciega de resplandor será mi suerte,
  cuando me entregue el fin de esta aventura
  la curiosa experiencia de la muerte?
  Quiero beber su cristalino Olvido,
  ser para siempre; pero no haber sido.

  EL INSTANTE

  ¿Dónde estarán los siglos, dónde el sueño
  de espadas que los tártaros soñaron,
  dónde los fuertes muros que allanaron,
  dónde el Árbol de Adán y el otro Leño?
  El presente está solo. La memoria
  erige el tiempo. Sucesión y engaño
  es la rutina del reloj. El año
  no es menos vano que la vana historia.
  Entre el alba y la noche hay un abismo
  de agonías, de luces, de cuidados;
  el rostro que se mira en los gastados
  espejos de la noche no es el mismo.
  El hoy fugaz es tenue y es eterno;
  otro Cielo no esperes, ni otro Infierno.

  AL VINO

  En el bronce de Homero resplandece tu nombre,
  negro vino que alegras el corazón del hombre.
  Siglos de siglos hace que vas de mano en mano
  desde el ritón del griego al cuerno del germano.
  En la aurora ya estabas. A las generaciones
  les diste en el camino tu fuego y tus leones.
  Junto a aquel otro río de noches y de días
  corre el tuyo que aclaman amigos y alegrías,
  vino que como un Éufrates patriarcal y profundo
  vas fluyendo a lo largo de la historia del mundo.
  En tu cristal que vive nuestros ojos han visto
  una roja metáfora de la sangre de Cristo.
  En las arrebatadas estrofas del sufí
  eres la cimitarra, la rosa y el rubí.
  Que otros en tu Leteo beban un triste olvido;
  yo busco en ti las fiestas del fervor compartido.
  Sésamo con el cual antiguas noches abro
  y en la dura tiniebla, dádiva y candelabro.
  Vino del mutuo amor o la roja pelea,
  alguna vez te llamaré. Que así sea.

  SONETO DEL VINO

  ¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa
  conjunción de los astros, en qué secreto día
  que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa
  y singular idea de inventar la alegría?
  Con otoños de oro la inventaron. El vino
  fluye rojo a lo largo de las generaciones
  como el río del tiempo y en el arduo camino
  nos prodiga su música, su fuego y sus leones.
  En la noche del júbilo o en la jornada adversa
  exalta la alegría o mitiga el espanto
  y el ditirambo nuevo que este día le canto
  otrora lo cantaron el árabe y el persa.
  Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia
  como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.

  1964

 I


  Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
  Ya no compartirás la clara luna
  ni los lentos jardines. Ya no hay una
  luna que no sea espejo del pasado,
  cristal de soledad, sol de agonías.
  Adiós las mutuas manos y las sienes
  que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
  la fiel memoria y los desiertos días.
  Nadie pierde (repites vanamente)
  sino lo que no tiene y no ha tenido
  nunca, pero no basta ser valiente
  para aprender el arte del olvido.
  Un símbolo, una rosa, te desgarra
  y te puede matar una guitarra.
 II


  Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
  Hay tantas otras cosas en el mundo;
  un instante cualquiera es más profundo
  y diverso que el mar. La vida es corta
  y aunque las horas son tan largas, una
  oscura maravilla nos acecha,
  la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
  que nos libra del sol y de la luna
  y del amor. La dicha que me diste
  y me quitaste debe ser borrada;
  lo que era todo tiene que ser nada.
  Sólo me queda el goce de estar triste,
  esa vana costumbre que me inclina
  al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.

  EL HAMBRE

  Madre antigua y atroz de la incestuosa guerra,
  borrado sea tu nombre de la faz de la tierra.
  Tú que arrojaste al círculo del horizonte abierto
  la alta proa del viking, las lanzas del desierto.
  En la Torre del Hambre de Ugolino de Pisa
  tienes tu monumento y en la estrofa concisa
  que nos deja entrever (sólo entrever) los días
  últimos y en la sombra que cae las agonías.
  Tú que de sus pinares haces que surja el lobo
  y que guiaste la mano de Jean Valjean al robo.
  Una de tus imágenes es aquel silencioso
  dios que devora el orbe sin ira y sin reposo,
  el tiempo. Hay otra diosa de tiniebla y de osambre;
  su lecho es la vigilia y su pan es el hambre.
  Tú que a Chatterton diste la muerte en la bohardilla
  entre los falsos códices y la luna amarilla.
  Tú que entre el nacimiento del hombre y su agonía
  pides en la oración el pan de cada día.
  Tú cuya lenta espada roe generaciones
  y sobre los testuces lanzas a los leones.
  Madre antigua y atroz de la incestuosa guerra,
  borrado sea tu nombre de la faz de la tierra.

  EL FORASTERO

  Despachadas las cartas y el telegrama,
  camina por las calles indefinidas
  y advierte leves diferencias que no le importan
  y piensa en Aberdeen o en Leyden,
  más vívidas para él que este laberinto
  de líneas rectas, no de complejidad,
  donde lo lleva el tiempo de un hombre
  cuya verdadera vida está lejos.
  En una habitación numerada
  se afeitará después ante un espejo
  que no volverá a reflejarlo
  y le parecerá que ese rostro
  es más inescrutable y más firme
  que el alma que lo habita
  y que a lo largo de los años lo labra.
  Se cruzará contigo en una calle
  y acaso notarás que es alto y gris
  y que mira las cosas.
  Una mujer indiferente
  le ofrecerá la tarde y lo que pasa
  del otro lado de unas puertas. El hombre
  piensa que olvidará su cara y recordará,
  años después, cerca del mar del Norte,
  la persiana o la lámpara.
  Esa noche, sus ojos contemplarán
  en un rectángulo de formas que fueron,
  al jinete y su épica llanura,
  porque el Far West abarca el planeta
  y se espeja en los sueños de los hombres
  que nunca lo han pisado.
  En la numerosa penumbra, el desconocido
  se creerá en su ciudad
  y lo sorprenderá salir a otra,
  de otro lenguaje y de otro cielo.
  Antes de la agonía,
  el infierno y la gloria nos están dados;
  andan ahora por esta ciudad, Buenos Aires,
  que para el forastero de mi sueño
  (el forastero que yo he sido bajo otros astros)
  es una serie de imprecisas imágenes
  hechas para el olvido.

  A QUIEN ESTÁ LEYÉNDOME

  Eres invulnerable. ¿No te han dado
  los números que rigen tu destino
  certidumbre de polvo? ¿No es acaso
  tu irreversible tiempo el de aquel río
  en cuyo espejo Heráclito vio el símbolo
  de su fugacidad? Te espera el mármol
  que no leerás. En él ya están escritos
  la fecha, la ciudad y el epitafio.
  Sueños del tiempo son también los otros,
  no firme bronce ni acendrado oro;
  el universo es, como tú, Proteo.
  Sombra, irás a la sombra que te aguarda
  fatal en el confín de tu jornada;
  piensa que de algún modo ya estás muerto.

  EL ALQUIMISTA

  Lento en el alba un joven que han gastado
  la larga reflexión y las avaras
  vigilias considera ensimismado
  los insomnes braseros y alquitaras.
  Sabe que el oro, ese Proteo, acecha
  bajo cualquier azar, como el destino;
  sabe que está en el polvo del camino,
  en el arco, en el brazo y en la flecha.
  En su oscura visión de un ser secreto
  que se oculta en el astro y en el lodo,
  late aquel otro sueño de que todo
  es agua, que vio Tales de Mileto.
  Otra visión habrá; la de un eterno
  Dios cuya ubicua faz es cada cosa,
  que explicará el geométrico Spinoza
  en un libro más arduo que el Averno…
  En los vastos confines orientales
  del azul palidecen los planetas,
  el alquimista piensa en las secretas
  leyes que unen planetas y metales.
  Y mientras cree tocar enardecido
  el oro aquel que matará la Muerte,
  Dios, que sabe de alquimia, lo convierte
  en polvo, en nadie, en nada y en olvido.

  ALGUIEN

  Un hombre trabajado por el tiempo,
  un hombre que ni siquiera espera la muerte
  (las pruebas de la muerte son estadísticas
  y nadie hay que no corra el albur
  de ser el primer inmortal),
  un hombre que ha aprendido a agradecer
  las modestas limosnas de los días:
  el sueño, la rutina, el sabor del agua,
  una no sospechada etimología,
  un verso latino o sajón,
  la memoria de una mujer que lo ha abandonado
  hace ya tantos años
  que hoy puede recordarla sin amargura,
  un hombre que no ignora que el presente
  ya es el porvenir y el olvido,
  un hombre que ha sido desleal
  y con el que fueron desleales,
  puede sentir de pronto, al cruzar la calle,
  una misteriosa felicidad
  que no viene del lado de la esperanza
  sino de una antigua inocencia,
  de su propia raíz o de un dios disperso.
  Sabe que no debe mirarla de cerca,
  porque hay razones más terribles que tigres
  que le demostrarán su obligación
  de ser un desdichado,
  pero humildemente recibe
  esa felicidad, esa ráfaga.
  Quizá en la muerte para siempre seremos,
  cuando el polvo sea polvo,
  esa indescifrable raíz,
  de la cual para siempre crecerá,
  ecuánime o atroz,
  nuestro solitario cielo o infierno.

  EVERNESS

  Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
  Dios, que salva el metal, salva la escoria
  y cifra en Su profética memoria
  las lunas que serán y las que han sido.
  Ya todo está. Los miles de reflejos
  que entre los dos crepúsculos del día
  tu rostro fue dejando en los espejos
  y los que irá dejando todavía.
  Y todo es una parte del diverso
  cristal de esa memoria, el universo;
  no tienen fin sus arduos corredores
  y las puertas se cierran a tu paso;
  sólo del otro lado del ocaso
  verás los Arquetipos y Esplendores.

  EWIGKEIT

  Torne en mi boca el verso castellano
  a decir lo que siempre está diciendo
  desde el latín de Séneca: el horrendo
  dictamen de que todo es del gusano.
  Torne a cantar la pálida ceniza,
  los fastos de la muerte y la victoria
  de esa reina retórica que pisa
  los estandartes de la vanagloria.
  No así. Lo que mi barro ha bendecido
  no lo voy a negar como un cobarde.
  Sé que una cosa no hay. Es el olvido;
  sé que en la eternidad perdura y arde
  lo mucho y lo precioso que he perdido:
  esa fragua, esa luna y esa tarde.

  EDIPO Y EL ENIGMA

  Cuadrúpedo en la aurora, alto en el día
  y con tres pies errando por el vano
  ámbito de la tarde, así veía
  la eterna esfinge a su inconstante hermano,
  el hombre, y con la tarde un hombre vino
  que descifró aterrado en el espejo
  de la monstruosa imagen, el reflejo
  de su declinación y su destino.
  Somos Edipo y de un eterno modo
  la larga y triple bestia somos, todo
  lo que seremos y lo que hemos sido.
  Nos aniquilaría ver la ingente
  forma de nuestro ser; piadosamente
  Dios nos depara sucesión y olvido.

  SPINOZA

  Las traslúcidas manos del judío
  labran en la penumbra los cristales
  y la tarde que muere es miedo y frío.
  (Las tardes a las tardes son iguales.)
  Las manos y el espacio de jacinto
  que palidece en el confín del Ghetto
  casi no existen para el hombre quieto
  que está soñando un claro laberinto.
  No lo turba la fama, ese reflejo
  de sueños en el sueño de otro espejo,
  ni el temeroso amor de las doncellas.
  Libre de la metáfora y del mito
  labra un arduo cristal: el infinito
  mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.

  ESPAÑA

  Más allá de los símbolos,
  más allá de la pompa y la ceniza de los aniversarios,
  más allá de la aberración del gramático
  que ve en la historia del hidalgo
  que soñaba ser don Quijote y al fin lo fue,
  no una amistad y una alegría
  sino un herbario de arcaísmos y un refranero,
  estás, España silenciosa, en nosotros.
  España del bisonte, que moriría
  por el hierro o el rifle,
  en las praderas del ocaso, en Montana,
  España donde Ulises descendió a la Casa de Hades,
  España del íbero, del celta, del cartaginés, y de Roma,
  España de los duros visigodos,
  de estirpe escandinava,
  que deletrearon y olvidaron la escritura de Ulfilas,
  pastor de pueblos,
  España del Islam, de la cábala
  y de la Noche Oscura del Alma,
  España de los inquisidores,
  que padecieron el destino de ser verdugos
  y hubieran podido ser mártires,
  España de la larga aventura
  que descifró los mares y redujo crueles imperios
  y que prosigue aquí, en Buenos Aires,
  en este atardecer del mes de julio de 1964,
  España de la otra guitarra, la desgarrada,
  no la humilde, la nuestra,
  España de los patios,
  España de la piedra piadosa de catedrales y santuarios,
  España de la hombría de bien y de la caudalosa amistad,
  España del inútil coraje,
  podemos profesar otros amores,
  podemos olvidarte
  como olvidamos nuestro propio pasado,
  porque inseparablemente estás en nosotros,
  en los íntimos hábitos de la sangre,
  en los Acevedo y los Suárez de mi linaje,
  España,
  madre de ríos y de espadas y de multiplicadas generaciones,
  incesante y fatal.

  ELEGÍA

  Oh destino el de Borges,
  haber navegado por los diversos mares del mundo
  o por el único y solitario mar de nombres diversos,
  haber sido una parte de Edimburgo, de Zurich, de las dos Córdobas,
  de Colombia y de Texas,
  haber regresado, al cabo de cambiantes generaciones,
  a las antiguas tierras de su estirpe,
  a Andalucía, a Portugal y a aquellos condados
  donde el sajón guerreó con el danés y mezclaron sus sangres,
  haber errado por el rojo y tranquilo laberinto de Londres,
  haber envejecido en tantos espejos,
  haber buscado en vano la mirada de mármol de las estatuas,
  haber examinado litografías, enciclopedias, atlas,
  haber visto las cosas que ven los hombres,
  la muerte, el torpe amanecer, la llanura
  y las delicadas estrellas,
  y no haber visto nada o casi nada
  sino el rostro de una muchacha de Buenos Aires,
  un rostro que no quiere que lo recuerde.
  Oh destino de Borges,
  tal vez no más extraño que el tuyo.
  Bogotá, 1963


  ADAM CAST FORTH

  ¿Hubo un Jardín o fue el Jardín un sueño?
  Lento en la vaga luz, me he preguntado,
  casi como un consuelo, si el pasado
  de que este Adán, hoy mísero, era dueño,
  no fue sino una mágica impostura
  de aquel Dios que soñé. Ya es impreciso
  en la memoria el claro Paraíso,
  pero yo sé que existe y que perdura,
  aunque no para mí. La terca tierra
  es mi castigo y la incestuosa guerra
  de Caínes y Abeles y su cría.
  Y, sin embargo, es mucho haber amado,
  haber sido feliz, haber tocado
  el viviente Jardín, siquiera un día.

  A UNA MONEDA

  Fría y tormentosa la noche que zarpé de Montevideo.
  Al doblar el Cerro,
  tiré desde la cubierta más alta
  una moneda que brilló y se anegó en las aguas barrosas,
  una cosa de luz que arrebataron el tiempo y la tiniebla.
  Tuve la sensación de haber cometido un acto irrevocable,
  de agregar a la historia del planeta
  dos series incesantes, paralelas, quizá infinitas:
  mi destino, hecho de zozobra, de amor y de vanas vicisitudes,
  y el de aquel disco de metal
  que las aguas darían al blando abismo
  o a los remotos mares que aún roen
  despojos del sajón y del fenicio.
  A cada instante de mi sueño o de mi vigilia
  corresponde otro de la ciega moneda.
  A veces he sentido remordimiento
  y otras envidia,
  de ti que estás, como nosotros, en el tiempo y su laberinto
  y que no lo sabes.

  OTRO POEMA DE LOS DONES

  Gracias quiero dar al divino
  laberinto de los efectos y de las causas
  por la diversidad de las criaturas
  que forman este singular universo,
  por la razón, que no cesará de soñar
  con un plano del laberinto,
  por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,
  por el amor, que nos deja ver a los otros
  como los ve la divinidad,
  por el firme diamante y el agua suelta,
  por el álgebra, palacio de precisos cristales,
  por las místicas monedas de Ángel Silesio,
  por Schopenhauer,
  que acaso descifró el universo,
  por el fulgor del fuego
  que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo,
  por la caoba, el cedro y el sándalo,
  por el pan y la sal,
  por el misterio de la rosa
  que prodiga color y que no lo ve,
  por ciertas vísperas y días de 1955,
  por los duros troperos que en la llanura
  arrean los animales y el alba,
  por la mañana en Montevideo,
  por el arte de la amistad,
  por el último día de Sócrates,
  por las palabras que en un crepúsculo se dijeron
  de una cruz a otra cruz,
  por aquel sueño del Islam que abarcó
  Mil Noches y Una Noche,
  por aquel otro sueño del infierno,
  de la torre del fuego que purifica
  y de las esferas gloriosas,
  por Swedenborg,
  que conversaba con los ángeles en las calles de Londres,
  por los ríos secretos e inmemoriales
  que convergen en mí,
  por el idioma que, hace siglos, hablé en Nortumbria,
  por la espada y el arpa de los sajones,
  por el mar, que es un desierto resplandeciente
  y una cifra de cosas que no sabemos,
  por la música verbal de Inglaterra,
  por la música verbal de Alemania,
  por el oro, que relumbra en los versos,
  por el épico invierno,
  por el nombre de un libro que no he leído: Gesta Dei per Francos,
  por Verlaine, inocente como los pájaros,
  por el prisma de cristal y la pesa de bronce,
  por las rayas del tigre,
  por las altas torres de San Francisco y de la isla de Manhattan,
  por la mañana en Texas,
  por aquel sevillano que redactó la «Epístola moral»
  y cuyo nombre, como él hubiera preferido, ignoramos,
  por Séneca y Lucano, de Córdoba,
  que antes del español escribieron
  toda la literatura española,
  por el geométrico y bizarro ajedrez,
  por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce,
  por el olor medicinal de los eucaliptos,
  por el lenguaje, que puede simular la sabiduría,
  por el olvido, que anula o modifica el pasado,
  por la costumbre,
  que nos repite y nos confirma como un espejo,
  por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio,
  por la noche, su tiniebla y su astronomía,
  por el valor y la felicidad de los otros,
  por la patria, sentida en los jazmines
  o en una vieja espada,
  por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema,
  por el hecho de que el poema es inagotable
  y se confunde con la suma de las criaturas
  y no llegará jamás al último verso
  y varía según los hombres,
  por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos
  por morir tan despacio,
  por los minutos que preceden al sueño,
  por el sueño y la muerte,
  esos dos tesoros ocultos,
  por los íntimos dones que no enumero,
  por la música, misteriosa forma del tiempo.

  ODA ESCRITA EN 1966

  Nadie es la patria. Ni siquiera el jinete
  que, alto en el alba de una plaza desierta,
  rige un corcel de bronce por el tiempo,
  ni los otros que miran desde el mármol,
  ni los que prodigaron su bélica ceniza
  por los campos de América
  o dejaron un verso o una hazaña
  o la memoria de una vida cabal
  en el justo ejercicio de los días.
  Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos.
  Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo
  cargado de batallas, de espadas y de éxodos
  y de la lenta población de regiones
  que lindan con la aurora y el ocaso,
  y de rostros que van envejeciendo
  en los espejos que se empañan
  y de sufridas agonías anónimas
  que duran hasta el alba
  y de la telaraña de la lluvia
  sobre negros jardines.
  La patria, amigos, es un acto perpetuo
  como el perpetuo mundo. (Si el Eterno
  Espectador dejara de soñarnos
  un solo instante, nos fulminaría,
  blanco y brusco relámpago, Su olvido.)
  Nadie es la patria, pero todos debemos
  ser dignos del antiguo juramento
  que prestaron aquellos caballeros
  de ser lo que ignoraban, argentinos,
  de ser lo que serían por el hecho
  de haber jurado en esa vieja casa.
  Somos el porvenir de esos varones,
  la justificación de aquellos muertos;
  nuestro deber es la gloriosa carga
  que a nuestra sombra legan esas sombras
  que debemos salvar.
  Nadie es la patria, pero todos lo somos.
  Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,
  ese límpido fuego misterioso.

  EL SUEÑO

  Si el sueño fuera (como dicen) una
  tregua, un puro reposo de la mente,
  ¿por qué, si te despiertan bruscamente,
  sientes que te han robado una fortuna?
  ¿Por qué es tan triste madrugar? La hora
  nos despoja de un don inconcebible,
  tan íntimo que sólo es traducible
  en un sopor que la vigilia dora
  de sueños, que bien pueden ser reflejos
  truncos de los tesoros de la sombra,
  de un orbe intemporal que no se nombra
  y que el día deforma en sus espejos.
  ¿Quién serás esta noche en el oscuro
  sueño, del otro lado de su muro?

  JUNÍN

  Soy, pero soy también el otro, el muerto,
  el otro de mi sangre y de mi nombre;
  soy un vago señor y soy el hombre
  que detuvo las lanzas del desierto.
  Vuelvo a Junín, donde no estuve nunca,
  a tu Junín, abuelo Borges. ¿Me oyes,
  sombra o ceniza última, o desoyes
  en tu sueño de bronce esta voz trunca?
  Acaso buscas por mis vanos ojos
  el épico Junín de tus soldados,
  el árbol que plantaste, los cercados
  y en el confín la tribu y los despojos.
  Te imagino severo, un poco triste.
  Quién me dirá cómo eras y quién fuiste.
  Junín, 1966


  UN SOLDADO DE LEE
  (1862)

  Lo ha alcanzado una bala en la ribera
  de una clara corriente cuyo nombre
  ignora. Cae de boca. (Es verdadera
  la historia y más de un hombre fue aquel hombre.)
  El aire de oro mueve las ociosas
  hojas de los pinares. La paciente
  hormiga escala el rostro indiferente.
  Sube el sol. Ya han cambiado muchas cosas
  y cambiarán sin término hasta cierto
  día del porvenir en que te canto
  a ti que, sin la dádiva del llanto,
  caíste como un hombre muerto.
  No hay un mármol que guarde tu memoria;
  seis pies de tierra son tu oscura gloria.

  EL MAR

  Antes que el sueño (o el terror) tejiera
  mitologías y cosmogonías,
  antes que el tiempo se acuñara en días,
  el mar, el siempre mar, ya estaba y era.
  ¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento
  y antiguo ser que roe los pilares
  de la tierra y es uno y muchos mares
  y abismo y resplandor y azar y viento?
  Quien lo mira lo ve por vez primera,
  siempre. Con el asombro que las cosas
  elementales dejan, las hermosas
  tardes, la luna, el fuego de una hoguera.
  ¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día
  ulterior que sucede a la agonía.

  UNA MAÑANA DE 1649

  Carlos avanza entre su pueblo. Mira
  a izquierda y a derecha. Ha rechazado
  los brazos de la escolta. Liberado
  de la necesidad de la mentira,
  sabe que hoy va a la muerte, no al olvido,
  y que es un rey. La ejecución lo espera;
  la mañana es atroz y verdadera.
  No hay temor en su carne. Siempre ha sido,
  a fuer de buen tahúr, indiferente.
  Ha apurado la vida hasta las heces;
  ahora está solo entre la armada gente.
  No lo infama el patíbulo. Los jueces
  no son el Juez. Saluda levemente
  y sonríe. Lo ha hecho tantas veces.

  A UN POETA SAJÓN

  La nieve de Nortumbria ha conocido
  y ha olvidado la huella de tus pasos
  y son innumerables los ocasos
  que entre nosotros, gris hermano, han sido.
  Lento en la lenta sombra labrarías
  metáforas de espadas en los mares
  y del horror que mora en los pinares
  y de la soledad que traen los días.
  ¿Dónde buscar tus rasgos y tu nombre?
  Ésas son cosas que el antiguo olvido
  guarda. Nunca sabré cómo habrás sido
  cuando sobre la tierra fuiste un hombre.
  Seguiste los caminos del destierro;
  ahora sólo eres tu cantar de hierro.

  BUENOS AIRES

  Antes, yo te buscaba en tus confines
  que lindan con la tarde y la llanura
  y en la verja que guarda una frescura
  antigua de cedrones y jazmines.
  En la memoria de Palermo estabas,
  en su mitología de un pasado
  de baraja y puñal y en el dorado
  bronce de las inútiles aldabas,
  con su mano y sortija. Te sentía
  en los patios del Sur y en la creciente
  sombra que desdibuja lentamente
  su larga recta, al declinar el día.
  Ahora estás en mí. Eres mi vaga
  suerte, esas cosas que la muerte apaga.

  BUENOS AIRES

  Y la ciudad, ahora, es como un plano
  de mis humillaciones y fracasos;
  desde esa puerta he visto los ocasos
  y ante ese mármol he aguardado en vano.
  Aquí el incierto ayer y el hoy distinto
  me han deparado los comunes casos
  de toda suerte humana; aquí mis pasos
  urden su incalculable laberinto.
  Aquí la tarde cenicienta espera
  el fruto que le debe la mañana;
  aquí mi sombra en la no menos vana
  sombra final se perderá, ligera.
  No nos une el amor sino el espanto;
  será por eso que la quiero tanto.

  AL HIJO

  No soy yo quien te engendra. Son los muertos.
  Son mi padre, su padre y sus mayores;
  son los que un largo dédalo de amores
  trazaron desde Adán y los desiertos
  de Caín y de Abel, en una aurora
  tan antigua que ya es mitología,
  y llegan, sangre y médula, a este día
  del porvenir, en que te engendro ahora.
  Siento su multitud. Somos nosotros
  y, entre nosotros, tú y los venideros
  hijos que has de engendrar. Los postrimeros
  y los del rojo Adán. Soy esos otros,
  también. La eternidad está en las cosas
  del tiempo, que son formas presurosas.

  EL PUÑAL

  A Margarita Bunge

  En un cajón hay un puñal.
  Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
  Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
  Otra cosa quiere el puñal.
  Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es de algún modo eterno, el puñal que anoche mató a un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
  En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.
  A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.

  LOS COMPADRITOS MUERTOS

  Siguen apuntalando la recova
  del paseo de Julio, sombras vanas
  en eterno altercado con hermanas
  sombras o con el hambre, esa otra loba.
  Cuando el último sol es amarillo
  en la frontera de los arrabales,
  vuelven a su crepúsculo, fatales
  y muertos, a su puta y su cuchillo.
  Perduran en apócrifas historias,
  en un modo de andar, en el rasguido
  de una cuerda, en un rostro, en un silbido,
  en pobres cosas y en oscuras glorias.
  En el íntimo patio de la parra
  cuando la mano templa la guitarra.

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