domingo, 28 de mayo de 2023

Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé CUATRO MOSCAS SOBRE TERCIOPELO GRIS — 1972 —

 





  CUATRO MOSCAS SOBRE TERCIOPELO GRIS

 

— 1972 —

 

 

El éxito de los dos primeros films de Argento despertó el interés de la Paramount, que se comprometió para la distribución mundial del tercero. El interés de la productora por conseguir un reparto atractivo trajo consigo una inestable lista de posibles estrellas, de la que llegaron a formar parte Terence Stamp, Tony Musante, Michael York, John Lennon y Ringo Starr. El realizador, sin embargo, impuso a un joven actor desconocido: Michael Brandon. Se ha dicho a menudo que Brandon guardaba un cierto parecido físico con Argento, y éste quería hacer de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» un raro ejercicio autobiográfico. Si ese criterio fuese cierto, debió alcanzar también a la actriz Mimsy Farmer, cuyo parecido con la mujer de Argento en aquella época (Marisa Casale), ha sido reconocido por el propio director. Luigi Cozzi repitió su colaboración dramática, participando en la escritura del argumento, y Ennio Morricone siguió siendo el colaborador imprescindible para extender la creación alquímica del miedo a la banda sonora.

 

 

 

 

 

Roberto Tobias dando palos de ciego.

 

 


  Sinopsis

 

 

La vida cotidiana del músico Roberto Tobias (Michael Brandon) se ve alterada por un desconocido que le sigue continuamente. Dispuesto a terminar con la situación, Roberto decide encararse con el hombre que lo espía, pero éste huye sin mediar palabra. El joven le persigue hasta el interior de un gran teatro vacío donde ambos discuten, hasta que el desconocido saca una navaja que, durante el forcejeo, se vuelve contra él. Alguien, desde un palco superior, fotografía el siniestro acontecimiento. Roberto, incapaz de reaccionar, guarda para sí el incidente, y nada dice a su esposa Nina (Mimsy Farmer). Sin embargo, pronto se ve atrapado por la tela de araña que teje el invisible fotógrafo chantajista: le manda objetos del muerto, le cuela entre sus discos las fotografías tomadas en el teatro y hasta entra en su casa durante la noche para amenazarlo de muerte. El curso desconcertante que toma la pesadilla obliga a Roberto a confesarse ante su esposa. Paralelamente, su vida onírica se ve trastornada por un sueño recurrente: una ejecución pública en la que se decapita al reo. Roberto pide ayuda al estrambótico Carlo (Bud Spencer), que vive como un indigente en un pequeña barraca. Éste le da la dirección de un detective privado, no sin antes haberle presentado a «El profesor» (Oreste Lionello), personaje de pintoresca catadura, que se compromete a vigilar la casa de los Tobias día y noche. La doncella del matrimonio conoce la identidad del chantajista y se pone en contacto con él, vía telefónica. Se citan en un parque. El tiempo pasa y la mujer empieza a inquietarse. El parque cierra sus puertas con ella dentro. Al sentirse amenazada, la mujer inicia una desesperada huida que finaliza con su asesinato. El misterioso hombre que Roberto creyó matar accidentalmente en el teatro sigue vivo. Todo forma parte de un plan más complejo que alguien dirige desde la sombra. El falso muerto se entrevista con el responsable del plan y le pide más dinero a cambio de su silencio. Sólo consigue una muerte inmediata. Las amenazas persisten y Nina, sujeta a una tensión creciente, decide abandonar la casa. Roberto, por su lado, se pone en contacto con Gianni Arrosio (JeanPierre Marielle), el detective privado que le recomendara Carlo, al tiempo que inicia una relación sentimental con Dalia (Francine Racette), una prima de su mujer. Arrosio descubre algo revelador e inquietante en las fotografías personales que Roberto le diera como material de partida, y acaba descubriendo la identidad del chantajista. Pero es asesinado mientras sigue a éste en el interior del metro. La joven amante de Roberto corre la misma suerte. La puesta en marcha de una novedoso experimento policial —la fotografía de la última imagen que ha quedado impresa en el ojo de Dalia en el momento de su muerte— da como resultado la visión de cuatro enigmáticas moscas sobre un fondo de terciopelo gris. Roberto se propone terminar con el caso de manera expeditiva. Carlo le proporciona un revólver. Por la noche, solo en casa, aguarda la llegada del asesino. Quien aparece es Nina. Roberto le cuenta su determinación, y hace lo posible para que se vaya. Ya en la puerta, descubre que el medallón de Nina, al oscilar en su cuello, crea la imagen de las cuatro moscas que delató la retina de Dalia. Nina se apodera del revólver y le confiesa la razón de su violencia: el trato brutal a que la sometió su padre y su posterior deseo de venganza. El parecido físico de Roberto con el padre hace que ella lo utilice a modo de chivo expiatorio. Nina dispara a Roberto, pero la llegada de Carlo evita la muerte de éste. Nina huye en su coche, pero se estrella contra un camión, y muere decapitada como el reo del sueño.

 

 

 

 

 

  Los abismos de la elipsis

 

 

El film que cierra la trilogía zoológica de Dario Argento presenta un curioso giro en relación a sus predecesores. Hay, a priori, y aún conjugando situaciones y motivos del universo criminal y policíaco, una menor presencia de los efectos propios del giallo. Ello hace de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» un film de factura más cotidiana pero no menos personal. Cambiando el sentido de una frase de Chandler para su tratado ‘El simple arte de matar’, podríamos decir que Argento devuelve el crimen a unos ambientes y personajes que no están aparentemente acostumbrados a él. Argento propone en su tercer film un ejercicio terapéutico que tiene como objetivo desprenderse de sus fantasmas inmediatos. El parecido físico que Argento y su esposa Marisa Casale guardan con la pareja protagonista del film permite el exorcismo autoral, en una obra en que la sangre fluye con una calidez inédita y en que el dolor inscrito en la imagen es más espeso que el miedo sobre el que se funda. Una apertura virtuosa con sabor a montaje de atracciones sirve al cineasta romano para introducirnos en la intriga: un solo de batería interrumpido, a modo de contrapunto visual y sonoro, por la imagen y el latido de un inesperado corazón, el movimiento envolvente de cámara que nos presenta a Roberto y lo relaciona con el misterioso hombre que le acecha, un encuadre imposible desde el interior de una guitarra, Roberto conduciendo su automóvil, la impertinente mosca que muere aplastada entre los platillos y el hombre de gafas negras que no cesa en su acoso. Al trepidante prólogo sigue una persecución a través de la noche por calles sin apenas transeúntes. Una cámara sumamente estilizada permite unir en rápida panorámica la imagen de Roberto en plano general con un primer plano de la nuca del hombre misterioso. Cada nuevo plano inyecta velocidad a la carrera de Roberto en pos del otro: a los tres planos sucesivos de aproximación a la puerta del teatro, le siguen rápidos planos subjetivos de Roberto atravesando distintas capas de espesos cortinajes. Prisionero de este movimiento vertiginoso, el protagonista cruza el umbral y aterriza en el corazón de un teatro fantasmagórico. Allí se las ve con quien hasta entonces fuera su perseguidor. Con la muerte accidental de éste, al clavarse su propia navaja en el forcejeo, Roberto queda integrado en la órbita de lo liminal, lugar de lo inesperado y lo imposible. Tan sólo le resta sobrevivir al ritual de dolor y muerte que oficia y dirige quien se esconde tras la máscara, en un ejercicio de forzosa soledad iniciática, sujeto a mecanismos que perturban la nitidez de su entorno. La elipsis se revela como magnífico utensilio retórico a la hora de puntuar las imágenes y empaparlas del creciente desconcierto en el que Roberto se debate. Éste recibe una carta con el documento de identidad del hombre muerto. Un primer plano de Roberto/un primer plano del documento/un nuevo primer plano del joven que interpretamos como continuación de la secuencia, pero una desconcertante voz en off que le llama —le creíamos solo— y una panorámica nos muestra la casa llena de invitados. Ha habido un salto en el tiempo que no afecta, sin embargo, al protagonista, que permanece indeciso, como petrificado en su pesadilla. Es precisamente esta actitud la que mejor le define. Roberto acusa un recurrente aislamiento en su entorno, del que solo se libera en contacto con el estrambótico Dios interpretado por Bud Spencer, ese personaje maduro y experimentado que enlaza con el veterano policía de «El pájaro de las plumas de cristal» y con el Arno de «El gato de las nueve colas», todos ellos integrados a la inexorable lógica paterno-filial que hace evidente el contenido iniciático de todas las historias de la trilogía zoológica. La benefactora influencia de Dios (Spencer) en la vida de Roberto invita a éste, por primera vez en la película, a tomar la decisión de actuar, de no quedar al margen de la intriga criminal en la que se encuentra inmerso y que ya se ha cobrado una víctima inocente (su propia criada). Para mostrar ese cambio de actitud, que cristaliza en su visita a un detective privado, Argento se decanta de nuevo por una elipsis agresiva, a mitad de camino entre lo épico y lo irónico: varios planos en contrapicado de Roberto al volante se combinan —siempre con el denominador común del rugiente sonido del motor del coche— con los futuros contraplanos subjetivos del protagonista subiendo escaleras, marchando por un pasillo y abriendo la oficina del detective.

 

 

 

 

 

El estrambótico Dios interpretado por Bud Spencer

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

—La doncella de los Tobías. Este asesinato se inspira en el capítulo ‘Conchita Contreras’ de la obra de Cornell Woolrich, ‘Coartada negra’. La joven invocada en el título va a una cita galante clandestina a un cementerio. El tiempo pasa, y su pareja no hace acto de presencia. El cementerio cierra sus puertas dejándola dentro. El capítulo es la crónica de su miedo y de su muerte a manos de un invisible asesino:

Sin embargo, Conchita se dio cuenta de que, desde la masa negra del follaje, algo miraba hacia ella. Algo vagamente luminoso, de un verde pálido, fosforescente. Un ojo ávido, despiadado, que la miraba”.

Jacques Touneur filmó en 1943 una estilizada versión de la novela, que conservaba inalterable el episodio. La propuesta de Argento para «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» tiene lugar en un plácido parque público. Como tantas otras veces, el personaje es explícitamente condenado en una secuencia preliminar, en la que una llamada telefónica relaciona a la doncella con el misterioso personaje que mueve los hilos de la conspiración. Un travelling de aproximación a un cabina telefónica situada en el centro del encuadre, al que se suma un zoom, nos presenta a la mujer hablando por teléfono. Varios planos en movimiento siguen y persiguen la conversación a través de los hilos. El interlocutor no tiene rostro, pero el cineasta desnuda en imágenes sus fantasmas, la forma lancinante de su locura: una agresiva voz en off masculina planea sobre la imagen de varias fotografías en una mesa, antes de dar paso a una violenta panorámica de 360 grados en el interior de Una celda acolchada en impetuoso blanco. El primer plano de una navaja de afeitar advierte que la ceremonia entre emisor y receptor será sangrienta. El inicio de la secuencia del asesinato está regido por un tono de plácida cotidianidad que bien podría leerse como esbozo de la magnífica secuencia del asesinato de John Saxon en «Tenebrae». La mujer aguarda sentada en un banco. Un diegético hilo musical invade el lugar, mientras Argento monta planos del rostro de la mujer mirando, con banales contraplanos de la vida en el parque: unos niños jugando en unos columpios, una pareja besándose… Argento imprime el tiempo en cada plano. El de la espera, al principio. Y el que trae la muerte, después. Luego, la música de los altavoces cesa. La mujer se ha quedado sola, encerrada en el parque. Para evidenciarlo, Argento repite los contraplanos del espacio donde estaban los niños y la pareja, para mostrarlos ahora vacíos. El sonido del viento trae oscuros presagios. La cámara inicia una virtuosa danza de seguimiento de la mujer alejándose, con travellings frontales y laterales. Con la llegada de la noche, el parque cobra una nueva entidad, se hace laberíntico como las futuras construcciones arquitectónicas de «Suspiria» e «Inferno», vive y se estrecha contra la mujer. No vemos el desenlace pormenorizado. Al contrario, el asesinato se transfiere a un único primer plano: el de la mano de la mujer rasgando, en la agonía, el muro que le impide abandonar el parque.

—El impostor. La mano vuelve a ser utilizada como motivo visual en la segunda y auténtica muerte de ese oscuro personaje que Roberto acuchillaba accidentalmente en el teatro. Hay un tratamiento virtuoso del plano subjetivo del criminal, con una cámara que avanza en travelling siguiendo al hombre hasta una sucia habitación. Un jarrón de metal que reposa en la zona derecha del encuadre es elegido como improvisada arma homicida que avanza contra el hombre siguiendo la estricta subjetividad del plano. Asistimos luego al minucioso rastreo de la habitación a través de una cámara que continúa manteniendo su naturaleza subjetiva. La focalización nos lleva hasta un rollo de alambre. Argento pasa a un primer plano de la mano del hombre inconsciente y mantiene la toma el tiempo necesario para que el espectador lea en la mano el dolor que se le inflinge al cuerpo con el alambre hasta la muerte.

—El detective Arrosio. Con la homosexualidad del detective Arrosio, Argento rompe los esquemas habituales que el espectador suele esperar de una profesión mitificada en miles de páginas de novelas hard-boiled (esa condición insólita encontraría perfecto acomodo, en nuestro país, en la piel de Gay Flower, el recalcitrante detective privado creado por el escritor José García Martínez). Su recorrido por «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» no se olvida con facilidad. Arrosio es afable, divertido, y un excelente profesional. Tras una ardua investigación, el detective descubre la verdad, y localiza el piso del criminal. Sin embargo, el asesino también es consciente del éxito de Arrosio: hay un expresivo y perturbador plano de éste en la calle, filmado desde una de las ventanas, en el que se confunden los puntos de vista de detective y criminal, pero dejando claro que la escala y la angulación en picado condenan al indefenso Arrosio de antemano. Esa impresión de muerte se intensifica con minuciosas imágenes de la preparación de la jeringuilla y el veneno que acabarán con su vida. La secuencia de la muerte, iniciada en el interior de un vagón de metro donde Arrosio parece seguir al misterioso asesino, basa buena parte de su tensión en el desconocimiento que el espectador tiene de la identidad de este último, que puede ser cualquiera y de la información sobre la jeringuilla cargada con veneno que Arrosio ignora. El detective pierde a su presa entre el gentío de una de las estaciones. El andén, las escaleras adyacentes y pasillos se vacían, en esa ya clásica figuración del despoblamiento que precisan las antológicas secuencias de muerte de la filmografía de Argento. Arrosio opta por entrar en los lavabos. La blancura del lugar contrasta con la semipenumbra del espacio anterior. La cámara subjetiva vuelve a tener un protagonismo excepcional. El objetivo de la cámara se aproxima a Arrosio hasta una intimidad que sólo puede ser conductora de amor o de muerte, polos opuestos que en Argento se mezclan sin rubor. Es imposible olvidar la mirada del detective hacia su verdugo, y cómo esa misma mirada se congela en la agonía, arrebatándonos el anhelado contraplano.

 

 

 

 

 

La geografía melancólica de Dario Argento, en estado puro.

 

 

—Delia. Una verdad a medias es la que retendrá el ojo de la última víctima, un enigma sobre el que toma cuerpo el título del film, y cuya resolución delatará a ese culpable que Argento nos escamotea crimen a crimen. El ojo pertenece a Delia, la amante de Roberto, a la que vemos morir en una prolongada sequenza que conjuga la lentitud y contención temporal del suspense con la velocidad del montaje metonímico, a base de planos de contundente y agresiva visualidad. Acosada por el criminal, Delia se refugia en el interior de un armario. La cámara permanece con ella dentro del armario, aislándola de un exterior que se manifiesta tan sólo a través del apretado campo visual que le permite la ranura de la puerta casi cerrada. Vemos lo que ella ve y oímos lo que ella oye. Sólo al final, cuando se cree segura y abandona el refugio, la cámara la precede, dejándola fuera de campo unos segundos, para hacer coincidir su entrada con la del cuchillo asesino que le corta la cara. Los planos se suceden con rapidez y sin soporte musical: el simple ruido de la cabeza de Delia rebotando por los escalones, su grito al ver el reflejo de su cara en el filo del cuchillo descendiendo y el sonido de la puñalada en off, mientras un primerísimo primer plano del rostro de Delia ocupa por completo el encuadre, intensifican descarnadamente el desenlace.

 


  La muerte eternizada

 

 

La relación Roberto/Nina, prolongación de las inquietudes que agitan los vínculos entre Argento y su propia esposa, se ha convertido en piedra angular de todo el film. Desde el principio, Argento ha advertido (aunque el espectador no quiera verlo) la profunda turbiedad de ese matrimonio, que viaja cinematográficamente hacia la destrucción. Ya la secuencia de presentación de Nina al lado del marido, en una inquietante media penumbra que ilustra la ambigüedad en que ambos viven, violentamente ensamblados a partir de un osadísimo salto de eje que parece advertimos de lo artificioso de esa unión, ha puesto en cuarentena todo espejismo de confort matrimonial. Esta heterodoxa incorrección visual encuentra una coherente rima en el último trayecto del film, cuando es otro salto de eje el que separa a la pareja para siempre, al descubrir Roberto que su mujer es la asesina. La escritura de Argento, visualizando el momento en que Nina dispara contra el protagonista, se hace, aquí, espectacular y violenta: una rapidísima panorámica parte del marido y barre el espacio, hasta ser sesgada por un plano detalle de la boca de Nina y por el sorprendente plano en ralentí que sigue la trayectoria de la bala. El mismo gusto por el ralentí es utilizado en la visualización del accidente inmediato que Nina sufre al huir en coche: el flujo expresivo de una cámara lenta elevada al cubo (y deudora directa del final de «Zabriskie Point»), sumerge al público en una metamorfosis de formas líquidas, entre las que sobresale el rostro de la mujer, aún frágil y hermoso, en cuyos ojos se está imprimiendo este ballet abstracto e ingrávido de hierros y cristales que la envuelve y la mata: un espejismo que cesa con el seco plano de su cabeza rodando por el asfalto.

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