CUATRO
MOSCAS SOBRE TERCIOPELO GRIS
— 1972 —
El éxito de los dos primeros films de Argento despertó el interés de la
Paramount, que se comprometió para la distribución mundial del tercero. El
interés de la productora por conseguir un reparto atractivo trajo consigo una
inestable lista de posibles estrellas, de la que llegaron a formar parte
Terence Stamp, Tony Musante, Michael York, John Lennon y Ringo Starr. El
realizador, sin embargo, impuso a un joven actor desconocido: Michael Brandon.
Se ha dicho a menudo que Brandon guardaba un cierto parecido físico con
Argento, y éste quería hacer de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» un raro
ejercicio autobiográfico. Si ese criterio fuese cierto, debió alcanzar también
a la actriz Mimsy Farmer, cuyo parecido con la mujer de Argento en aquella
época (Marisa Casale), ha sido reconocido por el propio director. Luigi Cozzi
repitió su colaboración dramática, participando en la escritura del argumento,
y Ennio Morricone siguió siendo el colaborador imprescindible para extender la
creación alquímica del miedo a la banda sonora.
Roberto Tobias dando palos de ciego.
Sinopsis
La vida cotidiana del músico Roberto Tobias (Michael Brandon) se ve
alterada por un desconocido que le sigue continuamente. Dispuesto a terminar
con la situación, Roberto decide encararse con el hombre que lo espía, pero
éste huye sin mediar palabra. El joven le persigue hasta el interior de un gran
teatro vacío donde ambos discuten, hasta que el desconocido saca una navaja
que, durante el forcejeo, se vuelve contra él. Alguien, desde un palco
superior, fotografía el siniestro acontecimiento. Roberto, incapaz de
reaccionar, guarda para sí el incidente, y nada dice a su esposa Nina (Mimsy
Farmer). Sin embargo, pronto se ve atrapado por la tela de araña que teje el
invisible fotógrafo chantajista: le manda objetos del muerto, le cuela entre
sus discos las fotografías tomadas en el teatro y hasta entra en su casa
durante la noche para amenazarlo de muerte. El curso desconcertante que toma la
pesadilla obliga a Roberto a confesarse ante su esposa. Paralelamente, su vida
onírica se ve trastornada por un sueño recurrente: una ejecución pública en la
que se decapita al reo. Roberto pide ayuda al estrambótico Carlo (Bud Spencer),
que vive como un indigente en un pequeña barraca. Éste le da la dirección de un
detective privado, no sin antes haberle presentado a «El profesor» (Oreste
Lionello), personaje de pintoresca catadura, que se compromete a vigilar la
casa de los Tobias día y noche. La doncella del matrimonio conoce la identidad
del chantajista y se pone en contacto con él, vía telefónica. Se citan en un
parque. El tiempo pasa y la mujer empieza a inquietarse. El parque cierra sus
puertas con ella dentro. Al sentirse amenazada, la mujer inicia una desesperada
huida que finaliza con su asesinato. El misterioso hombre que Roberto creyó
matar accidentalmente en el teatro sigue vivo. Todo forma parte de un plan más
complejo que alguien dirige desde la sombra. El falso muerto se entrevista con
el responsable del plan y le pide más dinero a cambio de su silencio. Sólo
consigue una muerte inmediata. Las amenazas persisten y Nina, sujeta a una
tensión creciente, decide abandonar la casa. Roberto, por su lado, se pone en
contacto con Gianni Arrosio (JeanPierre Marielle), el detective privado que le
recomendara Carlo, al tiempo que inicia una relación sentimental con Dalia
(Francine Racette), una prima de su mujer. Arrosio descubre algo revelador e
inquietante en las fotografías personales que Roberto le diera como material de
partida, y acaba descubriendo la identidad del chantajista. Pero es asesinado
mientras sigue a éste en el interior del metro. La joven amante de Roberto corre
la misma suerte. La puesta en marcha de una novedoso experimento policial —la
fotografía de la última imagen que ha quedado impresa en el ojo de Dalia en el
momento de su muerte— da como resultado la visión de cuatro enigmáticas moscas
sobre un fondo de terciopelo gris. Roberto se propone terminar con el caso de
manera expeditiva. Carlo le proporciona un revólver. Por la noche, solo en
casa, aguarda la llegada del asesino. Quien aparece es Nina. Roberto le cuenta
su determinación, y hace lo posible para que se vaya. Ya en la puerta, descubre
que el medallón de Nina, al oscilar en su cuello, crea la imagen de las cuatro
moscas que delató la retina de Dalia. Nina se apodera del revólver y le
confiesa la razón de su violencia: el trato brutal a que la sometió su padre y
su posterior deseo de venganza. El parecido físico de Roberto con el padre hace
que ella lo utilice a modo de chivo expiatorio. Nina dispara a Roberto, pero la
llegada de Carlo evita la muerte de éste. Nina huye en su coche, pero se
estrella contra un camión, y muere decapitada como el reo del sueño.
Los abismos de la elipsis
El film que cierra la trilogía zoológica de Dario Argento presenta un
curioso giro en relación a sus predecesores. Hay, a priori, y aún conjugando
situaciones y motivos del universo criminal y policíaco, una menor presencia de
los efectos propios del giallo. Ello
hace de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» un film de factura más cotidiana
pero no menos personal. Cambiando el sentido de una frase de Chandler para su
tratado ‘El simple arte de matar’, podríamos decir que Argento devuelve el
crimen a unos ambientes y personajes que no están aparentemente acostumbrados a
él. Argento propone en su tercer film un ejercicio terapéutico que tiene como
objetivo desprenderse de sus fantasmas inmediatos. El parecido físico que
Argento y su esposa Marisa Casale guardan con la pareja protagonista del film
permite el exorcismo autoral, en una obra en que la sangre fluye con una
calidez inédita y en que el dolor inscrito en la imagen es más espeso que el
miedo sobre el que se funda. Una apertura virtuosa con sabor a montaje de
atracciones sirve al cineasta romano para introducirnos en la intriga: un solo
de batería interrumpido, a modo de contrapunto visual y sonoro, por la imagen y
el latido de un inesperado corazón, el movimiento envolvente de cámara que nos
presenta a Roberto y lo relaciona con el misterioso hombre que le acecha, un
encuadre imposible desde el interior de una guitarra, Roberto conduciendo su
automóvil, la impertinente mosca que muere aplastada entre los platillos y el
hombre de gafas negras que no cesa en su acoso. Al trepidante prólogo sigue una
persecución a través de la noche por calles sin apenas transeúntes. Una cámara
sumamente estilizada permite unir en rápida panorámica la imagen de Roberto en
plano general con un primer plano de la nuca del hombre misterioso. Cada nuevo
plano inyecta velocidad a la carrera de Roberto en pos del otro: a los tres
planos sucesivos de aproximación a la puerta del teatro, le siguen rápidos
planos subjetivos de Roberto atravesando distintas capas de espesos cortinajes.
Prisionero de este movimiento vertiginoso, el protagonista cruza el umbral y
aterriza en el corazón de un teatro fantasmagórico. Allí se las ve con quien
hasta entonces fuera su perseguidor. Con la muerte accidental de éste, al
clavarse su propia navaja en el forcejeo, Roberto queda integrado en la órbita
de lo liminal, lugar de lo inesperado y lo imposible. Tan sólo le resta
sobrevivir al ritual de dolor y muerte que oficia y dirige quien se esconde
tras la máscara, en un ejercicio de forzosa soledad iniciática, sujeto a
mecanismos que perturban la nitidez de su entorno. La elipsis se revela como
magnífico utensilio retórico a la hora de puntuar las imágenes y empaparlas del
creciente desconcierto en el que Roberto se debate. Éste recibe una carta con
el documento de identidad del hombre muerto. Un primer plano de Roberto/un
primer plano del documento/un nuevo primer plano del joven que interpretamos
como continuación de la secuencia, pero una desconcertante voz en off que le llama —le creíamos solo— y
una panorámica nos muestra la casa llena de invitados. Ha habido un salto en el
tiempo que no afecta, sin embargo, al protagonista, que permanece indeciso,
como petrificado en su pesadilla. Es precisamente esta actitud la que mejor le
define. Roberto acusa un recurrente aislamiento en su entorno, del que solo se
libera en contacto con el estrambótico Dios
interpretado por Bud Spencer, ese personaje maduro y experimentado que enlaza
con el veterano policía de «El pájaro de las plumas de cristal» y con el Arno
de «El gato de las nueve colas», todos ellos integrados a la inexorable lógica
paterno-filial que hace evidente el contenido iniciático de todas las historias
de la trilogía zoológica. La benefactora influencia de Dios (Spencer) en la
vida de Roberto invita a éste, por primera vez en la película, a tomar la
decisión de actuar, de no quedar al margen de la intriga criminal en la que se
encuentra inmerso y que ya se ha cobrado una víctima inocente (su propia
criada). Para mostrar ese cambio de actitud, que cristaliza en su visita a un
detective privado, Argento se decanta de nuevo por una elipsis agresiva, a
mitad de camino entre lo épico y lo irónico: varios planos en contrapicado de
Roberto al volante se combinan —siempre con el denominador común del rugiente
sonido del motor del coche— con los futuros contraplanos subjetivos del
protagonista subiendo escaleras, marchando por un pasillo y abriendo la oficina
del detective.
El estrambótico Dios interpretado por Bud Spencer
Cadáveres exquisitos
—La doncella de los Tobías. Este asesinato se inspira en el capítulo
‘Conchita Contreras’ de la obra de Cornell Woolrich, ‘Coartada negra’. La joven
invocada en el título va a una cita galante clandestina a un cementerio. El
tiempo pasa, y su pareja no hace acto de presencia. El cementerio cierra sus
puertas dejándola dentro. El capítulo es la crónica de su miedo y de su muerte
a manos de un invisible asesino:
“Sin embargo, Conchita se dio cuenta
de que, desde la masa negra del follaje, algo miraba hacia ella. Algo vagamente
luminoso, de un verde pálido, fosforescente. Un ojo ávido, despiadado, que la
miraba”.
Jacques Touneur filmó en 1943 una estilizada versión de la novela, que
conservaba inalterable el episodio. La propuesta de Argento para «Cuatro moscas
sobre terciopelo gris» tiene lugar en un plácido parque público. Como tantas
otras veces, el personaje es explícitamente condenado en una secuencia
preliminar, en la que una llamada telefónica relaciona a la doncella con el
misterioso personaje que mueve los hilos de la conspiración. Un travelling de aproximación a un cabina
telefónica situada en el centro del encuadre, al que se suma un zoom, nos presenta a la mujer hablando
por teléfono. Varios planos en movimiento siguen y persiguen la conversación a
través de los hilos. El interlocutor no tiene rostro, pero el cineasta desnuda
en imágenes sus fantasmas, la forma lancinante de su locura: una agresiva voz
en off masculina planea sobre la
imagen de varias fotografías en una mesa, antes de dar paso a una violenta
panorámica de 360 grados en el interior de Una celda acolchada en impetuoso
blanco. El primer plano de una navaja de afeitar advierte que la ceremonia
entre emisor y receptor será sangrienta. El inicio de la secuencia del
asesinato está regido por un tono de plácida cotidianidad que bien podría
leerse como esbozo de la magnífica secuencia del asesinato de John Saxon en
«Tenebrae». La mujer aguarda sentada en un banco. Un diegético hilo musical
invade el lugar, mientras Argento monta planos del rostro de la mujer mirando,
con banales contraplanos de la vida en el parque: unos niños jugando en unos
columpios, una pareja besándose… Argento imprime el tiempo en cada plano. El de
la espera, al principio. Y el que trae la muerte, después. Luego, la música de
los altavoces cesa. La mujer se ha quedado sola, encerrada en el parque. Para
evidenciarlo, Argento repite los contraplanos del espacio donde estaban los
niños y la pareja, para mostrarlos ahora vacíos. El sonido del viento trae
oscuros presagios. La cámara inicia una virtuosa danza de seguimiento de la
mujer alejándose, con travellings
frontales y laterales. Con la llegada de la noche, el parque cobra una nueva
entidad, se hace laberíntico como las futuras construcciones arquitectónicas de
«Suspiria» e «Inferno», vive y se estrecha contra la mujer. No vemos el
desenlace pormenorizado. Al contrario, el asesinato se transfiere a un único
primer plano: el de la mano de la mujer rasgando, en la agonía, el muro que le
impide abandonar el parque.
—El impostor. La mano vuelve a ser utilizada como motivo visual en la
segunda y auténtica muerte de ese oscuro personaje que Roberto acuchillaba
accidentalmente en el teatro. Hay un tratamiento virtuoso del plano subjetivo
del criminal, con una cámara que avanza en travelling
siguiendo al hombre hasta una sucia habitación. Un jarrón de metal que reposa
en la zona derecha del encuadre es elegido como improvisada arma homicida que
avanza contra el hombre siguiendo la estricta subjetividad del plano. Asistimos
luego al minucioso rastreo de la habitación a través de una cámara que continúa
manteniendo su naturaleza subjetiva. La focalización nos lleva hasta un rollo
de alambre. Argento pasa a un primer plano de la mano del hombre inconsciente y
mantiene la toma el tiempo necesario para que el espectador lea en la mano el
dolor que se le inflinge al cuerpo con el alambre hasta la muerte.
—El detective Arrosio. Con la homosexualidad del detective Arrosio, Argento
rompe los esquemas habituales que el espectador suele esperar de una profesión
mitificada en miles de páginas de novelas hard-boiled
(esa condición insólita encontraría perfecto acomodo, en nuestro país, en la
piel de Gay Flower, el recalcitrante detective privado creado por el escritor
José García Martínez). Su recorrido por «Cuatro moscas sobre terciopelo gris»
no se olvida con facilidad. Arrosio es afable, divertido, y un excelente
profesional. Tras una ardua investigación, el detective descubre la verdad, y
localiza el piso del criminal. Sin embargo, el asesino también es consciente
del éxito de Arrosio: hay un expresivo y perturbador plano de éste en la calle,
filmado desde una de las ventanas, en el que se confunden los puntos de vista
de detective y criminal, pero dejando claro que la escala y la angulación en
picado condenan al indefenso Arrosio de antemano. Esa impresión de muerte se
intensifica con minuciosas imágenes de la preparación de la jeringuilla y el
veneno que acabarán con su vida. La secuencia de la muerte, iniciada en el
interior de un vagón de metro donde Arrosio parece seguir al misterioso
asesino, basa buena parte de su tensión en el desconocimiento que el espectador
tiene de la identidad de este último, que puede ser cualquiera y de la
información sobre la jeringuilla cargada con veneno que Arrosio ignora. El
detective pierde a su presa entre el gentío de una de las estaciones. El andén,
las escaleras adyacentes y pasillos se vacían, en esa ya clásica figuración del
despoblamiento que precisan las antológicas secuencias de muerte de la
filmografía de Argento. Arrosio opta por entrar en los lavabos. La blancura del
lugar contrasta con la semipenumbra del espacio anterior. La cámara subjetiva
vuelve a tener un protagonismo excepcional. El objetivo de la cámara se
aproxima a Arrosio hasta una intimidad que sólo puede ser conductora de amor o
de muerte, polos opuestos que en Argento se mezclan sin rubor. Es imposible
olvidar la mirada del detective hacia su verdugo, y cómo esa misma mirada se
congela en la agonía, arrebatándonos el anhelado contraplano.
La geografía melancólica de Dario Argento, en estado puro.
—Delia. Una verdad a medias es la que retendrá el ojo de la última víctima,
un enigma sobre el que toma cuerpo el título del film, y cuya resolución
delatará a ese culpable que Argento nos escamotea crimen a crimen. El ojo
pertenece a Delia, la amante de Roberto, a la que vemos morir en una prolongada
sequenza que conjuga la lentitud y
contención temporal del suspense con la velocidad del montaje metonímico, a
base de planos de contundente y agresiva visualidad. Acosada por el criminal,
Delia se refugia en el interior de un armario. La cámara permanece con ella
dentro del armario, aislándola de un exterior que se manifiesta tan sólo a
través del apretado campo visual que le permite la ranura de la puerta casi
cerrada. Vemos lo que ella ve y oímos lo que ella oye. Sólo al final, cuando se
cree segura y abandona el refugio, la cámara la precede, dejándola fuera de
campo unos segundos, para hacer coincidir su entrada con la del cuchillo
asesino que le corta la cara. Los planos se suceden con rapidez y sin soporte
musical: el simple ruido de la cabeza de Delia rebotando por los escalones, su
grito al ver el reflejo de su cara en el filo del cuchillo descendiendo y el
sonido de la puñalada en off,
mientras un primerísimo primer plano del rostro de Delia ocupa por completo el
encuadre, intensifican descarnadamente el desenlace.
No hay comentarios:
Publicar un comentario