LA
CINQUE GIORNATE
— 1973 —
El éxito obtenido por «El guapo» (1971) de Sergio Corbucci, una producción
SEDA con Adriano Celentano de protagonista, ambientada en la Roma de 1800,
animó al clan Argento a explotar el filón. Para ello se recuperó una historia
escrita por Argento en sus tiempos de guionista, centrada en el levantamiento
popular contra la dominación austríaca en Milán, en 1848. Ugo Tognazzi tenía
que ser su protagonista y Nanni Loy, su director. Cuando éste último dejó el
proyecto, Tognazzi insistió en que fuera Dario Argento quien tomara la
dirección. Cuando éste aceptó, Luigi Cozzi, Enzo Ungari y el poeta Nanni
Balestrini se le unieron para ultimar una nueva versión del libreto. A punto de
iniciarse el rodaje, Tognazzi se apeó de la aventura y fue sustituido por
Adriano Celentano. «La cinque giornate», un film completamente al margen del
resto de la filmografia de Argento, supuso, sin embargo, el encuentro
profesional de Argento con el escenógrafo Giuseppe Bassan, que acompañaría al
cineasta en buena parte de su filmografía futura, y con Luigi Kuveiller, que
reincidiría en su cometido en «Rojo oscuro», el siguiente film de Argento y su
primera obra maestra.
Argento, fotografiado durante el rodaje de «La Sindrome di Stendhal».
Sinopsis
Milán. 1848. El pueblo se levanta en armas contra el invasor austríaco. Un
cañonazo libera de la prisión a Cainazzo (Adriano Celentano), un ladrón de poca
monta ajeno a todo aquello que no tenga que ver con su oficio. Perdido en medio
de unas calles tomadas por los revolucionarios, Cainazzo busca a su antiguo
jefe y camarada Zampino, que se ha enrolado con los insurrectos y se hace
llamar Libertad. Durante un bombardeo, Cainazzo se refugia en una panadería
donde conoce a Romulo (Enzo Cerusico), un ingenuo panadero tan desorientado como
él por los turbulentos acontecimientos. La pareja asiste, atónita, a los
sucesos acaecidos en las barricadas que lidera una aristócrata (Marilú Tolo),
que se excita en el fragor de la batalla con la sangre de los caídos. Por la
noche, Cainazzo y Romulo entran en un palacio con la intención de robar y se
encuentran con sus dos extraños moradores: un noble que les recibe medio
desnudo y su sobrina que ha perdido el juicio. La visión que el aristócrata da
de la revolución es desalentadora. Los dos amigos se enrolan con los
revolucionarios del Barón Tranzunto (Sergio Graziani). Durante una ataque a un
edificio ocupado por austríacos son testigos de una violencia extrema y sin
sentido. Cainazzo cree que el ingenuo panadero ha muerto en la sangrienta
refriega y huye del lugar, abatido por la pérdida del amigo y horrorizado por
los estragos de la escaramuza. El constante peregrinar de Cainazzo hace de él
un espectador excepcional de surrealistas acontecimientos que nada dicen a
favor de la revolución. Una crítica al Comité de guerra le cuesta un paliza de
la que le salva finalmente Romulo, que logró sobrevivir milagrosamente a la
matanza callejera. La viuda de un traidor (Carla Tatú) invita a la pareja a su
casa, después de que la hayan ayudado a deshacerse de un grupo de
revolucionarios resentidos. Romulo se siente atraído por la mujer y Cainazzo
aprovecha para irse. Dispuesto a abandonar Milán a toda costa, Cainazzo decide
arriesgarse y cruzar por la zona austríaca, pero es hecho prisionero. El
destino quiere que el presidente del tribunal que debe condenarlo a muerte sea
su amigo Zampino. Cainazzo se muestra profundamente decepcionado al descubrir
que su viejo camarada es un traidor. De nuevo en libertad, los pasos de
Cainazzo coinciden con los de Romulo, que vuelve a estar en el grupo del Barón
Tranzunto. Una joven milanesa (Ivana Monti), amante de un soldado austríaco, es
delatada por su despechado pretendiente. El Barón y sus hombres sorprenden a la
pareja de enamorados. El austríaco es asesinado sin contemplaciones. El Barón
decide entonces violar a la muchacha. Romulo se opone y los dos hombres luchan.
El Barón cae por unas escaleras y se rompe el cuello. Romulo es fusilado sin
que Cainazzo pueda hacer nada. El pueblo celebra la victoria sobre los
austríacos. Cainazzo dirige unas palabras a sus compatriotas desde un palco
oficial: “Yo quiero decir que nos han
jodido. Sí, todos éstos —señalando a los dirigentes que lo acompañan en el
palco— nos han jodido”.
Notas breves a un paréntesis sin consecuencias
El tiempo ha hecho de esta simpática sátira histórica que es «La cinque
giornate» una intrusa en la filmografía de Dario Argento. El film narra el
itinerario físico y moral que sigue el ladrón Cainazzo por una ciudad tomada y
cambiada por la revolución, y se vertebra a partir de pequeños episodios
independientes que mezclan con variable fortuna lo cómico y lo trágico.
“«La cinque giornate» —expone
Argento— era absolutamente surrealista.
Los referentes históricos eran muy fuertes, pero el relato estaba en clave de
farsa, de comedia musical… La realicé de la forma más diferente posible de como
la hubiera hecho un director italiano: era irónica, sarcástica, anómala con
respecto a la idea que se tiene de los films de época”.
La anomalía a la que alude el realizador se apoya en distintos y
reconocibles modelos cinematográficos, el más evidente de los cuales es el cine
cómico norteamericano, al que se homenajea con persecuciones aceleradas y
acompañamiento musical. No falta tampoco el ascendente Chaplin —y muy en
concreto el de «Tiempos modernos»— como inductor del gag con Cainnazzo portando la bandera tricolor mientras detrás de
él se congrega una multitud ávida de acción. En contraposición a la celeridad
del burlesque, destaca el uso del
ralentí a lo Sam Peckinpah para enfatizar el dramatismo de algunas secuencias:
el niño junto al cadáver de su madre, mientras la banda sonora reproduce
exclusivamente su llanto; la pelea de Cainazzo con los revolucionarios después
de que les haya criticado; y el fusilamiento de Romulo. La afortunada secuencia
que muestra al protagonista escondido bajo la mesa durante un banquete de la
aristocracia, asistiendo atónito al cruce clandestino y frívolo de los pies de
los comensales, se diría inspirada, por su parte, en el mejor cine de Lubitsch.
Y hasta el soviético Eisenstein es llamado a filas por Argento, reinterpretado
en el montaje del asalto a la catedral de Milán. Del anterior Argento de la
trilogía, zoológica se reconoce el gusto por los movimientos de cámara (algunos
tan impecables como el que abre el film, con la descripción minuciosa de la
cochambrosa cárcel, o el que redime la exasperante secuencia de la
parturienta), la efectividad de las elipsis (de la muerte del Barón Tranzunto
pasamos al carro que se lleva a Romulo al patíbulo), la utilización de la
cámara subjetiva en la secuencia de la condesa ofreciéndose a la improvisada
tropa popular, el encuentro en la biblioteca con el inquietante aristócrata y
su sobrina (que recupera las noches del giallo
y anuncia los interiores de «Suspiria» e «Inferno»), la concepción de la ciudad
de Milán como un laberinto y la devoción casi patológica por el arma blanca y
por los apuñalamientos.
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