ROJO
OSCURO
— 1975 —
Después de la realización de la serie «La porta sul buio» para la RAI. y el
paréntesis que supuso la película «La Cinque Giornate». Dario Argento volvió al
giallo cinematográfico con un film de
título muy significativo: «Rojo oscuro». Se trataba de un proyecto ambicioso,
que necesitaba marcar distancias respecto a muestras menores de ese género que
él puso de moda, y que circulaban de forma alimenticia y indiscriminada por las
carteleras de los cines de barrio. Para un primer tratamiento del guión de ese
film que iba a cambiar de una vez por todas los estereotipos del giallo, el cineasta contrató los
servicios de Bemardino Zapponi, colaborador habitual de Federico Fellini («Toby
Dammit», «Satiricón», «Roma», «Casanova»). Y para el papel protagonista contó
con David Hemmings, aunque, en un principio, el atormentado personaje de Mark
Daly debía ser interpretado por el italiano Lino Capolicchio, que el cineasta
había conocido durante el rodaje de «Metti una sera a cena», y que quedó fuera
del proyecto a causa de un accidente de coche. Hemmings tenía a sus espaldas la
mítica «Blow up» de Antonioni y otro singular thriller —«Los pasos del miedo» de Richard C. Serafian—, que le
permitían sintonizar sin trabas con el universo del giallo. Al actor británico se añadieron Daria Nicolodi, que se
uniría sentimentalmente a Argento, y la que fuera mítica diva del cine
italiano, Clara Calamai, que había dado vida a la hermosísima Giovanna en
«Ossessione», opera prima de Luchino Visconti, y sobre el personaje de la cual
recayó, en «Rojo oscuro», la responsabilidad directa de la serie de crímenes.
Otros de los intérpretes del film —Glauco Mauri, Gabriele Lavia, Giuliana
Calandra— provenían, en cambio, del teatro, hecho no del todo anecdótico en una
película que se iniciaba con un hipnótico y literal levantamiento de telón.
Uno de los carteles de «Rojo oscuro».
Sinopsis
Durante una conferencia de parapsicología, la médium Helga Ulman (Macha
Meril) sintoniza con una mente criminal que le provoca un estallido de palabras
sin sentido aparente. Alguien de entre el público abandona su asiento y se
refugia en los lavabos. Esa misma noche, la médium es asesinada en su
apartamento. Mark (David Hemmings), joven compositor inglés, vecino de la
médium, se encuentra con Carlo (Gabrielle Lavia), con quien comparte profesión
y amistad. Ambos conversan, en una solitaria plaza, hasta que el segundo se
despide. Instantes después, Mark ve a Helga debatiéndose desesperadamente en
una ventana y a un desconocido estrellando su cabeza contra el cristal. El
joven corre a socorrerla. Entra en el piso, atraviesa un pasillo adornado por
una inquietante colección de cuadros y llega hasta el cadáver. La policía
interroga a Mark sobre el aspecto del asesino. El joven se muestra intrigado
por un detalle que no entiende: en el pasillo falta algo —¿un cuadro?— y, sin
embargo, nadie parece haber tocado nada. Una joven periodista, Gianna Brezzi
(Daria Nicolodi) fotografía a Mark. Ambos vuelven a coincidir en el entierro de
Helga. Mark se queja del uso que la periodista ha hecho de su fotografía, que
aparece en primera plana del diario, junto a un artículo que le involucra en el
caso. Gianna le propone que trabaje con ella en la investigación, y ambos se
entrevistan con el profesor Giordani (Glauco Mauri), colaborador de Helga, que
les pone al corriente de lo sucedido durante la conferencia. Mark va en busca
de su amigo Carlo y conoce a su madre (Clara Calamai), una vieja actriz algo
trastornada. Más tarde, y ante la insistencia de Mark por el cuadro
desaparecido. Carlo le conmina a que olvide todo el asunto. El músico inglés,
sin embargo, sigue sus investigaciones, y es amenazado de muerte por el
asesino. Un amigo del profesor Giordani, también ligado a la parapsicología,
habla a la pareja de investigadores del capítulo de un libro sobre mansiones
encantadas en torno a una casa, que pudiera vincularse a las palabras
misteriosas que la fallecida Helga pronunció durante la conferencia, en las que
citaba los lloros desconsolados de un niño. Mark localiza el libro en una
biblioteca y arranca la página que contiene una fotografía de la casa. Alguien
le vigila desde lejos. La autora del libro (Giuliana Calandra) es asesinada
antes de que Mark pueda hablar con ella. La mujer tiene aún fuerzas para
escribir algo en el espejo del cuarto de baño. La inusual posición del dedo
señalando el cristal llama la atención de Mark cuando encuentra el cadáver. El
joven telefonea al profesor Giordani, que promete acercarse al lugar del
crimen. La vegetación que aparece en la fotografía de la casa es decisiva para
dar con ella. El guarda informa a Mark que la casa perteneció a un escritor
alemán que murió en un accidente. Mark explora la mansión y halla, bajo la capa
de yeso de una de las paredes, el rastro de un dibujo. Rasca la superficie
hasta completarlo. Se trata de un aterradora y violenta pintura infantil.
Giordani visita la casa de la escritora asesinada y descubre el significado del
mensaje que dejó esta en el espejo. Trata inútilmente de ponerse en contacto
con Mark, pero es asesinado. De vuelta a su apartamento, Mark observa la
fotografía de la casa y se percata de una ventana que no recuerda haber visto.
Mark vuelve a la casa, descubre la ventana tapiada y encuentra en su interior
un cadáver. Alguien le golpea y le deja sin sentido. Al volver en sí, se halla
entre los brazos de Gianna. La casa arde por los cuatro costados. Mark descubre
que la hija del guarda tiene un dibujo colgado en la pared idéntico al que él
vio en la casa. La niña confiesa que es una copia de un original perteneciente
a los archivos del colegio del pueblo. Mark y Gianna van hasta el colegio,
donde encuentran el dibujo original y el nombre del autor, Carlo, que, después
de apuñalar a Gianna, aparece empuñando un revólver. La llegada de la policía
salva a Mark. Carlo huye, pero es atropellado accidentalmente por un camión.
Quedan, sin embargo, demasiados interrogantes. Tras ser informado de que la
vida de Gianna no corre peligro, Mark vuelve al apartamento de su vecina
asesinada. Lentamente, atraviesa el pasillo flanqueado por las pinturas para
sorprenderse a sí mismo reflejado en un espejo. Lo que vio en realidad fue la
cara del asesino reflejada en él: la madre de Carlo. Esta aparece de pronto y
clama venganza por la muerte de su hijo, que se había limitado a protegerla. En
el pasado, ella mató a su marido y escondió el cadáver. El pequeño Carlo fue
testigo de todo el horror y lo trasplantó enfermizamente a los dibujos. La
madre se abalanza sobre Mark. Durante la lucha, su collar queda atrapado en el
ascensor. Mark pulsa el botón de arranque. La cadena corta el cuello de la
asesina. El rostro de Mark se refleja en el «Rojo oscuro» de la sangre.
Las paredes esconden secretos tenebrosos.
Río Argento
Si la trilogía zoológica se caracterizaba por una ambivalencia entre
geografías que tendían a abrazar lo extraño y lugares de irritante banalidad
que desequilibran el conjunto, con «Rojo oscuro» se produce un maduro
decantamiento hacia lo primero. Argento se vuelca en pos de una geografía
abstracta e ideal, que confraterniza con su visión también abstracta e ideal del
crimen. «Rojo oscuro» supone, así, la construcción del espacio mítico de Dario
Argento, un particular Monument Valley perpetuamente nocturno, constituido por
plazas expurgadas de la menor presencia humana y calles delimitadas por
arquitecturas caprichosas que se introducen en el relato con la naturalidad de
los sueños. Este escenario se revela como un altar idóneo para la celebración
casi sagrada del asesinato y sus prolegómenos rituales. Estamos situados más
allá del mero espejo que refleja el thriller
hasta deformarlo en giallo; estamos
en Río Argento y nadamos en las
turbulentas aguas de su deseo cinematográfico, a merced de la lógica y la moral
de sus corrientes. La construcción de ese sudario arquitectónico de perfiles
oníricos y porte operístico con el que envolver las muertes y sublimar la
puesta en escena del terror tiene lugar a partir de tres elementos de puesta en
escena que se revelan esenciales en el desarrollo posterior del cine de
Argento: melancolía, teatralidad y fascinación por los objetos.
Respecto a lo primero, hay que señalar la explícita relación que Argento
establece entre su film y la obra pictórica de Giorgio De Chirico. Ese
misterioso trasvase plástico trasciende la mera cita puntual. En 1912, el
artista italiano nacido en Grecia y principal representante de la llamada “pintura metafísica”, realiza una obra de
significativo titulo, ‘Melancolía’, que será decisiva para el panorama
pictórico del momento. El cuadro reproduce una gran plaza solitaria a la hora
del crepúsculo en la que se aprecian dos insignificantes figuras, una estatua
clásica yacente sobre un pedestal y unos edificios porticados. Todos esos
elementos pueden ser reconocidos en la secuencia del encuentro nocturno entre
Mark y Carlo: los dos amigos en un escenario vacío cuya amplitud les
miniaturiza, la fuente rectangular con la gran figura yacente adosada y unas
edificaciones que no desmerecen en semejanza a las de la pintura. Pero el
camino de ida hasta el artista plástico no se agota en la invocación externa de
su obra. De Chirico es un pintor de la melancolía y de la consecuente extrañeza
que ésta impone sobre el entorno, dos caras de una misma moneda que se reflejan
nítidamente en la osamenta formal de «Rojo oscuro». Los lugares que fijan este
insólito giallo están modelados desde
una mirada que anhela precisamente contravenir la realidad que habitualmente
reclama el espectador del género. Argento nos presenta a David Hemmings a
través de una angulación que persigue quizás recuperar, nueve años después, la
última imagen que nos dispensara Michelangelo Antonioni de aquel fotógrafo a la
moda protagonista de «Blow up», interpretado por el mismo actor. ¿Un primer
ejercicio de melancolía cinéfila? La cámara desciende y le sigue hasta
mostrarnos el Blue Bar, un local acristalado que cita de frente a otro pintor
de la melancolía, Edward Hopper, y a su obra ‘Nighthawks’. Un poderoso picado
nos ubica en las alturas, para construir un encuadre que evoca a De Chirico:
Marc en una esquina, el local luminoso, la fuente con la estatua y Carlo
sentado junto a ella. De Hopper a De Chirico la geometría se revela esencial
para boicotear la realidad cotidiana. Argento, sin embargo, inicia una
aproximación a los dos amigos y les encierra en la intimidad del primer plano
consiguiendo, mediante un clásico mecanismo de alternancia, liberarles
momentáneamente de la presión de la gran plaza vacía: el lugar distinto que
ocupan ambos propicia un juego de picados y contrapicados que subraya la
diferente órbita por la que se mueven anímicamente, pero sus miradas transpiran
una complicidad auténtica y emotiva que les equilibra. La extrañeza del
conjunto, su fuerte impresión onírica, se acrecienta a partir de la inmovilidad
de los figurantes del local, de la impresión de artificio escenográfico de
musical de los cincuenta que irradia de su estructura. Mark y Carlo tienen el
aspecto de dos frágiles almas sometidas a la disciplina cruel de un destino que
apunta con superarles si nos atenemos a la significativa fuerza del soberbio
vacío operístico que les acota y empequeñece, dos tenores captados durante la
ejecución de una conmovedora aria (“Brindo
por ti, virgen violada”, exclama Carlo al oír un grito de mujer en la
noche), cuyas oscuras y sangrientas consecuencias todavía ignoran. Después del
asesinato, hay un plano soberbio que muestra a los dos amigos situados cada uno
en un extremo del encuadre, mientras la gigantesca estatua, condicionando la
composición, ocupa la totalidad central. Se hace difícil sortear la idea de que
los dioses del Olimpo, personificados por la escultura, y a tenor de la
perturbadora diferencia de escalas, han decidido ya por ellos y la tragedia
está irreversiblemente en marcha. Respecto a la conciencia de representación.
Argento había acudido ya al interior de un teatro para «Cuatro moscas sobre
terciopelo gris». Allí, el protagonista atravesaba sucesivos cortinajes hasta
llegar a la sala central del mismo, como aquí hace la cámara que penetra en la
conferencia de parapsicología o como, años después, hará la protagonista de
«Opera». Dentro del teatro vacío, Roberto era víctima de lo que es
consustancial a un escenario, una representación —creía matar a su
perseguidor—, de la que levantaba acta un fotógrafo con careta debidamente
apostado en el mejor palco. Representación y crimen volverán a estar presentes
en «Opera» cuando el comisario Alan Santini escenifique su muerte a medio
camino entre el folletín y el grand
guignol; y en el clímax de «Tenebrae» con un salidísimo Peter Neal
cortándose el cuello con una navaja de atrezzo.
La Representación como propuesta estética se manifiesta, por ejemplo, en la
forma de visualizar el asesinato primigenio, durante los títulos de crédito:
las imágenes parecen sacadas de un teatrillo con marionetas de carne y hueso,
un espectáculo sangriento ofrecido en un tono rigurosamente naif, que se justifica por la presencia
de un niño. Carlo, que crecerá traumatizado por ese horror navideño. Su madre,
por otro lado, es una figura esencialmente escénica, quien el matrimonio
condena a abandonar las tablas, empujándola a la locura. El veneno del teatro
se reactivará durante la conferencia de parapsicología y le permitirá
interpretar su último papel: cada asesinato implica una preparación ritual, un
vestirse para matar y estar a la altura de la representación definitiva. A la
singular visión del espacio cinematográfico y su diálogo con las figuras que lo
integran hay que añadir, por último, el enorme potencial expresivo que
adquieren los objetos gracias a la utilización de la cámara Snorkel. Esa
indispensable herramienta tecnológica surca con fluidez inaudita, en la
mencionada secuencia inicial, la superficie de una mesa que exhibe la
variopinta colección de objetos del asesino: una cuna de juguete, canicas, una
muñeca, varias trenzas de lana algunas de las cuales forman muñecos, una
estatuilla de metal que representa un guerrero y dos navajas abiertas. La
realidad snorkelizada agiganta lo diminuto y nos lo devuelve extraño.
Clara Calamai, víctima de sus propias joyas.
Cadáveres exquisitos
—Helga Liman. Uno. Prolegómenos. Dos travellings
de configuración falsamente subjetiva delimitan la secuencia que se desarrolla
en el interior del teatro. El primero atraviesa una poderosa cortina roja para
adentrarnos en la sala. El segundo es su inverso y utiliza de nuevo el
cortinaje para clausurar la secuencia. Esas respectivas subida y bajada de
telón sirven para presentar el incidente que motiva la implacable cadena de
crímenes. Lo que tenía que ser una previsible conferencia de parapsicología se
disloca en el momento en que la médium recibe el desasosegador contacto de unos
pensamientos diabólicos. Argento acude de nuevo al movimiento de cámara para
describir el proceso. Una panorámica ascendente toma en picado a los tres
conferenciantes; accedemos incluso al impúdico primerísimo plano de la boca de
Helga escupiendo el agua que su colega le ha ofrecido a fin de tranquilizarla.
Finalmente la auténtica focalización subjetiva, origen de los oscuros
pensamientos, se pone en marcha iniciando un recorrido en dirección a los lavabos.
Al cierre del telón en rojo le sucede
el blanco de los lavabos, con la inquietante visión del grifo, el agua y el
agujero de desagüe —tres elementos clave en la imaginería del cineasta— para
acabar con la fálica energía que emana del primer plano de unas manos
ajustándose la cremallera de unos guantes negros. A esta afirmación rotunda
sigue el plano subjetivo que espía la conversación de Helga y Giordani después
de la conferencia y en el teatro vacío. “Ahora
ya se quién es esa persona”, dice la mujer, condenándose. Del flujo
subjetivo y omnipotente que les observa pasamos al plano de la Snorkel
deslizándose a través de los objetos, bajo el fascinante tema musical de
Goblin. Un corte directo nos deja a solas con el ojo del criminal sorprendido
en el instante de maquillarlo: la ceremonia de la muerte es inevitable.
Dos. El crimen. Apartamento de Helga. La cámara se aproxima a la médium,
que está atendiendo una llamada telefónica. El movimiento es descriptivo, pero
la imagen que le ha precedido, el ojo del criminal, imprime un matiz subjetivo,
que conectaría con el poder demiúrgico que va a sustentar la mirada de aquel a
lo largo del film. Una panorámica que parte de Helga nos presenta el pasillo en
el que se aprecian los cuadros que tanta importancia tendrán para la resolución
final del caso. El sonido de la canción de cuna, ya familiar para el
espectador, irrumpe en el silencio de la estancia. Argento utiliza la puerta
como epicentro de las lineas de fuerza que mueven los latidos de la secuencia.
La planificación enlaza a Helga con los distintos ámbitos que median hasta la
puerta, construyendo, así, una trayectoria visual entre la mujer y el origen de
la música, que culmina con un plano del timbre sonando.
Un segundo tiempo, nos muestra a Helga dirigiéndose a la puerta y
retirándose de ella al sentir la cercanía de la muerte. La puerta, entonces, se
convierte en el catalizador de los biorritmos del criminal. Del impulso
incontenible de matar, muy característico de los asesinos argentorianos y
magníficamente expresado en los dos planos sucesivos de la puerta rompiéndose y
mostrando la hacheta, pasamos a la tranquilidad aterradora con que el criminal
la cierra una vez dentro. Quedan en la memoria sus avanzando inexorablemente y
la propia fisicidad del crimen, con la sistemática rotura del cuerpo a base de
golpes de hacheta, un ritual de muerte cuya efectividad última hay que buscar
no tanto en la escatología sanguinolenta, como en la violencia implícita en el
montaje.
El silencio de los inocentes.
—Amanda Righetti. La presencia en el relato de Amanda Righetti es posible a
partir del uso ya conocido de las denominadas sequenze lunghe. Gracias a ellas, Argento puede montar por todo lo
alto una secuencia de asesinato sin necesidad de justificar el poco peso
específico que el personaje aporta al desarrollo del film. En este caso, se
trata de la autora de un libro de casas encantadas que supuestamente conoce la
identidad del criminal. Su muerte, al margen de ser un excelente fin en sí
mismo, sirve para encadenar un nuevo crimen: el asesinato del profesor
Giordani. Siguiendo un estricto ritual, Argento cita al asesino ante sus
fetiches. La cámara gira en espiral sobre su ojo mientras una sincopada elipsis
—en la línea utilizada para «El gato de las nueve colas»— nos traslada a la
casa aislada donde vive la escritora. En torno a la mujer, el cineasta
construye un sádico mecanismo de espera que se pone en marcha con la aparición
de una muñeca ahorcada.
Cierto es que la reacción de la escritora regresando a la casa después del
macabro descubrimiento raya con el absurdo. Pero esa ilógica hace más
irrevocable su destino, y nos acerca más a la pesadilla. Hay una magnífica
lectura visual del pasillo de la casa, a base de una apurada profundidad de
campo. Argento cuida más que nunca la geometría de sus interiores para
potenciar el aislamiento y la peligrosa soledad de la figura humana en el
encuadre. Dos planos consecutivos muestran a Amanda, de espaldas, avanzando por
el pasillo. El segundo de los planos se prolonga con una panorámica a la
izquierda, que deja a la mujer fuera de cuadro y se centra en el interior de un
armario ropero de cuyo fondo emerge la terrorífica imagen de un ojo. Esa imagen
constituye un nítido homenaje al inicio del clásico de Siodmak «La escalera de
caracol», film sobre el que Argento siente probada admiración. El graznido de
unos pájaros atacando inesperadamente a la escritora, armada con una aguja, es
debidamente incorporado como elemento exasperante de sonido. Reencontraremos el
piano de Amanda junto al sofá, armada también con una aguja, en el clímax final
de «La noche de Hallowen». Sin embargo, la suerte de la escritora no será la de
Jamie Lee Curtis. Amanda no clava la aguja al criminal, sino a uno de los
pájaros, incidente que enriquece la secuencia con un perturbador motivo visual:
las patas del ave agitándose al ser traspasada. Pero la definitiva alquimia del
miedo se produce con la entrada en cuadro del asesino, una silueta oscura con
sombrero e impermeable, que se sitúa progresivamente detrás de la víctima,
desapareciendo tras ella unos segundos, fundiéndose en una suerte de ósmosis
visual y generando un fuera de campo en campo. Esta sugerente idea había tenido
su primer borrador, aunque invertido —una entrada de campo en el campo— en «El pájaro
de las plumas de cristal»: Dalmas se agachaba un momento y nos dejaba ver el
inesperado cadáver del ex púgil; en «Tenebrae» encontraremos el mismo método,
pero llevado a una perfección manierista: Peter Neal surgiendo detrás del
capitan Giermani cuando éste se agacha para recoger un pañuelo. Brian de Palma
aprovechará la idea para el guiño final de «En el nombre de Caín». La caída del
telón para Amanda Righetti se produce en el cuarto de baño: el criminal,
finalmente emergido de las sombras, ahoga a la mujer en agua hirviendo. El
segmento nos presenta a ese Argento excepcional y alquimista, atento a la
fisicidad del menor elemento: la voracidad del agua hirviendo, sus
consecuencias en el rostro de la mujer, el vaho impregnando ambiente y
azulejos, el dedo de ella intentando aprovechar ese vapor para dejar un mensaje
en el espejo y el aire entrando por la ventana hasta hacer desaparecer las que
ha escrito la víctima antes de morir.
Argento, dirigiendo a David Hemmings y a Clara Calamai.
—El profesor Giordani. El profesor Giordani acude a casa de la escritora y
desvela el secreto de las palabras escritas en el espejo. Su hallazgo no pasa
desapercibido para el asesino, que parece encontrarse también en la casa. El
plano que lo confirma es bastante significativo por hacer coincidir en él
objetividad y subjetividad: para componer el encuadre, Argento recurre a la
profundidad de campo y a una marcada perspectiva que sigue las líneas del
pasillo principal de la casa de Amanda. Giordani y la sirvienta están al fondo.
La impresión que transmite el plano es claramente subjetiva, alguien les
observa a distancia. Después de que Giordani se marche, la sirvienta oye un
ruido: “¿Quién hay?”, pregunta
mirando en dirección a la cámara que se desplaza hacia la izquierda, dejando a
la mujer fuera de campo. De ser una estricta focalización del asesino, éste
hubiera estado demasiado expuesto y fácilmente detectable en todo momento. La
ambigüedad del punto de vista, su ambivalencia, es decisiva para reafirmar el
pulso fantástico que presiona el film y que hace de cada plano un sospechoso de
acoger la escoptofilia del criminal. El asesinato de Giordani es un pasaje de
antología en el giallo argentoriano.
En él se verán involucrados puertas y pasillos de geométrica presencia y una
cámara en incesante movimiento. El cineasta organiza las imágenes después de un
violento fundido en negro que, lejos de puntuar la secuencia, pretende
transmitir al espectador un primer aviso de inquietud. La cámara sigue en travelling a Giordani por el pasillo
hasta la puerta de una habitación. Giordani entra en ella. La cámara queda en
el exterior propiciando un encuadre de fuerte composición geométrica, en el que
destaca el rectángulo vertical de la puerta en el mismo centro, y a través del
cual vemos a Giordani sirviéndose una tisana. Al salir, la cámara continúa el
plano, siguiéndole en un travelling
inverso al del inicio. Giordani sale de cuadro y la cámara continúa filmando
una esquina del pasillo. Un corte directo nos lleva de nuevo a la puerta
abierta: un travelling lateral
recupera el mismo encuadre con su rigor geométrico, pero ahora enfatizando la
ausencia del profesor. El vacío es también protagonista del siguiente plano: el
dormitorio en penumbra. En esos espacios en silencio no es difícil presentir la
impronta de Antonioni y la melancolía y soledad de las pinturas de Hopper, pero
debidamente instrumentalizados para construir el ambiente necesario para la
ulterior puesta en crimen. El despacho de Giordani será el escenario de su
muerte. El personaje, inquieto, se arma de una reluciente daga que vuelve a
dejar en la mesa, convencido de que su súbito miedo ha sido infundado, error
del que le saca un perturbador susurro. El cortejo de la muerte se inicia con
la entrada de la rítmica percusión de Goblin y con un movimiento de cámara
lateral que permite ver a Giordani en su despacho a través de un panel
acristalado. La profundidad de campo es decisiva para relacionar los dos
espacios que culminan en otra de las hermosas excentricidades geométricas que
caracterizan «Rojo oscuro»: Giordani reencuadrado por la puerta del panel que
da acceso al despacho. Argento afianza la escoptofilia esotérica al jugar con
los puntos de vista, como buen mago que es, para sorprender luego al
espectador: la vocación subjetiva del plano del pasillo con Giordani al fondo
queda en suspenso al sernos mostrado su directo contracampo: el vano de la
puerta esta vacío, no hay nadie que justifique tal subjetividad, ni la mirada a
cámara del profesor. La aparición sorprendente de un autómata, gentileza de
Carlo Rambaldi, llena de contenido onírico el ecuador de la secuencia, y su
rostro, partido de un contundente golpe de cuchillo, es un eco premonitorio
para la víctima real. El asesino irrumpe por la derecha del encuadre, cubierta
su identidad por la cortina blanca del despacho, como si fuera un fantasma. La
acción criminal es rápida y visualmente cruel en el detalle: aprovechándose del
aturdido profesor, el asesino golpea su boca contra distintos cantos, y luego
le apuñala en la nuca.
Una mirada que promete.
De Mark a Marta
De Mark, del que tan sólo sabremos a ciencia cierta que es inglés,
compositor y vecino de Helga Ulman, emana una aureola de fragilidad que
confraterniza a la perfección con Carlo, su amigo italiano. Hay un sostenido
afecto entre los dos, un poso de melancolía, lo hemos dicho a propósito del
referente dechiriquiano, que los une con más hondura de lo que conseguirá
Gianna con Mark. El destino querrá que ambos se conviertan en enemigos al
alinearse en bandos diferentes. Mark servirá a esa especie de Maga benefactora,
de Madre positiva, que es Helga Ulman, mientras que Carlo perderá la vida
defendiendo el lado oscuro representado por la ogresa o Madre terrible que
parece habitar en la profundidad de un espejo. Esos arquetipos sugieren el
deslizamiento de «Rojo oscuro» hacia una dimensión que hace factible el cruce
entre el giallo y el cuento de hadas,
abriendo una senda que se consolida en «Suspiria» y que acompañará al cineasta
posteriormente. En dicha intersección habría que buscar también la esencia
última de la sobresaliente secuencia del profesor Giordani que, como discípulo
aventajado de la desaparecida Helga, invoca, mediante la magia del agua
hirviendo, las esotéricas fuerzas que permitirán desenmascarar el rostro del
Mal a través de las palabras escritas en un espejo. Mark es testigo de algo que
ignora conscientemente, una imagen fugaz, un destello que se posesiona de él,
un encantamiento que le hiere y le mortifica (proceso heredado de «El pájaro de
las plumas de cristal» y al cual recurrirá Argento hasta hacerlo parte
significativa de su cine). Pero el cineasta no se contenta con Mark, y nos
contagia de la misma visión que atormenta a su personaje: una mirada atenta,
imposible de captar durante un primer visonado del film, nos devuelve el rostro
del asesino que se refleja en el espejo. Todo el film pugna para volver a esta
imagen primigenia y liberamos de su tacto subliminal. Para llegar hasta ella y
deshacer el hechizo, Mark debe descender a los infiernos en un viaje que exige
como peaje las vidas de algunos personajes, incluido su amigo Carlo. Mark se
enfrenta a éste en una secuencia que es simétrica a la que cerraba el litigio
entre Nina y Roberto en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris». Como en la
conclusión de aquélla, Carlo muere en un aparatoso y sádico accidente,
sacrificado en el altar de la madre terrible a la cual se ha mantenido fiel a
su pesar. Marta, la madre de Carlo, está vinculada al espejo como |a bruja de
Blancanieves. Al ser puesta en evidencia por Helga durante la conferencia, se
refugia en los lavabos. El espejo que la refleja está roto, desconchado, sucio.
Marta ve de frente no el rostro que hasta entonces creía poseer, sino una
contundente imagen de su locura que ha emergido hasta desfigurarla. “Los espejos atraen las miradas dementes”,
nos dice S. Melchior-Bonnet en su ‘Historia del espejo’. Pero el espejo también
le otorga poder y hace de ella ese asesino omnisciente que vampiriza cada plano
con su aliento escoptofílico. Destruirla pasa entonces forzosamente por la
necesidad de sacarla de él, que es tanto como desposeerla de su reino y sus
poderes. No deja de ser curioso que Amanda Righetti, la autora del libro sobre
folclore y casas encantadas, intente desenmascararla escribiendo la clave en un
espejo. Es Mark quien en la última secuencia conseguirá arrojarla del ámbito
mágico, mostrándola como es en realidad: una pobre actriz demente que ha
perdido a su hijo. No hay, sin embargo, satisfacción ni alivio tras la
catarsis: al apretar el botón del ascensor que provoca su muerte, Mark no puede
evitar sumergirse definitivamente en el «Rojo oscuro» de la sangre.
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