SUSPIRIA
— 1977 —
El hálito fantástico que sospechábamos en algunas partes de «Rojo oscuro»
encontró en «Suspiria» la mejor de las plataformas para despegar y
desarrollarse. Argento ofreció un film insólito y personal, donde cabían los
cuentos tradicionales —Perrault, Grimm…— las obras de George MacDonald y de
Lewis Carroll, y las novelas de brujería de A. Merrit (‘Arde bruja, arde’) y de
Fritz Leiber (‘La esposa hechicera’). El enorme éxito alcanzado por «El
exorcista» de William Friedkin había provocado, durante la década de los
setenta, una cantidad ingente de films que tenían al diablo como excepcional
invitado. Argento y las brujas de «Suspiria» aportaban una oferta diferente y
atrevida, que rompía con una moda que aún daría magníficos resultados en «La
profecía» de Richard Donner, pero que llegó a evidenciar la decadencia del
mismísimo Mario Bava, en la arriesgada pero fallida «El diablo se lleva a los
muertos».
“Las brujas —confesó Argento en
esa época— me han apasionado siempre, al
contrario que el diablo; no creo en él; en el cine siempre me ha hecho reír.
Contrariamente, las brujas me dan miedo”.
Para el papel protagonista del nuevo film. Argento recurrió a la
norteamericana Jessica Harper, que tres años antes había interpretado a la
heroína de «El fantasma del Paraíso» de Brian de Palma. Según el propio
cineasta, la elección se debió al parecido que la actriz guardaba con la
Blancanieves de Disney. Junto a ella, destacaron dos grandes damas de la
interpretación cinematográfica: Joan Bennett, la que fuera musa y esposa de
Fritz Lang, uno de los directores predilectos de Argento, y Alida Valli, la
inolvidable heroína de «Senso» de Visconti. Completaron el reparto un joven Udo
Kier y el veterano Rudolf Schandler, ligado también a Fritz Lang y a su «Dr.
Mabuse». Atento a cada una de las partes del film. Argento planeó al detalle la
escenografía con la que debía vestir su historia, viajando durante tres meses
por el Norte de Europa para inspirarse en las peculiaridades de su gótico y así
crear, con la ayuda de su escenógrafo Giuseppe Bassan, los alucinantes y sui generis interiores de «Suspiria».
Pero el rasgo más notable de «Suspiria» fue, sin duda, su tratamiento
fotográfico, que, buscando la antigua alquimia del Technicolor de los años 30,
y de la mano de Luciano Tavoli, parecía apoyarse en aquella sentencia de Walter
Benjamín a propósito de las ilustraciones de los cuentos infantiles: “El color puro es el médium de la fantasía”.
Sinopsis
Decidida a perfeccionar sus estudios de ballet, Suzy Banyon (Jessica
Harper) llega a la academia de danza de Friburgo una noche de furiosa tormenta.
En la puerta coincide con una joven. Pat (Susan Javocili), que balbucea unas
palabras sin aparente sentido en el interfono, para alejarse del lugar
aterrorizada. Suzy intenta también hacerse entender a través del interfono,
pero es en vano. Decide volver a la ciudad y buscar un hotel. La joven Pat se
ha refugiado en casa de una amiga, donde ambas son aesinadas. A la mañana
siguente, Suzy acude a la academia. Conoce a Miss Tanner (Alida Valli), una de
las profesoras de más antigüedad y a Madame Blanc (Joan Bennett), la subdirectora
del centro, quien disculpa la ausencia de la directora. Su llegada coincide con
la presencia de los policías que investigan el doble asesinato. Suzy explica a
los inspectores cómo se encontró, en la puerta cerrada, con una de las
víctimas. En la academia, Susie conoce a Sara (Stefania Casini), con la que
congenia, y a Mark (Miguel Bosé). otro joven estudiante. Después de unos días.
Madame Blanc le comunica que ya puede trasladar sus cosas a la academia. Suzy
prefiere seguir alojada en el exterior, granjeándose de este modo la antipatía
de las directoras. Durante uno de los trayectos por los pasillos de la escuela,
una misteriosa luz la ciega unos segundos. Se siente mareada y pierde el
conocimiento. Al volver en sí, se encuentra en una de las habitaciones de la
academia, a la que han llevado sus pertenencias. El médico del centro le
recomienda descanso y en su dieta incluye un vaso de vino tinto, que resultará
contener un narcótico. La estancia forzosa de Susy en la academia hace que su
relación con Sara se intensifique. Una de las noches, los dormitorios de la
escuela sufren una invasión de larvas, lo que obliga a improvisar un nuevo
dormitorio en la sala de baile. Sara cuenta sus sospechas sobre la directora, a
la que todos creen asusente: la joven reconoce su inquietante respiración en
algún punto de la sala, durmiendo entre ellas. Por la mañana, el perro
lazarillo de Daniel (Flabio Bucci), un invidente profesor de piano, muerde a
Albert, el sobrino de Madame Blanc, lo que motiva una violenta discusión entre
el pianista y la profesora Tanner. El hombre da a entender que sabe más de un
secreto en torno al lugar, y se despide. Suzy toma su ración de vino
narcotizado, mientras Sara está cada vez más intrigada y atemorizada por las
extrañas irregularidades que se suceden a su alrededor. Antes de dormirse, Suzy
percibe que los pasos de las profesoras no se dirigen hacia la salida, como
sería lógico, sino hacia el interior del edificio. Esa misma noche, el pianista
ciego es asesinado por su propio perro. Suzy se siente turbada por el cariz que
toman los acontecimientos. Habla con Madame Blanche y le refiere la extrañas
palabras que pronunció Pat al pie del interfono, la noche en que fue asesinada.
La subdirectora promete referir el hecho a la policía. Sara recrimina a su
amiga la confianza que ha tenido con la profesora y le confiesa que ella era la
joven que estaba al otro lado del interfono. También le dice que conserva las
notas de Pat y que un tal Frank Mandel (Udo Kier), un contacto exterior de
confianza, está al corriente de todo. Por la noche, Sara acude a la habitación
de Suzy: ha descubierto que las notas de Pat han desaparecido. Su amiga está
dormida a causa de la droga ingerida en el vino. Sara presiente que alguien la
ha seguido e intenta huir por los laberínticos pasillos del centro. Cae en una
habitación llena de alambres que la inmovilizan, dejándola a merced de su
perseguidor, que la degüella sin vacilar. A la mañana siguiente. Miss Banner
anuncia a Suzy la falta de tacto de su amiga, que se ha ido “como una ladrona”. Suzy, que no cree en
esa versión, decide entrevistarse con Frank Mandel. Éste le cuenta la historia
de Helena Marcos, una extraña mujer acusada de brujería, ligada a la academia.
De regreso a la escuela. Suzy descubre que está sola: todo el mundo ha ido al
estreno de un espectáculo de ballet. Esa noche es atacada por un murciélago e
intenta pedir ayuda a Frank por teléfono, pero la comunicación se corta. Se
deshace de la comida y el vino y decide adentrarse en el edificio, tomando como
referencia los pasos de las profesoras. Llega hasta el despacho de la
subdirectora y da con una entrada secreta. Suzy se sumerge en la laberíntica
red de pasadizos hasta llegar a la sala de reunión de las profesoras, a las que
escucha condenarla a muerte. Encuentra el cadáver de Sara y, en la angustiosa
huida, se refugia en la habitación donde sigue habitando Helena Marcos, la
bruja de que le habló Frank Mandel. Suzy se enfrenta a ella y le atraviesa el
cuello con una afilada aguja. El edificio empieza a resquebrajarse. Suzy se
pone a salvo, mientras se escuchan los gritos de las otras brujas pereciendo
entre las llamas.
Suzy Banyon y sus compañeras en una imagen promocional de «Suspiria».
En la boca del miedo
Como es de ley en todos los cuentos, «Suspiria» se inicia con una voz en off que lleva implícita la formula del “érase una vez”:
“Suzy Banyon decidió perfeccionar sus
estudios de ballet en la más famosa escuela europea de danza, la célebre
academia de Friburgo. Partió un día a las nueve de la mañana del aereopuerto de
Nueva York y llegó a Alemania a las diez y cinco, hora local”.
Dario Argento se vale de este método de invocación mágico y naif para presentarnos a la protagonista
fuera de su marco cotidiano, sumergiéndose en las subyugadoras imágenes del
aeropuerto que abren la película. Partiendo de los paneles que señalan las
llegadas de los vuelos, la cámara desciende hasta mostrarnos a Suzy Banyon
entre varios pasajeros, caminando hacia la salida. Pero la consistencia real
del aeropuerto se desvanece a cada nuevo paso de la protagonista. Argento acude
a la sucesiva alternancia del plano-contraplano y a la hipnótica música de
Goblin para hacer cristalizar el efecto: pasamos de un travelling de la joven tomada frontalmente, con el sonido ambiente
del aeropuerto, a la toma subjetiva que avanza hacia las puertas de salida
sostenida por el inquietante tema principal de la banda sonora. La
configuración visual de las puertas evoca un organismo vivo, una gran boca
dispuesta a tragarse a la heroína: un primer umbral de cruce traumático que
rompe con lo cognoscible y condena a la muchacha a la soledad forzada de un
ritual intransferible. Una tormenta de dimensiones apocalípticas recibe a Suzy
del otro lado, mientras la joven se afana en conseguir los servicios de un
taxi. Su conductor, improvisado y turbador Caronte, la lleva a través de una
inextricable geografía onírica caracterizada por presencia incesante y ominosa
del agua, la oscuridad de la noche y la imagen fugaz de un bosque: tres figuras
arquetípicas de lo femenino y de lo inconsciente, decisivas para entender el
tipo de viaje que emprende Suzy Banyon.
“Los terrores del bosque —escribe
J. E. Cirlot en su ‘Diccionario de símbolos’— tan frecuentes en los cuentos infantiles, simbolizan el aspecto
peligroso del inconsciente, es decir, su naturaleza devoradora y ocultante”.
La protagonista de «Suspiria» franquea los dominios de una madre terrible
(que luego descubriremos personificada en la bruja Helena Marcos), para
aproximarse a su centro de poder, esa misteriosa academia de signo uterino que
pugnará por destruirla. El relato, sin embargo, deja ahora a Suzy de lado para
decantarse por una alumna que se cruza con ella en la puerta de entrada de la
academia y que huye aterrada después de pronunciar unas palabras que dirige por
el interfono a una invisible compañera: “El
secreto es… Lo he visto en la puerta… Tres lirios… Hay que girar el azul”.
La protagonista preservará en la memoria esas palabras, como un valioso legado
que, siguiendo la lógica de los cuentos, encontrará mágico acomodo en el
futuro. Vemos correr a la despavorida joven por el bosque en rápidos e
imborrables travelling laterales
(reflejo subjetivo de la perpleja mirada de Suzy alejándose en el taxi) y la
seguimos hasta la majestuosa casa de una amiga, un edificio presidido por un hall de maniática geometría y subido
cromatismo, que será el excéntrico decorado de una de las más inefables puestas en crimen de la historia del
cine fantástico. La inminente víctima de este crimen inaugural se refugia en el
cuarto de baño de la amiga, pero su frágil seguridad no tarda en desvanecerse.
Si la noche tiene mil ojos, como reza el sugestivo título de William Irish,
algunos cientos de ellos pertenecen a la omnisciente cámara de Dario Argento,
que no cesa de observar y señalar a aquellos que van a morir. La ubicación de
la cámara en el exterior del cuarto facilita el estilizado ejercicio
compositivo del cuadro dentro del cuadro, pero también un punto de vista
desconocido —no sabemos nada de la naturaleza del peligro que amenaza a la
muchacha— que irriga de savia terrorífica el contenido subjetivo del plano.
Argento apuesta por la hiriente combinación del cristal y la carne ya presente
en «Rojo oscuro» para dar la salida al truculento asesinato: una manos
presionan el rostro de la víctima contra el cristal de la ventana hasta hacerlo
estallar. Lo que sigue es una vertiginosa avalancha de sensaciones, construida
a base de ilimitado sadismo, colores agresivos, frenético montaje y sonido
Goblin. La joven es inmolada en una sangrienta ceremonia punitiva, que incluye
siete puñaladas (la última de las cuales le perfora el corazón, detalle que
Argento recoge en impactante y casi pornográfico primer plano) y el
ahorcamiento final de la víctima, cuyo cuerpo cae por el techo de cristal del hall. El plano final de la secuencia es
un sensual movimiento de cámara que se inicia en los pies desnudos de la joven
ahorcada y finaliza con el descubrimiento del cadáver de la amiga destrozado
por los cristales caídos. Argento se erige aquí, más que nunca, en sumo
sacerdote, en oficiante directo del crimen —las manos del verdugo son sus
manos, recordémoslo— y en demiurgo de un ritual de sacrificio con el que
trascender el asesinato, para hacer de él un acto fundacional, simbólico y
cruento, terrorífico y hermoso, que el espectador debe forzosamente
experimentar antes de poder adentrarse y situarse entre las bellas y las brujas
de «Suspiria». No resulta fácil reponerse de estos veinte minutos antológicos,
de su inusitada violencia, de los enigmáticos interrogantes que suscitan y del
efecto hipnótico de su parafernalia visual. Por eso, cuando vemos aparecer de
nuevo a Suzy Banyon ante la fachada de la academia, a la luz del día, nos
sentimos todavía desorientados a causa del empuje fatal de ese primer crimen.
La entrada en campo de Suzy comunica una extrañeza inmediata, que nace de la
férrea delimitación del encuadre, cuyos extremos inviolables inducen a negar la
existencia de todo lo que está fuera de campo. Suzy aparece, pues, como alguien
que viene de ninguna parte y se dispone a franquear un nuevo umbral que la
llevará, ahora sí, al universo mágico del film. Este encuadre hace las
funciones del espejo de Alicia, y por él se introduce Suzy ingenuamente,
llevada por la placidez que ahora ofrece el escenario. El último plano del film
recuperará, mucho más tarde, una composición similar, para ofrecernos a una
Suzy liberada, saliendo de campo con una sonrisa que la capacita para encontrar
el camino de vuelta. De esa oposición de encuadres surge toda la galería de
situaciones de «Suspiria».
Blancanieves destruye a la malvada bruja del cuento.
Cadáveres exquisitos
—Daniel, el pianista ciego. La muerte de este personaje adopta los
procedimientos ya clásicos de la sequenza
lunga, abierta en este caso cuando el perro lazarillo muerde
inexplicablemente al repelente sobrino de madame Blanc. Argento no filma el
incidente de la mordedura, sino que recurre a su sonido en off sobre la imagen de uno de los pasillos de la escuela, tomado
mediante un travelling de retroceso
que prepara la aparición de una indignada mis Tanner a la búsqueda y captura
del aún ignorante Daniel. Durante la violenta discusión en la sala de ensayos,
el cineasta utiliza un impactante picado vertical sobre el invidente, como si
recogiera la mirada demiúrgica de la propia casa que lo observa y le condena a
muerte. Esa muerte se produce en una solitaria y gigantesca plaza: La Plaza de
los Tres Templos de Munich. En la construcción fílmica del crimen destaca la
escalofriante ironía que surge de mostrar a un personaje ciego sometido a la
hiperbólica mirada de las sacerdotisas del Mal, que lo miniaturizan y aplastan
con denodada crueldad, todo ello en medio de un complejo diseño visual que
debió conocer Peter Grenaway antes de filmar «El vientre del arquitecto», pero
que, desde luego, tiene la llama fundacional en aquel Cary Grant a vista de
pájaro abandonando la ONU en «Con la muerte en los talones» de Hitchcock. Pero
el alarde técnico que permite que esa cámara se lance en pos del desvalido
ciego transmuta la abstracción de signo hitchcockiano en la más pura
manifestación de lo oculto que jamás ha acogido una pantalla de cine.
—Sara. Una Suzy somnolienta, narcotizada por el vino que acompaña sus
cenas, deja a Sara, su hermana en el sueño que es «Suspiria», a merced de las
brujas. Una secuencia anterior nos mostraba a ambas nadando en la piscina y
sumidas en la confidencia —Sara guarda las notas de la joven asesinada del
principio y ha seguido investigando por su cuenta—, ajenas a la mirada del
lugar que las observaba desde la cámara esotérica de Dario Argento. Ahora, la
joven intenta inútilmente despertar a su amiga, porque sus notas han
desaparecido y todo hace pensar que su vida corre peligro de muerte: la cámara
se aleja de ellas subrayando la soledad e indefensión de Sara, e inicia una
panorámica ascendente hasta encuadrar la bombilla del techo, improvisado y
amenazador apéndice de la casa de la bruja y lúcida expresión del miedo
cinematográfico entendido a imagen y semejanza de un estado febril donde los
más intrascendentes objetos cobran una inusitada cualidad física. Sara intenta
escapar por la informe estructura de pasillos y escaleras que es la academia
durante la noche. Ese itinerario viene marcado por un expresivo contraste entre
la estremecedora música de Goblin y unos expectantes segmentos de silencio que
permiten captar el rítmico entrechocar del filo de una navaja de afeitar contra
el pestillo de metal de una puerta. La sádica imaginación del cineasta no vacila
en idear para Sara un tiempo de espera —es una víctima a las puertas del
sacrificio—, que culmina en una habitación llena de alambre cortante que, a
modo de estómago simbólico, amenaza con digerirla. Sin embargo. Sara muere
degollada por la mano enguantada de alguien de cuya horrorosa identidad da
buena cuenta la mirada impregnada de horror que la joven dirige fuera de campo
y que queda anegada para siempre en el primer plano de su ojo ya muerto con el
que finaliza la secuencia.
—Suzy Banyon y las brujas. Suzy es un personaje esencialmente ingenuo que
deberá asumir su papel obligado de heroína. Ella es la elegida para completar
un movimiento que se inicia con las enigmáticas palabras de la primera muchacha
asesinada y que se mantendrá vivo gracias a la tozudez de Sara, amiga y
confidente de ambas. La muerte de Sara actuará de acicate para que Suzy se
decida por la acción.
“La etérea protagonista —escribe
Antonio Tentori en ‘Dario Argento. Sensualità dell’omicidio’— pasa a través de una serie de monstruosidades
y terrores, como en una suerte de rito iniciático, pero no pierde jamás el
candor que la caracteriza”.
Dejando de lado los veinte minutos iniciales, en los que lo sobrenatural
afecta al espectador pero no a la protagonista, Suzy irá tomando paulatino contacto
con el extraño comportamiento de las alumnas y con las normas de las
profesoras, a las que parece contravenir su decisión de rechazar el régimen de
internado. Las cabezas visibles de la escuela, mis Tanner y madame Blanc, no
han cesado de subrayar el talante conflictivo de la alumna asesinada. La
negativa a pernoctar en el centro alinea a Suzy con el espíritu rebelde de la
muerta. Las consecuencias de esta decisión son sorprendentes, ya que no existe
una sólida causa para justificar el encantamiento al que se ve sometida la
protagonista, prisionera involuntaria tras los muros de la escuela. ¿Una forma
drástica de domeñar su deseo de independencia o de tenerla vigilada al
sospechar que oculta algo del fortuito encuentro con la primera víctima? Todo son
meras conjeturas, porque el relato nunca llega a contar nada abiertamente, y
cualquier acción que lo prolonga nace del bombeo infatigable de su vocación
onírica. El desconcertante desequilibrio entre la edad real de las actrices y
su comportamiento peculiarmente infantil es uno de los efectos más visibles de
ese onirismo omnipresente.
“En un primer tratamiento —cuenta
Argento— la acción se situaba en una
escuela de niñas, de unos diez a doce años. Las brujas eran las maestras que
torturaban a las niñas. Pero a los distribuidores la idea se les antojó
excesivamente cruel. Entonces, cambié la edad de los personajes, pero no
renuncié a la atmósfera de colegio infantil. Hice que las alumnos de la escuela
de danza se comportasen como niñas: no podían salir, tenían miedo de sus
maestras… Incluso potencié la idea a partir de una serie de trucos
escenográficos, como el de hacer que las puertas fueran muy altas y que los
pomos les llegaran a la altura del rostro”.
De nada valdrán los poderes de Helena Marcos ante la afilada hoja que
esgrime Suzy Banyon.
La configuración del edificio, su trazado laberíntico —su alma, en
definitiva— está en deuda con los grabados de perspectivas contradictorias de
M. C. Escher, artista que el film cita directamente tanto de palabra —la
escuela de danza está en la calle Escher— como de obra —el despacho de la
directora reproduce imágenes de algunos de sus trabajos—, y cuya apología del trompe l’oeil es susceptible de encajar
sin traumatismos en el universo expresivo de Argento. Pero también es posible
percibir, en torno a la academia de danza de Friburgo, la gravitación de un
imaginario literario de arquitecturas excéntricas que no son refractarias a su
espíritu perturbador; así, el espectador puede encontrar vasos comunicantes entre
ese espacio de vértigos concéntricos y el palacio del príncipe Próspero de ‘La
máscara de la Muerte Roja’ de Edgar Allan Poe
“Las estancias se hallaban dispuestas
con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada
veinte o treinta yardas había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo
efecto. A derecha e izquierda en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana
gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de
salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono
dominante de la decoración del aposento”,
o en las fantásticas construcciones en las que suelen moverse los
protagonistas de las obras de George MacDonald, como ‘Lilith’ y ‘La princesa y
los trasgos’
“Subió y siguió subiendo (¡Qué largo
parecía el trayecto!), hasta que se concluyó el tercer tramo y vio que aquel
rellano era la desembocadura de un largo pasillo. Se aventuró por él. Estaba
lleno de puertas cerradas a derecha e izquierda, tantas que no se preocupó de
pararse ante ninguna, sino de seguir avanzando a paso vivo hasta el final. Pero
aquel final enlazaba con otro pasillo igualmente lleno de puertas. Cuando por
dos veces volvió a repetirse la misma situación y siguió sin ver en torno suyo
más que puertas cerradas, empezó a asustarse un poco”.
Los grabados de M. C. Escher, protagonistas subliminales del film.
Pero la definitiva vuelta de tuerca para la magnificación de esta
escenografía barroca es su concepción de organismo vivo, capaz de prolongar a
la bruja que guarda en su seno. La academia respira por los pasillos, transpira
repelentes larvas, cambia de color como las serpientes mudan de piel, acepta y
expulsa a sus moradores, les dirige a su capricho, les espía y, llegado el
caso, los deglute como a Sara. La destrucción del monstruo precisará de un
viaje hacia las entrañas de este complejo caparazón arquitectónico, periplo que
solo podrá iniciarse verdaderamente cuando Suzy renuncie a los alimentos con
que la madre la nutre y que, en contrapartida, la invalidan para cualquier
aventura nocturna. Argento filma ese momento con decidida prestancia,
subrayando la acción de Suzy, que se reafirma en una actitud de clara rebeldía
al rechazar la cena y deshacerse de ella por el inodoro. El siguiente
movimiento del personaje intenta contrarrestar la terrorífica presencia de unas
profesoras que jamás abandonan la escuela por la noche, sino que se repliegan
en su centro. Para descubrirlas. Suzy pone en marcha una sugestiva operación
mental de seguimiento de las mismas tomando como indicio el sonido de sus
pasos, reflejo y consecuencia del espíritu de los cuentos sobre el que se
edifica todo el film, y que invita a la protagonista a un simbólico trayecto
hacia dentro. Suzy conseguirá acceder a la zona prohibida después de que ésta
le haya sido señalada mediante un espejo lewiscarrolliano que refleja los
lirios que permiten abrir la puerta secreta. Suzy Banyon penetra en los
dominios de lo inconsciente, en busca del secreto que oculta el edificio, una
imago que se arremolina significativamente detrás de un velo que la
protagonista debe levantar, desvelando a Helena Marcos, la bruja, la Reina
negra, la madre terrible. Abatirla supondrá la prueba final y definitiva para
liberarse del vientre que amenaza con absorberla, y ser devuelta, debidamente
renacida, al lado diestro del espejo. El clímax tiene lugar en el aposento de
la siniestra Helena Marcos, primero una silueta oscura entrevista por el velo
que cubre la cama, y después convertida, al recibir la mortal punción que le
inflige la joven heroína, en una terrible anciana, premonición de las criaturas
fulcianas que pronto poblarían la cinematografía italiana. La caracterización
de vieja se corresponde a la imagen
que la mitología ha construido de la bruja, a partir de la visualización de la
vejez como un estado connatural a las mismas: la iconografía existente es
innumerable, aunque, por encima de todo, Helena Marcos debe ser entendida como
una moderna encarnación de aquella
perversa reina del dibujo animado que fue la bruja de la Blancanieves de Walt
Disney. El desenlace trae consigo la lluvia y el viento, pero también el fuego
purificador que prenderá de la arquitectura y la sumirá en una agonía mortal.
Suzy abandona el lugar a través del marco/encuadre que la recibió al inicio,
dejando atrás la pesadilla. El rito de paso ha cambiado la expresión de su
rostro, que se muestra ahora liberado de las sombras del miedo que lo
regentaban.
La comunión perfecta entre el asesinato y las Bellas Artes.
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