viernes, 2 de junio de 2023

SUSPIRIA — 1977 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 


 


 SUSPIRIA

 

— 1977 —

 

 

El hálito fantástico que sospechábamos en algunas partes de «Rojo oscuro» encontró en «Suspiria» la mejor de las plataformas para despegar y desarrollarse. Argento ofreció un film insólito y personal, donde cabían los cuentos tradicionales —Perrault, Grimm…— las obras de George MacDonald y de Lewis Carroll, y las novelas de brujería de A. Merrit (‘Arde bruja, arde’) y de Fritz Leiber (‘La esposa hechicera’). El enorme éxito alcanzado por «El exorcista» de William Friedkin había provocado, durante la década de los setenta, una cantidad ingente de films que tenían al diablo como excepcional invitado. Argento y las brujas de «Suspiria» aportaban una oferta diferente y atrevida, que rompía con una moda que aún daría magníficos resultados en «La profecía» de Richard Donner, pero que llegó a evidenciar la decadencia del mismísimo Mario Bava, en la arriesgada pero fallida «El diablo se lleva a los muertos».

Las brujas —confesó Argento en esa época— me han apasionado siempre, al contrario que el diablo; no creo en él; en el cine siempre me ha hecho reír. Contrariamente, las brujas me dan miedo”.

Para el papel protagonista del nuevo film. Argento recurrió a la norteamericana Jessica Harper, que tres años antes había interpretado a la heroína de «El fantasma del Paraíso» de Brian de Palma. Según el propio cineasta, la elección se debió al parecido que la actriz guardaba con la Blancanieves de Disney. Junto a ella, destacaron dos grandes damas de la interpretación cinematográfica: Joan Bennett, la que fuera musa y esposa de Fritz Lang, uno de los directores predilectos de Argento, y Alida Valli, la inolvidable heroína de «Senso» de Visconti. Completaron el reparto un joven Udo Kier y el veterano Rudolf Schandler, ligado también a Fritz Lang y a su «Dr. Mabuse». Atento a cada una de las partes del film. Argento planeó al detalle la escenografía con la que debía vestir su historia, viajando durante tres meses por el Norte de Europa para inspirarse en las peculiaridades de su gótico y así crear, con la ayuda de su escenógrafo Giuseppe Bassan, los alucinantes y sui generis interiores de «Suspiria». Pero el rasgo más notable de «Suspiria» fue, sin duda, su tratamiento fotográfico, que, buscando la antigua alquimia del Technicolor de los años 30, y de la mano de Luciano Tavoli, parecía apoyarse en aquella sentencia de Walter Benjamín a propósito de las ilustraciones de los cuentos infantiles: “El color puro es el médium de la fantasía”.

 

 

 

 

 

  Sinopsis

 

 

Decidida a perfeccionar sus estudios de ballet, Suzy Banyon (Jessica Harper) llega a la academia de danza de Friburgo una noche de furiosa tormenta. En la puerta coincide con una joven. Pat (Susan Javocili), que balbucea unas palabras sin aparente sentido en el interfono, para alejarse del lugar aterrorizada. Suzy intenta también hacerse entender a través del interfono, pero es en vano. Decide volver a la ciudad y buscar un hotel. La joven Pat se ha refugiado en casa de una amiga, donde ambas son aesinadas. A la mañana siguente, Suzy acude a la academia. Conoce a Miss Tanner (Alida Valli), una de las profesoras de más antigüedad y a Madame Blanc (Joan Bennett), la subdirectora del centro, quien disculpa la ausencia de la directora. Su llegada coincide con la presencia de los policías que investigan el doble asesinato. Suzy explica a los inspectores cómo se encontró, en la puerta cerrada, con una de las víctimas. En la academia, Susie conoce a Sara (Stefania Casini), con la que congenia, y a Mark (Miguel Bosé). otro joven estudiante. Después de unos días. Madame Blanc le comunica que ya puede trasladar sus cosas a la academia. Suzy prefiere seguir alojada en el exterior, granjeándose de este modo la antipatía de las directoras. Durante uno de los trayectos por los pasillos de la escuela, una misteriosa luz la ciega unos segundos. Se siente mareada y pierde el conocimiento. Al volver en sí, se encuentra en una de las habitaciones de la academia, a la que han llevado sus pertenencias. El médico del centro le recomienda descanso y en su dieta incluye un vaso de vino tinto, que resultará contener un narcótico. La estancia forzosa de Susy en la academia hace que su relación con Sara se intensifique. Una de las noches, los dormitorios de la escuela sufren una invasión de larvas, lo que obliga a improvisar un nuevo dormitorio en la sala de baile. Sara cuenta sus sospechas sobre la directora, a la que todos creen asusente: la joven reconoce su inquietante respiración en algún punto de la sala, durmiendo entre ellas. Por la mañana, el perro lazarillo de Daniel (Flabio Bucci), un invidente profesor de piano, muerde a Albert, el sobrino de Madame Blanc, lo que motiva una violenta discusión entre el pianista y la profesora Tanner. El hombre da a entender que sabe más de un secreto en torno al lugar, y se despide. Suzy toma su ración de vino narcotizado, mientras Sara está cada vez más intrigada y atemorizada por las extrañas irregularidades que se suceden a su alrededor. Antes de dormirse, Suzy percibe que los pasos de las profesoras no se dirigen hacia la salida, como sería lógico, sino hacia el interior del edificio. Esa misma noche, el pianista ciego es asesinado por su propio perro. Suzy se siente turbada por el cariz que toman los acontecimientos. Habla con Madame Blanche y le refiere la extrañas palabras que pronunció Pat al pie del interfono, la noche en que fue asesinada. La subdirectora promete referir el hecho a la policía. Sara recrimina a su amiga la confianza que ha tenido con la profesora y le confiesa que ella era la joven que estaba al otro lado del interfono. También le dice que conserva las notas de Pat y que un tal Frank Mandel (Udo Kier), un contacto exterior de confianza, está al corriente de todo. Por la noche, Sara acude a la habitación de Suzy: ha descubierto que las notas de Pat han desaparecido. Su amiga está dormida a causa de la droga ingerida en el vino. Sara presiente que alguien la ha seguido e intenta huir por los laberínticos pasillos del centro. Cae en una habitación llena de alambres que la inmovilizan, dejándola a merced de su perseguidor, que la degüella sin vacilar. A la mañana siguiente. Miss Banner anuncia a Suzy la falta de tacto de su amiga, que se ha ido “como una ladrona”. Suzy, que no cree en esa versión, decide entrevistarse con Frank Mandel. Éste le cuenta la historia de Helena Marcos, una extraña mujer acusada de brujería, ligada a la academia. De regreso a la escuela. Suzy descubre que está sola: todo el mundo ha ido al estreno de un espectáculo de ballet. Esa noche es atacada por un murciélago e intenta pedir ayuda a Frank por teléfono, pero la comunicación se corta. Se deshace de la comida y el vino y decide adentrarse en el edificio, tomando como referencia los pasos de las profesoras. Llega hasta el despacho de la subdirectora y da con una entrada secreta. Suzy se sumerge en la laberíntica red de pasadizos hasta llegar a la sala de reunión de las profesoras, a las que escucha condenarla a muerte. Encuentra el cadáver de Sara y, en la angustiosa huida, se refugia en la habitación donde sigue habitando Helena Marcos, la bruja de que le habló Frank Mandel. Suzy se enfrenta a ella y le atraviesa el cuello con una afilada aguja. El edificio empieza a resquebrajarse. Suzy se pone a salvo, mientras se escuchan los gritos de las otras brujas pereciendo entre las llamas.

 

 

 

 

 

Suzy Banyon y sus compañeras en una imagen promocional de «Suspiria».

 

 

 

  En la boca del miedo

 

 

Como es de ley en todos los cuentos, «Suspiria» se inicia con una voz en off que lleva implícita la formula del “érase una vez”:

Suzy Banyon decidió perfeccionar sus estudios de ballet en la más famosa escuela europea de danza, la célebre academia de Friburgo. Partió un día a las nueve de la mañana del aereopuerto de Nueva York y llegó a Alemania a las diez y cinco, hora local”.

Dario Argento se vale de este método de invocación mágico y naif para presentarnos a la protagonista fuera de su marco cotidiano, sumergiéndose en las subyugadoras imágenes del aeropuerto que abren la película. Partiendo de los paneles que señalan las llegadas de los vuelos, la cámara desciende hasta mostrarnos a Suzy Banyon entre varios pasajeros, caminando hacia la salida. Pero la consistencia real del aeropuerto se desvanece a cada nuevo paso de la protagonista. Argento acude a la sucesiva alternancia del plano-contraplano y a la hipnótica música de Goblin para hacer cristalizar el efecto: pasamos de un travelling de la joven tomada frontalmente, con el sonido ambiente del aeropuerto, a la toma subjetiva que avanza hacia las puertas de salida sostenida por el inquietante tema principal de la banda sonora. La configuración visual de las puertas evoca un organismo vivo, una gran boca dispuesta a tragarse a la heroína: un primer umbral de cruce traumático que rompe con lo cognoscible y condena a la muchacha a la soledad forzada de un ritual intransferible. Una tormenta de dimensiones apocalípticas recibe a Suzy del otro lado, mientras la joven se afana en conseguir los servicios de un taxi. Su conductor, improvisado y turbador Caronte, la lleva a través de una inextricable geografía onírica caracterizada por presencia incesante y ominosa del agua, la oscuridad de la noche y la imagen fugaz de un bosque: tres figuras arquetípicas de lo femenino y de lo inconsciente, decisivas para entender el tipo de viaje que emprende Suzy Banyon.

Los terrores del bosque —escribe J. E. Cirlot en su ‘Diccionario de símbolos’— tan frecuentes en los cuentos infantiles, simbolizan el aspecto peligroso del inconsciente, es decir, su naturaleza devoradora y ocultante”.

La protagonista de «Suspiria» franquea los dominios de una madre terrible (que luego descubriremos personificada en la bruja Helena Marcos), para aproximarse a su centro de poder, esa misteriosa academia de signo uterino que pugnará por destruirla. El relato, sin embargo, deja ahora a Suzy de lado para decantarse por una alumna que se cruza con ella en la puerta de entrada de la academia y que huye aterrada después de pronunciar unas palabras que dirige por el interfono a una invisible compañera: “El secreto es… Lo he visto en la puerta… Tres lirios… Hay que girar el azul”. La protagonista preservará en la memoria esas palabras, como un valioso legado que, siguiendo la lógica de los cuentos, encontrará mágico acomodo en el futuro. Vemos correr a la despavorida joven por el bosque en rápidos e imborrables travelling laterales (reflejo subjetivo de la perpleja mirada de Suzy alejándose en el taxi) y la seguimos hasta la majestuosa casa de una amiga, un edificio presidido por un hall de maniática geometría y subido cromatismo, que será el excéntrico decorado de una de las más inefables puestas en crimen de la historia del cine fantástico. La inminente víctima de este crimen inaugural se refugia en el cuarto de baño de la amiga, pero su frágil seguridad no tarda en desvanecerse. Si la noche tiene mil ojos, como reza el sugestivo título de William Irish, algunos cientos de ellos pertenecen a la omnisciente cámara de Dario Argento, que no cesa de observar y señalar a aquellos que van a morir. La ubicación de la cámara en el exterior del cuarto facilita el estilizado ejercicio compositivo del cuadro dentro del cuadro, pero también un punto de vista desconocido —no sabemos nada de la naturaleza del peligro que amenaza a la muchacha— que irriga de savia terrorífica el contenido subjetivo del plano. Argento apuesta por la hiriente combinación del cristal y la carne ya presente en «Rojo oscuro» para dar la salida al truculento asesinato: una manos presionan el rostro de la víctima contra el cristal de la ventana hasta hacerlo estallar. Lo que sigue es una vertiginosa avalancha de sensaciones, construida a base de ilimitado sadismo, colores agresivos, frenético montaje y sonido Goblin. La joven es inmolada en una sangrienta ceremonia punitiva, que incluye siete puñaladas (la última de las cuales le perfora el corazón, detalle que Argento recoge en impactante y casi pornográfico primer plano) y el ahorcamiento final de la víctima, cuyo cuerpo cae por el techo de cristal del hall. El plano final de la secuencia es un sensual movimiento de cámara que se inicia en los pies desnudos de la joven ahorcada y finaliza con el descubrimiento del cadáver de la amiga destrozado por los cristales caídos. Argento se erige aquí, más que nunca, en sumo sacerdote, en oficiante directo del crimen —las manos del verdugo son sus manos, recordémoslo— y en demiurgo de un ritual de sacrificio con el que trascender el asesinato, para hacer de él un acto fundacional, simbólico y cruento, terrorífico y hermoso, que el espectador debe forzosamente experimentar antes de poder adentrarse y situarse entre las bellas y las brujas de «Suspiria». No resulta fácil reponerse de estos veinte minutos antológicos, de su inusitada violencia, de los enigmáticos interrogantes que suscitan y del efecto hipnótico de su parafernalia visual. Por eso, cuando vemos aparecer de nuevo a Suzy Banyon ante la fachada de la academia, a la luz del día, nos sentimos todavía desorientados a causa del empuje fatal de ese primer crimen. La entrada en campo de Suzy comunica una extrañeza inmediata, que nace de la férrea delimitación del encuadre, cuyos extremos inviolables inducen a negar la existencia de todo lo que está fuera de campo. Suzy aparece, pues, como alguien que viene de ninguna parte y se dispone a franquear un nuevo umbral que la llevará, ahora sí, al universo mágico del film. Este encuadre hace las funciones del espejo de Alicia, y por él se introduce Suzy ingenuamente, llevada por la placidez que ahora ofrece el escenario. El último plano del film recuperará, mucho más tarde, una composición similar, para ofrecernos a una Suzy liberada, saliendo de campo con una sonrisa que la capacita para encontrar el camino de vuelta. De esa oposición de encuadres surge toda la galería de situaciones de «Suspiria».

 

 

 

 

 

Blancanieves destruye a la malvada bruja del cuento.

 

 

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

—Daniel, el pianista ciego. La muerte de este personaje adopta los procedimientos ya clásicos de la sequenza lunga, abierta en este caso cuando el perro lazarillo muerde inexplicablemente al repelente sobrino de madame Blanc. Argento no filma el incidente de la mordedura, sino que recurre a su sonido en off sobre la imagen de uno de los pasillos de la escuela, tomado mediante un travelling de retroceso que prepara la aparición de una indignada mis Tanner a la búsqueda y captura del aún ignorante Daniel. Durante la violenta discusión en la sala de ensayos, el cineasta utiliza un impactante picado vertical sobre el invidente, como si recogiera la mirada demiúrgica de la propia casa que lo observa y le condena a muerte. Esa muerte se produce en una solitaria y gigantesca plaza: La Plaza de los Tres Templos de Munich. En la construcción fílmica del crimen destaca la escalofriante ironía que surge de mostrar a un personaje ciego sometido a la hiperbólica mirada de las sacerdotisas del Mal, que lo miniaturizan y aplastan con denodada crueldad, todo ello en medio de un complejo diseño visual que debió conocer Peter Grenaway antes de filmar «El vientre del arquitecto», pero que, desde luego, tiene la llama fundacional en aquel Cary Grant a vista de pájaro abandonando la ONU en «Con la muerte en los talones» de Hitchcock. Pero el alarde técnico que permite que esa cámara se lance en pos del desvalido ciego transmuta la abstracción de signo hitchcockiano en la más pura manifestación de lo oculto que jamás ha acogido una pantalla de cine.

—Sara. Una Suzy somnolienta, narcotizada por el vino que acompaña sus cenas, deja a Sara, su hermana en el sueño que es «Suspiria», a merced de las brujas. Una secuencia anterior nos mostraba a ambas nadando en la piscina y sumidas en la confidencia —Sara guarda las notas de la joven asesinada del principio y ha seguido investigando por su cuenta—, ajenas a la mirada del lugar que las observaba desde la cámara esotérica de Dario Argento. Ahora, la joven intenta inútilmente despertar a su amiga, porque sus notas han desaparecido y todo hace pensar que su vida corre peligro de muerte: la cámara se aleja de ellas subrayando la soledad e indefensión de Sara, e inicia una panorámica ascendente hasta encuadrar la bombilla del techo, improvisado y amenazador apéndice de la casa de la bruja y lúcida expresión del miedo cinematográfico entendido a imagen y semejanza de un estado febril donde los más intrascendentes objetos cobran una inusitada cualidad física. Sara intenta escapar por la informe estructura de pasillos y escaleras que es la academia durante la noche. Ese itinerario viene marcado por un expresivo contraste entre la estremecedora música de Goblin y unos expectantes segmentos de silencio que permiten captar el rítmico entrechocar del filo de una navaja de afeitar contra el pestillo de metal de una puerta. La sádica imaginación del cineasta no vacila en idear para Sara un tiempo de espera —es una víctima a las puertas del sacrificio—, que culmina en una habitación llena de alambre cortante que, a modo de estómago simbólico, amenaza con digerirla. Sin embargo. Sara muere degollada por la mano enguantada de alguien de cuya horrorosa identidad da buena cuenta la mirada impregnada de horror que la joven dirige fuera de campo y que queda anegada para siempre en el primer plano de su ojo ya muerto con el que finaliza la secuencia.

—Suzy Banyon y las brujas. Suzy es un personaje esencialmente ingenuo que deberá asumir su papel obligado de heroína. Ella es la elegida para completar un movimiento que se inicia con las enigmáticas palabras de la primera muchacha asesinada y que se mantendrá vivo gracias a la tozudez de Sara, amiga y confidente de ambas. La muerte de Sara actuará de acicate para que Suzy se decida por la acción.

La etérea protagonista —escribe Antonio Tentori en ‘Dario Argento. Sensualità dell’omicidio’— pasa a través de una serie de monstruosidades y terrores, como en una suerte de rito iniciático, pero no pierde jamás el candor que la caracteriza”.

Dejando de lado los veinte minutos iniciales, en los que lo sobrenatural afecta al espectador pero no a la protagonista, Suzy irá tomando paulatino contacto con el extraño comportamiento de las alumnas y con las normas de las profesoras, a las que parece contravenir su decisión de rechazar el régimen de internado. Las cabezas visibles de la escuela, mis Tanner y madame Blanc, no han cesado de subrayar el talante conflictivo de la alumna asesinada. La negativa a pernoctar en el centro alinea a Suzy con el espíritu rebelde de la muerta. Las consecuencias de esta decisión son sorprendentes, ya que no existe una sólida causa para justificar el encantamiento al que se ve sometida la protagonista, prisionera involuntaria tras los muros de la escuela. ¿Una forma drástica de domeñar su deseo de independencia o de tenerla vigilada al sospechar que oculta algo del fortuito encuentro con la primera víctima? Todo son meras conjeturas, porque el relato nunca llega a contar nada abiertamente, y cualquier acción que lo prolonga nace del bombeo infatigable de su vocación onírica. El desconcertante desequilibrio entre la edad real de las actrices y su comportamiento peculiarmente infantil es uno de los efectos más visibles de ese onirismo omnipresente.

En un primer tratamiento —cuenta Argento— la acción se situaba en una escuela de niñas, de unos diez a doce años. Las brujas eran las maestras que torturaban a las niñas. Pero a los distribuidores la idea se les antojó excesivamente cruel. Entonces, cambié la edad de los personajes, pero no renuncié a la atmósfera de colegio infantil. Hice que las alumnos de la escuela de danza se comportasen como niñas: no podían salir, tenían miedo de sus maestras… Incluso potencié la idea a partir de una serie de trucos escenográficos, como el de hacer que las puertas fueran muy altas y que los pomos les llegaran a la altura del rostro”.

 

 

 

 

 

De nada valdrán los poderes de Helena Marcos ante la afilada hoja que esgrime Suzy Banyon.

 

 

La configuración del edificio, su trazado laberíntico —su alma, en definitiva— está en deuda con los grabados de perspectivas contradictorias de M. C. Escher, artista que el film cita directamente tanto de palabra —la escuela de danza está en la calle Escher— como de obra —el despacho de la directora reproduce imágenes de algunos de sus trabajos—, y cuya apología del trompe l’oeil es susceptible de encajar sin traumatismos en el universo expresivo de Argento. Pero también es posible percibir, en torno a la academia de danza de Friburgo, la gravitación de un imaginario literario de arquitecturas excéntricas que no son refractarias a su espíritu perturbador; así, el espectador puede encontrar vasos comunicantes entre ese espacio de vértigos concéntricos y el palacio del príncipe Próspero de ‘La máscara de la Muerte Roja’ de Edgar Allan Poe

Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta yardas había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento”,

o en las fantásticas construcciones en las que suelen moverse los protagonistas de las obras de George MacDonald, como ‘Lilith’ y ‘La princesa y los trasgos’

Subió y siguió subiendo (¡Qué largo parecía el trayecto!), hasta que se concluyó el tercer tramo y vio que aquel rellano era la desembocadura de un largo pasillo. Se aventuró por él. Estaba lleno de puertas cerradas a derecha e izquierda, tantas que no se preocupó de pararse ante ninguna, sino de seguir avanzando a paso vivo hasta el final. Pero aquel final enlazaba con otro pasillo igualmente lleno de puertas. Cuando por dos veces volvió a repetirse la misma situación y siguió sin ver en torno suyo más que puertas cerradas, empezó a asustarse un poco”.

 

 

 

 

 

Los grabados de M. C. Escher, protagonistas subliminales del film.

 

 

Pero la definitiva vuelta de tuerca para la magnificación de esta escenografía barroca es su concepción de organismo vivo, capaz de prolongar a la bruja que guarda en su seno. La academia respira por los pasillos, transpira repelentes larvas, cambia de color como las serpientes mudan de piel, acepta y expulsa a sus moradores, les dirige a su capricho, les espía y, llegado el caso, los deglute como a Sara. La destrucción del monstruo precisará de un viaje hacia las entrañas de este complejo caparazón arquitectónico, periplo que solo podrá iniciarse verdaderamente cuando Suzy renuncie a los alimentos con que la madre la nutre y que, en contrapartida, la invalidan para cualquier aventura nocturna. Argento filma ese momento con decidida prestancia, subrayando la acción de Suzy, que se reafirma en una actitud de clara rebeldía al rechazar la cena y deshacerse de ella por el inodoro. El siguiente movimiento del personaje intenta contrarrestar la terrorífica presencia de unas profesoras que jamás abandonan la escuela por la noche, sino que se repliegan en su centro. Para descubrirlas. Suzy pone en marcha una sugestiva operación mental de seguimiento de las mismas tomando como indicio el sonido de sus pasos, reflejo y consecuencia del espíritu de los cuentos sobre el que se edifica todo el film, y que invita a la protagonista a un simbólico trayecto hacia dentro. Suzy conseguirá acceder a la zona prohibida después de que ésta le haya sido señalada mediante un espejo lewiscarrolliano que refleja los lirios que permiten abrir la puerta secreta. Suzy Banyon penetra en los dominios de lo inconsciente, en busca del secreto que oculta el edificio, una imago que se arremolina significativamente detrás de un velo que la protagonista debe levantar, desvelando a Helena Marcos, la bruja, la Reina negra, la madre terrible. Abatirla supondrá la prueba final y definitiva para liberarse del vientre que amenaza con absorberla, y ser devuelta, debidamente renacida, al lado diestro del espejo. El clímax tiene lugar en el aposento de la siniestra Helena Marcos, primero una silueta oscura entrevista por el velo que cubre la cama, y después convertida, al recibir la mortal punción que le inflige la joven heroína, en una terrible anciana, premonición de las criaturas fulcianas que pronto poblarían la cinematografía italiana. La caracterización de vieja se corresponde a la imagen que la mitología ha construido de la bruja, a partir de la visualización de la vejez como un estado connatural a las mismas: la iconografía existente es innumerable, aunque, por encima de todo, Helena Marcos debe ser entendida como una moderna encarnación de aquella perversa reina del dibujo animado que fue la bruja de la Blancanieves de Walt Disney. El desenlace trae consigo la lluvia y el viento, pero también el fuego purificador que prenderá de la arquitectura y la sumirá en una agonía mortal. Suzy abandona el lugar a través del marco/encuadre que la recibió al inicio, dejando atrás la pesadilla. El rito de paso ha cambiado la expresión de su rostro, que se muestra ahora liberado de las sombras del miedo que lo regentaban.

 

 

 

 

 

La comunión perfecta entre el asesinato y las Bellas Artes.

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