INFERNO
— 1979 —
Durante su estancia en Nueva York para promocionar «Suspiria» y poner en
marcha la producción de «Zombi», Argento empezó a escribir el guión para el
segundo film de la inconclusa trilogía ‘dell’occulto’. Dado que el propósito
inicial del director era rodar el film en Inglaterra, Argento inició un
exhaustivo rastreo de escenarios posibles, siguiendo huellas de pintores
prerrafaelitas, como Dante Gabriel Rossetti, William Morris y E. Bume-Jones. La
película, sin embargo, se acabó rodando en Nueva York y Roma, muy especialmente
en el barrio de Coppedé de la ciudad italiana. El casting previsto contaba con el protagonismo de James Woods, pero
éste dejó plantado el proyecto para ir a rodar “El campo de cebollas” de Harold
Becker. Le sustituyó Leigh McCloskey, al que se unieron Irene Miracle (“La elegí porque era una buceadora fenomenal
e iba a la perfección para la secuencia de la casa inundada. Nunca había visto
una actriz que supiera desenvolverse tan bien bajo el agua. ¡Extraordinaria!”),
y los reincidentes Gabriele Lavia —el Carlo de «Rojo oscuro»— Alida Valli —la
pérfida miss Tanner de «Suspiria»— y Daria Nicolodi. El conjunto se completó
con el veterano Feodor Chaliapin y con Sacha Pitoeff, el enigmático M de «El
año pasado en Marienbad». Para el peculiar tratamiento fotográfico. Argento
aceptó la recomendación de Luciano Tovoli, y contrató a Romano Albani. La labor
escenográfica continuó a manos de Giuseppe Bassan que se esmeró en el diseño de
unos muy sui generis interiores ‘art decó’. Decisiva fue también la
colaboración de Mario Bava en el apartado de efectos especiales, tanto para el
incendio final, como para la espectacular aparición de la Muerte, que resolvió
mediante un complejo juego de espejos. Keith Emerson, del mítico trío Emerson,
Lake & Palmer compuso, finalmente, una banda sonora que se inspiraba en los
“Carmina Burana”.
El barrio de Coppedé sirve de fastuoso escenario a la operística «Inferno».
Sinopsis
La joven Rose Elliot (Irene Miracle) indaga sobre su casa neoyorquina, a
partir de una raro volumen escrito por un arquitecto, Varelli. El libro hace
mención a las Tres Madres —Mater Tenebrarum, Mater Suspiriorum, Mater
Lacrimarum—, tres perversas mujeres que dirigen el mundo desde tres casas que
dicho arquitecto construyó en distintas ciudades: Nueva York, Roma y Friburgo.
El texto revela una serie de claves para resolver el hermetismo que las
envuelve: el olor pestilente que anuncia la proximidad de sus moradas es la
primera clave, “la segunda clave está
oculta en el sotano”, “la tercera
clave esta bajo la suela de tus zapatos”… Rose envía una carta a su
hermano, que vive en Roma, para contarle sus extrañas pesquisas. Después,
visita al misterioso anticuario Kazanian (Sacha Pitocff), que es quien le ha
proporcionado el libro. De vuelta, una trampilla en el suelo le llama la
atención y recuerda la segunda clave que menciona el texto. Rose se adentra en
un subsuelo lleno de agua, donde pierde las llaves de su casa. Se sumerge
entonces en el pozo, y descubre una vivienda que guarda todavía el mobiliario y
su decoración barroca. En uno de los cuadros que cuelgan de la pared aparece el
nombre Mater Tenebrarum. Rose se hace con la llave, pero, al ir a emerger, se
topa con un cadáver putrefacto que le complica el retorno. Una vez fuera, corre
hacia su casa sin percatarse de que alguien la observa. En un aula de la
universidad de Roma, Mark Elliot (Leigh Me Closkey) asiste a una clase de
música centrada en el ‘Va pensiero’ de Verdi. Sobre la mesa está la carta de su
hermana todavía por abrir. Mark se siente atraído por una extraña joven (Anja
Pieroni), que le susurra unas palabras ininteligibles. Su actitud llama la
atención de Sara (Eleonora Giorgi), amiga del joven norteamericano. Al
finalizar la clase, Mark abandona el lugar ligeramente aturdido, y se olvida de
la carta. Sara se hace cargo de ella. Durante el trayecto en taxi, Sara lee la
carta y ordena al taxista cambiar de dirección. A medida que se aproximan al
nuevo destino, Sara percibe un olor desagradable. Al descender del taxi se hace
una pequeña herida en el dedo. Ya en la biblioteca, pide un ejemplar de ‘El
libro de las Tres Madres’ y toma la decisión de sustraerlo, no sin cierta
inquietud, pues le ha parecido oír el susurro de su nombre entre las
estanterías próximas. Aprovecha el momento del cierre y se dirige hacia la
salida, pero se pierde en el dédalo de pasillos. En el sótano encuentra un
laboratorio de alquimia y a su raro morador que, al ver el libro que lleva,
intenta recuperarlo a cualquier precio. Sara deja el libro, y escapa. Temerosa
de que algo pueda sucederle, busca la compañía de Carlo (Gabriele Lavia), un
vecino de su apartamento. Llama a Mark y le ruega que venga de inmediato. La
luz del apartamento empieza a fallar y Carlo se ofrece para arreglarlo. Al ir
junto a él, Sara descubre con estupor que ha sido asesinado, suerte que ella
misma no tarda en correr. Mark llega a la casa y se encuentra con el cadáver de
su compañera. Al abandonar el lugar, ve a la misteriosa joven de la
universidad, que lo observa desde un coche en marcha. Mark llama por teléfono a
su hermana. Ésta le pide que se reúna con ella urgentemente, pero unas
interferencias dan al traste con la conversación. Rose se siente en peligro y,
tras cortarse con el pomo de la puerta, huye por los pasillos del edificio
dejando la dudosa seguridad de su apartamento. La huida, sin embargo, no la
lleva muy lejos: unas manos al otro lado de una ventana se apoderan de ella y
la asesinan. Mark viaja hasta Nueva York. En el vestíbulo del edificio conoce a
algunos de los excéntricos inquilinos: un anciano paralítico (Feodor
Chaliapin), su enfermera (Verónica Lazar) y la portera encargada de la finca
(Alida Valli). Mark sólo recibirá sincera ayuda de la Condesa Elise (Daria
Nicolodi), una joven enfermiza que está bajo los cuidados de John, su mayordomo
(Leopoldo Mastelloni). La condesa, amiga íntima de la desaparecida Rose, le
habla de la obsesión que siente su hermana por el mito de las Tres Madres y su
vinculación con el edificio. Al regresar a su apartamento, Elise se percata de
que sus pies están manchados de sangre. Vuelve junto a Mark, y descubren en la
moqueta el origen de ésta, que se prolonga por el pasillo hasta una puerta.
Mark sigue las manchas, mientras Elise le aguarda en el pasillo. El joven se
interna por un intrincado espacio lleno de pasillos y escaleras. Al abrir uno
de los conductos de aire se siente mareado y pierde el sentido. Una figura
encapuchada se le acerca. Mientras, una Elise angustiada corre en busca de
Mark. A través de una de las cristaleras, el encapuchado que arrastra el cuerpo
del joven la descubre. La condesa intenta escapar, pero las puertas se cierran
misteriosamente, trazándole un único camino. En una de las habitaciones vacías
es atacada por voraces gatos y rematada a cuchillo por el siniestro
encapuchado. Mark llega, malherido, hasta el vestíbulo del edificio. La portera
y algunos inquilinos le observan con frialdad. Vuelve en sí en el apartamento
de Rose. Kazanian y Mark dialogan. El anticuario le avanza la noticia del
eclipse que va a tener lugar durante la noche. Durante el mismo. Kazanian
aprovecha para deshacerse de los gatos que tanto le incordian. Pero ratas de
las cloacas —ayudadas circunstancialmente por un individuo— acaban con él.
Carol, la encargada de la finca, y John, el mayordomo, mueren en extrañas
circunstancias: a John le arrancan los ojos y Carol perece por ignición. El
fuego que prende en Carol se extiende, segundo a segundo, por el lugar.
Paralelamente, Mark da con la última clave —“…bajo la suela de tus zapatos”—,
con lo que abre un boquete en el suelo que lo conduce por diversas galerías que
desembocan en el alma del edificio. Allí se encuentra con el anciano inválido,
que no es otro que Varelli, al que se enfrenta en defensa propia. Agonizante,
el viejo arquitecto se confiesa esclavo de las madres, advirtiéndole de la
crueldad sin límites de Mater Tenebrarum, anfitriona de la casa. El último
resorte del enigma descansa en la enfermera que, desde el interior de un gran
espejo, se descubre como la Muerte. El fuego salva la situación, y Mark escapa
del agonizante edificio que perece con sus oscuros secretos.
¡Los ojos como platos!
Las tres claves de “Inferno”
La matriz fundadora de la incompleta trilogía de las tres Madres descansa
en un texto de Thomas de Quincey titulado ‘Levana and Our Ladies of Sorrow’,
que formaba parte de ‘Suspiria De Profundis’ una continuación de ‘Confesiones
de un inglés comedor de opio’, su obra más famosa. El ensayista inglés, amigo
del gran poeta romántico William Wordsworth, trazaba en dicho capítulo una
somera y orfebrerista descripción de la enigmática tríada de hermanas, a las
que bautizaba con los perturbadores nombres de Mater Lacrimarum, Mater
Suspiriorum y Mater Tenebrarum. Con ellas. Argento construyó el imaginario
maligno que le valió de pasaporte para adentrarse en el ámbito de lo
fantástico. De él nos da sucinta cuenta la voz en off del arquitecto Varelli, que documenta la curiosidad de Rose
Elliot, la protagonista inicial del film, y que la orienta en los arcanos del
enigmático edificio en el que vive y por el que se obsesiona:
“No sé el precio que tendrá que pagar
por romper lo que nosotros los alquimistas llamamos silentium. Las experiencias
de nuestros colegas deberían prevenirnos para no trastornar a los profanos. Yo,
Varelli, arquitecto que vive en Londres, conocí a las Tres Madres, y diseñé y
construí para ellas tres viviendas, una en Roma, otra en Nueva York, y la
tercera en Friburgo. No descubrí, hasta que era demasiado tarde, que desde esos
tres lugares las Tres Madres dirigen el mundo a través del dolor, las lágrimas
y las tinieblas. Mater Suspiriorum, la madre de los suspiros, la más vieja,
vive en Friburgo; Mater Lacrimarum, madre de las lágrimas, la más bella de las
hermanas, lleva la dirección desde Roma; Mater Tenebrarum, la madre de las
tinieblas, la más joven y cruel de las tres, controla Nueva York. Y yo construí
sus horribles casas, depósitos de asquerosos secretos. Esas así llamadas madres
son, en realidad, perversas madrastras, incapaces de crear vida, infames
hermanas engendradas en el Infierno. Los hombres se equivocaron al darles a
esas criaturas un nombre tan sencillo y terrorífico. En efecto, ellas fueron
tres hermanas al mismo tiempo que madres, igual que hay tres Musas, tres
Gracias, tres Parcas y tres Furias. La tierra sobre la que las tres casas han
sido construidas se convertirá con el tiempo en algo muerto y portador de
plagas; y en la zona de su alrededor olerá terriblemente. Ésa es la primera
clave para descubrir el secreto, la primera y la más importante de las claves.
La segunda clave del secreto venenoso de las tres hermanas está oculto en el
sótano. Allí se encuentra el retrato y el nombre de la hermana que vive en la
casa. Ésa es la ubicación de la segunda clave. La tercera clave está en la suela
de tus zapatos. Ahí está la tercera clave”.
La imagen de un abrecartas y un llavero nos adentran en el tejido onírico
de «Inferno». Dos objetos que, por una vez, no pertenecen a la colección
privada de ningún sádico. Ambos reposan sobre la mesa de estudio de Rose
Elliot, a la espera de que la trama delirante del film los reclame. El llavero
motivará el descenso acuático de la protagonista y será el causante indirecto
del hallazgo de la segunda clave; y el abrecartas permitirá arrancar a Mark las
tablas del piso y acceder a la tercera clave que proclama el texto de Varelli.
Las manos de Dario Argento, maquilladas para la ocasión.
Cadáveres exquisitos
La estructura de «Inferno» recuerda en cierta medida aquellos Films
ingleses, preferentemente de la Amicus, en los que diferentes personajes
desarrollaban distintas historias, pero todas determinadas por un mismo
decorado, que actuaba de catalizador y de verdugo. El interior del edificio
protagonista aísla a sus moradores de la rugiente y bulliciosa Nueva York.
Están fuera del tiempo, sometidos a una disciplina de lo irracional que les da
un aire anacrónico que influye en su ambivalente aureola entre grotesca y
fantasmagórica. En este sentido. Rose Elliot y Mark serían como intrusos en
medio de este magma surrealista.
—Sara y Rose. El film se organiza a partir de una sucesión de bloques que
defienden su independencia, y al mismo tiempo se integran en el engranaje
narrativo general del film. Todos ellos acaban con la muerte de algún
personaje. Los itinerarios paralelos, aunque complementarios, de Rose Elliot en
Nueva York y Sara en Roma compondrían el primer bloque. Las similitud en las
pruebas que deben afrontar apoyaría esta idea. El agua —y la noche, por
supuesto— es el elemento a través del cual entran en contacto con la morada de
las Madres: Rose sumergiéndose en la habitación inundada, y Sara empapándose én
medio de una tormenta que se diría rescatada —taxista incluido— de «Suspiria».
Tanto el edificio de Nueva York como la biblioteca romana detentan un mismo
número, el 49, y un olor nauseabundo les precede. Hay una predilección por un
desplazamiento físico siempre en constante descenso. El miedo y el desaliño
acompañan a ambas heroínas cuando cruzan el hall
de sus respectivos edificios, en dos secuencias de trazado casi análogo. Ambas
sufren una pequeña herida que sangra (Sara al bajar del taxi y Rose al cortarse
con el pomo de la puerta), y dos objetos de cristal se rompen poco antes de ser
asesinadas. Un lagarto comiéndose una mariposa anuncia la muerte de Sara, y
Rose tropieza con un par de lagartos disecados poco antes de ser asesinada.
Finalmente, destaca el encuentro de las dos mujeres con sendos cadáveres, uno
ya putrefacto, entre las aguas amnióticas de los dominios de Mater Tenebrarum
en Nueva York, y el otro, todavía caliente, en el cuarto de los fusibles del
apartamento romano de Sara. La secuencia del asesinato de Sara es un ejemplo
locuaz del mejor cine de Argento. La joven, después de las angustias pasadas en
la sede de Mater Lacrimarum, pide ayuda a un circunstancial vecino. Antes de
que la pareja acceda al apartamento de Sara, se nos muestra un plano de su
interior: un largo pasillo que repercute en el cultivo de la inquietud. Argento
subraya la endeblez de la alianza entre Sara y su vecino, aislándolos con la
planificación: cada uno observa al otro desde su hermético plano. Sara pone en
el tocadiscos el ‘Va pensiero’ de Verdi que habíamos oído ya durante la clase
de música. Hay un plano bellísimo de Sara mirando fuera de campo al que le
siguen tres planos de aproximación a la luna llena coincidiendo con el
crescendo musical. La luna está vinculada simbólicamente a la muerte, a lo
acuático y a la feminidad: tres planos consecutivos de ella como tres son el
numero de Madres malditas. El cortejo fatídico está en marcha: el plano de un
lagarto devorando una mariposa (qué mejor símil para el destino que aguarda a
la joven), el plano de unas manos enguantadas en perversa sesión de
papiroflexia y un enigmático plano de una desconocida que se ahorca (Mater
Tenebrarum, documentaba De Quincey en ‘Levana and Our Ladies Of Sorrow’, es la
instigadora de los suicidios). Un inesperado bajón en la luz va a enviar a
Carlo, el vecino complaciente, a la habitación de los fusibles. Para ello se
dispone a entrar en el pasillo: la cámara parece que va a acompañarle. Sin
embargo, Argento corta a un plano de Sara preocupada. La voz en off de Carlo la tranquiliza. Un nuevo
corte nos lleva a uno de los movimientos de cámara más enigmáticos del cine del
autor de «Rojo oscuro»: un lento travelling
que recorre el pasillo en dirección a la habitación de los fusibles ¿Qué hay
detrás de ese plano? ¿Es la mirada de Carlo? Y si es así, ¿por qué Argento no
nos muestra el contraplano? La ambigüedad invita al miedo. Sea lo que sea, es
difícil no reprimir un escalofrío. Sara acude en pos de Carlo, al que aún
podemos oír en off. De la oscuridad,
sin embargo, surge su rostro desencajado: un cuchillo atraviesa su cuello. En
su agonía, se aterra a la aterrorizada Sara. Verdi llena el último resquicio
sonoro de la secuencia (“El ‘Va pensiero’
verdiano —dice Argento— se inicia en
el auditorio para proseguir después en el apartamento donde se producirá el
crimen. He utilizado el fragmento en dos contextos diferentes porque quería
mostrar como todo cambia según la situación, en el primer momento el ‘Va
pensiero’ es un hermosísima composición, en el siguiente es la música de la
muerte”). La mano enguantada del ejecutor arranca el cuchillo del cuello de
Carlo y lo clava en la espalda de Sara: la fisicidad del crimen es
insoportablemente contagiosa. La mano enguantada cierra la puerta de la
habitación en un gesto que explícita el final de la secuencia —y del ‘Va
pensiero’— y convoca un elipsis perfecta: Mark sale del ascensor y entra en el
apartamento de Sara para descubrir su cadáver. El acoso y derribo de Rose
conjuga de nuevo algunos de los recursos expresivos que mejor esgrime el
cineasta. La suerte que corre la joven posee, como hemos dicho, evidentes
analogías rituales con respecto a Sara: el agua, la herida con sangre, el
objeto de cristal que se rompe y la perturbadora imagen de un reptil. Rose
abandona la dudosa seguridad del apartamento para perderse en una sensual escenografía de definición abstracta y
teatral sometida a la frialdad de unos azules en litigio pictórico con la
intensidad encendida de los rojos. La profundidad de campo, que permite la
prolongación del espacio hacia dentro, se combina con la movilidad de la
cámara, que recrea la persecución antes que el seguimiento. Esa cámara franquea
la cortina transparente para perseguir
a la atemorizada Rose y la acompaña hasta que sale de campo por la derecha
para, seguidamente, girar sobre sí misma y encuadrarnos la cortina que abría el
plano con una sombra amenazante filtrándose a través de ella. El desenlace
posee la crueldad visual de corte preciso que a estas alturas es ya marca de
fábrica: el vacío de una ventana y medio cristal que actúa como afilada
guillotina. Argento recurre al contraste de colores: al encuadre en rojo del cristal
que desciende implacable le opone el encuadre de la carne en azul de la
víctima. Un driping de sangre
chocando contra la pared explícita con elocuencia el destino final de Rose. La
desolación del fundido en negro nos aleja del instante y del lugar.
El imaginario de ‘Dylan Dog’ bebe de las mejores fuentes del cine de
Argento.
—La condesa Elise. El segundo bloque correspondería a la llegada de Mark a
Nueva York, y su relación con la condesa Elise, y se prolongaría hasta el
asesinato de ésta. En dicho tramo. Argento empeña parte de sus energías en
insuflar vida orgánica a la construcción neogótica. Mientras Elise le habla de
las Tres Madres, la cámara inicia un lento movimiento de aproximación a una
rejilla que engulle y transporta sus imprudentes palabras hasta el núcleo del
edificio. Más tarde, esa misma arquitectura bloqueará las cerraduras e impondrá
un trayecto a la condesa que concluirá con su muerte. Los moradores de la casa
tienen algo de figuras grotescas fuera del tiempo, figuras que solo pueden
tener existencia en al ámbito que las cobija, fantasmas ajenos a la gran urbe
neoyorquina que la casa intenta alejar de su realidad, descontextualizados
náufragos que alguna vez tuvieron un asidero seguro en novelas y películas
policíacas de los que son proyección: el ama de llaves, la frágil y enfermiza
esposa rica, el mayordomo, el inválido. Mark es un intruso que viene del
exterior y que lleva el exterior
consigo como una marca que lo diferencia, de ahí la incomodidad que se
establece al contactar con la excéntrica tribu. El joven musicólogo encuentra,
sin embargo, un aliado en Elise. La breve historia que Argento levanta en torno
al personaje no pasa desapercibida. La enfermedad nerviosa, la perpetua soledad
que la circunda, el inquietante mayordomo que la atiende —atención a la mirada
fuera de campo de éste en dirección a un punto que no nos es desvelado—
enhebran una atmósfera mórbida, al estilo de Bava y Freda, confeccionada en el
crisol del extrañamiento, en la que
priva la angulación en picado —el plano del mayordomo preparando el baño posee
algo que escapa a la mera acción que se está llevando a cabo— y, por encima de
todo, el silencio. Ese silencio que vuelve a imponerse después de la muerte de
Elise: Mark, ignorante de la suerte que ha corrido, llama a la puerta de su
apartamento. Un corte directo nos lleva al interior del mismo: la cámara se
desliza —en el más absoluto silencio— hasta encuadrar al mayordomo expectante,
del que fluye un quietismo que aterra de veras. La muerte de Elise sigue las
constantes habituales de Argento, que tienen en la dialéctica entre espacio y
figura su mejor representación. Escaleras, pasillos, cortinas, ventanas y el
arropamiento colorístico son accidentes conocidos del paisaje, a los que debe
unirse la fuerza del sentimiento de soledad, aspecto que volvería a conectar
con las representaciones pictóricas de Hopper. Por otra parte, la Eloise
debatiéndose contra los gatos mientras vemos al detalle sus bocas mordiéndola,
posee algunos rasgos que incitan a pensar en su posible influencia para la
futura concepción del segmento de los gatos reviviendo a la defenestrada
Michelle Pfeiffer en el film de Tim Burton «Batman vuelve» («Batman Returns»,
1994).
—Kazanian. Los dos siguientes bloques están formados por las historias de
Kazanian, el anticuario tullido, por un lado, y por John y Carol (el criado de
la condesa y la portera de la finca) por el otro. A priori, la ubicación de
Kazanian en «Inferno» se intuye como un acto reflejo del pianista ciego de
«Suspiria». Sin embargo, Argento diseña para el anticuario una mini trama de
tono a lo Poe que consolida al personaje por encima de su espectacular muerte.
Encerrado en su claustrofóbica tienda, Kazanian es un solitario, un marginado,
hosco con quienes le rodean y con un odio visceral por los gatos que invaden su
hogar. El anticuario tullido protagoniza una de las sequenze lunghe más inolvidables del cine de Dario Argento. Una
acción miserable va a convertirse en una gran aria de muerte: Kazanian
aprovecha la noche del eclipse para deshacerse de sus odiados intrusos felinos.
El impresionante escenario con los rascacielos y la luna, que sirve de fondo
operístico y pictórico, contrasta con la naturaleza a ras de suelo, de aguas
infectas, desperdicios y ratas. Kazanian se interna imprudentemente en la
laguna fecal en busca de la profundidad idónea para ahogar a los gatos. Argento
describe minuciosamente el dificultoso avance del anticuario, modelando para la
secuencia un tempo lento sobre el cual se va manifestando un sostenido desasosiego.
Muertos los gatos, Kazanian pierde el equilibrio y cae al agua. El eclipse y el
teclado de Keith Emerson se unen para dar comienzo a la inapelable justicia
poética de la Madres: la mano del hombre pugna por un apoyo y revienta una caja
de cartón podrido llena de ratas. El eclipse parece obrar sobre los roedores,
que enloquecen y se lanzan sobre la indefensa víctima. Las ratas se multiplican
aterradoramente en los encuadres. Los gritos de Kazanian llegan hasta la
camioneta de un vendedor ambulante de hot
dogs que corre en su ayuda. O, al menos, eso es lo que pensamos. Argento
prescinde del rostro del recién llegado, y le convierte en un pariente urbano
del Leatherface de «La matanza de Texas», que le inflige al pobre Kazanian una
expeditiva misericordia con un cuchillo de carnicero.
El auténtico rostro de Mater Tenebrarum, entre las llamas purificadoras.
—John y Carol. Su relación nos remite a los melodramas criminales de Mario
Bava y Ricardo Freda, de quienes el film toma prestados la atmósfera malsana y
los interiores con prodigalidad en cortinajes, cuadros y espejos, que acogen la
vida de estos personajes. Poco hay que decir respecto a sus dos muertes casi
elípticas, excepto que conjuran nuevamente elementos neurálgicos en el cine de
Argento: la oscuridad (o las cuencas vacías de los ojos de John) y el fuego (o
el cuerpo abrasado de la mujer).
—La muerte en el espejo. El último bloque es similar al de «Suspiria».
Allí, Suzy Banyon dejaba a un lado su pasividad y se aventuraba hacia el vientre
del monstruo. Mark actúa de la misma manera. Una imagen del joven superpuesta a
otra del mar le vincula al motivo del agua, y le alinea con la estela de Rose y
de Sara. El número tres se revela imprescindible para alcanzar el definitivo
arcano: en «Suspiria» se necesitaba también un relevo de tres (Pat, Sara y
Suzy) para llegar hasta Helena Marcos. Sam Dalmas cruzaba una pequeña puerta
que le conducía hasta la galería de arte donde le aguardaba la letal Monica
Ranieri en «El pájaro de las plumas de cristal». Argento reinterpreta aquí la
secuencia en clave fantástica: Mark franquea el umbral —la composición de los
encuadres es semejante— y llega hasta la gran sala de la pérfida Mater
Tenebrarum. El tema del espejo unido a la madre terrible aparecía por vez
primera en «Rojo oscuro»: el reflejo de Marta en el espejo proclamaba ya el
advenimiento del dominio de las Tres Madres. En «Suspiria», Suzy descubría la
entrada secreta en una imagen especular. Ahora un espejo se interpone entre el
héroe y su adversario: un espejo que se quiebra para mostrar a la Muerte.
Tiziano Sciavi debió tener presente este bellísimo instante a la hora de
imaginar los reiterados encuentros con la Muerte que protagoniza su carismático
detective de cómic Dylan Dog. La secuencia final, con el interior de la casa
envuelta en llamas, nos muestra a Mark reflejado en varios espejos que estallan
a su paso, sugiriendo quizás la posibilidad de que el personaje esté escapando
a través de ellos para volver a esa normalidad representada por la calle
inesperadamente llena de camiones de bomberos, que intentan sofocar el fuego de
«Inferno».
Dos años después de «Inferno», y tras trabajar en un guión sobre vagabundos
neoyorquinos que prometía ser tan terrorífico que amedrentó a su productor Dino
de Laurentis (“Trataba del hambre, la
pobreza, la desesperación, enormes banquetes canibalísticos donde la gente era
descuartizada y devorada”), Dario Argento regresó al giallo con «Tenebrae», dejando aparcado su esperado proyecto de
cerrar la trilogía fantástica de Las Tres Madres. La idea de base para
«Tenebrae» nació del molesto acoso al que Argento fue sometido por parte de un
insistente admirador, durante su estancia en Los Ángeles. Cabe intuir, también,
que la memoria cinéfila de Argento retrocediera hacia uno de los últimos films
de su admirado Fritz Lang, «Más allá de la duda». Si, en esa película maestra,
Dana Andrews se prestaba a interpretar como protagonista una ficción criminal
de la que resultaba finalmente ser culpable, también «Tenebrae» recurre a la
conversión sorprendente del héroe de su film en asesino. Para el papel
protagonista, el cineasta pensó en Christopher Walken, pero fue finalmente
Anthony Franciosa el elegido para caracterizar a Peter Neal, el escritor de
novelas policíacas que esconde bajo su citarme
intelectual las tinieblas que dan título al film. A Franciosa se unieron
Giuliano Gemina, Daria Nicolodi y, de forma no poco autoconsciente, el veterano
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