La sed
Jo Nesbø
Traducción de Lotte Katrine Tollefsen
Prólogo
Miraba absorto la nada incolora.
Desde
hacía casi tres años.
Nadie
le veía y él no distinguía a nadie. Cuando la puerta se abría succionaba el
vapor suficiente para dejar entrever por unos instantes a un hombre desnudo,
después todo quedaba envuelto en niebla.
Los
baños iban a cerrar. Estaba solo.
Se
ciñó el albornoz de felpa blanca, se levantó del banco de madera y bordeó la
piscina desierta camino del vestuario.
Ni
una ducha abierta, ninguna conversación en turco ni pies desnudos deslizándose
sobre las baldosas. Se contempló en el espejo. Recorrió con el dedo la cicatriz
aún visible de la última operación. Le había llevado tiempo acostumbrarse a su
nuevo rostro. El dedo bajó por el cuello, cruzó el pecho, se detuvo donde
comenzaba el tatuaje.
Abrió
el candado de la taquilla, se puso los pantalones y luego la gabardina encima
del albornoz todavía húmedo. Se ató los cordones de los zapatos. Volvió a
asegurarse de que estaba solo y se dirigió hacia otra taquilla cerrada con un
candado manchado de pintura azul. Marcó el código 0999 y abrió la puerta.
Dedicó unos instantes a observar el revólver grande y hermoso que descansaba en
su interior, lo agarró por la culata de color rojo y se lo metió en el bolsillo
de la gabardina. Abrió el sobre. Una llave, una dirección y más detalles.
En
el armario había una cosa más.
De
hierro, pintada de negro.
La
levantó hacia la luz, contemplando fascinado su filigrana. Tendría que limpiarla,
frotarla, pero ya sentía la excitación ante la sola idea de usarla.
Tres
años. Tres años en una nada blanca, en un desierto de días sin sentido.
Ya
era hora, había llegado el momento de beber del cáliz de la vida. Debía
regresar.
Harry despertó sobresaltado, la mirada clavada
en la penumbra del dormitorio. Era él,
había vuelto, estaba allí.
—¿Pesadillas,
cariño?
La
voz que le susurraba era cálida y serena. Se volvió hacia ella, unos ojos
castaños escrutaban los suyos. El fantasma palideció hasta desaparecer.
—Estoy
aquí —dijo Rakel.
—Y
yo aquí —dijo él.
—¿Quién
era esta vez?
—Nadie
—mintió poniéndole la mano en la mejilla—. Duérmete.
Harry
cerró los ojos y esperó a estar seguro de que ella también lo hacía antes de
volver a abrirlos. Estudió su rostro. Esta vez él había aparecido en un bosque. Un paisaje pantanoso, ambos
envueltos en jirones de niebla. Él había
adelantado la mano, apuntaba a Harry con algo que no podía ver. Intuía el
rostro demoníaco sobre su pecho desnudo. Luego la niebla se hizo más espesa y él se esfumó. Otra vez.
—Y
yo estoy aquí —susurró Harry Hole.
PRIMERA
PARTE
1
Miércoles
por la noche
El bar Jealousy estaba casi vacío, pero aun
así se respiraba con dificultad.
Mehmet
Kalak observaba al hombre y a la mujer de la barra mientras les servía vino.
Tenía cuatro clientes. El tercero ocupaba una de las mesas él solo y bebía su
pinta a traguitos mínimos. El cuarto apenas dejaba ver unas botas de cowboy, y
a intervalos espantaba la penumbra con la luz del móvil. Cuatro clientes a las
once y media de una noche de septiembre en la mejor zona de bares del barrio de
moda, Grünnerløkka. Un desastre, no podía seguir así. A veces se preguntaba por
qué había dejado su puesto como encargado del bar del hotel más cool de la ciudad para coger por su
cuenta y riesgo este bar decadente con una clientela de borrachos. Tal vez
porque creyó que subiendo los precios podría cambiar los clientes de siempre
por los que todo el mundo quería: los residentes de la zona, gente de mediana
edad, con poder adquisitivo y nada problemática. O a lo mejor porque después de
romper con su novia necesitaba un lugar donde pudiera matarse a trabajar. O
porque, cuando el banco le denegó el préstamo, la oferta del prestamista Danial
Banks le había parecido atractiva. O tal vez fuera tan sencillo como que en el
Jealousy era él quien elegía la música y no un director de hotel que solo
reconocía una melodía, la de la campanilla de la caja registradora. Había
resultado sencillo ahuyentar a la antigua clientela, hacía mucho que habían
encontrado un nuevo hogar en un bar barato a tres manzanas de allí. Pero había
resultado más complicado atraer a nuevos clientes. Quizá debería revisar el
concepto. Tal vez una única pantalla de televisión con la liga turca no fuera
suficiente para considerarlo un bar deportivo. Y en cuanto a la música, quizá
debería apostar más por lo seguro, por los clásicos como U2 y Springsteen para
los chicos, y Coldplay para las damas.
—No
es que yo haya tenido muchas citas por Tinder —dijo Geir dejando la copa de
vino blanco sobre la barra—, pero he podido comprobar que hay mucha gente rara
por ahí.
—¿No
me digas? —respondió la mujer ahogando un bostezo.
Era
rubia y llevaba el pelo corto. Delgada. Treinta y cinco años, pensó Mehmet.
Movimientos rápidos, un poco nerviosos. Ojos cansados. Trabaja demasiado y hace
ejercicio con la esperanza de que eso le proporcione la energía que siempre
echa en falta.
Mehmet
vio a Geir levantar su copa sujetando el tallo con tres dedos, igual que la
mujer. En sus innumerables citas a través de Tinder siempre pedía lo mismo que
ellas, ya fuera whisky o té verde. Parecía una manera de dar a entender que en
eso también hacían buena pareja.
Geir
carraspeó. Habían pasado seis minutos desde que ella había entrado en el bar y
Mehmet sabía que ya estaba listo para dar la estocada.
—Eres
más guapa que en tu foto de perfil, Elise —dijo Geir.
—Ya
me lo habías dicho, pero te lo agradezco.
Mehmet
limpiaba un vaso fingiendo que no escuchaba.
—Dime,
Elise, ¿qué esperas de la vida?
Ella
sonrió desanimada.
—Un
hombre al que no solo le importe el físico.
—No
podría estar más de acuerdo, Elise. El interior es lo que importa.
—Era
broma. Supongo que en la foto de perfil salgo bastante mejorada, y tengo la
impresión de que tú también, ¿no, Geir?
—Je,
je —dijo Geir, contemplando algo confuso el fondo de su copa de vino—. Bueno,
la mayoría de la gente elige una foto favorecedora. Así que buscas un hombre.
¿Qué clase de hombre, Elise?
—Uno
que quiera ser amo de casa —respondió, consultando su reloj.
—Je,
je. —A Geir no solo le sudaba la frente, sino toda su gran cabeza afeitada.
Pronto tendría manchas de sudor en las axilas de su camisa negra slim fit, una elección sorprendente,
puesto que Geir no estaba ni delgado ni en forma. Giró su copa—. Tenemos el
mismo sentido del humor, Elise. De momento, para mí un perro es familia
suficiente. ¿Te gustan los animales?
«Tanrim, por Dios, ¿es que no va a
rendirse?», pensó Mehmet.
—Si
doy con la persona adecuada, será porque me convenza tanto aquí… como aquí… —Geir
sonrió, bajó la voz y se señaló la entrepierna—. Pero, para saber si es así,
primero hay que comprobarlo, ¿no crees, Elise?
Mehmet
tuvo escalofríos. Geir había metido la quinta y su ego iba a llevarse otro
golpe en la carrocería.
La
mujer apartó su copa de vino, se inclinó un poco y Mehmet tuvo que esforzarse
para oír lo que decía.
—¿Puedes
prometerme una cosa, Geir?
—Claro.
—Su mirada y su voz eran las de un perro sumiso.
—¿Que
puedo irme de aquí ahora mismo y nunca volverás a intentar ponerte en contacto
conmigo?
Mehmet
no tuvo más remedio que admirar la capacidad de Geir para esbozar una sonrisa.
—Por
supuesto.
La
mujer se echó hacia atrás.
—Gracias.
No es que tengas pinta de acosador, Geir, pero he tenido un par de malas
experiencias, ¿sabes? Un tipo empezó a seguirme y también a amenazar a la gente
con la que me veía. Espero que comprendas que tenga cuidado.
—Entiendo.
—Geir levantó su copa y la vació de un trago—. Como ya he dicho, hay mucho loco
por ahí suelto. Pero no temas, estás bastante segura. Las estadísticas dicen
que la probabilidad de morir asesinado es cuatro veces mayor para un hombre que
para una mujer.
—Gracias
por el vino, Geir.
—En
el caso de que uno de nosotros tres… —Mehmet se apresuró a mirar hacia otro
lado cuando Geir le señaló— fuera asesinado esta noche, la probabilidad de que
seas tú es de uno a ocho. O no, espera, habría que dividir por…
Ella
se puso de pie.
—Espero
que encuentres la solución. Que te vaya bien.
La
mujer se marchó y Geir se quedó un rato mirando su copa, moviendo la cabeza al
ritmo de «Fix you» como si quisiera convencer a Mehmet y otros potenciales
testigos de que ya había pasado página, de que ella era como una canción ligera
de tres minutos de duración que se olvidaba en otros tres. Se levantó y se fue
sin terminarse el vino.
Mehmet
miró a su alrededor. Las botas de cowboy y el tipo que alargaba hasta el
infinito su pinta de cerveza habían desaparecido. Estaba solo. El aire volvía a
ser respirable. Con el móvil cambió la playlist
del equipo de música. Puso la suya. Bad Company. Con antiguos miembros de Free,
Mott The Hoople y King Crimson no podía salir mal. Y con Paul Rodgers de
vocalista era imposible que saliera mal. Mehmet subió el volumen hasta que las
botellas de detrás de la barra chocaron entre sí.
Elise bajaba por la calle Thorvald Meyer,
entre modestos bloques de cuatro pisos que en su día acogieron a la clase
trabajadora de un barrio pobre en una ciudad pobre. Ahora el precio del metro
cuadrado igualaba al de Londres o Estocolmo. Septiembre en Oslo. Por fin había
vuelto la oscuridad y habían quedado atrás las largas noches de verano,
luminosas y molestas, sus estúpidas, felices e histéricas muestras de alegría
de vivir. En septiembre Oslo volvía a su auténtico ser: melancólica, reservada
y eficiente. Una fachada sólida que escondía lugares oscuros y secretos. Como
ella misma, decían algunos. Apretó el paso; en el aire se intuía la lluvia, un
sirimiri, el estornudo de Dios, como dijo una vez una de sus citas intentando
resultar poético. Iba a darse de baja de Tinder. El día siguiente. Ya era
suficiente, ya estaba harta de hombres salidos que con su sola mirada hacían
que se sintiera como una puta por citarse con ellos en un bar. No más
psicópatas y acosadores que se aferraban a ella como garrapatas, chupando su
tiempo, su energía y su seguridad. Ya estaba harta de patéticos perdedores que
hacían que se sintiera uno de ellos. Decían que las citas por internet eran la
nueva manera de conocer gente, que ya no había de qué avergonzarse, que todo el
mundo lo hacía. Pero no era verdad. La gente se conocía en el trabajo, en la
biblioteca, a través de amigos comunes, en el gimnasio, en cafeterías, en el
avión, el autobús o el tren. Se conocían como tenía que ser, sin tensiones, sin
sentirse presionados, y luego podían conservar la ilusión romántica de que
había intervenido el destino, de que su comienzo había sido inocente y limpio.
Quería esa ilusión. Borraría su cuenta. No era la primera vez que se lo
proponía, pero esta vez lo haría, esa misma noche.
Cruzó
la calle Sofienberg, sacó la llave para abrir el portal contiguo a la frutería.
Empujó
la puerta y penetró en la oscuridad del portal. Se detuvo de golpe. Eran dos.
Sus
ojos tardaron un par de segundos en acostumbrarse a la penumbra y distinguir lo
que tenían en la mano. Los dos hombres, con los pantalones desabrochados, se
sujetaban el pene colgando. Reculó. No se dio la vuelta, solo rogó que no
hubiera alguien detrás de ella también.
—Joder,
sorry.
El
taco y la disculpa fueron pronunciados por una voz juvenil, Elise le calculó
entre dieciocho y veinte años. Y no estaba sobrio.
—Tío
—dijo el otro muerto de risa—. ¡Me has meado en los zapatos!
—¡Es
que he dado un bote!
Elise
se ciñó el abrigo y pasó junto a los chicos, que se habían vuelto de nuevo
hacia la pared.
—Esto
no es ningún meadero —dijo.
—Sorry, es que había muchas ganas. No se
repetirá, tía.
Geir iba deprisa por la calle Schleppegrell.
Meditaba,
no estaba tan seguro de ese cálculo según el cual, entre dos hombres y una
mujer, ella tenía una probabilidad de uno a ocho de morir asesinada; la cosa
era un poco más complicada. Todo era siempre más complicado.
Había
pasado la calle Romsdal cuando algo le hizo girarse. Un hombre caminaba a unos
cincuenta metros de distancia. No estaba seguro, pero ¿no era el mismo que
había visto al otro lado de la calle, mirando un escaparate, cuando salió del
bar Jealousy? Geir apretó el paso, iba hacia el este, hacia Dælenenga y la
fábrica de chocolate; en esa zona no había nadie por la calle, solo un autobús
que parecía ir adelantado sobre su horario y esperaba en la parada. Geir miró a
su espalda. El tipo seguía allí, a la misma distancia. A Geir le daba miedo la
gente de piel oscura desde siempre, pero no podía distinguirlo bien. Se estaban
alejando de la zona blanca y moderna para aproximarse a las viviendas sociales
y a los inmigrantes. Geir podía ver el portal de su casa a unos cien metros,
pero cuando se giró vio que el tío había echado a correr, y entonces salió por
piernas aterrado ante la idea de que le diera caza un somalí totalmente
traumatizado en Mogadiscio. Geir llevaba años sin correr, y cada vez que sus
talones impactaban contra el suelo una conmoción le recorría el cerebro y la
visión. Llegó a la puerta, consiguió meter la llave en la cerradura al primer intento,
se lanzó al interior y cerró el pesado portón tras de sí. Se apoyó en la madera
húmeda. Le faltaba el aliento y el ácido láctico le quemaba los muslos. Se dio
la vuelta y miró por el cristal de la puerta. No vio a nadie en la calle. A lo
mejor no era un somalí. Geir no pudo contener la risa. Joder, había que ver lo
miedoso que se volvía uno solo por haber hablado un poco de potenciales
asesinatos. ¿Y qué había dicho Elise de su acosador?
A
Geir todavía le faltaba el resuello cuando abrió la puerta del apartamento.
Cogió una cerveza de la nevera, vio que la ventana de la cocina estaba abierta
y la cerró. Luego entró en el despacho y encendió la luz.
Apretó
una tecla del ordenador y la gran pantalla de veinte pulgadas se iluminó.
Escribió «Pornhub» y «french» en el buscador. Fue pasando las fotos hasta dar
con una mujer que tenía al menos el mismo color de pelo de Elise y también un
peinado parecido. Los tabiques del piso eran muy finos, así que enchufó los
auriculares al ordenador antes de hacer doble clic en la foto, desabrocharse
los pantalones y bajárselos. La mujer se parecía tan poco a Elise que Geir
prefirió cerrar los ojos y concentrarse en sus gemidos mientras intentaba
visualizar la boca pequeña y algo severa de Elise, su mirada despreciativa, la
blusa sencilla y muy sexy. Nunca la habría tenido, jamás, de otra manera. Geir
se detuvo. Abrió los ojos. Soltó la polla al notar que el vello de la nuca se
le erizaba por la corriente fría que entraba por la puerta que era muy
consciente de haber dejado cerrada. Levantó la mano para quitarse los
auriculares, pero ya era demasiado tarde.
Elise echó la cadena a la puerta y se quitó
los zapatos en el recibidor. Pasó la mano por la foto sujeta en el marco del
espejo en la que aparecía con su sobrina Ingvild. Era un ritual cuyo
significado desconocía, pero era evidente que cubría alguna necesidad muy
humana, igual que las historias sobre lo que nos espera después de la muerte.
Fue al salón y se tumbó en el sofá de su apartamento de un dormitorio, pequeño pero
acogedor, y además de su propiedad. Consultó el móvil.
Había
un mensaje del trabajo avisando de que la vista de la mañana siguiente se había
aplazado.
No
le había contado al tío de la cita de esa noche que trabajaba como abogada
ofreciendo asistencia a víctimas de violación, ni que su estadística sobre el
riesgo que corrían los hombres de ser asesinados no era del todo cierta. En los
crímenes por motivos sexuales, la probabilidad de que la víctima fuera una
mujer era cuatro veces mayor. No en vano, lo primero que había hecho cuando
compró el piso fue cambiar la cerradura y poner una cadena de seguridad, un
invento muy poco noruego que todavía no manejaba con soltura.
Entró
en Tinder. Había sido correspondida por tres de los hombres que había deslizado
hacia la derecha aquella tarde. ¡Ah!, lo que enganchaba no era quedar con
ellos, sino esto, saber que estaban ahí fuera y que la deseaban. ¿Y si se
permitía un último coqueteo verbal, un trío virtual con sus dos últimos
desconocidos antes de borrar la cuenta y la app para siempre?
No.
Debía darse de baja ya.
Entró
en el menú, completó los campos y finalmente se enfrentó a la pregunta de si
«de verdad» deseaba cancelar su cuenta.
Elise
se miró el dedo. Temblaba.
Por
Dios, ¿sería adicta? Adicta a saber que había alguien, alguien que no tenía ni
idea de quién ni cómo era ella en realidad, pero al menos alguien que la quería
tal y como era en su foto de perfil. ¿Muy enganchada o solo un poco?
Descubrirlo era tan fácil como dar de baja su cuenta y proponerse estar un mes
sin Tinder. Un mes, y si no era capaz de cumplirlo es que le pasaba algo grave.
Acercó un dedo tembloroso a la tecla aniquiladora.
Y
si era eso que consideraban adicta, ¿acaso era tan peligroso? Todos necesitamos
sentir que pertenecemos a alguien y que alguien nos pertenece. Había leído que
los recién nacidos pueden morir si no reciben un mínimo de contacto con la piel
de otro ser humano. No creía que fuera verdad, pero, por otro lado, ¿qué
sentido tenía vivir solo para una misma, para un trabajo que te devora? Para
unos amigos con los que se veía sobre todo por obligación y porque el miedo a
la soledad pesaba más que su aburrida cantinela de quejas sobre los niños, el
marido o la falta de una de esas dos cosas. Y tal vez el hombre que estaba
buscando estuviera en Tinder en ese mismo momento. Así que, vale, un último
intento. Apareció la primera foto y la arrastró hacia la izquierda, a la
papelera, al no te quiero. Hizo lo mismo con la segunda, y con la tercera.
Su
mente divagaba. En cierta ocasión asistió a una conferencia de un psicólogo que
había estudiado a algunos de los peores delincuentes sexuales del país. Explicó
que los hombres mataban motivados por el sexo, el dinero y el poder. Las
mujeres, por los celos y el miedo.
Dejó
de arrastrar hacia la izquierda. Había algo vagamente familiar en el rostro de
la foto, a pesar de estar oscura y algo desenfocada. No sería la primera vez
que ocurría. Al fin y al cabo, Tinder emparejaba a personas que estaban
próximas entre sí. Y, según la aplicación, ese hombre se encontraba a menos de
un kilómetro de ella, incluso podría estar en la misma manzana. La foto
desenfocada delataba que no se había estudiado los consejos prácticos para el
uso eficiente de Tinder, y eso ya era un dato positivo en sí mismo. El texto
era sencillamente «Hola». No hacía ningún esfuerzo por aparentar ser diferente.
No era indicio de que tuviera una gran imaginación, pero al menos se mostraba
seguro de sí mismo. Sí, estaba convencida de que le gustaría un hombre que se
acercara a ella en una fiesta y le dijera tan solo «Hola», y con una mirada
tranquila y firme le preguntara: «¿Seguimos adelante?».
Arrastró
la foto hacia la derecha. A «Siento curiosidad por saber quién eres». Una vez
más oyó el alegre pling del iPhone que indicaba que se había producido otro
emparejamiento.
Geir respiraba con fuerza por la nariz.
Se
subió los pantalones y giró la silla despacio.
La
pantalla del ordenador era la única fuente de luz y solo iluminaba las manos y
el torso de la persona que unos instantes antes se encontraba a su espalda. No
veía su rostro, tan solo unas manos blancas que le entregaban algo. Era una
correa de cuero negro terminada en una lazada. La persona dio un paso hacia
delante y Geir se echó hacia atrás instintivamente.
—¿Sabes
cuál es el único ser más simple que tú que conozco? —susurró la voz desde la
oscuridad mientras las manos tensaban la correa de cuero.
Geir
tragó saliva.
—El
perro —dijo la voz—. Esa mierda de perro del que tú prometiste ocuparte y que
se caga en el suelo de la cocina porque a nadie le da la gana pasearlo.
Geir
carraspeó.
—Pero,
Kari, vamos…
—A
la calle. Y no se te ocurra ponerme la mano encima cuando te acuestes.
Geir
cogió la correa del perro y ella salió dando un portazo.
Se
quedó sentado en la oscuridad, parpadeando.
«Nueve
—pensó—. Dos hombres y una mujer, un asesinato. En ese caso, las probabilidades
de que la mujer sea la víctima es de uno a nueve, no de uno a ocho.»
Mehmet iba conduciendo su viejo BMW despacio,
alejándose de las calles del centro, hacia la colina de Kjelsås, chalets,
vistas al fiordo y aire más fresco. Giró hacia su calle, silenciosa y
durmiente. Divisó un Audi R8 aparcado delante de su casa, junto al garaje.
Mehmet redujo la velocidad mientras valoraba durante unos instantes la
posibilidad de acelerar, seguir adelante. Pero sabía que solo conseguiría
aplazarlo. Claro que, por otra parte, eso era precisamente lo que necesitaba:
un aplazamiento. Pero Banks acabaría localizándole y este podía ser un buen
momento. Era una noche tranquila, estaba oscuro y no habría testigos. Mehmet
aparcó junto a la acera. Abrió la guantera. Observó lo que tenía allí guardado
desde hacía días, precisamente en previsión de que se produjera una situación
como aquella. Se lo metió en el bolsillo y tomó aire. Bajó del coche y empezó a
caminar hacia la casa.
Se
abrió la puerta del Audi y Danial Banks bajó. Cuando Mehmet le conoció en el
restaurante Pearl of India, supo que el nombre de pila paquistaní y el apellido
británico serían tan falsos como su firma en el supuesto contrato que habían
firmado. Pero el efectivo que contenía el maletín que le entregó era auténtico.
La
gravilla que cubría el acceso al garaje crujió bajo sus pies.
—Bonita
casa —dijo Danial Banks, apoyado en el R8 con los brazos cruzados—. ¿No le
bastó a tu banco para avalar tu préstamo?
—Solo
soy inquilino, de la planta baja.
—Pues
lo siento por mí —dijo Banks. Era mucho más bajo que Mehmet, pero no lo parecía
cuando tensaba los bíceps escondidos bajo la chaqueta del traje—. Eso quiere
decir que no me serviría de nada prenderle fuego para que cobres el seguro y
pagues tu deuda, ¿verdad que no?
—Supongo
que no.
—Pues
lo siento por ti también, porque voy a tener que utilizar un método muy
doloroso. ¿Quieres saber en qué consiste?
—¿No
te gustaría saber antes si puedo pagarte?
Banks
negó con la cabeza y se sacó algo del bolsillo.
—El
plazo venció hace tres días y te advertí que la puntualidad es vital. Y para
que no solo tú sino todos mis clientes sepan que no toleraré retrasos, tengo
que reaccionar sin hacer excepciones. —Acercó el objeto a la luz. Mehmet sintió
que le faltaba el aire—. Sé que no resulta muy original —dijo Banks ladeando la
cabeza para observar la tenaza—, pero funciona.
—Pero…
—¿Qué
parte de «Cierra el pico» no entiendes? Puedes elegir dedo. La mayoría elige el
meñique izquierdo.
Mehmet
sabía lo que le esperaba. Furia. Tomó aire hasta hinchar el pecho.
—Tengo
una solución mejor aquí mismo, Banks.
—¿Ah,
sí?
—Sé
que no es muy original —dijo Mehmet metiendo la mano derecha en el bolsillo de
la chaqueta. La sacó. Sujetaba algo con las dos manos tendidas hacia Banks—.
Pero funciona.
Banks
le observó sorprendido, asintiendo con la cabeza.
—Tienes
razón —dijo Banks cogiendo el fajo de billetes y quitándole la goma.
—Cubre
el importe del primer plazo hasta la última corona —dijo Mehmet—. Pero no te
cortes, puedes contarlo.
Un pling.
Un
match en Tinder.
El
sonido triunfal de tu móvil cuando alguien a quien has desplazado hacia la
derecha hace lo mismo con tu foto.
A
Elise le daba vueltas la cabeza, su corazón galopaba. Sabía que se trataba de
un efecto bien conocido del sonido de un emparejamiento en Tinder: aumento de
la frecuencia cardíaca a consecuencia de la emoción. Que se liberaban una serie
de sustancias placenteras que podían crear adicción. Pero su corazón no se
había desbocado por eso. Ese pling no procedía de su teléfono.
Había
sonado en el mismo momento en que ella había arrastrado la foto hacia la
derecha. La foto de una persona que, según Tinder, se encontraba a menos de un
kilómetro de ella. Fijó la mirada en la puerta cerrada del dormitorio. Tragó
saliva.
El
sonido tenía que proceder de un piso vecino. En el bloque residían muchos
solteros, muchos usuarios potenciales de Tinder. Y ahora todo estaba en
silencio, incluso en el piso de abajo, donde unas horas antes, cuando salió de
casa, las chicas tenían montada una fiesta. Pero solo hay una manera de
deshacerse de los monstruos imaginarios: comprobarlo.
Elise
se levantó del sofá y dio los cuatro pasos que la separaban de la puerta del
dormitorio. Dudó. Por su mente pasaron un par de casos de abuso en los que
había trabajado.
Hizo
un esfuerzo y abrió.
Se
quedó en el umbral respirando con dificultad. No había nadie, al menos nadie
cuyo olor pudiera detectar.
La
luz del cabecero de la cama estaba encendida, y lo primero que vio fue las
suelas de unas botas de cowboy que asomaban de los pies de la cama. Pantalones
vaqueros y unas largas piernas cruzadas. El hombre tumbado estaba como el de la
foto, en penumbra, medio desenfocado. Pero se había desabrochado la camisa
dejando el pecho a la vista. Y sobre él llevaba tatuada una cara. La mirada de
Elise se quedó enredada en ella, en ese rostro que emitía un grito sordo. Como
si estuviera atrapado e intentara escapar. Tampoco Elise fue capaz de gritar.
Cuando
el hombre de la cama levantó la cabeza, la luz del móvil iluminó su cara.
—Así
que volvemos a encontrarnos, Elise —susurró.
Y
al oír su voz comprendió por qué la foto de perfil le había resultado familiar.
Tenía otro color de pelo y debía de haberse operado la cara, podía ver las
marcas de los puntos.
Él
levantó la mano y se metió algo en la boca. Elise lo observaba mientras
retrocedía. Se dio la vuelta, consiguió respirar, supo que debía emplear el
aire que había entrado en sus pulmones para correr, no para gritar. No había
más de cinco, como mucho seis pasos hasta la puerta de la calle. Oyó que la
cama crujía, pero él tendría que recorrer un camino más largo. Si conseguía
salir al descansillo podría gritar y alguien acudiría en su ayuda. Ya estaba en
el recibidor, había llegado hasta la puerta, bajó la manilla y empujó, pero la
puerta no se abrió del todo. La cadena de seguridad. Tiró de la puerta, agarró
la cadena, pero iba demasiado lenta, como en una pesadilla, y supo que ya era
tarde. Algo le tapó la boca y la arrastró hacia atrás. Desesperada, sacó el
brazo por la rendija, por encima de la cadena, consiguió agarrar el exterior
del marco de la puerta, intentó gritar, pero la mano grande que apestaba a
nicotina le apretaba la boca con demasiada fuerza. La arrancó de allí de un
tirón y la puerta se cerró ante ella.
La
voz le susurró al oído:
—¿No
te he gustado? Tú tampoco estás tan guapa como en tu foto de perfil, nena. Solo
tenemos que conocernos mejor. No tuvimos oportunidad aquella ve-vez.
Su
voz, y ese tartamudeo final. Los había oído antes. Intentó dar patadas y
escabullirse, pero estaba atrapada. La arrastró hasta colocarla delante del
espejo y apoyó la cabeza en su hombro.
—No
fue culpa tuya que me condenaran, Elise. Las pruebas eran concluyentes. Pero no
estoy aquí por eso. ¿Me creerías si te dijera que ha sido una casualidad?
Emitió
una risa burlona. Elise tenía la mirada clavada en su boca. La dentadura
parecía estar hecha de hierro, pintada de negro y oxidada, con pinchos afilados
en la parte de arriba y en la de abajo, como un cepo para zorros.
Rechinó
ligeramente cuando abrió la boca, como si tuviera muelles.
Acababa
de recordar los detalles del caso. Las fotos del lugar del crimen. Y supo que
muy pronto habría muerto.
Él
mordió.
Elise
Hermansen intentó gritar dentro de la palma de su mano cuando vio el chorro de
sangre que le brotaba del cuello.
Él
volvió a levantar la cabeza. Se miró en el espejo. La sangre chorreaba por su
flequillo, por las cejas, le resbalaba por la barbilla.
—Esto
sí que es un match, nena —susurró.
Mordió
otra vez.
Elise
se sentía mareada. Ya no la agarraba con tanta fuerza. No era necesario, porque
un frío paralizante, una oscuridad desconocida se extendía sobre ella, por sus
entrañas. Consiguió liberar una mano y la alargó hacia la foto del marco del
espejo. Intentó tocarla, pero sus dedos no llegaron a alcanzarla.
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