ANTES DE HABLAR de tan sorpresiva novela, conviene hacer su rápida historia. Fue presentada y resultó finalista con dos votos contra tres en el concurso denominado Premio Biblioteca Breve de 1959, fallado durante el primer Coloquio Internacional de Novela en Formentor. Antes dio a luz, en 1953, el volumen Sesenta Muertos en la Escalera, de menor prolijidad técnica que Eloy. En su segunda obra, Droguett realiza la interpretación novelesca de un hecho real acaecido en Chile, que consiste en la historia de un bandido criollo, el Ñato Eloy. Apartándose de la tentación de referirse a la totalidad de la biografía del delincuente, el escritor ha prefe-rido detenerse en el relato de la extensa noche de espera que precede a su muerte. El procedimiento resulta novedoso, a pesar de los ricos antecedentes que posee en la novelística contemporánea y, sobre todo, en William Faulkner, con cuyos métodos empalma Eloy. Lo anterior no significa, en ningún instante, el menor propósito de restar originalidad y destreza narrativa a la ficción de Droguett.
El relieve poderoso de las escenas en que se plantea la situación de angustia que padece el bandido cuando se siente atrapado, pero a la vez conserva fuerzas suficientes para li-brarse del acoso policial, constituye el factor más tenso y dra-mático del enredo. El contrapunto más atrayente que se ad-vierte en Eloy consiste en la sensación de la muerte, presen-tida por el perseguido, y su arraigo en la vida y la esperanza, a través de recuerdos, añoranzas y evocaciones de amor, sen-sualidad, valentía, brutalidad y ternura primitiva. Todo suce-de en una noche, en una larga noche que empieza en la esce-na del rancho donde es descubierto el Ñato Eloy por la policía y concluye con su agonía y muerte, cuando se desvanecen sus sueños de libertad en medio de una descarga de balas. Tiempo lento, ritmo acucioso, detalles bien perfilados en la recons-trucción mental y, a veces, poética de los azares humanos del salteador. Droguett mantiene lo que se podría llamar el sus-penso en la acción, donde convergen dos planos: uno, que se ubica en un detalle u objeto provocador de un recuerdo, y otro, referido a lo inmediato que se sustenta en el angustioso plano del acosamiento de Eloy. En una noche se hacen revivir los mejores instantes de la vida de Eloy: sus amores, sus aventuras, sus luchas con los carabineros, su sentimiento de la paternidad y del arraigo instintivo y sexual a Rosa. No pierde Droguett el hilo narrativo de su historia y por encima de una aparente dispersión de los detalles sabe acondicionarlos en una severa y lógica unidad. La obra está escrita en períodos largos, adecuados al extenso monólogo interior del protagonista, pero con fluidez y sentido expresivo de fina sensibilidad.
Sobrenadando en el argumento, nada complicado, se en-cuentran materiales de belleza que decoran el relato y lo apartan de lo simplemente pintoresco. Droguett inicia su libro con la reproducción de un párrafo posiblemente tomado de un diario de la época en que murió el Ñato Eloy: »...En los bolsillos de su ropa se encontraron las siguientes especies: un escapulario del Carmen, una medalla chica, un devocionario, un naipe chileno con pez castilla y jabón, dos pañuelos lim-pios, uno de color rosado y otro violeta, un portahojas “Gi-llette” y dos hojas para afeitarse, una peineta, un espejo chico, un cortaplumas de concha de perla, una caja de fósforos, un cordel y una caja de pomada para limpiar la carabina….«.
Lo real, que también se refleja en la portada de Eloy, donde se reproduce una macabra fotografía de su cadáver, no es más que un punto de partida en esta novela. La estili-zación de la biografía del bandido, la fusión admirable de sucesos y sensaciones reflejadas en el extenso monólogo del personaje, la limpidez estilística de ciertos enfoques y el apro-vechamiento de objetos y cosas para intensificar la atmósfera reconstructiva contribuyen a colocar a Eloy entre las mejores novelas chilenas. La identificación del Ñato Eloy con su ca-rabina es admirable y hace de su arma parte de su persona-lidad, como puede palparse en el siguiente párrafo: «Cogió la carabina y alzando el seguro hizo tres disparos hacia el cielo, que resonaron largo rato en lo oscuro y se apagaban dulcemente en las copas de los árboles lejanos. Sabrán que estoy despierto esperándolos, pensaba y pensaba también que ahora irían a dispararle y a arrastrarse en la oscuridad hacía él, pero no sentía ruido alguno. Y también en este otro, muy significativo: «Cargó con sosiego y seguridad la carabina, apre-taba sus manos en ella, con tranquilidad y costumbre y con-fianza, como cuando le ponía los calzoncillos al Toño...«.
El bandido demuestra aquí su presencia con un disparo, y luego siente al cargar su carabina la misma sensación que cuando vestía a su hijo. Droguett asocia a sus protagonistas, con diversos elementos que tienen un valor casi mágico en su memoria: la sangre, las balas, la carabina, el olor de las vio-letas, la imagen apasionante de Rosa, la cobardía del viejo que encontró en el rancho, los zapatos que le evocan su oficio verdadero y el vino, también visible en las imágenes de Eloy.
Siempre en Eloy el presente se proyecta sobre un pasado inmediato o lejano, en un dinámico juego de sensaciones que subrayan el aprovechamiento que hace Droguett de los mo-dernos métodos narrativos. La prosa con que está escrito este libro es variada y plástica y no se puede resistir la tentación de reproducir trozos representativos. Por ejemplo, el siguien-te en que Eloy siente la nostalgia del hogar mientras se ve acorralado por la policía en la inacabable noche en que es descubierto junto al rancho: »Recordaba su casa, el rincón de su mesita de trabajo, el trecho de comedor que alcanzaba a divisar en la penumbra, sentía el gusto dulce del pan, el gusto acre de las lágrimas, un enorme deseo de estar tran-quilo, tendido en la oscuridad, esperando el sueño; sabía que tenía mucho sueño y que no podía dormir, pensarlo sólo le daba cansancio y algo le decía que faltaba mucho, muchas noches, muchos días, demasiados, Eloy, para que disfrutara de esta tranquilidad y de este sosiego; le venía el recuerdo de ensaladas frescas en el campo, cuando todos estaban comien-do bajo las parras y se elevaban las tufaradas gordas, aliñadas, cálidas y un poco insolentes, demasiado robustas, de los gran-des azafates repletos de carnes esponjadas y relucientes y él sintió que adentro de la casa cerrada, completamente cerrada, en la que se descargaba con furia un golpe seco, sonaban gritos, gritos desgarrados y disparos, disparos de revólveres y chocos, y ni siquiera por entre las junturas de la madera que se resecaba al sol salía un rastro de humo, del humo azul y trágico y evi-dente que había esperado; sentía vaciar despaciosamente el vino de los jarros, se reían, se reían, olvidados, olvidándose los ma-las bestias, llegaba galopando un jinete, en medio de una polva-reda ardiente se desmontaban unas botas nuevas, una cara nue-va, una manta insolente, relinchaba el caballo, tornando la cabe-za rojiza y blanca hacia las mesas y, de repente, casi sin dolor y sin trance, un llanto desbordado y poderoso que ahogaba el ruido de las bocas que masticaban y se reían, el ruido de los perros que ladraban al sol al otro lado de las cercas inundaba el cielo y ensombrecía el vino. No había podido comer enton-ces, el llanto lo perseguía, corría por el suelo entre los restos de comida y las cáscaras de fruta, se desbordaba casi con fie-reza por el patio, arrastrando todo, queriendo arrastrarlos a todos, y él, muerto de horror y asco y teniendo sed y hambre, otra sed y otra hambre, se había ido caminando sin que-rer acercarse a la casa, mirando sólo a los jinetes, a los jinetes verdes que ya venían trotando en dirección al pueblo«.
Eloy se encuentra con una mujer en el rancho donde lo ubican sus perseguidores y le pide vino. La campesina no puede satisfacer la exigencia del bandido, pero, en cambio, encuentra que lo atrae y se promete visitarla. En ese instante vuelve a surgir la excitante imagen del vino, que brota en su cerebro con cálida reverberación: »¿Por qué no tendría vino la mujer? se preguntó pensativo. Tenía frío y le habría gustado beber un poco de vino fuerte y grueso, ese vino que lo tapa a uno y ya no sabe dónde está, un vino que te borra y te ablanda y te desmenuza, que te hunde o te trae a la su-perficie como pescado te echa a correr y te deja siempre ahí, despierto y dormido, triste y alegre y con la mente audaz y el brazo tembloroso y tan ligero«.
El olor de las violetas es otra obsesión de Eloy, que lo acompaña hasta el momento en que lo matan sus perseguido-res. En la culminante y admirable escena final de la novela, y mientras empieza la agonía del bandido, lo acompaña su perfume. »El olor de las violetas se le amontonó en la cara, subía por su mano que estaba hundida en el agua y que se agarraba a las flores, nunca había sentido tan fuerte y suave y persistente el perfume de las violetas. Son buenas, son bue-nas, se dijo y él se hundía en ellas, tenía la cara llena de flores y los hombros, la espalda, la mano estirada también esta-ban llenas de flores, qué bueno, decía, qué bueno que esto haya ocurrido ahora, con la leche no habría podido soportar este perfume y sonreía con cansancio porque en realidad esta-ba muy cansado y sabía que, abrigado por las violetas, podría echar un corto sueño, en media hora estaré listo, decía, sin-tiendo al enfermo toser con dulzura a través de las violetas, como apartándolas para acercársele más, ya no podría verlo si seguían cayendo tantas flores, estarán creciendo sobre los árboles, trepando con la neblina, y puso la cara de lado en la tierra para sentir la humedad que lo aliviaba y se le comu-nicaba e impregnaba el olor de la sangre el olor de las vio-letas».
Habría mucho que decir de Eloy, cuyo elogio trazó Miomandre al conocer su texto inédito. También sería oportuno referirse a su sintaxis algo descoyuntada, que sigue una línea de supresiones y otra de copulaciones insólitas en nuestra literatura, pero que sugiere bastante y ratifica la madurez alcan-zada por Droguett en su segunda novela. No cabe aquí más que señalar a la atención de los chilenos lo diversa que es su técnica, su argumento, su atrevido enfoque de la vida de un asesino enraizado en la imaginación popular, pero que surge ahora con vigor y lozanía imaginativas en la pluma de Carlos Droguett. Se explica así también el prestigio con que arriba la edición española de Eloy, y las críticas que ha pro-vocado en Europa.
RICARDO LATCHAM
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Carlos Droguett (Santiago, 1912 - Berna, Suiza, 1996) fue un prolífico novelista y cuentista chileno vinculado a la Generación Literaria de 1938. Sobre su quehacer, Droguett señaló: «[...] no podría explicar por qué escribo. ¿Por qué bebe el alcohólico? Él diría que porque no lo puede evitar. Yo tampoco, y como él, no lo considero una desgracia. Es más bien una fatalidad, tomando la expresión en su significado esencial». Cursó sus primeros estudios en el Liceo San Agustín donde tuvo contacto con el padre Alfonso Escudero, importante hombre de letras que lo apoyaría en su carrera literaria. En 1933, inicia estudios de Derecho y de Literatura Inglesa en la Universidad de Chile, carreras que abandona por el impacto que le causó la Matanza del Seguro Obrero, ocurrida en Chile el 5 de septiembre de 1938. Pese a que antes de este acontecimiento había publicado algunos cuentos, fue con él que inició su obra literaria y periodística al editar, en 1939, la crónica `Los asesinados del Seguro Obrero`. Entre la publicación de este volumen y de la novela `60 muertos en la escalera` en 1953 `texto en que reelabora literariamente el tema de la matanza y que ganó el primer premio del Concurso Nascimento-, desarrolló un importante trabajo como columnista y publicó una veintena de cuentos en diarios y revistas. El reconocimiento internacional le llegó con la publicación en la prestigiosa editorial Seix Barral de `Eloy` (1960), novela que tuvo un gran éxito y que rápidamente fue traducida a diversas lenguas. Posteriormente publicó `100 gotas de sangre y 200 de sudor` (novela, 1961), `Patas de perro` (novela, 1965), `Los mejores cuentos` (cuentos, 1967), `Supay, el cristiano` (novela, 1968), `El compadre` (novela, 1967), `El hombre que había olvidado` (novela, 1968), `Todas esas muertes `(novela con la que obtuvo el Premio Alfaguara en 1971), `El cementerio de los elefantes` (cuentos, 1971), `Después del diluvio` (novela teatralizada, 1971), `Escrito en el aire` (crónicas, 1972), `El hombre que trasladaba las ciudades` (novela, 1973), `Materiales de construcción` (ensayo, 1980), y `El enano Cocorí` (novela, 1986). En forma póstuma se han publicado las novelas `Matar a los viejos` (2001), `La señorita Lara` (2001) y `Sobre la ausencia` (2009).
Al otorgarle en 1970 el Premio Nacional de Literatura, el jurado destacó que su renovadora técnica narrativa trascendía los límites del país y le equiparaba con los principales novelistas contemporáneos. Droguett se radicó en Suiza en 1976 a causa de la dictadura militar instaurada por Augusto Pinochet en 1973. Nunca regresó a Chile.
Compilador: Enrico Pugliatti.
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Novela. Fragmento. ELOY.
"In memoriam
ES EN LA NOCHE, hacia la medianoche tal vez, en medio del campo, está despierto, completamente despierto y seguro de sí mismo, tiene una larga vida por delante, le extraña que hayan venido tantos y piensa que eso mismo es de buen augurio. Cuando vengan para matarme, vendrá uno solo, algún ami-go traicionero, un pariente de la Rosa, Sangüesa tal vez, el feroz y cobarde Sangüesa, me buscará cuando yo esté dormido. Se sonreía a solas acordándose, sentado en el suelo, atisbando la noche húmeda y luminosa y acariciando su carabina. La tenía sobre las piernas cruzadas y pasaba la mano despaciosa-mente por el cañón, acariciaba con suavidad, con una firme y casi hiriente suavidad el cuerpo, la ma-dera, la dura y tensa y firme y suave y salvaje made-ra de la carabina, como un pescuezo de caballo siem-pre apegado a sus manos, listo para ir a posarse bajo su brazo, como aquella vez, después, que había sal-tado por la ventana y adentro, muy adentro, más allá de los innumerables pasadizos y de los rincones soli-tarios y extensos y de las arboledas lúgubres y húmedas, impregnadas de viento y del agua de la lagu-na, en la que flotaba ahogado un pantalón de niño y a él se le apegaba el llanto, los gritos, esas lágrimas ribeteadas de sangre que él adivinaba, aunque no había visto, pero es que hay gritos llenos de sangre, horrorosos, desagradables que dan miedo, pensaba mientras había saltado por la ventana y sentía el su-dor frío y la carabina agarrada en su mano izquierda le daba miedo al mismo tiempo un poco de seguridad y miedo, porque siempre se enredaba en alguna parte, en el postigo, en los zapatos del viejo, viejo desgraciado tan cobarde, se afligía corriendo despa-cio bajo los árboles, lloriqueaba como un niño, tenía la cara asustada de un huaina cualquiera, del Toño si estuviera conmigo ahora, del hijo de la Rosa, cuan-do él en las madrugadas estaba limpiando, precisa-mente, la carabina y se bajaba de la cama y se metía bajo ella y arrastraba el cajón y trajinando encon-traba el bolsón con las balas y bostezando, bostezan-do de sueño el pobrecito desparramaba las balas en el suelo y con el ruido que hacían se despertaba la Rosa y encendía la vela y la levantaba en la mano paseando la palmatoria por el aire para buscarlos. Toño, Toño, gritaba asustada y el Toño, asustado también, no contestaba y tenía entre las piernas un montón de balas y él cargaba la carabina en silencio y sonaban como huesitos los fuelles y, entonces, co-mo la Rosa estaba siempre sentada en la cama y había dejado encendida la vela en el suelo y miraba llena de horror de cansancio y miedo y presagios al Toño y lo miraba sobre todo a él, me estás mirando lleno de hoyitos lleno de sangre, Rosa, Rosa, no me mires así, le gritaba y alzaba la carabina para asus-tarla y se reía en lo oscuro y el Toño le pasaba un montón de balas y se reía con miedo y él gritaba llenos de risa los gritos, Rosa, Rosa, te voy a matar la garganta, y ella se quedaba tiesa sentada en la cama y como muerta, me estás mirando lleno de san-gre, crees que los agentes me van a matar, eso crees tú, Rosa, le decía, y el Toño se arrastraba hacia la cama y cogía la palmatoria del suelo y la levantaba, él lo comprendía y se lo agradecía, la levantaba bas-tante como para que él pudiera tener toda la luz que le iluminara los pechos de la Rosa, su bonita cara tostada, sus ojos hundidos en las ojeras que te he hecho pacientemente noche a noche de tanto querer-te y llamarte y meterte miedo labrando mi amor co-mo una tablita. Te voy a matar, le gritaba, y enton-ces, el Toño le decía, riendo de pie en la oscuridad: Mátala, mátala, bonito, Eloy, y él disparaba justo para que la bala se llevara por delante un trozo ilu-minado de la vela y el Toño lloraba asustado en la oscuridad y la Rosa gritaba verdaderamente teme-rosa, no grites tanto por Dios, chillaba él, desilusio-nado ahora, lleno de desencanto y de tristeza y se sentía nervioso y nadie sabría nunca cuánto los que-ría a los dos, al mocoso y a la Rosa, porque ahora mismo se hubiera sentido más seguro si los hubiera tenido a su lado, durmiendo ahí en la cama, tal vez llorando de miedo y mirándolo a él sentado en el suelo, fumando en las tinieblas, atisbando la noche por la ventana abierta.
Cuando se quedó solo había arrojado con furia la carabina al suelo y el cinturón con las balas y el bolso de cuero, estaba cansado y amargado y desconfiado, debí matarlos, pensaba, pensaba rápidamen-te en ello porque comprendía y no quería asustarse que había cometido un error al dejarlos ir. Tenían tanto miedo, se decía para disculparse y aún se re-prochaba que les hubiera tenido lástima. Al viejo sobre todo. El viejo lloraba sin pudor y con escán-dalo, sin mirarlo siquiera, lloraba para él solo, revol-cado en su horror, lo había mirado con desprecio cuando recogía temblando la ropa, los zapatos, el sombrero y el canastito con las cosas. Cuando él mi-ró el canasto y le dijo: Déjalo en el suelo, el viejo soltó un sollozo horrible, un sollozo que ya tenía preparado y dejó todo en el suelo, los pantalones, el sombrero, los zapatos, todo encima del canasto y cuan-do él se le acercó el viejo se cubrió la cara con las manos y lo atisbaba con miedo, viejo mariconazo, pensaba, viejo indigno, miroteándolo con asco, y con el cañón de la carabina había ido sacando de ahí los pantalones, el sombrero, los zapatos y con un golpe más firme había destapado el canasto, ¡qué llevas, mierda, aquí!. El viejo lloró con bríos para contes-tarle y fue la mujer la que lo miraba hosca, asusta-da tal vez, pero sin llorar, sin llorar en absoluto, sólo agarrando al chiquillo y apretándolo contra el pe-cho, fue la mujer la que le había dicho: Son cositas para llevar al hospital, don, cositas para la Juana. Había alcanzado a ver unas manzanas bonitas y pequeñitas, unas naranjas tísicas, descoloridas, una bo-tella de leche, un paquete de galletas y una fea mu-ñeca de trapo, grandota y esmirriada, que le daba lástima. La botellita para el viejo pensó con piedad y burla. Déle leche al viejo, vieja, había dicho y co-giendo del suelo el sombrero se lo había incrustado al viejo mirándolo con sarcasmo y viendo que llora-ba más y que su camisa era pobre y rota y descolo-rida y que por entre ella asomaban unos pelos blan-cos sobre el cuerpo rojizo y pálido, le había aconse-jado: Ponte corbata para que te veas estupendo, viejo, y como el viejo lloraba siempre, le dio vuelta de un manotón, empujándolo hacia la puerta y ya en ella de un puntapié lo envió rodando hacia lo oscuro. Lo sentía sollozar y correr por el campo, en-tre el viento. Eso lo había puesto rabioso y pensa-tivo y deseoso de beber un poco de vino. No tenemos licor, le había dicho la mujer, somos pobres, el viejo no bebe. Debiera beber para criar coraje, contestó él para sí, sin mirarla, y la verdad era que tener a un tal cobarde junto a él era ya ponerlo un poco cobarde también, te salpican y carcomen sus llantos y sus gritos y se te olvida quién eres, lo que has he-cho, cómo has vivido, si olvidas quién eres, cómo te llamas, verás qué fácil resulta ser cobarde. Podían haber tenido vino, es bueno el vino, agregó él, mirando con reproche a la mujer. Nadie bebe aquí, contestó ella con miedo y rabia y dando explicacio-nes que eran también un reproche. El vino es una buena compañía, agregó, mirando pensativo su cara-bina. Yo no necesito compañía, yo nunca estoy sola, dijo la mujer llena de reminiscencias, y otro poco que te acercas, Eloy, otro poquito, te suelta el llanto también y te cuenta su historia.
La historia de la mujer era simple, a Eloy le hu-biera gustado, pero ya nunca tendría ocasión de co-nocerla y esto él aun no lo sabía. Ella tampoco lo sabía, ignoraba quién era él, pero presentía que era un perseguido y un solitario por ese olor a viento de las sierras que traía su ropa gastada, su miserable sombrero humilde e insolente, las alas húmedas de su manta, ahí donde soplaba el viento neblinoso, pero luego volará tranquilo y un poco perfumado, ya hue-le bonito la tierra, pensaba y se imaginaba el olor de la manta colgada en el patio, entre la neblina aho-ra y después bajo la luna y ese olor de sangre esos sudores los dejó alguien que pasó por ella por esa manta lo recogieron en ella sólo para ir a mostrár-sela al capitán o al mayor o al coronel o para poner-le un radiograma al general ya lo encontramos ya lo tenemos amarrado sí claro que sí mi general y sona-ban las botas entre cada sílaba sonaban apretándose cada vez más entre sus pulmones entre sus dientes sonaban entre cada letra apretándose sobre sus sesos cómo no mi general lo tenemos aquí mismo en el suelo estirando los pies podemos tocarlo podría ver-lo mi general en el suelo como un paquete de ropa junto al canasto y el escupitín y entre bota y bota y brillo y golpear de botas iban todas sonando por el aire el telegrama estaba lleno de botas las botas estaban llenas de un agradable silencio se sonreían con media sonrisa marcial y disciplinada cómo no mi general esta misma noche parte el furgón. Sus-piró, mirando sus ojos cansados y enormes, vivos, hirientes y codiciosos. Lo había odiado desde un principio, porque él la miraba con descaro y con cinismo, la miraba con una mirada para mucho tiempo, sobre todo desentendiéndose del niño que dormía en sus brazos, apretado a su pecho, y que él, con uno de sus agarrones torpemente expresivos, había despertado con esa mano brusca y suave insolente nada de temerosa que surgió de lo hondo de sus bolsillos no sabía si para despertar más bien su furia o sus sonrojos y ella abría los labios y mostraba los dientes su odio y su fortaleza y donde había odio y fuerza él podía luchar y por lo tanto esperar. El niño sollozaba dormido y ella estaba ahí plantada en me-dio de la pieza, como esperando que la lluvia escu-rriera por las tablas del techo y que pasaran las se-manas o como esperando que el viejo se moviera un poco, que trajera hacia la luz su pobre cuerpo asus-tado. ¡Viejo, viejo! —dijo ella y su voz había sido casi cariñosa, lejanamente sexual, pues el miedo, aunque para ella no era mucho, la hacía ensoñarse un poco y refugiarse en sus antiguos recuerdos. ¿Diez, quince años? suspiró para sí y acarició con su mano libre la cabecita del niño, pero ahora el Eloy le estaba sonriendo desde la oscuridad, veía sus dien-tes y sus pupilas destacarse nítidas en la penumbra y permanecer casi bondadosas y familiares mirándo-la, mirando lo poco de ella que se podía mirar, una guagua, un paquete de ropas de niño, un viejo tem-bloroso remecido por la terciana, que se apegaba al rincón de la puerta, un atado de pobre ropa, de pobre miedo.
Vio cómo se sentaba él en la cama y eso era ex-presarle abiertamente sus deseos, por lo menos un deseo, o para significarle que eso, todo eso era el mundo y que había que aceptarlo o que pelear con él; él había tendido los dos brazos en un gesto de paz, para acoger al niño dormido o para acogerla a ella o para indicarle que le pasara todas las cosas que le estorbaban y no la dejaban caminar ni vivir, que la tapaban a ella a su corazón a sus piernas a sus pechos los tenía tan adentro, tan cubiertos por la vieja ropa y el viejo tiempo estaban diez años lejos por lo menos y por eso no le decía nada y el horrible viento frío el adormecido olor de los pinos venía hacia ellos y los separaba, los dejaba hostiles apartados por un tajo de silencio. Viejo, viejo, dijo ella otra vez, y se quería mover hacia la puerta, pero no se movía, no se atrevía a hacerlo, porque ¿a quién llamaba real-mente?, ¿al viejo viejo o al viejo Eloy al viejo co-razón al antiguo recuerdo recién destapado a los antiguos ensueños y sollozos? Le tuvo lástima mirán-dola, mirando esas ojeras socavadas por el sufrimien-to, deseoso sólo ahora de que tuvieran tiempo de conocerse, pero furioso también porque no estaba sola, porque no le entregaba el niño al viejo y los empujaba por la espalda con un gesto hostil, duro y maternal. Encendió un cigarrillo y demoró la lla-ma junto a su boca para que ella se la mirara y bo-rrara, con esa breve luz, los anticipados lúgubres pensamientos que se estaban formando en su mente, allá adentro de su pelo, de sus peinetas y de sus horquillas.
El niño empezó a llorar con suavidad y el viejo a toser desordenadamente, a moverse y remover su tos, a acercarse desde la oscuridad hacia la mujer, a protegerse y refugiarse siempre. Él aspiraba con ansias el cigarrillo, miraba los pobres muebles y deseaba estar solo para trajinar un poco por esa triste y estrecha vida, abriendo los íntimos cajones, la vieja arca demasiado señorial y cuidada, dema-siado donosa y espléndida para esa miseria, los ves-tidos de antiguos veranos colgados en clavos, las imágenes de calendarios ya desvanecidos, cuando cumplía condena en Casablanca o estaba fugado en la frontera por el lado argentino, cuando estuvo tan enfermo y echaba sangre por la orina. Perdida su mirada en las paredes se tendió un poco en la cama y entonces se sonrojó, se sonrojó porque la mujer se había acercado a él, tal vez para alejarse del viejo, tal vez para estar sola con su odio, con su propio miedo y con el temor de otro, sólo con el niño, que era una poquita cosa, como otro brazo de ella u otro hermoso pecho que está creciendo de un modo bár-baro unos gritos de amor en la alta noche de invier-no y que luego se concretaron en esa carita sucia y esas manitos que podrían ser las del Toño. Se puso de pie y tenía el cigarro en la boca, apretado entre los dientes, no tanto para parecer fiero sino simplemente mundano, no tanto bandolero como aventu-rero, un hombre que vive entre las ropas de las mu-jeres, en los calzones y las enaguas y las camisas de dormir y las zapatillas de levantarse y de acostarse y las medias de seda imperceptible y los encajes y los perfumes y los polvos y coloretes y pinturas al aceite o al petróleo un hombre que ha estado toda su vida barajando revolviendo unos muslos algunos pechos de mujer unas copas vacías de champagne entre sus manos nerviosas y de vez en cuando monedas mu-chas monedas billetes enormes que huelen como las axilas de las hembras; eso es todo, eso era todo, nada más habría ocurrido si no estuvieran los agentes ahí fuera y este viejito desolado junto a ella, prendido a ella, cogido a su pollera, pero yo me quiero coger a su blusa, eso habría querido, eso hubiera podido suceder si hubieran tenido tiempo y tranquilidad. Debió esperarme, debió esperarme antes de ahora, se dijo, y como el viejo estaba agarrado a la hoja de la puerta y vio lo ridículo y lo insolentemente triste que era, lleno de lágrimas y sollozos que lo llenaban hasta arriba y le escurrían por el pescuezo, por ese cuerpo delgado, por ese traje que le queda-ba ancho y enorme y que parecía una bolsa llena y atravesada de suspiros y quejidos quejas bajas hu-mildes insignificantes tampoco gritos gritos salvajes o desesperados no sabes gritar no sabes crecer un po-co más grande de lo que eres, se dijo y vio que los ojos verdes de la mujer se cruzaban con los suyos y se ennegrecían y vio el odio clavado en esa luz espectral y oscura, sólo el odio, nunca el amor, la amistad, el deseo, los deseos de descansar, olvidar o sonreírse, y por eso, echando la manta sobre la cama, había empujado donosamente al viejo hacia afuera, donde sintió el frío duro y tangible como un mue-ble, y vio que la noche estaba luminosa y el viejo se había quedado callado, súbitamente callado y ten-so, como si fuera a estallar en un atroz interminable sollozo, el viento estaba tirante y frío y como expec-tante, como esperando que el viejo sollozara o huye-ra y lo vio correr como un ratón o un perro hambriento y enfermo, ridículo, feamente ridículo, sus ropas se le volaban con descaro, con verdadera mal-dad, y tuvo lástima, lástima de él y de sí mismo, él era también un perseguido, sólo que comía un poco más, sólo que su miedo era más robusto y nutría su coraje y su memoria, se repartía por toda su alma y por su cuerpo, lo hacía erguirse y ser audaz y ac-tuar enloquecido y lúcido, fríamente loco y atrevido, imaginando tramas y formidables mentiras y salva-ciones, hasta maldiciones; el viejo no, su miedo vis-coso, muy usado, escurría por las mangas enormes de su vestón y goteaba en sus pantalones, alzaba la bufanda en su cuello delgado, un poco largo, y se quedaba flotando flojamente con ella en el aire de la noche".
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