domingo, 28 de mayo de 2017

Novela. Fragmento. PRINCIPIOS NOCTURNOS.


NOVELA. FRAGMENTO.
Una diva entre demonios

Terminada la conversación solo esperé que llegara el fin de semana para la fiesta y continué la rutina de siempre en el scriptorium.
Como iniciaba mi amistad con María Félix, no me pareció oportuno que apresurara en confirmar mi asistencia, lo haría hasta el último día y lo hice, no llamando a la diva, sino por el contrario, lo hacía por medio de Efraín Villaurrutia. Una decisión que tomaba en consenso con los senescales y pienso que resultó lo más comedida y prudente. ¿Razones? Con María uno no podía saber ni adelantar criterios. Amiga y amante incondicional también todos conocíamos los desplantes y humillaciones que cualquiera podía ser objeto de la diva en su trabajo o en su vida personal. María tenía fama de una soberbia desmedida y de un rencor mucho mayor con algunas personas que ella detestaba. Un odio y rencor recíproco que María profesaba a algunas personas del medio cinematográfico mexicano y de su Época Dorada.
Y sí, la odiaban y la amaron por igual. Algunas personas la llamaron “trepadora” y oportunista, otros le criticaron su ambición enorme solo comparada con su ego y megalomanía. Al inicio de su adolescencia pasó de ser una niña consentida y adorada del cine a convertirse –según sus detractores– en una perfecta “devoradora de hombres”.
Se casaría cuatro veces, sin embargo, sus romances con figuras públicas de antes y después de sus matrimonios, se comentaba en corrillos de los estudios Churubusco fueron por conveniencia. E Igual, se afirmaba por otras personas que la señora Félix ya a temprana edad tenía un romance incestuoso con su hermano mayor y que había tenido una o dos relaciones lésbicas.
Ella decía que su corazón de hombre le ganaba odios y rencores en donde se reflejaba un carácter fuerte que jamás se doblegaría ante nada ni ante nadie. Y en reiteradas conversaciones agregaría justificando su carácter masculino que si es una virtud en una mujer –tener corazón de hombre–, en un hombre tener corazón de mujer o alma de mujer es toda una verdadera catástrofe porque el hombre se convierte en un mujerujo.
Pude –es cierto– por medio de Aamón Príncipe de la Soberbia conocer su vida pasada y hasta el futuro que le depararía su vida como actriz, pero no lo hice por varias razones. La principal: me parecía burdo, vulgar, cerril, utilizar los poderes sobrenaturales de mi “cirineo” para hurgar en secreto acerca de su pasado y de su futuro. Quizá conociendo su pasado me podía librar u obtener ventajas en una futura relación de amistad o sentimental con la Félix, pero no lo quería hacer. Utilizaba a mis fámulos solo para mi creación literaria. Solo deseaba su ayuda en mi oficio de escritor; lo otro, hacer que los Ahrimanes pudieran torcer el “azar” a beneficio propio no lo soporté, lo calificaba como lo grotesco sobre lo grotesco.
Mentiría si dijera que la tentación no llegaría a morder la curiosidad y saber de lo que me depararía el futuro, pero prefería escamotear esa posibilidad “sobrenatural”, sospeché –y como en verdad sucedió– los parámetros en que oscilaría mi vida ya estaban o estarían delimitados con El Pacto. Más allá del “Pacto”, no existía nada para mi persona, solo un abismo tragicómico, furioso de soledad y al final del laberinto: “La Nada”.
Le decía a Efraín que cancelaba algunas charlas y reuniones que tenía fuera del DF y que otras las postergaba por varios días y que esa noche estaría allí con mis asistentes.
No podía hacerlo de otra manera: mis 7 secretarios me aconsejaban que debíamos de arribar una hora después de la hora fijada para la fiesta.
–Usía, debemos de hacernos “rogar”, un “ruego diplomático” para todos los invitados –explicó Adremelech. Agregó–: es cuestión de ética y de etiqueta, jejeje.
–Aunque la pereza me embarga, sire, una hora de retraso es lo óptimo, lo mínimo para que nos esperen... –dijo Belfegor, apartando una mosca zumbante que aparecía en el Salón de las Fuentes.
–Señor, señor, señor, no estoy de acuerdo con mis hermanos... no debemos de hacer esperar a la diva María Félix, la hemos conocido y me parece encantadora. ¿Por qué hacerla esperar por mero capricho? Estoy entusiasmado con la noche de fiesta, deberá de ser una noche en que podré ostentar mis títulos de Gilles II Barón de Rais. Porque esta sí será una fiesta, una verdadera fiesta y no la de Vorkuta, un turno de pueblo –dijo Nergal.
–Entonces, ¿nos vamos? –preguntó Goodfellow.
–Pues, nos vamos... Deseo saborear los platillos de la madame –dijo Malfas.
–¡Sí, nos vamos! –agregué.
Llegamos a Polanco y muchos de los invitados estaban a la expectativa de conocerme a mí y a mis 7 secretarios. La fama de mis excéntricos “senescales” ya se iniciaba como parte de un “dandysmo” al que yo –según mis detractores– propiciaba adrede. Ya para esa época comenzaron a llamarme con burla “el dandy Deford”, no solo por el uso de un séquito personal para mi escritura, sino por mi buen vestir, mis lujos de mis diferentes mansiones como mi vida de constantes viajes de América a Europa. Lo mediático siempre me rodearía hasta mi muerte, jamás me lo propuse sino que fueron meros accidentes en mi vida que yo supe aprovechar, porque “El Pacto” se trataba de que yo alcanzaría ser el más grande de los escritores de mi generación, no el más conocido que son asuntos diferentes. Sin embargo, en mi persona se unirían ambos elementos: el más famoso y el más importante escritor de mi generación.
 Reitero. Lo apoteósico nos esperaba desde que llegamos en las dos limosinas negras a la mansión de la diva en Polanco. Ignoro si la intención de Aamón, quien conoce el pasado y el futuro de las personas, no me advertía adrede de los paparazzis que estarían esperando tanto fuera como dentro de la residencia a nuestra llegada.
–¡Sire, observe qué recibimiento! –dijo Aamón en los instantes en que la primera limusina disminuía su velocidad para estacionarse frente a la entrada de la residencia y  los flashes iniciaron una danza alrededor de los vehículos.
–Cierto es... –aprobó Belfegor bostezando–. ¿Se da cuenta, mi señor? Una hora mínimo de retraso y mire, mi señor: ¡Cuánta gente esperando nuestra llegada, jejeje! ¡Y cuántos flashes! ¡Ya me siento un rock star, jejeje!
–¿Señor, sus lentes wayfarer, los trajo? ¡No importa que sea de noche, no importa... todo es válido para un escritor como su mercé! Le da un aire de expectación y de misterio a su rostro, señor Deford –dijo con soberbia Aamón mientras él se acomodó los wayfarer luego que pisó su pie el asfalto. Yo hice lo mismo: cubrí mis ojos con los lentes apenas mi cabeza salía de la limosina.
Y los flashes iniciaron una danza orgiástica de luces al bajar mi séquito y yo de las limosinas negras... A este punto, sospeché que la Félix confabulaba para crear todo un espectáculo circense, entusiasta, delirante, frenético, en donde la fiesta giraría alrededor, no de la película, ni a favor de mi persona como escritor sino de ella, de la Félix, relegando mi figura a un tercer plano.
En verdad en esa noche se erigían como dos gigantescos monstruos el ego de la Félix y mi propio ego. Advertí la fuerza de convocatoria que tenía la diva y la capacidad de manipulación a los medios de comunicación que poseía.
Con inteligencia, la actriz Félix sacaba provecho a beneficio propio de su leyenda y mito que ya se iniciaba en aquella época.
Pero es cierto, y no lo dudé, razones sobraban para que los invitados de la diva María Félix se reunieran en una especie de mitin improvisado en el salón sin que mi persona se lo propusiera para conocerme y conocer a tan singular y extraño séquito y de quienes la gente no obtenía mayor información.
Ya corría la leyenda de mis “acompañantes” pero muchos periodistas, críticos literarios y lectores no entendían o no podían descifrar el enigma de tan misterioso cortejo. Mis enemigos literarios comentaban con sorna que mi escritura yo la hacía con todo mi personal de trabajo a falta de imaginación. Por el contrario, los críticos literarios y los lectores que apoyaban y apoyarían mi obra afirmaban en respuesta que mi producción era tan abrumadoramente gigantesca que necesitaba tener varias personas atentas a las correcciones y a los múltiples trabajos que realizaba en seguidilla, pues pocas veces se veía a un escritor latinoamericano que produjera cualquiera de los géneros literarios: cuento, poesía, novela.
Nos bajamos de la limusina... –y por supuesto– de uno en uno fuimos entrando a la mansión de la Félix.
Rompiendo el protocolo, al llegar hice la presentación de los secretarios. María Félix estaba espléndida, lucía un pantalón negro de corte varonil que solo ella se atrevía usar en aquella época y unas botas negras un poco más abajo de la rodilla, su blusa igual negra de mangas largas y de lentejuelas hacían del conjunto una verdadera amazona que, en cualquier momento, nos iba a latigar con un fuete.
–Escritor Deford, ¡cómo se hace usted esperar! Pase, escritor Deford, bienvenido, esta es su casa, y veo que trae a sus 7 secretarios, ¿verdad? ¿No me equivoco? ¿Son 7? Ahhh, joven Deford, solo usted puede tener un grupo de trabajo tan grande... ¿asistentes?
–Señora, señora... es un placer. –Y en los instantes en que la diva del cine mexicano me hacía pasar a su mansión, los demonios iban ingresando y le hacían una pequeña genuflexión–. Señora, permítame presentarle a los demás de mi séquito que usted todavía no tiene el placer de conocer... permítame, mi señora. Le presento al señor Fabiano Stirge, quien es mi agregado diplomático y mi promotor publicitario.
–Madame... ¿qué puedo decir? Su señora no se imagina cómo hemos hablado en la Rutland-Hall de su persona –dijo con burla Aamón.
–Mi primer secretario: el señor Sawney Beane, también es el encargado de mi biblioteca particular –dije para interrumpir a Aamón y que no siguiera con sus comentarios sardónicos.
–Señora mía, qué placer más grande es conocerle. Y sí, en verdad, no miente el señor Fabiano Stirge... mucho pero mucho hablamos de su carrera cinematográfica en la Rutland-Hall. Y como puede ver... he acomodado reuniones, citas, charlas, presentaciones de libros, conferencias universitarias y uno que otro convite con editores para estar esta noche con usted. Porque todo es una cadena, una cadena, el dominó de lo intelectual, cae una pieza del dominó y pafff todo se desbarajusta.
–Pero por favor, ayayay... qué comentario, gracias, señor Beane, siéntase cómodo porque esta es su casa –afirmó la Félix con voz gutural.
–El señor Onofre de Dip es otro de mis voceros, señora, es mi ministro sin cartera. Realiza viajes al exterior para programar citas o ampliar plazos para la entrega de libros... y otras actividades que supongo la señora Félix no debe de estar interesada en escuchar. Y también, es mi arquitecto, es el responsable de mis mansiones Rutland-Hall.
–Y el joven Deford, madame, no le confesó de mi gran secreto –dijo Malfas, bajando la voz después del saludo–, mi otra afición es la cocina. Madame... cuando estoy en la Rutland-Hall, y estamos todos reunidos, me dedico a las artes de la cocina, mi señora.
–¿Cierto? Siendo así podríamos, entonces, un día que su persona tenga tiempo y si es que el joven Deford no le importe, pues, se viene para acá y hacemos una cena. ¿Verdad?
–Sería... ¿cómo decirlo? Uno de los mayores placeres que tendría en mucho pero mucho tiempo... –respondió Malfas cc Onofre de Dip.
–Y mi señora, el último que usted no conoce... es el más retozón de todos... imagínese, señora mía, que ha pasado todos estos días pensando en la fiesta, me refiero a mi embajador itinerante el Conde Estruch.
–Madame... es usted más bella en persona que en la pantalla... ¡Y no me corro!, señora mía... ganas enormes en verla, ganas enormes en saludarla... una prisa que me corroía el alma, el estar acá... es cierto, es cierto lo que dice el joven Deford –exclamó bufonesco el demonio. Y la Félix, contrario a lo que pensé, dejó escapar una sonrisa mientras sus ojos negros de inmediato miraron en derredor ante las genuflexiones y las frases de Esfría.
–Pero, qué galán es usted... ayayay, ayayay... me encantan los hombres con una “guapeza” como la suya... –respondió la Félix y el demonio le besaba la mano y los flashes no dejaron de iluminar la escena.
Los demás del séquito, a quienes ya conocía la diva María Félix, esperaron con impaciencia a que yo hiciera las presentaciones. Más, Goodfellow, Ahrimán de la Envidia, diablo de los aquelarres en Inglaterra, no esperó la presentación e interrumpió con galantería el diálogo que tenía Esfría con la Diva Félix.
–Señora, los celos por los cuales... mi pecho ya se inflama segundo a segundo... no deseo pensar que mi colega el Conde Estruch ha robado su corazón y luego la ha invitado con su galantería a vacacionar con nosotros y con el señorito Deford a la isla de Capri, en donde el joven Deford posee una quinta, herencias de un tío abuelo...
–Señora mía, estos mis... pero qué ocurrencias y atrevimiento, señora… –dije.
–¿Cierto, joven Deford? A lo mejor, terminada la película, nos vamos todos a Europa, a la isla de Capri –dijo María. Interrumpió de nuevo Goodfellow:
–Señora y sigo insistiendo como la primera vez que la vi: me encanta esa montura y esa piedra –agregó zalamero el Ahrimán, mientras inclinó su enorme cabeza y besó la mano de la Diva. Y, antes que yo pudiera presentar a Nergal y Adremelech que ya conocían a la Félix en el plató días antes, interrumpieron–: es cierto, señora, es cierto, hemos hablado el Barón de Rais, Gorgus Black y mi persona de esa bella joya que usted ostenta, digo ese anillo con ese rubí... –y mientras hablaba Adremelech cc Lord Ruthven se inclinaba al igual como lo hacían los demás del séquito y besaba la mano de María Félix agregando una vez terminada la genuflexión y levantó la cerviz–: Señora, permítame este humilde obsequio... –y sacó de la bolsa del pantalón un anillo de oro con una piedra de cornalina–. Tome, señora mía, es un simple obsequio... de parte de nosotros, los secretarios del señorito Deford, quien no sabía nada de este obsequio para la madama.
–La cornalina, señora... –empezó diciendo Belfegor el Retórico– y este anillo es de la época romana de una patricia, de una noble, de una mujer de la alta aristocracia... jejeje... no pregunte cómo lo obtuvimos...  disfrútelo... hágalo suyo. Usted no se podría imaginar cómo llegó a nuestras manos. ¡Toda una historia de siglos! Eso sí, ¡tooodooo legal, jejeje! –Y Malfas interrumpió:
–Señora, este anillo, es en efecto de una piedra semipreciosa, el valor no está tanto en la piedra sino en su antigüedad y en lo que representa mi señora... Representa... ¿cómo expresarlo? Poseía en la antigüedad usos mágicos la piedra semipreciosa de la cornalina.
–Ayayay, ayayay... pero qué sorpresa me han dado ustedes señores... ¿de verdad... es para mí... es para mí este obsequio? –preguntó con cursilería la Diva María Félix, quien volvió a mirar en derredor y se colocaba en su dedo anular el anillo romano.
–Poca cosa a tanta belleza –terceó Goodfellow que había iniciado el tema de los anillos–. Lo importante de esta piedrecilla de la cornalina es su poder mágico en contra del “mal de ojo” jejeje y también en contra de la envidia, mi señora. Usted no se podría imaginar cómo la envidia recorre el mundo. Y acá, su mercé no posee ni idea de cómo algunas personas la envidian... –y yo pensé... ¿qué se le podría regalar a una belleza como la actriz María Félix? ¿Qué se le podría obsequiar? Y me dije, perdón, qué digo, nos dijimos todos los secretarios del señorito Deford, pues le habremos de regalar, uhmmm... algo que sea bello pero que también le sirva en su vida de actriz y entonces, yo les dije: –mi señora: ¡Hecho... la cornalina, una piedra de cornalina! ¡Siempre la he conocido como la piedra favorita en contra del mal de ojo! ¡Y le aseguro, mi señora, que pocas personas conocen tanto sobre estos asuntos de la Envidia y del Mal de Ojo como yo!, jejeje. Y aquí la tiene usted mi bella señora –dijo Goodfellow lo anterior en medio de un susurro, en medio de un cuchicheo con la actriz.
–La intención es lo que me place, señor Gorgus Black. Y de esto último que me acaba de comentar pues lo sé, lo sé, mi señor Black. ¡Me envidian! ¡Imposible que no sea así! ¿Verdad? ¡Jaaa!... –respondió la actriz en un murmullo de confidencias al demonio que no dejaba de inclinar con respeto la cabeza en un pequeño bamboleo. Agregó entonces María–: Pero entremos. Y la actriz, enlazando mi antebrazo y el antebrazo de Goodfellow, empezó a caminar hacia el fondo del salón y los paparazzis que estaban dentro de la mansión captaban con sus cámaras la entrega del anillo y nuestra caminata triunfal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas