martes, 3 de octubre de 2023

El remitente misterioso y otros relatos inéditos PRÓLOGO

 


y otros relatos inéditos

Prólogo de Alan Pauls ¿Inéditos de Proust? La noticia regocija y desconcierta. Un siglo después de En busca del tiempo perdido, la idea de que algo pueda haber quedado fuera de la proustíada impresa suena extrañamente desafiante. ¿No lo incluía ya todo esa novela-río, esa novela-mundo? ¿No incluyó con retroactiva voracidad, casi hasta hacerlos desaparecer, el Contra Sainte-Beuve, Jean Santeuil, El indiferente, Los placeres y los días. Parodias y misceláneas, y todos los textos que tuvieron la osadía loca de vivir antes que ella? ¿Y no incluye también, de algún modo, todo lo que Proust podría haber escrito fuera, al costado, en los márgenes de ella, lo haya escrito o no, llegue a nosotros algún día o se pierda en una caja entre recortes viejos, como la que revisaba Bernard de Fallois cuando encontró los materiales de El remitente misterioso ? «Un día me enteré de que mi vieja amiga Pauline de S., enferma de cáncer desde hacía mucho tiempo, no pasaría del año, y que se daba cuenta de ello con tal claridad que el médico, incapaz de engañar a su gran inteligencia, le había confesado la verdad.» (1) Leemos la primera frase de «Pauline de S.», el relato que abre esta compilación, y algo —un ritmo, una respiración— se reanuda. Todo empieza tan in medias res que es preciso que haya habido algo antes: un cuerpo principal, un pasado, un impulso originario... Gracias al cordón umbilical de la frase, una continuidad se restablece: la cápsula, como en las películas del espacio, vuelve a la nave nodriza. «Pauline de S.» (y todo cuanto Proust haya escrito que se jacte de no estar en En busca del tiempo perdido ) podría ser un relato intercalado, una anécdota interna, una posibilidad narrativa que quedó en el camino, varada en alguna paperole, uno de esos miles de proto-pósits que Proust pegaba sobre las pruebas de imprenta con sus «correcciones», manera bastante prosaica de describir lo que en rigor era el movimiento de una escritura que no podía detenerse. Si hemos leído En busca del tiempo perdido, siempre seguimos leyéndolo. Podemos parar, leer otras cosas, no leer nada en absoluto, olvidarnos incluso de que Proust existe. Seguimos leyéndolo de todos modos. O mejor dicho: Proust y su libro diabólico siguen leyéndonos siempre, ellos a nosotros. De ahí que todo nos remita a ellos.

Pero también podríamos pensar al revés. Pensar en En busca del tiempo perdido no como en un agujero negro absoluto, capaz de magnetizar y tragarse todo lo que entrara en su órbita, sino como en una máquina de expulsar, formidable fuerza centrífuga de la que nos llega, muy cada tanto, alguna astilla perdida, excepcional. Esta es una de ellas —la última, sesenta años atrás, como recuerda Luc Fraisse, editor de este libro, había sido el Contra Sainte-Beuve—. De modo que las esquirlas proustianas se hacen esperar. Las nueve que componen este libro, escritas presumiblemente hacia fines del siglo XIX, mientras Proust trabajaba en Los placeres y los días, debieron viajar más de un siglo hasta aterrizar entre nosotros. ¿Por qué (salvo una) habían quedado inéditas? ¿Por qué Proust, al parecer, las archivó sin siquiera comentarlas con nadie? Fraisse despeja la cuestión sin rodeos: porque la mayoría de estos textos, dice, ponen en escena el deseo homosexual, un problema que ronda En busca del tiempo perdido. Pero Sodoma y Gomorra, el volumen que lo vuelve escandalosamente explícito, se publica de manera póstuma, lo que señala hasta qué punto Proust necesitaba alejarse, estar más allá, del otro lado de su novela, para decir sin rodeos lo que tenía que decir sobre el problema, y del modo en que pensaba que debía decirlo.

A fines del siglo XIX, Proust tenía veinticinco años y era poco menos que nadie. Sin un nombre, un prestigio, una obra que lo respaldaran, la diferencia entre lo que podía y lo que quería decir a propósito del deseo homosexual era más que considerable. Algo de ese abismo se insinúa cuando comparamos un breve texto de Los placeres y los días sobre la experiencia del joven Proust en el ejército, «Cuadros de estilo del recuerdo», con «Recuerdo de un capitán», relato de una escena de la vida militar incluido en esta antología. Ambos se presentan como ejercicios de la memoria y están escritos en primera persona; pero mientras el yo del primero es o dice ser el de Proust, el del segundo ya narra desde la distancia, la estrategia y la red de relaciones de la ficción. El primero es una exaltación de la potencia estética del recuerdo, que baña en una luz suave y embellece, dice Proust, cosas, personas y escenas sin grandeza y sin excepcionalidad: la vida de regimiento, por ejemplo. Evocando ese mundo agreste y sencillo, Proust menciona «la simplicidad de algunos de mis compañeros del pueblo, cuyos cuerpos yo recordaba más bellos, más ágiles; cuyo espíritu, más original; cuyo corazón, más espontáneo; cuyo carácter, más natural que los de los jóvenes que había frecuentado antes y que frecuenté después». Es apenas un apunte, un haiku de leve estremecimiento erótico —con ese matiz de transversalidad social del que sabemos que Proust solía disfrutar en sus objetos de deseo— traspapelado en un comentario sobre el modo en que el recuerdo interviene en el pasado que recuerda, que lo enmarca y al mismo tiempo le sirve de coartada.

En «Recuerdo de un capitán», en cambio, estamos en plena narración; hay personajes, una escena y una dinámica erótica casi geométrica, como de ménage à trois congelado, reducido a las miradas, los gestos, las poses de una seducción histérica. Proust cuenta el coup de foudre entre el narrador —que ha vuelto a la pequeña ciudad donde pasó un año como teniente y charla diez minutos con un antiguo asistente— y cierto brigadier que lee el diario sentado ante la puerta de una barraca, un hombre «muy alto, algo delgado, con un dejo deliciosamente delicado y dulce en los ojos y en la boca», que, dice el narrador, «ejerció sobre mí una seducción absolutamente misteriosa» y lo fuerza a tratar «de gustarle y de decir cosas admirables». El flechazo es explícito y empuja al narrador a una suerte de crisis pasional fulminante, que reprime como puede. Al final, cuando se despiden —el único intercambio «oficial» que los compromete—, el otro, hasta entonces impávido, se incorpora y hace la venia «mientras me miraba fijamente, como indica el reglamento, con extraordinaria turbación». Proust cuenta aquí algo más que un deseo homosexual: cuenta su ciclo completo —su novelita, digamos—, desde la irrupción, inesperada y violenta hasta la crisis de angustia en la que hunde a su víctima, pasando por el pavoneo apenas encubierto con el que intenta trabar contacto con la figura que lo suscitó y la solución perversa —turbación extraordinaria + reglamento— a la que da lugar. Comparando los dos textos —el haiku melancólico de «Cuadros de estilo del recuerdo» y la novelita exasperada de «Recuerdo de un capitán»— es fácil entender por qué Proust publicó uno y archivó el otro.

Puede que la osadía con que nombran el deseo homosexual explique por qué estos textos dispares —relatos, fábulas, diálogos de muertos, ejercicios de género— habían quedado en la sombra, víctimas de la censura del propio Proust. No explica, sin embargo, la intriga con que los leemos hoy, más de un siglo después de escritos. Si alguien no esperaba un coming out (ni para emanciparse ni para promocionarse), ese era Proust. No lo esperaba porque no lo necesitaba, por supuesto, pero también porque la espectacularidad del coming out —con su irreversibilidad, su rígido binarismo, su condición directa y unilateral— parece ser radicalmente ajena a la lógica del deseo que le interesó siempre, tanto en obras maestras como En busca del tiempo perdido como en los textos secretos de juventud de El remitente misterioso. Para Proust, si el deseo interesa es justamente por su oblicuidad, su vocación de rodeo, su tendencia a la refracción, el disfraz, el circunloquio. No se escribe para decir las cosas por su nombre: se escribe porque la relación entre las cosas y sus nombres es siempre una relación diferida, discontinua, signada por ilusiones ópticas, falsas perspectivas, errores de paralaje. Así, por espectacular que sea, la epifanía de erotismo gay de «Recuerdo de un capitán» es solo una modulación más —no la única— que asume una configuración de deseo ubicua, clandestina, en la que convergen y se mezclan cierta promiscuidad social, el gusto por la abyección y una relación más o menos equívoca con la ley, fuente de represión pero también de subterfugios. De hecho, el ejército ya aparece como proveedor de objetos de deseo en el cuento «El remitente misterioso». Aparece de refilón, en un aparte encendido y, en este caso, en la mirada ensoñada de una mujer, Françoise, la protagonista del relato, que, entre excitada, asustada y perpleja por una serie de cartas anónimas que recibe, todas inflamadas de deseo, solo atina a explicarse su audacia atribuyéndosela a «un militar», un gremio que alguna vez había «abrasado sus sueños y deslizado extraños reflejos en sus ojos castos», inspirándole un fantasma erótico que incluye —es el toque Proust— cinturones difíciles de desabrochar, espuelas que pinchan y corazones viriles a los que apenas se oye latir bajo rústicos abrigos de telas marciales. El ardor voluptuoso de lo tosco. Un cliché como tantos —igual que el escozor que el subalterno hace nacer en el superior, el ignorante en el cultivado, el inocente en el cínico—. Como buen especialista en deseo, Proust es un experto en estereotipos (que es el reglamento que el deseo acepta y asume para perseverar). Solo que, en el cuento, ese lugar común del deseo femenino heterosexual aparece desplazado, desubicado, como un exabrupto incongruente, en el corazón de una intriga rondada, una vez más, por la homosexualidad.

Es lo que sucede siempre con Proust (y con todos los grandes escritores): apenas creemos haber llegado a algún lado, fijado una cuestión, estabilizado un tema, definido una identidad, un horizonte, la escritura ya está en otra parte; otra dimensión aparece y contagia la que conocíamos, otra cosa empieza a contarse dentro de la que creíamos estar leyendo. Esa lógica se llama deseo, en Proust. Por eso tiene patas cortas; en el fondo, es hablar de «deseo homosexual», «deseo heterosexual», «hombres», «mujeres», «locas». Aun cuando cada uno de esos nombres y esas categorías exija una suerte de etnografía impostergable, riquísima (que Proust, por otra parte, fue el primero en hacer), ninguno puede jactarse de detentar verdad o decretar ley alguna sobre el deseo. A lo sumo, son formaciones, estados, modos sexuales, sociales, mundanos, culturales que adopta el deseo para funcionar en ciertas esferas o dimensiones de la experiencia. Pero el deseo en sí es otra cosa. No es un factor de identidad, no define ni fija; es una fuerza que se mueve y cambia; se deja enmascarar, deformar, traducir, redirigir; repercute, se hace eco, resuena; conecta seres, cuerpos, planos, mundos. No solo «masculinos», «femeninos», «heterosexuales», «homosexuales». No solo humanos. Es también el deseo lo que arrastra al humano hacia el animal («La conciencia de amarla»), hacia la música («Después de la Octava Sinfonía de Beethoven»), hacia la naturaleza sublime («Jacques Lefelde»).

Fluidez de Proust. Es esa hipersensibilidad hacia lo maleable, y la voluntad de seguirle la pista, siempre, no importa adónde lo lleve, la razón por la que estos relatos de más de cien años, descartados (aunque no del todo) por su autor, nos interpelan. En otras palabras: leemos a Proust porque es nuestro contemporáneo. El remitente misterioso abunda en enfermos, en moribundos, en suicidas por amor; es un mundo afiebrado, de amantes que se sofocan, no pueden dormir, pierden el conocimiento. Pero en ese paisaje decadentista, de interiores mal ventilados, sobresaltos y corazones taquicárdicos, todo se cruza con todo, como si las cosas, los nombres, los seres, los afectos, todo entrara en una suerte de espiral ambigua: las identidades se canjean, los nombres intercambian portador, la enferma se restablece y la sana enferma, la amiga saludable aprende de (vampiriza a) la que va a morir, lo que no se recuerda bien se ve con toda nitidez, y viceversa.

En la edición francesa de este libro, Luc Fraisse sigue los rastros genéticos de todo ese frenesí de mutaciones, entrecruzamientos, permutaciones. El denso, minucioso, formidable aparato de notas que la acompaña permite ver hasta qué punto esa lógica mercurial que signa la narrativa proustiana tiene sus réplicas en el trabajo de Proust con cada frase, incluso con cada palabra de sus textos. Reproducirlo entero, en todos los relatos, habría sido ideal, pero el efecto de lectura «especializada» que hubiera producido acaso habría alejado al libro de muchos de sus lectores potenciales. Si hemos decidido mantener intactas solo las notas que acompañan «El remitente misterioso» ha sido porque el relato (a diferencia de varios de sus compañeros) está completo, porque es quizá el plato fuerte del volumen y porque las notas documentan paso a paso, en el nivel microscópico, como en tiempo real, la redacción del relato, el tipo de oscilación, inestabilidad y zozobra que la narración hace jugar en la dimensión de la identidad de género y el deseo. Consultándolas, el lector podrá hacerse una idea simultánea del proceso de escritura de Proust, su carácter hipotético, conjetural, siempre tentado por varias posibilidades a la vez, y del trabajo del editor con los manuscritos, que no deja duda, variante o alternativa sin registrar.

En Los placeres y los días, el sujeto Proust era el que tenía el monopolio del yo. El único otro en quien Proust aceptaba delegarse era Honoré, el héroe que aparece varias veces a lo largo del libro para morir al final y matar, al mismo tiempo, la demencia lúcida de los celos, un trance que a estas alturas del partido —fieles a la norma médica— ya podríamos llamar «mal de Proust». En los relatos de El remitente misterioso, el yo se retrae, se deja eclipsar por terceras personas de ficción, se ausenta ante la escena de un diálogo o el plural de un Saber para el que el arte y la vida son las dos caras de una misma moneda (probablemente falsa). ¿Está Proust más presente en su compilación de 1896 que en estos hallazgos que le debemos a De Fallois? La pregunta suena un poco preproustiana. Una de las grandes invenciones de Proust —una que sin duda tutela los últimos treinta o cuarenta años de la literatura llamada de «autoficción»— fue haber enrarecido de manera radical la naturaleza, la función, la autoridad y el valor del yo en la escritura literaria, impugnando al mismo tiempo el reflejo de lectura que lo identificaba automáticamente con el escritor y el que pretendía divorciarlos por definición. (Esa gran invención tiene nombre: Proust la llamó «Marcel».) Así, el yo proustiano es a la vez nombre propio y fantasma, grano de lo real y mascarada, singularidad absoluta y espejismo imaginario. Más que «estar presente», Proust insiste en estos relatos con ese modo híbrido, negociado, que Barthes llamaba «figuración incómoda», por la que el escritor satura su propio cuerpo —su verdad deseante— con toda clase de coartadas de género, morales, de verosimilitud, que lo maquillan pero le dan también la inmunidad que necesita para moverse. Algo de él, sin embargo, algo de ese cuerpo proustiano real, sin afeites, irrumpe en «El don de las hadas» en la figura, casi en la idea, de ese desdeñado incurable a quien deben mostrar la belleza que esconden sus heridas. Es el cuerpo de un enfermo, y todos sabemos hasta qué punto en Proust la enfermedad —en cuanto verdad clínica y elaboración imaginaria— es el eslabón privilegiado que liga vida y arte. El incomprendido, el ignorado, es el rostro social del sufriente: ese es, ahí está Proust. Es quien descubre en los males que padece «virtudes que la salud desconoce». El Proust que pone en escena El remitente misterioso no es la víctima —una condición que el escritor, por otra parte, sabía muy bien cómo fingir—. Es el que ve cosas que escapan a la gente saludable: Proust, el vidente.

Bernard de Fallois manifestó formalmente su intención de poner a disposición de los investigadores el conjunto de los archivos reunidos en el marco de su trabajo personal sobre la génesis de En busca del tiempo perdido.

Su objetivo particular era evitar que se dispersaran en alguna casa de subastas, una vez él desaparecido, y dar a conocer la obra de Proust de forma más completa.

Esta publicación responde, pues, a su voluntad profunda.

En 1978, la editorial Gallimard publicaba en forma de plaquette El indiferente, que el editor de la correspondencia de Proust, Philip Kolb, llevado por las cartas, había encontrado en la revista de fines del siglo XIX, [1] donde lo habían olvidado al menos sus lectores, pues el escritor lo recordaba perfectamente bastante tiempo después, en el momento de escribir la parte de «Un amor de Swann» del primer volumen de En busca del tiempo perdido, Por la parte de Swann.

Nos encontramos ahora ante un caso más especial, ya que se trata de una serie de relatos escritos en la misma época que El indiferente, la época de Los placeres y los días, pero que no fueron publicados: Proust conservó en sus archivos esos manuscritos, en estado de borrador, sin comentarlos con nadie, a juzgar al menos por la documentación de la que hoy tenemos conocimiento.

¿Qué contienen, pues, estos relatos? ¿Por qué no haberlos comentado con nadie? Y en esas condiciones, ¿por qué incluso haberlos escrito?

Aunque no haya forma de resolver de manera definitiva todos los enigmas, podemos comprenderlos mucho mejor si pensamos en los temas que tratan, ya que casi todos estos relatos abordan la cuestión de la homosexualidad. Algunos, como ciertos textos que ya conocemos, trasponen el problema que obsesionaba a Proust a la homosexualidad femenina. En otros no hay trasposición alguna. Demasiado locuaces, sin duda demasiado escandalosos para su época, el joven autor prefirió mantenerlos en secreto. Pero sintió la necesidad de escribirlos. Constituyen, casi legibles entre líneas, ese «diario íntimo» que el escritor no confió a nadie.

Lo que en tiempos de Proust podía escandalizar a su entorno familiar y a su sociedad es el hecho mismo de la homosexualidad. Porque estos relatos no contienen nada escabroso, nada que suscite voyeurismo alguno. Por caminos extraordinariamente diversos, como veremos, profundizan en el problema psicológico y moral de la homosexualidad. Exponen una psicología esencialmente sufriente. No violentan la intimidad de Proust; permiten entender una experiencia humana.

Procedentes de los archivos reunidos por Bernard de Fallois, que falleció en enero de 2018, estos relatos exigen hacer un poco de historia para dilucidar por qué permanecieron a la espera de publicación tanto tiempo, y en qué contexto Proust los escribió o abocetó para luego apartarlos definitivamente de la mirada del público, incluidos sus propios allegados.

Hubo una época, hoy muy olvidada, en que al observar el destino literario de Marcel Proust se creía que el escritor había recorrido una vida dividida en dos: una juventud que transcurrió en los salones, con una flor en el ojal; y más tarde, una madurez que dedicó a la elaboración encarnizada de una gran obra, cuya conclusión apenas tuvo tiempo de vislumbrar en el momento de morir, a los cincuenta y un años.

Marcel Proust, el autor de En busca del tiempo perdido, ese monumento de la literatura francesa, esa obra que pertenece al patrimonio universal. Algo que sus contemporáneos ya comprendieron con la publicación escalonada de los últimos volúmenes, concluida en 1927. Pero quedó para después la evaluación de la circunferencia del ciclo novelesco, demasiado vasto y rico para una asimilación inmediata. Comoquiera que sea, su autor había muerto trabajando, a la misma edad que Balzac, y un poco por las mismas razones. ¿No había tenido acaso la inconsciencia de esperar sin escribir casi nada —como espera el héroe de En busca del tiempo perdido hasta El tiempo recobrado — el comienzo de su declive físico para acometer esa empresa literaria sobrehumana?

Porque ¿a qué se habría reducido Marcel Proust sin En busca del tiempo perdido ? A una obrita de juventud, Los placeres y los días, que apareció a finales del siglo XIX y nos invitaba a pasar la página del siglo XX para ver surgir de golpe el genio literario de la gran obra. A traducciones de Ruskin no del todo ajenas a la obra maestra que sobrevendría después, pues giraban alrededor de las catedrales y la lectura. Pero nada más. Un libro desparejo, un escritor traductor.

Los vientos empiezan a cambiar en la mitad exacta del siglo XX. En 1949, André Maurois publica en la editorial Hachette En busca de Marcel Proust, un libro que permite respirar la atmósfera en que evolucionó el novelista hasta su gran obra. El biógrafo extrae de la correspondencia testimonios que sugieren que ese supuesto milagro de las Letras y de la última hora estuvo ocupado escribiendo en todo momento, constantemente. Maurois conoce a un joven catedrático, Bernard de Fallois, que quisiera escribir, si la Facultad de París se aviniera a aceptarlo, una tesis dedicada a Proust, y en la estela de sus propias investigaciones lo presenta a la sobrina del escritor, Suzy Mante-Proust, consagrada, como su difunto padre, a la posteridad de Marcel Proust.

Antes incluso de entreabrir los archivos familiares y hurgar, más tarde, en las ofertas de los catálogos de venta, Bernard de Fallois se muestra escéptico ante la idea, no importa cuán unánimemente fuese aceptada, de que se pueda escribir un monumento literario de golpe, al término de una juventud puramente ociosa. Ya las producciones previas a En busca del tiempo perdido, lejos de merecer ser minimizadas, bastan para sugerir a quien tenga sensibilidad para los procesos creativos una progresión continua en el Proust previo a Proust que permite suponer que el frecuentador de salones no se parece en nada a Charles Swann, sino que se interroga con intensidad sobre aquello que podría escribir.

Bajo esa luz, los escritos anteriores a En busca del tiempo perdido, desde Los placeres y los días (1896) hasta la traducción de La Biblia de Amiens (1904) y Sésamo y lirios (1906), de John Ruskin, lejos de aparecer como la escoria de la gran obra, encierran una profusión de experimentaciones literarias. Son laboratorios donde los textos palpitan como materia fundida. Pero lo espaciados que están en el tiempo hace suponer que el escritor en ciernes interrumpe sus búsquedas e interrogaciones y posterga su reanudación siempre para algún otro momento, si es que se le presenta la oportunidad. Hay un vacío entre esas obras conocidas. Un vacío que ciertamente no se debe a la inacción de su creador, sino a nuestra ignorancia.

Es en este aspecto donde los archivos de la familia Proust (que solo se depositaron en la Biblioteca Nacional en 1962) dan a conocer, al cuidado de este investigador con método y perseverancia de archivista, papeles desconocidos que pronto se vuelven numerosos. Una gran novela en piezas sueltas, paradójicamente escrita en tercera persona, aun cuando es muy próxima a la biografía del autor, y cuyos legajos podemos clasificar según la cronología vital del personaje que dará título al conjunto, Jean Santeuil. Esa gran novela reconstruida, publicada por Gallimard en 1952, lleva un prólogo de André Maurois. Las cartas y los papeles que la rodean demuestran que fue redactada principalmente entre 1895 y 1899. Lejos de recaer en la inercia, Proust, pues, había acometido una gran novela cuando la antología de Los placeres y los días aún no había aparecido. Después, de inmediato, sin descanso, pues la novela, con todos sus papeles etiquetados y apilados, es bastante voluminosa, aunque está inacabada.

He aquí, pues, el puente entre Los placeres y los días y John Ruskin. Pero ahora aparecen más papeles, más cuadernos. Se ubican en el umbral de En busca del tiempo perdido, hacia 1908, y revelan que este ciclo novelesco nació al mismo tiempo que un ensayo, polémico pero filosóficamente muy bien argumentado, dirigido contra el método biográfico de Sainte-Beuve. Por momentos, Proust piensa en desgajar el ensayo de sus borradores y publicarlo aparte. Pero la realidad de esos borradores es otra: es un ensayo y una novela al mismo tiempo.

Este objeto híbrido incomoda a las clasificaciones de la crítica, pero no a Bernard de Fallois. Este ya se ha encargado de reinterpretar Los placeres y los días —libro que Marcel Proust menospreciaba porque no era En busca del tiempo perdido, y porque sentía que su unicidad procedía solo de su encuadernación— como un conjunto coherente, sin duda rico y diversificado, pero donde todo se sostiene, todo es necesario, todo anticipa lo que vendrá. De modo que el descubridor de nuevos libros de Proust no experimenta ninguna incomodidad ante este ensayo de teoría literaria que vira a la novela, donde la refutación sistemática de Sainte-Beuve se mezcla con las consideraciones sobre los Balzac de las Guermantes.

Libre de toda lectura prejuiciosa, De Fallois da a conocer este material en 1954 con el título Contra Sainte-Beuve, que Proust sugería a veces en sus cartas de la época. Más tarde señalará lo paradójico de sacar a la luz el panfleto de Proust contra la crítica biográfica justo en el momento en que el siglo volvía a interesarse por su autor desde una perspectiva biográfica. Pero al mismo tiempo es un momento privilegiado, porque por entonces el reino de la historia literaria, que abordaba a los escritores vinculándolos con lo que los rodea (sus lecturas, sus entornos, las escuelas literarias y, por supuesto, todas sus circunstancias vitales), empieza a declinar en favor de una escuela que exige leer las obras por sí mismas, por su estructura interna. ¡Qué golpe de suerte contar con el apoyo de Marcel Proust! Sin subirse a ese tren en marcha, Bernard de Fallois se quedará con la lección principal del ensayo que ha dado a conocer al público. En sus Sept conférences sur Marcel Proust pregunta: ¿es tan interesante la vida de Proust? Y contesta que no.

El pionero de las investigaciones proustianas sigue con su tarea, que se convertiría en su tesis. Suponemos que, de haberla autorizado la universidad, el tema habría sido la evolución creativa de Proust hasta En busca del tiempo perdido. La tesis nunca vio la luz; sin duda quedó truncada tras las dos publicaciones principales de obras de Proust, que le abrieron a su descubridor las puertas del mundo de la gran edición. Pero dos partes fueron redactadas por completo y leídas por el entorno intelectual de Bernard de Fallois. Si bien la primera parece haberse perdido, la segunda, y lamentablemente última, constituye un ensayo independiente que Les Belles-Lettres publica con el título Proust antes de Proust. Un ensayo erudito en el que el saber, sin embargo, aparece subsumido por una pluma singularmente alerta, como sería ideal que sucediera con una tesis, como sucede con las que se convierten en libros que nunca pasan de moda. Un ensayo cuyas cautivadoras originalidad y novedad no han disminuido tras haber dormido durante dos generaciones antes de dársenos a conocer.

Porque el comienzo en Los placeres y los días se nutre de esos archivos amplios, cuyos matices el clasificador maneja como un organista. Igual que el Proust detractor de Sainte-Beuve e (paradoja nada desdeñable) igual que el propio Sainte-Beuve, De Fallois sabe que la biografía del autor no debe estar ausente de la lectura de sus obras, pero debe ser una biografía interior, esa que los mejores contemporáneos de Proust llamaban «biografía psicológica», siempre y cuando sepamos captar, en la gratuidad aparente de las circunstancias vitales, la perspectiva enriquecedora de estructuras que están naciendo.

Esta es la mirada estructural que Bernard de Fallois proyecta sobre los textos aparentemente dispares reunidos en Los placeres y los días, para captar en ellos, a contrapelo, una misma búsqueda, una misma tentativa literaria —lo que podríamos llamar, tratándose de un joven escritor, la «búsqueda de su voz»—, búsqueda tan difícil de emprender que es preciso tomar muchos caminos distintos para lograr progresar hacia un mismo objetivo. El crítico, por otro lado, lleva su clarividencia hasta el punto no solo de identificar lo que, en los escritos de juventud, anticipa de manera aún remota En busca del tiempo perdido, sino también de advertir las posturas de escritor que ya no volveremos a encontrar luego en los escritos de Proust, porque ese «ya no», ese «una sola vez» nos dicen mucho acerca de las condiciones de trabajo del Proust llegado a la plena madurez.

Y como piensa esas estructuras a largo plazo, al tiempo que cataloga y clasifica los archivos, el ensayista revolotea alrededor de Los placeres y los días y encuentra páginas manuscritas no incorporadas a la antología de 1896 y tampoco publicadas en las revistas de la época, algunas de las cuales, sin embargo, aparecen mencionadas en los índices autógrafos que tiene ante sí, de cara a ese libro que Proust titula en un primer momento Le Château de Réveillon, aludiendo a la mansión que la señora Lemaire posee en La Marne, donde varios de esos textos fueron escritos en estrecha colaboración con Reynaldo Hahn, y cuyas piezas desplaza, añade o recorta, un poco como hará Guillaume Apollinaire cuando en 1912 componga su antología poética Alcoholes.

Los textos en prosa que aparecen en esas hojas sueltas son relatos. Escritos al mismo tiempo que los que ya conocemos, es lógico que guarden relación con ellos. Pero leídos por sí mismos, como Proust terminó considerando que debían leerse, hablan también en un lenguaje específico, el de una serie de textos inéditos. Una parte del ensayo de Bernard de Fallois se dedica a esta cuestión específica. Es la parte que Jean-Claude Casanova tuvo el tino de prepublicar en el número 163 de la revista Commentaire, en el otoño de 2018, con el título «Le secret et l’aveu». Porque ese es, en efecto, el nudo. Pero ¿qué nudo, exactamente?

Los escritos que Proust deja al margen o descarta mientras prepara Los placeres y los días demuestran que la compilación podría haber sido un libro mucho más importante. Pero si su joven autor hubiera incluido todos los textos que reproducimos aquí, con la forma acabada que no tuvieron, la escenificación de la homosexualidad se habría convertido en el tema principal del libro. Eso no era lo que Proust deseaba, sin duda por las revelaciones que habría arrojado sobre sí mismo (revelaciones que ya no tienen ese carácter para nosotros), quizá porque algunos de esos textos necesitaban ser escritos más para él que para ser publicados, quizá, también, porque el escritor deseaba preservar cierta deliberada diversidad en su compilación; sin duda, en conclusión, porque dudaba de la calidad y la repercusión literarias de los textos que finalmente descartó.

Proust, hombre joven y joven escritor, aborda la homosexualidad, pues, desde la perspectiva del sufrimiento y la maldición. No podemos achacar toda la culpa a su época, porque esa posición se opone por completo a la de su contemporáneo exacto, André Gide, hedonista y egotista, que no solo no envuelve ese tipo de confesión con el halo trágico proustiano, sino que la asocia, al contrario, con una felicidad vitalista. De ahí surge también otra oposición entre un Proust sometido a la tensión entre el secreto y la confesión, que elabora todo un diversificado sistema de trasposiciones, y un Gide que prefiere en cambio decir «Yo», aunque en su Diario, tras visitar a Proust en 1921, anote: «Le cuento algunas cosas de mis Memorias: “¡Se puede contar todo!”, exclama, “pero con la condición de no decir jamás ‘Yo’”. Ese no es mi problema». [2]

En ese contexto, pues, Proust nunca dirá «Yo», pero la narración en primera persona del capitán es la que más se acercaría a una enunciación directa y personal. En estos relatos descartados vemos como nunca el proceso de elaboración de todo un dispositivo de «proyecciones», de discursos conciliados: el drama se juega entre dos mujeres (con el narrador del lado de «la inocente», aunque en «El remitente misterioso» «la culpable» sigue siendo inocente), el drama crucial de la adolescencia se ve trasladado a un final de vida prematuro (fuente de un apocalipsis, en el doble sentido de revelación del fin de los tiempos para el sujeto y del acto de develar incluido en el verbo griego apocalyptein ), y el sufrimiento de la condena de no ser amado por aquel a quien se ama se traspone a un universo musical («Después de la Octava Sinfonía de Beethoven»), a la situación de una heroína condenada por una enfermedad pero que decide vivir su agonía despreocupadamente («Pauline de S.»), o se exterioriza en un gato-ardilla que acompaña al sufriente en su casa y en el mundo sin que nadie se entere («La conciencia de amarla»), tras haber sido un resignado «don de las hadas»...

Pero no es fácil la trasposición cuando conlleva una carga personal y emotiva tan pesada. El narrador, en quien Proust delega la conducción del relato, se embrolla. Veremos cómo en el manuscrito de «El remitente misterioso» los papeles de Françoise y de Christiane se confunden e intercambian; el don de las hadas, que consiste en aceptar el sufrimiento por haber recibido tantas disposiciones, es aceptado con más resignación que convicción; el animal secreto, que acompañará toda la vida al que sabe que nunca será correspondido en el amor, proporciona al sujeto un consuelo que no borra el fracaso. La contradicción no se resuelve.

La moral cristiana, en este caso católica, pesa sobre estos interrogantes de una manera tan directa como nunca volverá a hacerlo. Lo que leíamos en Los placeres y los días, según salió publicado, reduce la preocupación religiosa a un perfume de misticismo superficial, aureolado de una decadente melancolía finisecular. Pero los relatos descartados se hacen más insistentes. Christiane morirá consumida por haber ardido de amor en silencio por su amiga Françoise. Françoise pregunta si consentir el deseo de Christiane no la salvaría. Su confesor le contesta que eso significaría hacer que la moribunda (que le ha sido presentada como un moribundo) dilapide de golpe el sacrificio de toda una vida en pos de un ideal de pureza. Las dos posturas se oponen radicalmente: ninguna de las dos queda invalidada en términos absolutos.

Cuando se convierta en novelista, el joven autor de estos relatos nunca volverá a exponer con tanta insistencia ese memento mori de la predicación clásica. Nunca volverá a meterse directamente con el Dios creador para preguntarle el porqué, salvo, por medio de imágenes, a la hora de definir la creación artística. Aquí el sujeto que sufre, apartado del mundo del amor, pronuncia un «mi reino no es de este mundo» muy personal; se pregunta dónde encontrar por sí mismo esa promesa de «paz sobre la tierra para los hombres de buena voluntad». El diálogo de muertos «En el infierno» toma distancia de la proximidad angustiante de todos estos problemas, pero la pátina antigua de los Infiernos no suprime la perspectiva del infierno y la condena cristiana, que uno de los protagonistas trata de conjurar dando el nombre de felix culpa a la poesía y a los poetas, como se había hecho con el pecado original.

Entonces, los personajes de médicos, a medio camino entre Adrien Proust, el padre del escritor, y el futuro doctor Du Boulbon, personaje ficticio de En busca del tiempo perdido, toman el relevo para abrir acaso un camino hacia lo que Bergson, tras la muerte de Proust, llamará «las dos fuentes de la moral y de la religión». Cuando señala que su paciente se muere de una consunción que no se deriva de ninguna enfermedad orgánica, el médico de Christiane se anticipa al Freud que visita a Charcot en La Salpêtrière y prepara sus Estudios sobre la histeria. «Recuerdo de un capitán» sugiere el caso de un sujeto que ignora, al mismo tiempo que la narra, su propia homosexualidad, que en su relato por tanto jamás será nombrada. «Después de la Octava Sinfonía de Beethoven» llama a reflexionar sobre la relación entre la respiración del asmático y la ocupación del espacio. Son muchos, en suma, los objetos e imágenes simbólicos que pueblan estos relatos.

Pero la psicología homosexual, o la homosexualidad percibida desde dentro, directamente o traspuesta, no constituyen ni de lejos para nosotros el único tema, la única apuesta de estos relatos. Lo que vemos en ellos es al escritor en el momento de iniciar su proyecto literario, que cobrará forma progresivamente y en continuidad hasta En busca del tiempo perdido.

El estudiante de Filosofía no queda lejos; más aún, es contemporáneo. El consuelo de no ser amado proyectado en un universo musical («Después de la Octava Sinfonía de Beethoven») parece ya abonado por la metafísica de la música de Schopenhauer. En su laborioso recuerdo, el capitán retoma la distinción tan fichteana entre el yo y el no-yo, y su interrogación sobre la recreación del pasado en el pensamiento, todavía torpe, conocerá una posteridad importante, igual que la búsqueda de una definición de la «esencia». Estos recuerdos de erudición filosófica ya son sutiles aquí, y el narrador de En busca del tiempo perdido sabrá volverlos irreconocibles en su prosa, que seguirá sin embargo nutriéndose de ellos.

Como era de esperar, algunas anotaciones, aunque fugaces, son partidas de nacimiento de episodios enteros de la todavía lejana En busca del tiempo perdido. Veremos surgir aquí la función de las cartas en la resurrección de los personajes; la mediación de Botticelli en la percepción del ser amado; los dos versos de Vigny a modo de epígrafe en Sodoma y Gomorra («En el infierno»); quizá la explicación anticipada del frío saludo de Saint-Loup al final del episodio de Doncières en La parte de Guermantes ; una primera versión de la gran controversia sobre la homosexualidad entre Charlus y Brichot (en este caso, Caylus y Renan dialogando «En el infierno») en La prisionera ; pero también eso a lo que responderá algún día la perorata del doctor Du Boulbon en La parte de Guermantes sobre las patologías de los genios creadores; una primera versión del paseo solitario en el Bois de Boulogne que algún día concluirá Por la parte de Swann («Jacques Lefelde») y del episodio del «nuevo escritor» en La parte de Guermantes ; la etimología del apóstrofe «Árboles, ya no tenéis nada que decirme» en mitad del El tiempo recobrado.

Pero ante los ojos del lector desfila la antología literaria de las primeras lecturas importantes del escritor que debuta: Fedra, de Racine, y «La tristeza de Olimpio», de Victor Hugo, tal vez Stendhal en «Jacques Lefelde» y Dumas padre en «En el infierno», mucho del universo de Edgar Allan Poe de manera implícita, como veremos, y, en esa órbita, reminiscencias de Gérard de Nerval y de las novelas de Tolstói, cuya influencia se alejará después de Jean Santeuil.

Porque el desarrollo (inconcluso, recordémoslo) de estos relatos tiene el interés a largo plazo de observar al escritor en ciernes experimentando con formas literarias que no serán las del escritor maduro: el relato de suspense, el cuento fantástico, el diálogo entre muertos. Es especialmente interesante advertir cómo al incursionar con predilección en las formas de la parábola, la fábula y el cuento, el novelista todavía no revelado aprovecha para experimentar a la vez los motivos por los que no retomará dichas formas y los recursos que puede obtener de ellas.

En particular, la novela mundana, cuya veta subyacente no aparece suficientemente resaltada en la atmósfera de En busca del tiempo perdido, y que se constituye en breves microcosmos en varios de estos relatos, de manera destacada el encuentro amoroso en el contexto de la alta sociedad, con sus recursos pero sobre todo sus obstáculos. Esa novela mundana de atmósfera concentrada, que nos ahorra, incluso en el seno de una novela extensa, con mayor razón al servicio de la brevedad de un relato, las largas preparaciones del arsenal novelesco. Ese universo de visitas, mayordomos, lugares de veraneo y calesas que será el de Swann. Ese universo que Proust descubrirá en la novela de su amigo Georges de Lauris, Ginette Chatenay, leída en manuscrito entre 1908 y 1909, publicada en 1910, y que por otro lado pone en escena a una heroína que lee Los placeres y los días. El círculo se ha cerrado.

Son tantas las etapas de aprendizaje y experimentación que separan al joven que redacta estos relatos del novelista de En busca del tiempo perdido que uno no esperaría encontrar nada del gran novelista en el debutante. De ahí el interés de detectar precisamente lo que ya aparece en ellos. Por ejemplo, las primerísimas versiones de la futura división entre tiempo perdido y tiempo recobrado, aquí llamados frivolidad y profundidad, dispersión e interioridad, apariencia y realidad. Esa división encontrará formulaciones más profundas muy pronto, en Jean Santeuil, pero tampoco entonces será pensada como una división estructurante, y esa gran novela que seguirá a los breves relatos fracasará al no poder aprovechar una idea que expresa con claridad, pero sin pensar en ponerla en acción.

Además, estos relatos prefiguran al narrador de En busca del tiempo perdido en su función de traspasar las apariencias y reconocer, como diría La Bruyère, tan presente en la esfera de Los placeres y los días, a través del hombre que se ve, al hombre que no se ve (¿razón posible de la alegría de una moribunda, la consunción sin causas orgánicas de otra, el recuerdo triste y angustiado de un capitán, los paseos solitarios y recurrentes que un escritor da por el Bois siempre a la misma hora?).

En el universo en perpetua construcción de un escritor, los giros verbales también tienen su historia, es decir, sus actas de nacimiento y su desarrollo posterior. Un día aún lejano, el giro «sello de autenticidad» condensará un fragmento célebre de El tiempo recobrado. Pero es en un relato inédito de su juventud donde Proust verá nacer de su pluma ese recurso.

Por último, nos gustaría creer que si algunos de estos relatos no llegaron a buen puerto fue porque su autor dudaba, sin terminar de decidirse, entre varias posibilidades. De una frase a la otra, el capitán se acuerda muy bien y ya no logra acordarse del brigadier que tanto lo conmovió un día de un pasado ya remoto. En otro momento veremos cómo el diálogo directo y el análisis accesorio pugnan por convertirse en la materia del relato, sin que ninguna de las dos formas consiga prevalecer sobre la otra.

Fecundas vacilaciones. Porque todas esas contradicciones son provisorias. Nosotros, que hoy podemos leer no solo En busca del tiempo perdido, sino también los cuadernos donde se cocina, sabemos que el novelista procederá de ese modo: yuxtaponiendo en una misma página una circunstancia del relato y su contraria, porque quiere probar el impacto de ambas, sus implicaciones, y el análisis que podría asociársele. Los cuadernos de Albertine desaparecida son significativos en ese sentido: allí leemos que Albertine conoció —no conoció— a la señorita Vinteuil y a su amiga; que mantuvo —pero en realidad quizá no— relaciones con Andrée; que el héroe no tiene el menor deseo de saber con quién se paseaba antes Gilberte por los Campos Elíseos, pero la interroga al respecto. El guionista de En busca del tiempo perdido, que sopesará las potencialidades de su relato, ya se oculta en las contradicciones de esos relatos inéditos.

Un problema moral se manifiesta aquí en una atmósfera sombría. Pero no solamente eso: estos relatos expresan la admiración ante la belleza, la densidad de vida que encierran el misterio, el enigma por resolver y la riqueza inalienable que posee cada uno, que consiste en explorar el propio mundo interior; esa es la empresa que el arte fragua, acompaña y consuma. Por ello, desde sus primeros escritos, Proust propone ese giro que Albert Camus (el Camus de El hombre rebelde ) leerá en El tiempo recobrado : una alternativa a la desesperación.

Hasta la maldición y el sufrimiento, en efecto, se revelan como creadores: son ellos los que organizan las situaciones y los personajes, profundizan los interrogantes, requieren trasposiciones originales, siempre renovadas y moduladas. Este joven escritor que dice y se guarda su secreto ya parece presentir a la Gilberte y la Albertine de su obra futura que, transparentes, devolviendo centuplicado todo el amor que les profesan, no escondiendo nada, diciéndolo todo, aniquilarían la fuerza analítica con la que se impondrá y triunfará el narrador de En busca del tiempo perdido. Porque, como revelará este entonces, «las ideas son los sucedáneos de las tristezas».

La creación de este volumen de inéditos no habría sido posible sin la confianza que el señor Dominique Goust, director de las Éditions de Fallois, depositó en esta empresa. Que su equipo editorial y él mismo reciban aquí la expresión de todo mi reconocimiento.

Nota sobre el texto A continuación reproducimos una serie de textos autógrafos de Marcel Proust, todos inéditos salvo en un caso, incluidos en los archivos de Bernard de Fallois (legajos 1.1. y 5.1 en su signatura original) y utilizados por el ensayista en su investigación sobre Los placeres y los días, dado que la redacción de aquellos textos fue contemporánea de la elaboración de esta compilación, en cuyo sumario aparecieron durante un tiempo. Cada texto está introducido por una explicación de su creación y algunas observaciones sobre las novedades que ofrece y su influencia más a largo plazo en la obra posterior de Proust. En las introducciones remitimos a las siguientes ediciones de Proust: – À la recherche du temps perdu, edición de Jean-Yves Tadié, París, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 4 vols., 1987-1989. [Hay trad. cast.: En busca del tiempo perdido, trad. de Carlos Manzano, Barcelona, Debolsillo, 2016.]

Correspondance de Marcel Proust, establecida, anotada y presentada por Philip Kolb, París, Plon, 21 vols., 1970-1993.

Les Plaisirs et les Jours, Jean Santeuil, publicados por Pierre Clarac e Yves Sandre, París, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1971. (Edición original de Jean Santeuil a cargo de Bernard de Fallois, prólogo de André Maurois, París, Gallimard, 3 vols., 1952.) [Hay trad. cast.: Los placeres y los días, trad. de Consuelo Berges, Madrid, Alianza Editorial, 2018; Jean Santeuil, trad. de Mauro Armiño, Madrid, Valdemar, 2007.]

Contre Sainte-Beuve, Pastiches et Mélanges, Essais et articles, publicados por Pierre Clarac e Yves Sandre, París, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1971. (Edición original de Contre Sainte-Beuve suivi de Nouveaux Mélanges, según un ordenamiento distinto, prólogo de Bernard de Fallois, París, Gallimard, 1954.) [Hay trad. cast.: Ensayos literarios (Contra Sainte-Beuve), trad. de José Cano Tembleque, Barcelona, Edhasa, 2 vols., 1971.]

Carnets, publicados por Florence Callu y Antoine Compagnon, París, Gallimard, 2002.

L. F.

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