Marcel antes de Proust
A Dominique Janvier
Contengan
el aliento. No se muevan. Estamos a sus espaldas. Desatamos el cordón que André
Gide no desató al recibir el manuscrito de Por
el camino de Swann, empaquetado por Céleste. Abrimos el manuscrito que
Gide, según la ficción o leyenda, no habría leído. Demasiado largo, demasiadas
frases, demasiadas frases demasiado largas, demasiados detalles, demasiadas
partículas nobiliarias, demasiados salones, demasiado todo. Demasiado Proust.
No,
Céleste no sigue detrás de la puerta del cuarto revestido de corcho, y Swann no
existe, no más que Albertine. Nada existe todavía, ni la tía Léonie, ni
Gilberte, ni Saint-Loup, ni Vinteuil, ni los Verdurin, ni los Guermantes, ni
Elstir, ni Cottard, ni nadie.
Estamos
solos.
Descubrimos
a alguien que promete ser un gran escritor.
Descubrimos
a Proust. En nuestro interior sabemos que esto no implica demasiado mérito de
nuestra parte. Proust nos esperaba desde hace muchísimo tiempo.
Cada
nuevo lector, es cierto, inventa a Proust, pero hace falta decir que a través
de los años, las épocas, las generaciones, las circunstancias, e incluso los
países, las culturas, los años luz, es él el que nos inventa a nosotros, el que
nos observa. Después de un siglo, nos hemos ubicado bajo su mirada. ¿Acaso lo
había comprendido todo, este diablo de hombre, recostado en su telaraña? ¿Lo
había visto todo, registrado todo, descifrado todo? ¿Supo antes que yo eso que
ni sé formular sobre el tiempo, el amor, los celos, el sufrimiento, el deseo,
la tragedia de cada vida, la comedia humana y su ronda de máscaras? Proust lo
había experimentado todo, y hemos tardado tanto en entenderlo nosotros, en
creerle…
No
hagan ruido, porque entre los arbustos de estas páginas hay pequeñas almas que
comienzan a abrir sus alas, figuras que van delineándose en trazos punteados,
bocetos todavía difusos, todo un hervidero de formas, de pinceladas ligeras, de
notas musicales. Pisadas impresas en la nieve inaugural. Proust antes de
Proust. Marcel antes de Proust. Un tal Marcel Proust. Acaba de cumplir
diecinueve años, el 10 de julio de 1890, cuando ve aparecer sus primeros textos
publicados en una revista, una revista de verdad.
Su
colaboración con Le Mensuel (de noviembre de 1890 a
septiembre de 1891) precede lo que durante mucho tiempo se consideró su debut
literario, la publicación en marzo de su primer texto, “Un conte de Noël” [Un
cuento de Navidad], en Le Banquet.
Sin
embargo, Proust no es un principiante. Hace años que sueña con publicar. Quiere
ser publicado, lo desea con toda el alma. Se inicia entre 1887 y 1888, con la
bandita del liceo Condorcet (él es el mayor del grupo, formado por Daniel
Halévy, Jacques Bizet, Robert Dreyfus). Ardor editorial de donde surgirán una
docena de fascículos que van a conformar el sumario de revistas de los alumnos
del liceo, copiadas a mano o reproducidas con papel carbón, revistas a través
de las cuales Proust y sus amigos intentarían tomar por asalto las artes y la
literatura. Su ambición era absoluta:
Una publicación que no es ni naturalista, ni
idealista, ni decadente, ni incoherente, ni progresista, ni delicuescente,
puede parecer extraordinaria. Pero más extraordinario es que haya una
publicación naturalista, idealista, decadente, incoherente, progresista y
delicuescente. La revista de arte y de literatura, no obstante, es tanto lo uno
como lo otro. Sin tomar partido ni hacer distinciones de género, aceptamos todo
lo que nos parezca digno de leerse.
Eso
anuncia la presentación del primer número de esta serie de revistitas
artesanales, Le Lundi, seguida de La Revue verte -cuya circulación
consistirá en un solo ejemplar-y, más tarde, de La Revue lilas1. “Por medio del análisis, la música, el diálogo, la
poesía, queríamos explorar, conocer, expresar”, dirá Daniel Halévy2. Es que
estos tres jóvenes emprendían una gran aventura, “la posesión del universo”.
A
pesar de su talento y su cultura, “mi amorcito de porcelana” -dixit Laure Hayman, mote que la pluma de
Paul Borget transformaría en “porcelana psicológica”-, nuestro querubín, tiene
el don de exasperar. “Era él, con sus ojos grandes de oriental, su gran cuello
blanco, su corbata flotante. Algo había ahí que no nos gustaba, y respondíamos
con alguna frase brusca, empujándolo un poco […]. Decididamente, era muy poco
varón para nosotros”, agrega Daniel Halévy en sus recuerdos parisinos.
Sus
gentilezas de niña frustrada, sus melindres, sus artimañas, sus caricias, la
manera asidua en que cortejaba a sus camaradas y sus propuestas endiabladamente
insistentes lo hacen intragable, pero cuando uno se lo dice, sus ojos de largas
pestañas cobran un aire aún más apenado y triste. En cualquier caso, Marcel no
se desanima. Es “pegajoso”, invasivo, pero infaliblemente logra lo que busca.
Y
lo peor de todo es que lo sabe muy bien. Sufre como un mártir, pero también lo
disfruta3.
El
pastiche de autorretrato que bosqueja en una carta a Robert Dreyfus en
septiembre de 1888 es atrapante. Le encanta entregarse a la comedia, lo que no
le impide ser un espectador ultra lúcido de sí mismo y juzgarse sin la menor
piedad. “¿Conoces a X, querida, es decir a M. P.? Te confieso que, por mi
parte, me desagrada un poco, con su impulsividad y sus adjetivos. Sobre todo,
me parece muy loco o muy falso. Juzguen ustedes. Es lo que yo llamaría un
hombre adicto a declararse. Después de ocho días da a entender que siente por
uno una amistad considerable, y so pretexto de querer a un camarada como a un
padre, lo quiere como a una mujer […]. Simula estar burlándose de nosotros y
nos insinúa que tenemos unos ojos divinos y que nuestros labios lo tientan. Lo
molesto, querida, es que al dejar a B, a quien acaba de mimar, se va a adular a
D, a quien pronto abandona para postrarse a los pies de E y subirse luego a las
rodillas de F. ¿Es una p…, un loco, un fumista, un imbécil? Creo que nunca lo
sabremos. De hecho, quizá sea las cuatro cosas a la vez”4.
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