miércoles, 4 de octubre de 2023

Marcel antes de Proust FRAGMENTO

 




Marcel antes de Proust

 

 


A Dominique Janvier

 

 


 

Contengan el aliento. No se muevan. Estamos a sus espaldas. Desatamos el cordón que André Gide no desató al recibir el manuscrito de Por el camino de Swann, empaquetado por Céleste. Abrimos el manuscrito que Gide, según la ficción o leyenda, no habría leído. Demasiado largo, demasiadas frases, demasiadas frases demasiado largas, demasiados detalles, demasiadas partículas nobiliarias, demasiados salones, demasiado todo. Demasiado Proust.

No, Céleste no sigue detrás de la puerta del cuarto revestido de corcho, y Swann no existe, no más que Albertine. Nada existe todavía, ni la tía Léonie, ni Gilberte, ni Saint-Loup, ni Vinteuil, ni los Verdurin, ni los Guermantes, ni Elstir, ni Cottard, ni nadie.

Estamos solos.

Descubrimos a alguien que promete ser un gran escritor.

Descubrimos a Proust. En nuestro interior sabemos que esto no implica demasiado mérito de nuestra parte. Proust nos esperaba desde hace muchísimo tiempo.

Cada nuevo lector, es cierto, inventa a Proust, pero hace falta decir que a través de los años, las épocas, las generaciones, las circunstancias, e incluso los países, las culturas, los años luz, es él el que nos inventa a nosotros, el que nos observa. Después de un siglo, nos hemos ubicado bajo su mirada. ¿Acaso lo había comprendido todo, este diablo de hombre, recostado en su telaraña? ¿Lo había visto todo, registrado todo, descifrado todo? ¿Supo antes que yo eso que ni sé formular sobre el tiempo, el amor, los celos, el sufrimiento, el deseo, la tragedia de cada vida, la comedia humana y su ronda de máscaras? Proust lo había experimentado todo, y hemos tardado tanto en entenderlo nosotros, en creerle…

No hagan ruido, porque entre los arbustos de estas páginas hay pequeñas almas que comienzan a abrir sus alas, figuras que van delineándose en trazos punteados, bocetos todavía difusos, todo un hervidero de formas, de pinceladas ligeras, de notas musicales. Pisadas impresas en la nieve inaugural. Proust antes de Proust. Marcel antes de Proust. Un tal Marcel Proust. Acaba de cumplir diecinueve años, el 10 de julio de 1890, cuando ve aparecer sus primeros textos publicados en una revista, una revista de verdad.

Su colaboración con Le Mensuel (de noviembre de 1890 a septiembre de 1891) precede lo que durante mucho tiempo se consideró su debut literario, la publicación en marzo de su primer texto, “Un conte de Noël” [Un cuento de Navidad], en Le Banquet.

Sin embargo, Proust no es un principiante. Hace años que sueña con publicar. Quiere ser publicado, lo desea con toda el alma. Se inicia entre 1887 y 1888, con la bandita del liceo Condorcet (él es el mayor del grupo, formado por Daniel Halévy, Jacques Bizet, Robert Dreyfus). Ardor editorial de donde surgirán una docena de fascículos que van a conformar el sumario de revistas de los alumnos del liceo, copiadas a mano o reproducidas con papel carbón, revistas a través de las cuales Proust y sus amigos intentarían tomar por asalto las artes y la literatura. Su ambición era absoluta:

Una publicación que no es ni naturalista, ni idealista, ni decadente, ni incoherente, ni progresista, ni delicuescente, puede parecer extraordinaria. Pero más extraordinario es que haya una publicación naturalista, idealista, decadente, incoherente, progresista y delicuescente. La revista de arte y de literatura, no obstante, es tanto lo uno como lo otro. Sin tomar partido ni hacer distinciones de género, aceptamos todo lo que nos parezca digno de leerse.

Eso anuncia la presentación del primer número de esta serie de revistitas artesanales, Le Lundi, seguida de La Revue verte -cuya circulación consistirá en un solo ejemplar-y, más tarde, de La Revue lilas1. “Por medio del análisis, la música, el diálogo, la poesía, queríamos explorar, conocer, expresar”, dirá Daniel Halévy2. Es que estos tres jóvenes emprendían una gran aventura, “la posesión del universo”.

A pesar de su talento y su cultura, “mi amorcito de porcelana” -dixit Laure Hayman, mote que la pluma de Paul Borget transformaría en “porcelana psicológica”-, nuestro querubín, tiene el don de exasperar. “Era él, con sus ojos grandes de oriental, su gran cuello blanco, su corbata flotante. Algo había ahí que no nos gustaba, y respondíamos con alguna frase brusca, empujándolo un poco […]. Decididamente, era muy poco varón para nosotros”, agrega Daniel Halévy en sus recuerdos parisinos.

Sus gentilezas de niña frustrada, sus melindres, sus artimañas, sus caricias, la manera asidua en que cortejaba a sus camaradas y sus propuestas endiabladamente insistentes lo hacen intragable, pero cuando uno se lo dice, sus ojos de largas pestañas cobran un aire aún más apenado y triste. En cualquier caso, Marcel no se desanima. Es “pegajoso”, invasivo, pero infaliblemente logra lo que busca.

Y lo peor de todo es que lo sabe muy bien. Sufre como un mártir, pero también lo disfruta3.

El pastiche de autorretrato que bosqueja en una carta a Robert Dreyfus en septiembre de 1888 es atrapante. Le encanta entregarse a la comedia, lo que no le impide ser un espectador ultra lúcido de sí mismo y juzgarse sin la menor piedad. “¿Conoces a X, querida, es decir a M. P.? Te confieso que, por mi parte, me desagrada un poco, con su impulsividad y sus adjetivos. Sobre todo, me parece muy loco o muy falso. Juzguen ustedes. Es lo que yo llamaría un hombre adicto a declararse. Después de ocho días da a entender que siente por uno una amistad considerable, y so pretexto de querer a un camarada como a un padre, lo quiere como a una mujer […]. Simula estar burlándose de nosotros y nos insinúa que tenemos unos ojos divinos y que nuestros labios lo tientan. Lo molesto, querida, es que al dejar a B, a quien acaba de mimar, se va a adular a D, a quien pronto abandona para postrarse a los pies de E y subirse luego a las rodillas de F. ¿Es una p…, un loco, un fumista, un imbécil? Creo que nunca lo sabremos. De hecho, quizá sea las cuatro cosas a la vez”4.

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