jueves, 5 de octubre de 2023

Martin Heidegger Arte y poesía SAMUEL RAMOS PRÓLOGO

 

 

 


            Martin Heidegger

 

 Arte y poesía

 

 

 

            Título original: Der Ursprung des Kunstwerkes, 1952, 1980 - Hölderlin und das Wesen der Dichtung, 1937, 1971

 

            Martin Heidegger, 1952

 

            Traducción: Samuel Ramos

 

            Editor digital: turolero

 

            Aporte original: Spleen

 

            ePub base r1.2

 

             

 

 

 


 PRÓLOGO

 

 

            Los dos ensayos cuya versión española aparece en este volumen constituyen hasta ahora las reflexiones que Heidegger ha dedicado para responder más estrictamente al problema de la estética. Son el «Origen de la obra de arte» y «Hölderlin y la esencia de la poesía», que se reúnen con el título abreviado de Arte y poesía. Ambos escritos fueron leídos por su autor en conferencias sustentadas con diferencia de algunos meses, sucediéndose cronológicamente en el orden citado. Cierto que el ensayo sobre la poesía fue publicado antes de 1937 y el ensayo sobre el arte en 1952. Sin embargo, no adoptamos el orden de su aparición editorial, sino el orden en que se presentaron al pensamiento de Heidegger, como el más lógico, y que facilitará más la comprensión del lector, puesto que en el escrito sobre poesía se aplican algunas ideas más ampliamente explicadas en el escrito sobre arte.

            La estética del siglo XIX, según observa N. Hartmann, se dedicó de modo muy unilateral a tratar el arte como actividad subjetiva, dejando en segundo término el examen profundo y directo de la obra de arte que es, a fin de cuentas, el motivo determinante de aquella actividad. El cambio de dirección del pensamiento estético que pide Hartmann no se ha producido hasta nuestro siglo, y puede considerarse la actitud de Heidegger respecto de este problema como un exponente del cambio. En efecto, el punto de vista de este pensador es abordar directamente la obra de arte como tema concreto de su análisis filosófico. Por más que sus trabajos estéticos tengan cierta autonomía y el propio autor aluda muy escasamente a su obra anterior, es claro que aquéllos tienen en sus ideas centrales el supuesto de El ser y el tiempo. A semejanza de este libro que es una ontología fundamental, los dos pequeños ensayos estéticos pueden considerarse como una ontología del arte en su más estricto sentido.

            Para Heidegger es obvio que la obra artística es un ente cuyo carácter peculiar se propone precisamente descubrir. La obra de arte existe de modo tan natural como una cosa. «El cuadro cuelga en la pared como un fusil de caza o un sombrero […] los cuartetos de Beethoven yacen en los anaqueles de las editoriales como las papas en la bodega» (p. 37). El carácter de cosa es lo primero con que nos tropezamos al enfrentarnos a una obra de arte. ¿Es entonces la obra una mera cosa o algo más? Es indudable que la obra es algo más que una simple cosa, pero Heidegger considera que es de todos modos necesario aclarar en qué medida participa la obra de la naturaleza de la cosa. Esto lleva a una cuestión ontológica general, porque casi siempre se ha tomado a la cosa como modelo del ente. Así, por ejemplo, sucedió en Grecia en donde sus filósofos concibieron varias teorías que con los siglos se han hecho familiares y han llegado a parecer evidentes. Heidegger emprende una discusión de esas teorías que reduce a tres tipos. La teoría sustancialista, la teoría sensualista y la teoría materia y forma. Para la primera, la estructura de la cosa consta de un sustrato permanente, pero invisible, y un conjunto de accidentes variables; para la segunda, la cosa es solamente un conjunto de sensaciones, y para la tercera, la unión de una materia con una forma. En la discusión de cada una de estas tres doctrinas hace ver que todas ellas pueden aplicarse indistintamente a las cosas, los útiles o las obras de arte, de manera que con ellas no podemos encontrar los caracteres diferenciales de aquellos entes. Por otra parte, ninguna de ellas ofrece, por diversos motivos, una explicación ontológica satisfactoria. Con el tiempo el empleo habitual de ellas les ha hecho perder su sentido original, pero no obstante se han tomado como evidentes aunque con otras connotaciones. Así se han convertido en prejuicios que bloquean la experiencia inmediata del ente. Su evidencia es falsa y es preciso apartarlos si se quiere analizar el objeto en su autenticidad. Pero, pregunta el filósofo, «¿[no es] lo más difícil […] dejar ser al ente como es, sobre todo cuando tal propósito es lo contrario de aquella indiferencia que sencillamente vuelve la espalda al ente?» (p. 51). Además, la tesis de Heidegger es que el ente como tal es inaccesible a la razón, pero queda por pensar si su reticencia, su hermetismo pertenecen a su propia esencia. Hace observar Heidegger que de las tres interpretaciones del ente la que ha alcanzado el mayor predominio es la de la unión de materia y forma, porque se ha derivado del análisis del útil, muy próximo a la representación humana, puesto que el útil es nuestra creación. La cuestión para Heidegger es discernir las diferencias esenciales y los puntos comunes entre la cosa, el útil y la obra de arte.

            Una vez desbrozado el camino, sobre todo demoliendo los prejuicios tradicionales, se inicia la parte constructiva adoptando un método que es el fenomenológico, puesto que consiste, como dice el autor, en describir simplemente un útil «sin teoría filosófica alguna». La práctica no se ajusta estrictamente a este programa como lo puede comprobar el lector que encontrará entremezcladas la descripción con la interpretación, la fenomenología con la hermenéutica. Éste es, por lo demás, el método que explícitamente adopta Heidegger en su ontología fundamental.[1] Toda ontología es fenomenología porque no hay nada tras del fenómeno y si hay que descubrirlo es porque éste siempre se oculta o se disimula. Pero en vez de elegir como materia de su investigación un útil real, por no juzgarlo indispensable, Heidegger toma un cuadro de Van Gogh que representa un par de zapatos viejos de campesino. La pintura es de estilo naturalista que el mismo Van Gogh, en una de sus cartas (529), califica de «naturaleza muerta». La vejez de los zapatos ha sido captada de modo tan extraordinario por el artista que en las deformaciones que han quedado como huella del trabajo puede leerse la historia de la campesina que los usa. Y tal es en efecto la descripción que hace Heidegger, con cierto aliento literario, para mostrar a través de la expresión de la pintura, el mundo y la vida de la mujer que porta estos zapatos. Sólo que este esfuerzo descriptivo lo encamina el filósofo, de propósito, a un fin distinto a la mera exégesis del cuadro. Se trata nada menos que de descubrir la esencia del útil, cosa que logra, aparentemente, afirmando que tal esencia radica no en el servir para algo, sino en lo que llama «ser de confianza» (Verlässlichkeit). Este rasgo del útil lo conocen hace tiempo los fabricantes norteamericanos que, para atraerse el interés de la clientela, anuncian con frecuencia su producto como algo dependable, como algo a lo que puede tenerse confianza. Pero ellos garantizan esta cualidad únicamente cuando el útil se ha sometido a una severa experiencia de su eficacia. Uno puede tener confianza en una pluma fuente o en un automóvil cuando hay pruebas muy abundantes de que sirven. ¿O se trata acaso de una de estas ideas sutiles de Heidegger, cuya interpretación sería que para este filósofo el útil sólo es plenamente útil cuando se usa? Así que, por ejemplo, los zapatos no son en verdad tales cuando se encuentran en el escaparate de la zapatería, sino hasta que alguien los usa y adquiere confianza en ellos. Siendo poco convincente el descubrimiento de Heidegger, lo que debe ponerse en duda no es si el ser del útil es o no «ser de confianza», sino si este dato se lo reveló la pintura o como él dice «el cuadro habló». Pero dejemos abierta esta interrogación y pasemos a la conclusión más importante que se refiere al arte mismo. El cuadro de Van Gogh es admirable porque en un objeto humildísimo, como son unos zapatos viejos, nos revela, con su fuerte expresión pictórica, una vida y un mundo que una mirada vulgar ni siquiera hubiera sospechado. Sin embargo, ante el cuadro sentimos como si de pronto surgieran para nosotros esos pobres zapatos en la plenitud de su verdad. «El cuadro de Van Gogh es hacer patente lo que el útil, el par de zapatos del labriego, en verdad es, este ente sale al estado de no-ocultación de su ser». Esta conclusión parece tener un puro sentido ontológico, pero este sentido para Heidegger es al mismo tiempo la significación estética de la pintura. «En la obra de arte se ha puesto en operación la verdad del ente». Por cierto que el filósofo no nos dice aquí, ni en ninguna otra parte, dónde se repite la misma fórmula, quién y cómo pone en operación la verdad del ente.

            En toda la obra de Heidegger corre como un leitmotiv la idea de que la verdad no es sólo la propiedad del conocimiento que se enuncia en un juicio, sino propiedad del ser mismo. Esta idea se origina en Grecia (Parménides) pero fue abandonada por los mismos griegos y ocultada por la tradición filosófica posterior. «[…] Llamamos verdadera no sólo a una proposición, sino también a una cosa, por ejemplo, oro verdadero a diferencia del falso» (p. 72). Aquí, pues, el concepto verdad tiene el sentido de autenticidad. El ente es verdadero en cuanto es auténtico, en cuanto se presenta tal cual es. Entonces la verdad y el ente son la misma cosa. Originalmente la verdad tuvo un sentido ontológico aun cuando pronto fue desplazado por su concepto puramente lógico. Por más que la estética de Heidegger tenga el matiz que le imprime todo el orden sistemático de su filosofía, no se puede menos que recordar, por asociación, una corriente intelectualista en la estética que en mayor o menor grado identifica el arte con la verdad, atribuyéndole así un cierto alcance metafísico. Tal ocurre, por ejemplo, en Schelling, en cuya Filosofía del arte se encuentran expresiones como ésta: «Belleza y verdad son en sí o según la idea la misma cosa». Pero este tema de la verdad resuena constantemente en la Estética de Hegel en donde se podrían encontrar muchas frases como ésta: «Arte, religión y filosofía tienen esto de común que el espíritu finito se ejercita en un objeto absoluto que es la verdad absoluta». La estética de Schopenhauer tiene también un acento metafísico, al explicar que el arte o expresa la Idea objetivada de la voluntad, o hace presente a la voluntad misma, como sucede en la música. El supuesto más o menos explícito en algunas de estas filosofías es que el artista como individuo de excepción, dentro del común de los hombres, está dotado de un poder visionario que penetra profundamente en todas las cosas. De algún modo, ante sus pupilas limpias de todo interés mundano, se presenta la realidad como es en sí misma, que una vez reflejada en la obra sorprende como una revelación al ser vista por los demás. Es el hombre que al despojarse del velo que oculta la verdad de las cosas las descubre en su auténtico ser. La idea no es ignorada por muchos artistas y amantes del arte. En varias doctrinas estéticas, como he dicho antes, aparece la misma tesis, sólo que con matices intelectualistas, místicos o irracionalistas de acuerdo con el contexto de cada filosofema personal.

            Ahora entraremos con Heidegger a considerar otros aspectos de la obra de arte. Los «Eginetas» en la colección de Munich, la Antígona de Sófocles, el templo de Paestum y la catedral de Bamberg no son ya las obras que fueron porque su mundo se ha desvanecido. «La obra, como tal, únicamente pertenece al reino que se abre por medio de ella. Pues el ser-obra de la obra existe y sólo en esa apertura» (p. 62). La obra de arte no es completa por sí misma, tomada aisladamente, sino sólo dentro de un conjunto de relaciones que trascienden su entidad concreta para integrarla al mundo que la rodea. Preexiste a su aparición un conjunto de seres, pero es la obra la que proyecta una especie de luz sobre ellos y se convierte en el centro que los unifica y los constituye en un mundo. Esta idea es ilustrada con el examen, un poco imaginario, de un ejemplar artístico que es en este caso una obra arquitectónica elegida intencionalmente por no pertenecer a las artes representativas. Se trata de un templo griego —tal vez el de Paestum—. Al construir el templo, por motivos religiosos, quedan asociados con él todos los momentos trascendentales de la vida de un pueblo cuyos destinos parece presidir el dios con su presencia. Pero el templo como obra material viene a producir una transformación en la apariencia del paisaje. La piedra misma por su luminosidad hace «que se muestre la luz del día, la amplitud del cielo, lo sombrío de la noche. Su firme prominencia hace visible el espacio invisible del aire. Lo inconmovible de la obra contrasta con el oleaje del mar y por su quietud hace resaltar su agitación» (p. 63). Este ámbito que nosotros conocemos como la naturaleza estaba ahí, pero el templo viene a darle un relieve y una claridad que antes no tenía. A su vez este fondo contribuye a definir mejor los contornos, las superficies y los volúmenes de la piedra de que está hecho el templo. En este juego de influencias y contrastes, según la fina observación de Heidegger, todo se vivifica y se anima.

            La obra de arte pone de manifiesto un mundo no en el sentido del mero conjunto de cosas existentes, ni en el de un objeto al que se pueda mirar. La piedra no tiene mundo, las plantas y los animales tampoco lo tienen. El mundo es la conciencia que se enciende como una luz para dar cuenta al hombre de su existencia y de su posición en medio de los otros seres existentes; todas las cosas adquieren su ritmo, su lejanía y cercanía, su amplitud y estrechez. El hombre se hace consciente de su destino histórico, de su dependencia de los dioses que pueden conferirle o negarle su gracia. Este mundo no es un mundo abstracto como forma de inteligibilidad de todo lo existente. Se trata de una pluralidad de mundos concretos, que son como la atmósfera espiritual que influye en la vida de cada pueblo, cada época, cada momento histórico. «Lo que permite al pensador griego del siglo VI poner todas las cosas como inteligibles, y sintetizarlas, no es tanto el concepto abstracto del mundo sino la realidad del mundo antiguo.»[2] Hay, pues, en el pensamiento de Heidegger, una diferencia entre el concepto del mundo expresado en El ser y el tiempo y en el «Origen de la obra de arte». Esta diferencia depende, según De Waelhens, de que estén llamados a diferente función: «el mundo que se expresa en la obra de arte no es ya una exigencia, sino un contenido especificado, un contenido de ideas, de sentimientos y de proyectos que va a hacer inteligible lo singular y lo concreto».[3]

            Pero esta expresión ideal de la obra de arte no puede flotar en el aire, sino que tiene que asentarse en algo permanente y material. Todas las obras de arte están hechas de eso que se llama la materia prima y ésta tiene que extraerse de la naturaleza. A lo que nosotros llamamos naturaleza Heidegger le llama la tierra, en el sentido metafórico o mitológico tradicional de la «madre tierra», que engendra y alimenta a todos los seres y luego los recoge en su seno. Como ser femenino guarda celosamente su secreto, es hermética y resiste todo intento científico o metafísico para penetrar en su enigma. Es lo irracional por excelencia. Este hiato cognoscitivo es, hasta cierto punto, superado por el arte. Al manifestarse un mundo en la obra artística hace el mismo tiempo que la tierra sea tierra. «La roca llega a soportar y a reposar, y así llega a ser por primera vez roca; el metal llega a brillar y a centellar, los colores a lucir, el sonido a sonar, la palabra a la dicción» (p. 67). Es decir, todos estos materiales, por medio del arte, llegan a revelar su entidad antes oculta. Es cierto que el útil está hecho también de materia, pero ésta desaparece ante lo único que cuenta, que es el servicio. Además, con el uso sufre un desgaste. Puede prescindirse tal vez del sentido metafísico de esta profunda observación de Heidegger, pero lo que queda entonces tiene, a mi juicio, el valor de rehabilitar la participación esencial de la materia en la obra de arte, subestimada por el idealismo estético (Croce, Collingwood), para el cual la obra de arte está ya completa en el espíritu como «estado mental» o como «intuición», siendo su materialización objetiva un hecho accesorio.

            Lo certero de la intuición de Heidegger es percibir que la materia no es simplemente un «cimiento cósico» de la obra de arte, sino que tiene dentro de su unidad estética un valor propio, sea o no este valor una revelación ontológica de la tierra. Desde luego, entiendo que este valor es un valor estético, reconociendo, por otra parte, que en la pintura y la escultura la brillantez del colorido o las preciosas calidades del mármol tallado, o bien el sonido en la música, los variados timbres de los instrumentos, son manifestaciones sensibles que algo tienen que ver con la constitución interna de los diversos materiales que se emplean en su producción. Me refiero a las materias colorantes, piedras, maderas, metales, membranas, etcétera.

            Mas para completar la concepción de Heidegger es preciso añadir que, en la obra de arte, el mundo y la tierra sostienen una lucha porque son elementos antagónicos, porque el mundo tiende a hacerse patente, a exponerse a la luz, mientras que la tierra, al contrario, tiende a retraerse dentro de sí misma, es autoocultante. Como si quedara objetivada de modo virtual y permanente la lucha del artista en el momento creador, entre la materia inerte y resistente y su voluntad de darle una forma para expresar un sentido espiritual. Hay en este forcejeo algo que se desgarra en lo más duro, pero es precisamente en esta desagarradura donde se puede encontrar un acoplamiento. Heidegger elige un templo para ilustrar su teoría, quizá porque es en la arquitectura donde más se impone la presencia de la materia y por esto la tensión de fuerzas es más evidente. Ya Simmel, en un pequeño ensayo, «Las ruinas», había descrito el conflicto en términos menos esotéricos que su compatriota. «La arquitectura es el único arte en que se apacigua y aquieta la gran contienda entre la voluntad del espíritu y la necesidad de la naturaleza; en la arquitectura llegan a un perfecto equilibrio dos tendencias contrarias: la del alma, que aspira hacia arriba, y la pesantez, que tira hacia abajo […] La arquitectura, si bien utiliza y reparte el peso y la resistencia de la materia con arreglo a un plan ideal, permite empero que dentro de éste la materia actúe según su naturaleza inmediata y realice aquel plan como con sus únicas y propias fuerzas». Si, como lo comprueba esta cita de Simmel, la teoría de la lucha puede interpretarse de algún modo en la arquitectura, queda como problemático si la tesis de Heidegger puede ser igualmente válida para todas las demás artes. Tal vez pueda suponerse una cosa semejante sólo en aquellas obras de arte que deben su existencia física a una determinada materia, extraída directamente de la naturaleza, como la pintura y la escultura. Sería mucho más forzado hacer entrar en la teoría obras como las musicales que se realizan mediante instrumentos previamente fabricados o como las poéticas cuya materia es el lenguaje, que es ya por sí una creación espiritual del hombre.

            El último capítulo del ensayo «La verdad y el arte» es el de más difícil comprensión —y, por lo tanto, de traducción— porque vuelve Heidegger a adoptar su lenguaje oscuro y a hacer juegos de palabras que llegan a lo increíble. En esta parte, el estilo no es el de un filósofo y más parece el de un profeta o un místico que se debate por dar expresión a lo inefable. En el tratamiento de sus temas se acentúa de modo notable la dirección francamente irracionalista del pensamiento de Heidegger. Por ello resulta difícil y atrevido hacer una exégesis de esta parte de la doctrina estética heideggeriana. ¿Puede lo irracional traducirse a términos que tengan un sentido para nuestra normal comprensión lógica? El esfuerzo de comprensión para estas ideas, por más grande que sea, nos deja en la incertidumbre y queda siempre la posibilidad de que nuestra interpretación sea solamente hipotética.

            Este apartado final introduce por primera vez la idea de creación, cuya esencia se explica, según el autor, por la esencia de la obra y no al contrario, como parecería a primera vista. Es inútil para explicar la creación recurrir a la actividad técnica del artista, que en realidad no es puramente un hacer sino también un saber. La actividad técnica del artista es determinada por la esencia de la creación. Pero ¿qué es entonces la creación? Pues en definitiva el devenir de la obra, su llegar a ser por medio de la creación, es un modo del acontecer de la verdad. Entonces la verdad y la creación quedan identificadas. Tampoco aquí da el autor mayores explicaciones de lo que afirma. ¿Cómo puede la obra, que es el producto, determinar la creación, que es su causa? ¿Cómo puede algo que todavía no existe determinar lo que ya existe?

            Por otra parte, la verdad es no-verdad: «La verdad está en cuanto tal en la contraposición del alumbramiento y las dos clases de ocultación» (p. 83). En el siguiente paso es fácil identificar la verdad con la lucha que se ha descrito en el seno de la obra de arte. «La verdad existe sólo como la lucha entre alumbramiento y ocultación, en la interacción de mundo y tierra. La verdad se arreglará en la obra como esa lucha de mundo y tierra» (p. 85). En ambas luchas se trata, pues, de una y la misma cuestión y Heidegger puede reproducir, a propósito de la verdad, sólo cambiando los términos, lo que antes había expuesto sobre la obra de arte. Es lo que pudiéramos llamar un solo tema con variaciones. La creación no es otra cosa sino la fijación de la verdad mediante la forma. Pero de este modo la creación no queda reducida al acto productor, sino que permanece objetivada como un modo de ser de la obra y «tenemos que poder experimentar el ser-creado en la obra» (p. 87). Independientemente del sentido de esta idea en el contexto de la filosofía heideggeriana, ya es un hecho admitido en la estética que la percepción de la creatividad, es decir, la percepción de que no es obra de la naturaleza o de la fabricación, es parte integrante de la experiencia y la valoración artística. Y esta experiencia de la creación, como lo observa acertadamente Heidegger, no es la discriminación del estilo de tal o cual gran maestro, el N. N. fecit, sino simplemente de lo creado como factum est, como algo extraordinario que se presenta en la obra o, como dice Heidegger, «que es». «Cuando es desconocido el artista, el proceso y las circunstancias en que nació la obra, resalta desde la obra y en su mayor pureza ese empuje, ese ‘que es’ del ser-creación» (p. 88). Pero así pasamos a otro momento que es el de la contemplación.

            «Dejar que una obra sea obra es lo que llamamos la contemplación de la obra. Únicamente en la contemplación, la obra se da en su ser-creatura como real […]» (p. 89). «Si una obra no puede ser sin ser creada, pues necesita esencialmente los creadores, tampoco puede lo creado mismo llegar a ser existente sin la contemplación» (p. 89). Con la contemplación aparece un término inevitable en el fenómeno artístico, el dualismo sujeto-objeto que Heidegger parece borrar en todo su ensayo, con el empeño ilusorio aunque tácito de hacer creer que la obra artística habla por sí sola, cuando es el filósofo el que habla por la obra o mejor dicho de la obra. Es de una completa imposibilidad que la obra se presente como la cosa en sí, sin ninguna referencia al filósofo que la piensa. Además una pura ontología de la obra de arte sin referencia al sujeto contemplador es imposible, como lo demuestra el hecho mismo de que Heidegger tenga que acudir a la contemplación, aunque habla de ella en abstracto, como si no implicara necesariamente el sujeto de esa contemplación. Sólo en un pasaje alude muy brevemente a la cuestión. «El arte es poner en la obra la verdad. En esta proposición se oculta una ambigüedad esencial, con arreglo a la cual la verdad es el sujeto o el objeto del poner. Pero, aquí, sujeto y objeto son nombres inadecuados. Impiden precisamente pensar esta esencia ambigua, una tarea que ya no pertenece a esta consideración» (p. 100). Una interpretación puede ser que para Heidegger la contemplación es una fusión integral de sujeto y objeto, una unión mística. Pero ¿puede suprimirse la distancia en el fenómeno estético? Heidegger sí lo hace porque no quiere que la obra de arte se convierta en objeto. En uno de sus ensayos dice al tratar de los rasgos de la modernidad: «Una tercera manifestación igualmente esencial de la modernidad radica en el proceso de que el arte se reduzca al círculo de la estética. Esto significa que la obra de arte se transforma en objeto de la vivencia y en consecuencia el arte vale como expresión de la vida del hombre».

            Por otra parte, esta idea de la contemplación es la que nos permite dar un sentido inteligible a la fórmula de que el arte «es poner en operación la verdad del ente». En efecto, la obra, por sí, mantiene su contenido latente hasta que la contemplación viene a ponerlo en movimiento, a actualizarlo, «lo creado mismo no puede llegar a ser existente sin la contemplación».

            Siguiendo el desarrollo de su pensamiento Heidegger llega en el siguiente paso a decir que «La verdad como alumbramiento y ocultación acontece al poetizarse» (p. 95). Todo arte es en esencia Poesía. Pero ¿qué es la Poesía? No es desde luego un producto de la imaginación o de la fantasía. La Poesía es la verdad. Con esto podemos darnos cuenta de que el pensamiento de Heidegger está girando en un círculo. La obra de arte es creación, la creación es la verdad, la verdad es la poesía, la poesía es… la verdad. ¿No habrá en todo este discurrir algo de artificio? Sólo mediante un esfuerzo de ingeniosidad puede llegar a establecerse una ecuación en la que verdad = creación = poesía = arte.

            La terminología de Heidegger es oracular. En cada una de sus palabras parece proponernos un enigma, como al decir que la Poesía puede ser instauración, fundamento, ofrenda. Pero dejemos el concepto de Poesía para más adelante, al ocuparnos del segundo ensayo cuyo tema es precisamente caracterizar la esencia de aquélla.

            La tesis fundamental de Heidegger de que el arte pone en operación la verdad de los entes puede más o menos tener un sentido en las artes representativas, sobre todo en las obras más naturalistas como el cuadro de Van Gogh. Pero donde la verificación de aquella fórmula se hace muy problemática es en las artes no-representativas. ¿La verdad de qué ente se revela en la música? «En el estar ahí del templo acontece la verdad. Esto no significa que en él algo esté representado o reproducido correctamente, sino que el ente en totalidad es llevado a la desocultación y tenido en ella. Tener significa resguardar. En el cuadro de Van Gogh acontece la verdad. Esto no significa que en él se haya pintado correctamente algo que existe, sino que al manifestarse el ser útil de los zapatos alcanza el ente en totalidad, el mundo y la tierra en su juego recíproco, logra la desocultación» (p. 78). Pero ¿qué es «el ente» en totalidad? ¿Un «mundo» en particular, una «tierra» en particular? Porque siempre se ha entendido que cuando el arte revela un ente, este ente es individual y concreto. Hay una ambigüedad en las expresiones de Heidegger, pues no aclara si el ente que se revela es la obra de arte como ente o si es el ente que representa la obra. Además, nunca explica si el ente se desoculta por sí mismo o lo desoculta el artista o el filósofo. Tan misteriosa como la tierra, o más quizá, es la teoría de Heidegger de que ella se oculta o se disimula como si en ella radicara un poder para hacerlo por ella misma. Éstas y otras afirmaciones metafísicas quedan como problemáticas porque no son evidentes de suyo y no aduce el autor las pruebas filosóficas correspondientes.

            No se puede negar que en ciertas obras de arte o de poesía se expresa una verdad, no en el sentido de Heidegger, sino en el de «conocimiento verdadero», de saber. Así lo entiende Platón cuando cita a Hesíodo, Homero o Píndaro no precisamente como poetas, sino como sabios que expresaban en su poesía algunas observaciones sobre la vida del hombre y el mundo. Dentro de estos límites se confina el alcance de esa estética de la verdad que se justifica apenas en una fracción del dominio del arte.

            Sería atrevido afirmar de muchas manifestaciones del arte que expresan una verdad, cuando más bien se mueven en el terreno de la ficción y la fantasía. Si tomamos en cuenta el significado objetivo con el que más generalmente se admiten en la ciencia y la filosofía los conceptos de verdad, creación, poesía, arte, resulta contradictorio el primero con los otros tres, es decir, la verdad con la creación. La conciliación sólo es posible, aparentemente, si se cambia su significación en la forma muy personal y subjetiva en que lo hace Heidegger.

            El desarrollo de su ensayo, que en buena parte tiene plena lucidez conceptual, es interrumpido por un oscurecimiento en que parece abandonar el discurso filosófico con el fin de penetrar en regiones inefables para las que no puede encontrar una expresión adecuada a pesar de las violencias que hace a su propio idioma. Queda aquí la duda de que sean intuiciones muy profundas o intentos frustrados al querer traspasar los límites de lo racional.

            «Siempre que el arte acontece […] se produce en la historia un empuje y ésta comienza o recomienza» (p. 100). «El arte es histórico y como tal es la contemplación creadora de la verdad en la obra». En éste y otros pasajes del ensayo se expresa la preocupación del filósofo por atribuir al arte una categoría originaria que determina la existencia histórica de un pueblo. Aun parece que de aquí arranca su problemática. «Preguntamos por la esencia del arte […] para poder interrogar si el arte es o no un origen en nuestra existencia histórica […]» (p. 101). Para el filósofo, el arte moderno no tiene este carácter y el «Epílogo» es revelador de su profundo desacuerdo con el sentido de aquel arte, que rubrica citando aquellas famosas palabras de Hegel: «El arte es para nosotros, por el lado de su destino supremo, un pasado […]». Para Heidegger el concepto del arte sigue siendo ese concepto metafísico y místico con el que el idealismo alemán se representa toda la tradición artística. «A nosotros nos importa —dice Croce refiriéndose a Schelling, Solger y Hegel— poner en claro su identidad sustancial, el común misticismo y arbitrarismo que constituye en estética su posición histórica». «El romanticismo y el idealismo metafísico habían colocado el arte tan alto, tan en las nubes, que acabaron necesariamente por darse cuenta de que el arte, tan en alto, ya no servía para nada». La Estética de Hegel, comenta Croce, es en verdad el elogio fúnebre del arte.

            Por lo demás, no se necesita ningún supuesto metafísico o místico para reconocer que el arte ha sido y sigue siendo un factor en el despertar de la conciencia histórica de un pueblo. El hecho de que se reduzca al círculo de la estética y sea objeto de una vivencia, como lo ha sido en todos los tiempos, y sea expresión de la vida del hombre, no lo hace despreciable, sino al contrario, acrecienta su excelencia. Parece un poco extraño que Heidegger no admita que el arte sea sacado de un círculo metafísico y divino para colocarlo en el círculo de lo humano.

            «Hölderlin y la esencia de la poesía» es un pequeño ensayo, pero denso de ideas y de una gran lucidez en la caracterización estética del concepto de poesía. El método sigue siendo, como antes explicamos, una combinación de fenomenología y hermenéutica. Consiste en encontrar la «esencia esencial» de la poesía en un solo poema o más bien en cinco fragmentos en que Hölderlin poetiza sobre la poesía. Ésta es la razón de haber escogido al poeta alemán para el propósito filosófico de Heidegger. En estos breves comentarios seguiremos un orden expositivo distinto del que siguió el autor.

            La poesía se origina en el habla, que no debe entenderse únicamente como instrumento de comunicación. Considerando las explicaciones que da Heidegger en diversas obras acerca del habla, creemos que su concepto se identifica con lo que comúnmente se entiende por conciencia humana, o mejor dicho, que para Heidegger sólo hay conciencia en cuanto existe la posibilidad del habla y, por lo tanto, de crear el lenguaje. Es el dar nombre a todas las cosas lo que permite al hombre ser consciente del mundo y de sí mismo. Funcionalmente, pues, el habla y el lenguaje son lo mismo que la conciencia. El campo de acción de la poesía es el lenguaje, pero no lo toma como un material ya hecho sino que la poesía misma hace posible el lenguaje. «La poesía es el lenguaje primitivo de un pueblo histórico». Esta idea, hoy comprobada científicamente por el estudio de múltiples lenguas primitivas, fue originalmente expresada por Vico, quien de este modo venía a revolucionar el prejuicio tradicional de que el lenguaje es primeramente abstracto y racional, como el que usan los hombres civilizados en diversas aplicaciones comunicativas, y secundariamente los poetas extraen de aquél los elementos necesarios para elaborar sus formas estilísticas de expresión literaria.

            Por eso Heidegger piensa que la poesía «es el fundamento que soporta la historia» y no un adorno que acompaña la existencia humana o una mera «expresión del alma de la cultura». De acuerdo con el guión de Hölderlin, el filósofo caracteriza a la poesía como un diálogo, puesto que nosotros mismos somos un diálogo y «podemos oír unos de otros». La posibilidad de la palabra implica el poder hablar y el poder oír que son igualmente originarios. Heidegger adopta la idea pesimista de Hölderlin de que el habla «es el más peligroso de todos los bienes», puesto que es la conciencia del ser, pero también de lo que puede engañarlo y amenazarlo. Con la palabra se puede llegar a lo más puro y lo más oculto, así como también a lo ambiguo y lo común. Con el habla puede la palabra esencial convertirse en vulgaridad, pero de todos modos es un bien, puesto que no agota el habla la posibilidad de entenderse, sino que sólo donde hay habla puede haber mundo y sólo donde hay mundo hay historia. Por lo tanto, es la garantía de que el hombre puede ser histórico.

            Poetizar, según la expresión de Hölderlin, es «la más inocente de todas las ocupaciones», a lo cual comenta Heidegger que la poesía es como un sueño, pero sin ninguna realidad; un juego de palabras sin lo serio de la acción. Esta justa caracterización de la poesía como algo intrascendente, parece olvidarla Heidegger cuando da vuelta a su pensamiento para presentarla como algo trascendente. Tendría, pues, la poesía dos caras: una intrascendente y otra trascendente. ¿En qué sentido es la poesía trascendente? Es que «poetizar es dar nombre original a los dioses». Pero esto sólo es posible porque los dioses mismos nos dieron el habla. Los dioses también hablan, sólo que lo hacen mediante signos, y toca a los poetas sorprender e interpretar estos signos para luego transmitirlos a su pueblo. El poeta es, pues, un médium que está entre los dioses y los hombres, y la esencia de la poesía es la convergencia de la ley de los signos de los dioses y la voz del pueblo. ¿Hasta qué punto se agota la esencia de la poesía en la poesía profética? Desde luego el concepto de Hölderlin-Heidegger es el del poeta-profeta. Pero hay, sin duda, auténticos poetas, líricos, imaginativos, épicos, etc., que no se ajustan a ese modelo. Toda poesía es, a querer o no, una «manifestación de la cultura» y a veces «expresión del alma de la cultura», sin que esto sea un motivo para empequeñecerla. Heidegger parece aferrarse a la idea de que la poesía, así como el arte, son exclusivamente una proyección hacia lo divino, hacia lo infinito, quizá como una compensación a la finitud del hombre. ¿Es acaso su concepción pesimista del hombre lo que le impide aceptar que el arte y la poesía se coloquen en el ámbito de lo humano?

            «La poesía despierta la apariencia de lo irreal y del ensueño, frente a la realidad palpable y ruidosa en la que nos creemos en casa. Y sin embargo es al contrario, pues lo que el poeta dice y toma por ser es la realidad» (p. 120). Por eso dice Heidegger que la poesía es instauración por la palabra y en la palabra, y es lo permanente lo que instauran los poetas.

            Hemos entresacado las notas fundamentales de la estética de la poesía, que define Heidegger siguiendo el guión de Hölderlin. En su interpretación reaparece el sentido metafísico y místico que encontramos antes en su filosofía del arte.

            En el ensayo sobre el arte, Heidegger escribe estas palabras: «La Poesía (Dichtung) está tomada aquí en un sentido tan amplio y pensada al mismo tiempo en una unidad interna tan esencial con el habla y la palabra, que debe quedar abierta la cuestión de si el arte en todas sus especies desde la arquitectura hasta la poesía (Poesie) agota la esencia de la Poesía». El filósofo juega aquí con la palabra alemana Dichtung en el sentido de la categoría primordial del habla, y la palabra latinizada Poesie en el sentido de subespecie de la literatura. Si como lo hemos indicado se interpreta el concepto «habla» como la conciencia, en cualquier forma de expresión, y por otra parte se entiende por poesía la creación en el sentido original griego, es evidente que todas las bellas artes son poéticas.

            La exposición anterior, como he declarado, no pretende de ninguna manera ser exhaustiva, sino tan sólo destacar los momentos culminantes en el desarrollo del pensamiento heideggeriano. Pero el que esto escribe no ha podido menos que enjuiciar algunas ideas contenidas en los ensayos que aquí se presentan, emitiendo observaciones críticas que no intentan menoscabar el valor que tiene la meditación del filósofo alemán dentro de la estética contemporánea. Creo que ésta no tiene más camino para renovar sus conceptos tradicionales que proseguir cada vez más a fondo el análisis fenomenológico de la obra artística. En el balance de los resultados aparece una serie de ideas con signo positivo. Su rehabilitación del «primer plano». (Vordergrund) de la obra artística, que es su cuerpo material, la «tierra» en el lenguaje de Heidegger, como integrante de la unidad en el todo artístico, rectifica un prejuicio idealista que viene desde Platón. Su original teoría de la lucha de mundo y tierra en la que tal vez hay un fondo de verdad, si se interpreta como la lucha de la expresión espiritual del hombre a través de indóciles medios materiales en los que queda objetivada. Éstas y otras ideas, en cuyo detalle no era posible entrar en este prólogo, encontrará el lector que se sienta atraído por el estilo sibilino de Heidegger y haga el esfuerzo por comprender su íntimo significado. Su estética tiene, naturalmente, como fondo, el conjunto de la filosofía de Heidegger, pero creo que es posible captar sus ideas cruciales sin tener el conocimiento de ese conjunto. Aun en el caso de que su estética deba tomarse como expresión muy subjetiva y muy personal, siempre este tipo de filosofar provoca grandes conmociones y resonancias, cuando viene de un gran espíritu.

            Quiero agradecer aquí públicamente a mi ilustre colega, el doctor José Gaos, el haber revisado, con la minuciosidad que él acostumbra, el manuscrito del «Origen de la obra de arte», apuntando muy acertadas correcciones y sugiriendo modificaciones también valiosas que seguramente han mejorado esta traducción española. He utilizado con modificaciones la traducción de Gaos de un fragmento del ensayo mencionado que publicó en una revista mexicana con el título de «Caminos del bosque». Agradezco también a la doctora Marianne Oeste de Bopp su valiosa ayuda para entender algunas partes difíciles del texto alemán. Al doctor Justino Fernández hago patente mi reconocimiento por la molestia que se tomó en buscar y obtener una copia fotográfica del cuadro de Van Gogh descrito por Heidegger.

            SAMUEL RAMOS

            Mayo de 1958

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