miércoles, 23 de agosto de 2017

GUY DE MAUPASSANT. Por Harold Bloom.


GUY DE MAUPASSANT

 Chéjov aprendió de Maupassant cómo representar la banalidad. Éste, que lo había aprendido todo, incluido eso, de su maestro Flaubert, casi nunca iguala el genio cuentístico de Chéjov o Turguéniev. Lev Shestov, sobresaliente pensador religioso ruso de comienzos del siglo veinte, lo expresó con fuerza considerable:

El maravilloso arte de Chéjov no ha muerto; ese arte para matar con un mero toque, un aliento, una mirada, todo aquello por lo cual los hombres viven y de donde obtienen su orgullo. En este arte se perfeccionaba de continuo, y en él logró un virtuosismo inalcanzable para cualquiera de sus rivales de la literatura europea. A menudo Maupassant tenía que realizar ingentes esfuerzos para batir a su víctima. A menudo la víctima se le escapaba, quebrada y maltrecha, es cierto, pero con vida. En manos de Chéjov nada escapaba a la muerte.

 Aunque es una visión muy negra y a ningún lector ni lectora le gusta pensarse como víctima de un escritor, Shestov valora certeramente a Maupassant frente a Chéjov, muy a la manera en que se podría valorar a Marlowe frente a Shakespeare. No obstante, Maupassant es el mejor de los cuentistas realmente "populares", vastamente superior a O. Henry (que podía ser muy bueno) y muy preferible al abominable Poe. Ser un artista de lo popular es en sí un logro extraordinario; en los Estados Unidos hoy no tenemos nada parecido.
 Puede que Chéjov parezca simple, pero es siempre profundamente sutil. Muchas de las simplicidades de Maupassant no son sino lo que parecen ser, pero no por eso son superficiales. Maupassant había aprendido de su maestro Flaubert que "el talento es una prolongada paciencia" para ver lo que otros tienden a pasar por alto. Que Maupassant pueda hacernos ver algo que sin él nos habríamos perdido es para mí muy dudoso. Para eso se requiere el genio de Shakespeare o de Chéjov. Está además el problema de que Maupassant, como tantos escritores de ficción del siglo diecinueve y comienzos del veinte, lo veía todo a través de la lente de Arthur Schopenhauer, filósofo de la Voluntad - de - Vivir. Yo tan pronto usaría gafas Schopenhauer como gafas Freud: ambas agrandan y ambas distorsionan casi en la misma medida. Pero soy un crítico literario, no un escritor de cuentos, y cuando Maupassant contemplaba los caprichos del deseo humano más le habría valido descartar las gafas filosóficas.
 En sus mejores momentos es espléndidamente legible, trátese del patetismo humorístico de "La casa Tellier" o de un cuento de terror como "El Horla", de los cuales me ocuparé aquí. Frank O'Connor insistía en que, comparados con los de Turguéniev o Chéjov, los cuentos de Maupassant no eran satisfactorios; pero claro que pocos cuentistas pueden rivalizar con los dos maestros rusos. Lo que O'Connor objetaba, en verdad, era que en Maupassant "el acto sexual en sí deviene una forma de asesinato." El lector que acabe de disfrutar de "La casa Tellier" no estará muy de acuerdo. Flaubert, que no vivió para escribirla, deseaba situar su última novela en un burdel de provincias, cosa que su hijo ya había hecho en este robusto relato. Parte del auténtico encanto de "La casa Tellier" consiste en que allí todo el mundo es benigno y afable. Madame Tellier, una respetable campesina normanda, administra su establecimiento como se podría administrar una posada y hasta un internado de señoritas. Maupassant describe con afecto y nitidez a las cinco trabajadoras del sexo (como algunos las llaman ahora) que Madame Tellier tiene a su mando y hace hincapié en la paz que mantiene en la casa gracias a su talento y su buen humor incesante.
 Un atardecer de mayo nos encontramos con todos los clientes de mal humor porque el local aparece engalanado por un anuncio: "Cerrado por Primera Comunión". La dueña y su plantel han marchado al evento de marras, cuya celebrante es la sobrina y ahijada de Madame. La Primera Comunión se transforma en un acontecimiento extraordinario cuando el llanto prolongado de las prostitutas, impulsada cada cual a recordar su infancia, se vuelve tan contagioso que arrastra a la grey entera a un éxtasis de lágrimas. El cura proclama que ha descendido el Santo Cristo y agradece en particular a las visitantes, Madame Tellier y su equipo.
 Tras un bullicioso viaje de vuelta al establecimiento, Madame y las damas reanudan las habituales tareas vespertinas, que no obstante llevan a cabo con ímpetu no rutinario y de muy buen ánimo. "No todos los días tenemos algo que celebrar", comenta Madame Tellier cerrando el cuento, y sólo un lector sin alegría declinará celebrar con ella. Al menos por una vez el discípulo de Schopenhauer ha roto con la reflexión sombría sobre las íntimas relaciones entre el sexo y la muerte.
 En el cuento es difícil resistir la exuberancia, y Maupassant nunca escribe con más entusiasmo que en "La casa Tellier". En este relato de Normandía hay calidez, risas, sorpresa y hasta una especie de intuición espiritual. El éxtasis Pentecostal que incendia a la congregación es tan genuino como el llanto de las prostitutas que obra como chispa. La ironía de Maupassant es marcadamente más benévola (aunque menos sutil) que la de su maestro Flaubert. Y el cuento es licencioso, no lascivo, en el espíritu de Shakespeare; agranda la vida y no disminuye a nadie.
 Maupassant acabó su vida muy mal; con menos de treinta años ya era sifilítico. A los treinta y nueve la enfermedad le afectó la mente, y tras un intento de suicidio pasó los últimos años en un manicomio. El cuento de terror más inquietante que escribió, "El Horla", tiene una relación compleja y ambigua con la enfermedad y sus consecuencias. El innominado protagonista podría ser un sifilítico en trance de enloquecer, aunque nada de lo que narra Maupassant nos permite inferirlo. Relato en primera persona, "El Horla" nos da una cantidad de claves que excede la posibilidad de interpretación: no podemos entender al narrador ni confiar en sus impresiones, de las que recibimos escasa o ninguna verificación independiente.
 El cuento se abre con el narrador - un próspero joven normando - que nos convence de su felicidad en una hermosa mañana de mayo. Ve pasar frente a su casa un magnífico barco brasileño de tres palos y lo saluda. Evidentemente el ademán convoca al Horla, ser invisible que - nos enteramos después - viene asolando a Brasil con una epidemia de posesión demoníaca y subsiguiente locura. Queda claro que los Horlas son primos refinados de los vampiros: beben leche y agua y consumen la vitalidad a los durmientes sin chuparles la sangre. Sea lo que sea lo que ha sucedido en Brasil, somos libres de dudar de lo que ocurre en Normandía. Para destruir a su Horla nuestro narrador acaba prendiendo fuego a su casa, aunque olvida avisar a los criados, que arden con el edificio. Cuando advierte que su Horla continúa vivo, concluye por decirnos que tendrá que matarse.
 Claramente se trata de un Horla suyo, haya o no hecho el viaje de Brasil a Normandía. El Horla es la locura del narrador, y no sólo la causa de esa locura. ¿Ha escrito Maupassant la historia de lo que significa ser presa de la sífilis? En cierto punto el doliente mira el espejo y no se ve reflejado. Luego se divisa al fondo, envuelto en una niebla. La niebla se retira, y cuando logra verse por completo, refiriéndose a la nube o agente bloqueador grita: "¡Lo he visto!"
 El narrador dice que el advenimiento del Horla señala el fin del reinado del hombre. Magnetismo, hipnosis y sugestión son aspectos de la voluntad del Horla. "Ha llegado", exclama la víctima, y de pronto el intruso le grita su nombre al oído: "¡Ha llegado... el Horla!" El nombre de Horla es un invento de Maupassant: ¿tal vez un juego irónico con la palabra inglesa whore (puta)? Parece un poco remoto, a menos que la enfermedad venérea de Maupassant sea el centro oculto del relato.
 El cuento de terror es un género amplio y fascinante. Maupassant descolló en él, aunque nunca tan poderosamente como en "El Horla". En cierto nivel, creo, la razón es que estaba vaticinando su propia locura y su (intento de) suicidio. Maupassant no es un cuentista tan eminente como Turguéniev, Chéjov, Henry James o Hemingway, pero tiene bien merecida su inmensa popularidad. Alguien que creó tanto el éxtasis afable de "La casa Tellier" como el convincente espanto de "El Horla" es un maestro permanente del relato corto. ¿Por qué leer a Maupassant? En sus mejores momentos, lo atrapará a uno como pueden hacerlo muy pocos. Uno recibirá mucho de lo que da su voz narrativa. No es la abundancia de Dios, pero complace a muchos y sirve de introducción a los difíciles placeres de narradores más sutiles.
Fuente:
    HAROLD BLOOM

CÓMO LEER Y POR QUÉ

Traducción de Marcelo Cohen

    Grupo Editorial Norma
         Primera edición,
      Santa Fe de Bogotá,
       2000


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas