jueves, 29 de septiembre de 2022

LOS SICARIOS DE MIDAS Jack London


 

LOS SICARIOS DE MIDAS

Jack London

Wade Atsheler ha muerto —ha muerto— por mano propia.

Decir que esto era inesperado para el reducido grupo de sus amigos, no sería la verdad; sin embargo, ni una vez siquiera, nosotros, sus íntimos, llegamos a concebir esa idea.

Antes de la perpetración del hecho, su posibilidad estaba muy lejos de nuestros pensamientos; pero cuando conocimos su muerte, nos pareció que la entendíamos y que hacía tiempo la esperábamos. Esto, en un análisis retrospectivo, lo explica la gran inquietud que la idea causaba. Uso la expresión «inquietud» deliberadamente.

Joven, buen mozo, con la posición asegurada por ser la mano derecha de Eben Hale, el magnate de los tranvías, Wade Atsheler no podía quejarse de los favores de la suerte. Sin embargo, habíamos observado cómo cavaban su lisa frente arrugas más y más hondas, como si la atacara una devoradora y creciente angustia. Habíamos visto en poco tiempo que su espeso cabello negro raleaba y se plateaba como la hierba bajo el sol de la sequía. ¿Quién de nosotros podrá olvidar los silencios en los que solía caer, en medio de las joviales reuniones que, hacia el final de su vida, buscaba con más y más avidez? En tales momentos, sus ojos perdían el brillo y se hundían, su frente y sus manos se contraían mientras que su cara padecía espasmos de pena mental, que delataban una lucha a muerte con algún peligro desconocido.

Nunca habló del motivo de su obsesión, ni fuimos tan indiscretos para interrogarlo. Aunque lo hubiéramos sabido, nuestra fuerza y ayuda no habrían servido de nada. Cuando murió Eben Hale, de quien Wade era secretario privado —más aún, casi hijo adoptivo y socio— abandonó del todo nuestra compañía, y no, como lo sé ahora, por serle desagradable, sino porque su preocupación se hizo tal que ya no podía responder a nuestra alegría ni encontrar ningún alivio en ella. Por qué sucedía esto no lo podíamos entender entonces, pero cuando se abrió el testamento de Eben Hale, el mundo supo que Wade era el único heredero de los muchos millones de su patrón, y se estipulaba expresamente que esta enorme herencia se le entregara sin distingo, tropiezos ni incomodidades en su uso.

Ni una acción de la compañía ni un penique al contado, ni un papel fueron legados a los parientes del muerto. Y en cuanto a su familia más cercana, una asombrosa cláusula establecía que Wade Atsheler entregaría a la esposa e hijos de Hale la cantidad de dinero que a su juicio le pareciera conveniente, cualquiera que ella fuese y en el momento que él quisiera.

Si se hubieran producido escándalos en la familia Hale, o sus hijos hubieran sido díscolos o irrespetuosos, habría habido alguna excusa para esta inusitada acción póstuma; pero la felicidad doméstica del difunto había sido proverbial, y era difícil encontrar progenie más sana, más pura y más sólida que sus hijos e hijas, mientras que, a su esposa, quienes la conocían mejor la apodaban «Madre de los Gracos», con cariño y admiración. No hay que decir que este inexplicable testamento fue tema de todos por nueve días, y hubo chasco general cuando no se produjo demanda alguna.

Ayer apenas, Eben Hale entró al reposo eterno en su mausoleo. Ahora Wade Atsheler ha muerto. La noticia apareció en los diarios de esta mañana. Recibí ahora mismo una carta suya, echada al correo, evidentemente, sólo una hora antes de que se arrojara a la muerte. Esta carta que tengo a la vista es una narración, en su propia letra, que ensambla numerosos recortes de diarios y copias de cartas. La correspondencia original, me dice, está en manos de la policía. También me suplica hacer pública la incontenible serie de tragedias con las que estuvo inocentemente relacionado, para advertir a la sociedad contra el diabólico peligro que amenaza su existencia misma.

Incluyo aquí el texto por entero:

Fue en agosto, 1899, después de mi retorno del veraneo, que recibimos la primera carta. No nos dimos cuenta entonces, no habíamos acostumbrado nuestra mente a tan tremendas posibilidades. El señor Hale abrió la carta, la leyó y la echó sobre mi escritorio con una carcajada.

Cuando la hube recorrido, también reí, diciendo: «Es broma lúgubre, y de pésimo gusto». He aquí, querido Jack, un duplicado exacto de esa carta.

Oficina de los S. de M., 7 de agosto de 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

Queremos obtener al contado, en la forma que usted decida, veinte millones de dólares. Le requerimos que nos pague esta suma; usted notará que no especificamos tiempo, pues no deseamos apurarlo en este detalle. Hasta puede pagamos, si le es más fácil, en diez, quince o veinte cuotas; pero no aceptamos ninguna cuota inferior a un millón. Créanos, querido señor Hale, cuando decimos que emprendemos esta acción desprovistos de toda animosidad. Somos miembros del proletariado intelectual; hemos decidido entrar en este negocio después de un completo estudio de economía social.

Nuestro plan no nos permite lanzarnos a vastas y lucrativas operaciones sin disponer de capital inicial. Rogamos ponga toda atención mientras explicamos nuestros puntos de vista. En la base del presente sistema social se halla el derecho de propiedad. Este derecho del individuo a detentar propiedad se basa única y enteramente sobre la fuerza. Los caballeros de Guillermo el Conquistador dividieron y se repartieron Inglaterra con la espada desnuda. Esto es verdad de todas las potencias feudales.

Con la invención del vapor y la revolución industrial vino al mundo la clase capitalista, en el sentido moderno de la palabra. Estos capitalistas y capitanes de industrias virtualmente despojaron a los descendientes de los capitanes de guerra.

La mente y no el músculo priva hoy en la lucha por la vida; pero esta situación no está menos basada en la fuerza. El cambio ha sido cualitativo. Los magnates feudales de antaño saqueaban el mundo a sangre y fuego; los magnates financieros de ahora explotan al mundo aplicando las fuerzas económicas.

Nosotros, los S. de M., no nos resignamos a ser esclavos a sueldo. Los grandes trusts y empresas de negocios (entre los cuales se cuenta la de usted) nos impiden levantarnos al lugar que nuestra inteligencia reclama. No nos traban tontos escrúpulos éticos o sociales. Como esclavos a sueldo, trabajando de sol a sol, en vida sobria y avara no podríamos ahorrar en sesenta años —ni en veinte veces sesenta años— una suma de dinero capaz de competir con las grandes masas de capital existentes ahora. Sin embargo, entramos a la cancha. Arrojamos el guante al capital del mundo.

Señor Hale, nuestros intereses nos dictan demandar de usted veinte millones de dólares.

Cuando usted se haya conformado con nuestras condiciones, inserte un anuncio conveniente en el Pregoneer. Entonces le comunicaremos nuestro plan para transferir el capital.

Es mejor que usted lo haga antes del 1º de octubre. Si no es así, para demostrarle que hablamos en serio, mataremos a un hombre en esa fecha, en la calle 39. Será un obrero, a quien ni usted ni yo conoceremos. Usted representa una fuerza en la sociedad moderna y nosotros otra —una nueva fuerza—. Sin odio, entramos en combate. Usted es la muela superior en el molino, nosotros la inferior. La vida de ese hombre será triturada por las dos pero podrá salvarse si usted acepta nuestras condiciones a tiempo.

Hubo una vez un rey maldito: su nombre está en nuestro sello oficial. Algún día, para protegernos de competidores, lo haremos registrar.

Quedamos Ss. Ss. Ss.,

Los Sicarios de Midas.

Comprenderás, querido Jack, que nos hayamos reído de tan desatinada comunicación. La idea, debimos admitir, estaba bien concebida, pero era demasiado grotesca para ser tomada en serio.

El señor Hale dijo que conservaría como curiosidad la carta, y la guardó en su archivo. Pronto olvidamos su existencia. El 10 de octubre el correo nos trajo lo siguiente:

Oficina de los S. de M., 1 de octubre de 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

Su víctima encontró su fatalidad. Hace una hora, en la calle 39, un obrero fue apuñalado en el corazón.

Su cuerpo yacerá en la morgue. Vaya y contemple la obra de sus manos. El 14 de Octubre, en prueba de nuestra seriedad en este asunto, y en caso de que usted no ceda, mataremos un policía, en la esquina o cerca de la calle Street y Avenida Clemont.

Muy cordialmente,

Los Sicarios de Midas.

Otra vez, el señor Hale rió. Su mente estaba muy ocupada con la perspectiva de un contrato con una empresa de Chicago, sobre la venta de todos sus tranvías en aquella ciudad, así que siguió dictando a su secretaria, sin volver a pensar en la carta. Pero de algún modo una honda depresión me atacó. ¿Y si no fuera broma?, e involuntariamente busqué en un diario. Allí estaban, como convenía a la noticia de la muerte de una oscura persona de las clases pobres, las mezquinas diez líneas, en un rincón, junto al aviso de un boticario:

«Poco después de las cinco, esta mañana, en la calle 39, un obrero llamado Peter Lascalle, camino a su trabajo, recibió una puñalada en el corazón de un criminal desconocido que huyó. La policía no ha podido descubrir ningún motivo para el asesinato».

¡Imposible!, fue la respuesta del señor Hale, cuando yo le leí la noticia; pero el incidente pesó evidentemente en él, pues más tarde, el mismo día, con muchos epítetos contra su propia tontería, me pidió comunicara el asunto a la policía. Tuve el placer de que riera de mí el comisario, aunque me prometió ocuparse del tema y asimismo que la esquina sería vigilada especialmente la noche antedicha. Así quedó la cosa, hasta que pasaron las dos semanas, cuando la siguiente nota nos llegó por correo.

Oficina de los S. de M., 15 de octubre de 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Su segunda víctima cayó a su hora, según se planeó. No tenemos prisa; pero para aumentar la presión, desde ahora mataremos semanalmente. Para protegernos de las molestias policiales, ahora le informaremos de las ejecuciones poco antes o simultáneamente al hecho. Esperando que ésta lo encuentre a usted en buena salud, somos Ss. Ss. Ss.

Los Sicarios de Midas.

Esta vez fue el señor Hale el que tomó el diario, y después de buscar en sus páginas, me leyó esta noticia:

«Un cobarde crimen. Joseph Donahue, mientras cumplía una guardia especial en el Distrito Once, fue muerto a medianoche de un certero tiro en la cabeza.

»La tragedia ocurrió en la esquina de Polk y Avenida Clemont, a plena luz del día. En verdad que nuestra ciudad es poco segura si los guardianes de su paz pueden ser asesinados tan abierta y alevosamente. La policía no consiguió hasta ahora el menor indicio ni tiene pistas». Apenas terminó él de leer, cuando llegó la policía —el comisario mismo con dos de sus sabuesos, visiblemente alarmados, mejor dicho perturbados—. Aunque los hechos eran tan escuetos como sencillos hablamos mucho, repitiéndolos una y otra vez. El comisario aseguró que pronto se arreglaría todo y los criminales serían aplastados.

Había decidido, mientras tanto, dotarnos de una custodia especial y destinar una patrulla a la vigiliancia continua de la casa y los jardines. Una semana después, a la una de la tarde, se recibió este telegrama:

Oficina de los S. de M., octubre 21, 1899.

Señor Eben Hale; plutócrata:

Muy señor nuestro:

Sinceramente lamentamos que usted nos haya interpretado tan mal.

Ha encontrado conveniente rodearse de guardias armadas, como si fuéramos criminales comunes, capaces de asaltarlo y arrancarle por la fuerza sus veinte millones.

Créanos, esto dista muchísimo de nuestra intención. Usted comprenderá, después de reflexionar un poco, que su vida nos es querida. No tema. No tema. No le haríamos daño por nada del mundo. Es nuestra política cuidar a usted con ternura y protegerlo de todo peligro. Su muerte no significa nada para nosotros. Si así no fuera, tenga la seguridad de que no vacilaríamos un momento en destruirlo. Piénselo bien, señor Hale. Cuando nos haya abonado nuestro precio, tendrá necesidad de ahorrar. Despida a sus custodios ahora, y reduzca sus gastos. Dentro de los diez minutos del momento en que reciba esto, una joven enfermera habrá sido estrangulada en el Brentwood Park.

El cuerpo se podrá encontrar entre los arbustos, al borde de la senda que va hacia la izquierda del kiosco de música.

Cordialmente, Ss. Ss. Ss.

Los Sicarios de Midas.

Enseguida, el señor Hale avisó del inminente crimen por teléfono al comisario. Quince minutos después nos avisó él mismo que el cadáver, todavía caliente, había sido hallado en el lugar indicado.

Esa noche los diarios abundaban en chillones titulares sobre Jack el Estrangulados denunciaban lo brutal del hecho y se quejaban de la laxitud policial. Nos volvimos a encerrar con el comisario, que nos rogó mantener el asunto en secreto.

El éxito, dijo, dependía del silencio.

Como tú sabes, Jack, el señor Hale era un hombre de hierro.

Rehusaba rendirse. Pero era terrible este tremendo ego, esta fuerza ciega en la oscuridad. No podíamos luchar, ni hacer planes, ni nada; sólo apretar las manos y esperar. Semana tras semana, cierta como la salida del sol, venía la notificación y la muerte de alguna persona, hombre o mujer, inocente o dañina, pero tan muerta por nosotros como si lo hiciéramos con nuestras propias manos. Una palabra del señor Hale, y la matanza habría cesado. Pero él endureció su corazón y esperó, sus arrugas

ahondándose, los ojos y boca afirmándose en su severidad, y la cara envejecida de hora en hora. No hay ni que hablar de mi sufrimiento en este tremendo período. Busca aquí las cartas y telegramas de los S. de M., y los artículos de diarios, etc., relativos a los asesinatos.

También encontrarás las cartas advirtiendo al señor Hale de ciertas maquinaciones de enemigos comerciales y manipulaciones secretas con acciones. Los S. de M. parecían tener acceso a los entretelones del mundo de los negocios y las finanzas. Se apoderaban de informaciones y nos las comunicaban, cuando ni siquiera nuestros agentes las conseguían.

Una nota oportuna de ellos, en un momento crítico de cierto trato, ahorró al señor Hale cinco millones netos. En otra ocasión nos mandaron un telegrama que impidió que un anarquista exaltado atentara contra la vida del patrón. Capturamos al hombre en cuanto llegó y lo entregamos a la policía.

Persistimos. El señor Hale estaba resuelto a los últimos extremos. Desembolsamos a razón de cien mil dólares semanales en vigilancia especial. Contratamos a la agencia Pinkerton, a Sherlock Holmes y a un sinnúmero de agencias y detectives particulares; varios miles de detectives figuraban en nuestra lista de pago. Nuestros investigadores pululaban por doquier, con todos los disfraces, investigando en todas las clases sociales. Seguían miles de claves y pistas; centenares de sospechosos eran detenidos, y miles de otros sospechosos eran vigilados; pero nada tangible salió a luz. En sus comunicaciones, los S. de M. cambiaban continuamente el método de envío.

Cada mensajero que nos mandaban era arrestado de inmediato. Pero estos probaban siempre ser inocentes, mientras que sus descripciones de los remitentes nunca coincidían. El último día de diciembre nos trajo esto:

Oficina de los S. de M., 31 de Diciembre de 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

Siguiendo nuestra política —nos halaga pensar que usted está ya bien versado en ella—, nos permitimos hacerle constar que le daremos el pasaporte desde este Valle de Lágrimas al comisario Bying, con quien, a causa de nuestras atenciones, usted llegó a relaciones tan estrechas.

Es su costumbre estar en su oficina privada a esta hora. Mientras usted lee esta, respira él su último aliento.

Cordialmente, Ss. Ss. Ss.,

Los Sicarios de Midas.

Solté la carta y salté al teléfono. Grande fue mi alivio cuando oí la simpática voz del comisario. Pero, mientras hablaba aún, su voz en el receptor terminó con un estertor, y oí, apenas, la caída al suelo de un cuerpo. Luego una voz extraña me dijo: ¡hola!, me dio los saludos de los S. de M. y cortó.

Como un relámpago hablé con el telefonista de la Jefatura, pidiéndole que socorrieran al comisario en su oficina privada, y me mantuve en el teléfono. Pocos minutos después supe que lo habían encontrado bañado en su propia sangre y muriendo. No había testigos y no encontraron huellas del asesino.

En consecuencia, el señor Hale aumentó de inmediato su servicio secreto hasta que un cuarto de millón fluía de sus arcas por semana. Estaba resuelto a ganar. Ofrecía recompensas por más de diez millones de dólares. Tienes aquí una idea de sus recursos y de cómo los usaba, sin tasa. Su pelea era por un principio, no por el dinero, según afirmaba.

Hay que admitir que sus actos probaban la nobleza de sus motivos. Las policías de todas las grandes ciudades cooperaban, y aun el gobierno de los Estados Unidos entró en liza, y el asunto se convirtió en una de las principales cuestiones del Estado. Algunos fondos nacionales se dedicaron a investigar a los S. de M. y todo los agentes del gobiernos se dedicaban a la gigantesca cacería. Pero todo fue en vano. Los S. de M. tenían su manera y golpeaban sin errar. Sin embargo, aunque el señor Hale luchaba hasta la muerte, no podía lavar sus manos de la sangre que las manchaba. Si no era técnicamente un asesino, sin que ningún jurado tuviera motivos para acusarlo, no era por eso menos causante de la muerte de cada individuo. Como dije antes, una palabra suya habría detenido la matanza. Pero rehusaba decir esa palabra. Insistía en que la sociedad estaba amenazada, que él no era tan cobarde para desertar de su puesto, y que era justo que unos cuantos fueran mártires por la prosperidad de los demás. Pero la sangre caía sobre su cabeza, y él se hundía cada vez más en el abatimiento y la pena. Yo también estaba abrumado con la culpa de ser cómplice. Niños eran asesinados sin piedad, mujeres, ancianos; y no sólo eran locales estos crímenes, sino que se distribuían en todo el país. A mitad de febrero, una noche, después de cenar, mientras estábamos

en la biblioteca, golpearon a la puerta con violencia. Yo mismo fui a abrir y encontré sobre la alfombra del corredor, esta misiva:

Oficina de los S. de M., 15 de febrero de 1900.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

¿No llora su alma por la roja cosecha que recoge? Quizás hemos sido demasiados abstractos en la conducción de nuestro negocio. Seamos ahora concretos. La señorita Adelaide Laillaw es una joven de talento, tan bondadosa, entendemos, como bella. Es la hija de su viejo amigo, el juez Laillaw, y sabemos que usted la llevó en sus brazos cuando niña. Es la amiga más íntima de su hija y ahora está visitándola. Cuando usted haya leída esto, la visita habrá terminado.

Muy cordialmente.

Las Sicarios de Midas.

Al instante nos dimos cuenta de lo que esto significaba.

Corrimos por la gran casa, hasta el departamento de la hija del señor Hale, sin hallarla. La puerta estaba cerrada con llave, pera la hundimos a empujones desesperados, y allí yacía recién vestida para la ópera, asfixiada con almohadones, todavía tibia y flexible, casi viva.

Deja que pase sobre este horror. Seguramente recordarás las relatos de los diarios.

Tarde, aquella misma noche, Eben Hale me citó, y ante Dios me juramentó a que seguiría con él y a no transigir, aunque la familia entera fuese destruida.

Al día siguiente me sorprendió su jovialidad. Había pensado yo que la última tragedia le produciría un hondo golpe, pero hasta qué punto lo había conmocionado, solo lo supe luego. La mañana siguiente lo encontramos muerto en su cama, con una pacífica sonrisa en su cara devastada por la congoja. Asfixiada. Por connivencia entre la policía y las autoridades se comunicó al mundo aquel deceso como un ataque al corazón. Creíamos juicioso ocultar la verdad.

Apenas había dejado la cámara mortuoria, cuando —pero demasiado tarde— la siguiente extraordinaria carta se recibió:

Oficina de los S. de M., 17 de febrero de 1900.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

Usted perdonará nuestra intrusión, tan poco después del triste evento de anteayer; pero lo que deseamos decirle puede ser de grandísima importancia para usted. Se nos ocurre que usted pueda intentar escapársenos. No hay sino un camino, en apariencia, como usted, sin duda, lo habrá descubierto. Pero queremos informarle que aun este único camino le está cerrado. Usted puede morir, pero reconociendo su fracaso. Tome nota de esto y de que somos parte y porción de sus posesiones. Con sus millones, nosotros pasamos a sus herederos y cesionarios para siempre.

Somos lo inevitable. Somos la culminación del agravio y de la injusticia industrial. Nos volvemos contra la sociedad que nos creó. Somos los fracasos triunfantes, los azotes de una civilización degradada. Somos las criaturas de una perversa selección social. Creemos en la supervivencia de los más aptos.

Habéis hundido en la miseria a vuestros esclavos a sueldo y habéis sobrevivido. Los capitanes de guerra, a vuestras órdenes, fusilaron como a perros a vuestros obreros en tantas huelgas sangrientas. Por tales medios habéis durado. No nos quejamos del resultado, porque reconocemos en nuestro ser a la misma ley natural. Ahora surge la cuestión: bajo el presente ambiente social, ¿quién de nosotros sobrevivirá? Creemos ser los más aptos. Vosotros creéis ser los más aptos.

Dejamos la eventualidad al tiempo y a Dios.

Cordialmente suyos.

Los Sicarios de Midas.

Jack, ¿te sorprendes ahora de que yo haya huido de placeres y amigos? Pero, ¿para qué explicarlo? Este relato aclara todo. Hace tres semanas murió Adelaide Laillaw y luego el señor Hale. Desde entonces aguardé con esperanza y miedo. Ayer se abrió el testamento y se hizo público.

Hoy fui notificado de que una mujer de clase media sería asesinada en el parque Golden Gate, en el lejano San Francisco. Los diarios de esta noche dan los detalles del crimen, que corresponden a lo que sabía yo.

Es inútil. He sido leal al señor Hale y trabajé duro para que mi lealtad tenga este premio, no entiendo. Sin embargo, no puedo faltar a la confianza puesta en mí, ni a la palabra dada. He legado les muchos millones que recibí a sus poseedores legítimos.

Que los robustos hijos de Eben Hale obren su propia salvación. Antes que tú leas esto, habré dejado este mundo. Los S. de M. son todopoderosos. La policía es imponente. Supe por él que otros millonarios habían sido multados y perseguidos del mismo modo. ¿Cuántos? No se sabe, pues si uno cede a los S. de M., su boca queda sellada. Quienes no cedieron aún a la extorsión, están recogiendo su cosecha escarlata. El torvo juego sigue hasta el fin. El Gobierno Federal no puede hacer nada, también entiendo que sucursales similares han hecho su aparición en Europa.

La sociedad está sacudida hasta sus cimientos. En vez de las masas contra una clase, es una clase contra una clases. Nosotros, los guardianes del progreso humano, somos elegidos y golpeados. La ley y el orden han defraudado. Las autoridades me pidieron y suplicaron guardara este secreto. Lo he hecho, pero ya no lo puedo callar. Se ha transformado en cuestión de importancia pública, llena de tremendos peligros y consecuencias y mi deber es informar al mundo, antes de abandonarlo.

Tú, Jack, responde a este, mi último pedido: pública esto. No temas. El destino de la humanidad está en tu mano ahora. Que la prensa imprima millones de ejemplares, que la radio lo difunda por el mundo; donde sea que los hombres se encuentren y hablen, que hablen de ello temblando de terror. Y entonces, cuando todos estén bien despiertos, que la sociedad se alce con toda potencia y arroje de sí esta abominación.

Tuyo, en largo adiós. Wade Astheler.

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