viernes, 30 de septiembre de 2022

LOS SEÑORES BURKE Y HARE, ASESINOS Marcel Schwob





LOS SEÑORES BURKE Y HARE, ASESINOS

Marcel Schwob

El señor Williams Burke ascendió desde la más baja condición hasta una eterna celebridad. Nació en Irlanda y empezó como zapatero. Durante varios años ejerció este oficio en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien tuvo gran influencia. Dentro de la colaboración de los señores Burke y Hare, no cabe duda de que el poder de invención y síntesis perteneció al señor Burke. Sin embargo, sus nombres han permanecido inseparables en el arte, como los de Beaumont y Fletcher. Juntos vivieron, juntos trabajaron y juntos los detuvieron. El señor Hare nunca protestó contra la popularidad con que particularmente se distinguió a la persona del señor Burke: desinterés tan cabal no tuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo burke ha de vivir aún mucho tiempo en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que injustamente se abate sobre los oscuros trabajadores.

El señor Burke parece haber otorgado a su obra la fantasía mágica de la verde isla en que nació. Su alma debió de haberse impregnado de los relatos del folklore. Hay, en lo que hizo, como un lejano resabio de las Mil y una noches. Similar al califa errante recorriendo los jardines nocturnos de Bagdad, deseó misteriosas aventuras, en su curiosidad de relatos desconocidos y personas extrañas. Similar al gran esclavo negro armado de una pesada cimitarra, no encontró conclusión más digna para su voluptuosidad que la muerte de los demás. Pero su originalidad anglosajona consistió en haber logrado sacar las mayores ventajas de su errabunda imaginación de celta. ¿Qué hacía el esclavo negro, decidme —cumplido ya su gozo artístico—, con aquellos a los que les había cortado la cabeza? Con barbarie muy árabe, los descuartizaba a fin de conservarlos en un sótano. ¿Qué beneficio sacaba? Ninguno. El señor Burke fue infinitamente superior.

De alguna manera, el señor Hare le sirvió de Dinarzade. Al parecer, el poder de invención del señor Burke hubo de sentirse especialmente excitado por la presencia de su amigo. La ilusión de sus sueños les permitió valerse de una buhardilla donde alojar magníficas visiones. El señor Hare vivía en un cuartito, en el sexto piso de una casa muy alta y muy poblada de Edimburgo. Un canapé, un arcón y sin duda algunos utensilios de tocador componían casi todo su mobiliario. Sobre una mesita, una botella de whisky con tres vasos. El señor Burke tenía por norma recibir cada vez a una sola persona: nunca la misma. Característica suya era invitar, al caer la noche, a un transeúnte desconocido. Vagaba por las calles para examinar los rostros que suscitaban su curiosidad. A veces escogía al azar. Se dirigía al extraño con toda la cortesía que habría puesto Harún-al-Raschid. El extraño subía los seis peldaños del caserón del señor Hare. Le cedían el canapé y le ofrecían whisky de Escocia. El señor Burke lo interrogaba acerca de los sucesos más sorprendentes de su existencia. Qué insaciable oyente era el señor

Burke. Al despuntar el día, el señor Hare siempre interrumpía el relato. La forma de interrupción del señor Hare era inevitablemente la misma, y muy imperativa. Para interrumpir el relato, el señor Hare solía colocarse detrás del canapé y aplicar ambas manos sobre la boca del narrador. En ese mismo momento, el señor Burke se sentaba sobre el pecho de este. Ambos, en esa posición, soñaban inmóviles con el final de la historia que jamás oían. De esta manera, los señores Burke y Hare concluyeron un gran número de historias que el mundo no conocerá.

Cuando el cuento se detenía definitivamente, junto con el aliento del narrador, los señores Burke y Hare exploraban el misterio. Desvestían al desconocido, admiraban sus joyas, contaban su dinero y leían sus cartas. Algunas correspondencias no carecían de interés. Luego ponían el cuerpo en el arcón del señor Hare, para que se enfriara. Y, en este punto, el señor Burke mostraba la fuerza práctica de su espíritu.

Era importante que el cadáver se mantuviese fresco, pero no tibio, a fin de poder utilizar hasta el último residuo del placer de la aventura.

En aquellos primeros años del siglo, los médicos estudiaban con pasión la anatomía, pero por culpa de los principios religiosos les costaba mucho trabajo procurarse sujetos para disecar. El señor Burke, de ilustre espíritu, había advertido esa laguna de la ciencia. Nadie sabe cómo se relacionó con el doctor Knox, un venerable y sabio experto que enseñaba en la Facultad de Edimburgo. Quizá el señor Burke hubiera seguido cursos públicos, aun cuando su imaginación debió de haberse inclinado, más bien, hacia los gustos artísticos. Pero es seguro que le prometió al doctor Knox ayudarlo como mejor pudiera. Por su parte, el doctor Knox se comprometió a pagarle por su esfuerzo. La tarifa disminuía desde los cuerpos de gente joven hasta los cuerpos de ancianos. Estos le interesaban muy poco al doctor Knox. El señor Burke opinaba igual, pues por lo común tenían menos imaginación. El doctor Knox se hizo célebre entre todos sus colegas por su ciencia anatómica. Los señores Burke y Hare aprovecharon la vida en plan diletante. Indudablemente conviene situar en esa época el período clásico de su existencia.

Pues el genio omnipotente del señor Burke muy pronto lo arrastró más allá de las normas y reglas de aquella tragedia en la que siempre había un relato y un confidente. El señor Burke evolucionó completamente solo (sería pueril invocar la influencia del señor Hare) hacia una especie de romanticismo. Como ya no le bastaba el decorado de la buhardilla del señor Hare, inventó el procedimiento nocturno en medio de la niebla. Los muchos imitadores del señor Burke han empañado un poco la originalidad de su estilo. He aquí la verdadera tradición del maestro.

La fecunda imaginación del señor Burke se había hartado de los relatos eternamente parecidos de la experiencia humana. El resultado nunca había respondido a su expectación. Acabó interesado sólo por el aspecto real, para él siempre variado, de la muerte. Localizó todo el drama en el desenlace. La calidad de los actores ya no le importó. Los moldeó al azar. El único accesorio del teatro del señor Burke fue una máscara de tela rellena de pez. En las noches de bruma, el señor Burke salía con la máscara en la mano. Iba acompañado por el señor Hare. El señor Burke aguardaba al primer transeúnte y echaba a andar delante de él; luego, volviéndose, le aplicaba sobre el rostro la máscara de pez súbita y firmemente. Al instante, los señores Burke y Hare se apoderaban, cada uno de un lado, de los brazos del actor. La máscara de tela empapada en resina ofrecía la síntesis genial de ahogar al mismo tiempo los gritos y el aliento. Además, era trágica: la niebla esfumaba los gestos del papel. Algunos actores parecían imitar a un borracho. Terminada la escena, los señores Burke y Hare tomaban un cabriolé y despojaban al personaje: mientras el señor Hare vigilaba sus ropas, el señor Burke subía un cadáver fresco y limpio a casa del doctor Knox.

Aquí es cuando, en desacuerdo con la mayoría de los biógrafos he de dejar a los señores Burke y Hare en medio de su gloriosa aureola. ¿Por qué destruir un efecto artístico tan hermoso llevándolos lánguidamente hasta el final de su carrera y revelando sus debilidades y sus decepciones? Sólo hay que verlos allí, con su máscara en la mano, errantes en las noches de niebla. Pues el fin de sus vidas fue vulgar y similar a tantos otros. Al parecer ahorcaron a uno de los dos, y el doctor Knox tuvo que alejarse de la facultad de Edimburgo. El señor Burke no ha dejado más obras.

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