Cosas
misteriosas están ocurriendo en un castillo localizado cerca del
pueblo de Werst en los montes Cárpatos en Transilvania, Rumanía.
Los habitantes del lugar están convencidos de que en el castillo
habita el Diablo. El conde Franz de Télek, que se encuentra viajando
por la región, va al castillo para investigar el misterio, cuando
conoce que el dueño del mismo es el barón Rodolfo de Gortz. Años
atrás, este hombre había sido el rival del conde cuando ambos
luchaban por el amor de La Stillla, una -prima donna- italiana. El
conde pensaba que La Stilla estaba muerta, pero ve su imagen y oye su
voz proveniente del castillo.
(Fragmento. Novela).
Julio Verne
EL CASTILLO DE LOS CÁRPATOS
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
Esto no es una narración fantástica; es tan sólo una
narración novelesca. ¿Es preciso deducir que, dada su
inverosimilitud, no sea verdadera? Suponer esto sería un error.
Pertenecemos a una época donde todo puede suceder. Casi tenemos el
derecho de decir que todo acontece. Si nuestra narración no es
verosímil hoy, puede serio mañana, gracias a los elementos
científicos, lote del porvenir, y nadie opinará que sea considerada
como leyenda. Por otra parte, no se inventan leyendas a la
terminación de este práctico y positivo siglo XIX; ni en
Bretaña, la comarca de los montaraces korrigans. ni en
Escocia, la tierra de los browNics y de los gnomos, ni en
Noruega, la patria de los ases,
de los elfos,
de los silfos y de lis valquirias,
ni aun en Transilvania, donde el aspecto de los Cárpatos se presta
por sí a todas las evocaciones fantásticas. No obstante, conviene
hacer notar que el país transilvano está todavia muy apegado a las
supersticiones de los antiguos tiempos.
M. de Gérando ha descrito estas provincias de la extrema Europa.
Eliseo Reclus las ha visitado, pero ninguno de los dos ha dicho nada
que se relacione con la curiosa narración objeto de este libro.
¿La conocieron? Tal vez, pero acaso no han querido dar fe a la
leyenda. Esto es sensible, pues la hubieran referido, el uno con la
precisión del historiador, el otro con aquella poesía natural
en él y derramada en sus relaciones de viaje.
Puesto que ni uno ni otro lo han hecho, voy yo a intentarlo.
El 19 de mayo de aquel año, un pastor apacentaba su rebaño a la
orilla de un verde prado, al pie del Retyezat, que domina un valle
fértil, cubierto de árboles de ramaje recto y enriquecido con
bellas plantaciones. Las galernas que vienen del N.O. arrasan
durante el invierno este terreno descubierto y sin abrigo.
Entonces, según la frase del país, se le hace la barba, y
algunas veces muy al rape.
Aquel pastor no tenía nada de los de la Arcadia en su traje, ni nada
de bucólico en su actitud. No era un Dafnis, ni un Amintas, ni un
Tityre, ni un Licidas, ni un Melibeo. El Lignon no murmuraba a
sus pies, encerrados en gruesos zuecos de madera. Estaba junto
al río de Valaquia, cuyas aguas frescas hubieran sido dignas de
correr por entre las sinuosidades de que se habla en la novela
Astrea.
Frik‑Frik, natural de Werst (así se llamaba el rústico
pastor), tan descuidado de su persona como las bestias; bueno para
habitar en aquella zahurda construida a la entrada de la aldea,
y donde sus cameros y sus puercos vivían en revuelta prouacrerie,
única voz tomada del antiguo idioma que conviene a los piojosos
apriscos del distrito.
El immanum pecus apacentado por dicho Frik, era
immanior ipse. Echado sobre un mullido otero, dormía
el pastor, un ojo cerrado, el otro alerta, con la gran pipa en la
boca, silbando de vez en cuando a sus perros si alguna oveja se
alejaba del prado, o tocando el cuerno, cuyo sonido
repercutía en los ecos de la montaña.
Eran las cuatro de la tarde. El sol declinaba en el horizonte. Hacia
la parte Este divisábanse algunas cúspides, cuyas bases estaban
como sumergidas en flotante bruma. Al S.O., dos gargantas de la
cordillera dejaban pasar un oblicuo haz de luz solar, como el punto
luminoso que se filtra por una puerta entornada.
Este sistema orográfico pertenece a la parte más selvática de la
Transilvania, comprendida bajo la denominación del
distrito KlausenbKurg u olosvar.
La Transilvania es un curioso fragmento del imperio de Austria; dicha
región se llama en lengua magyar «El Erdely», o, lo que es
igual, «el país de los bosques». Se halla limitada al Norte por
Hungría, por Valaquia al S., y por Moldavia al O. Ocupa una
extensión superficial de sesenta mil kilómetros cuadrados, o
sean seis millones de hectáreas ‑próximamente la novena
parte de Francia‑; es una especie de Suiza, pero una mitad más
vasta que los dominios helvéticos, aunque sin ser más
poblada. Con sus llanuras destinadas al cultivo, sus ricos
pastos, sus valles caprichosamente delineados, sus soberbias
montañas, la Transilvania, ondulada ipor las ramificaciones
plutónicas de los Cárpatos, está cruzada por numerosos ríos
que van a engrosar con sus tributos los caudales del Theiss y
del soberbio Danubio, cuyas Puertas de Hierro, algunas millas al S.,
cierran el desfiladero de la cordillera de los Balkanes, en la
frontera de Hungría y del Imperio otomano.
Tal es el antiguo país de los dacios, conquistado por Trajano
en el siglo I de la Era cristiana. La independencia que disfrutó
bajo Juan Zapoly y sus sucesores hasta 1699, tuvo fin con Leopoldo I,
que la anexionó al Austria. Pero sea lo que sea su constitución
política, ha sido ocupada por diversas razas, que, aunque se codean,
no llegan a fusionarse; los valacos o rumanos, los húngaros,
los tsyganes, los szeklers, de origen moldavo, y los mismos sajones,
a quienes las circunstancias de lugar y tiempo acabarán por
magyarizar en provecho de la unidad de Transilvania.
¿A qué carácter típico de los enunciados pertenecía el pastor
Frik? ¿Era acaso un descendiente degenerado de los antiguos dacios?
Difícil sería resolver estas cuestiones al ver su cabellera en
desorden, su cara atezada, su barba enmarañada, sus espesas
cejas, recias como dos cepillos de crines rojizas; sus ojos garzos,
entre azules y verdes, y cuyos lagrimales húmedos estaban rodeados
del círculo senil. Parecía hombre de unos sesenta y cinco años. Es
robusto, alto, seco y erguido bajo su capisayo amarillento, no
tan peludo como el pecho que cubre. Un pintor no desdeñaría
trasladar al lienzo su silueta cuando, cubierta la cabeza con un
sombrero de esparto, verdadera tapadera de paja, se apoya sobre
el puntiaguado cayado y queda tan inmóvil como una roca.
En el momento en que penetraban los rayos del sol a través de
las cortaduras del O., Frik se volvió; puso su mano, medio
cerrada, a guisa de catalejo ‑‑como si hubiese hecho
de ella una bocina‑, y estuvo mirando atentamente.
En la claridad del horizonte, y como a una milla larga, muy
empequeñecido por la distancia, se dibujaban los contornos
de un antiguo castillo sobre una aislada cima de la garganta de
Vulcano, la parte superior de una meseta, llamada «meseta de
Orgall». Bajo los cambiantes de la luz poNicnte, se destacaba
aquel edificio claramente con esa precisión de las vistas de un
estereoscopo. Sin embargo, preciso era, que se hallase el pastor
dotado de poderosa vista para distinguir algún detalle de
aquella masa lejana.
Ved aquí que de repente, y moviendo la cabeza, exclama:
-«¡Viejo, viejo! ... ¡Cómo te pavoneas sobre tus
cimientos! Tres años ‑más, y ya no existirás, ‑porque
tu haya no tiene ya más que tres ramas.»
Dicha haya, plantada al extremo de uno de los bastiones de la cerca
del castillo, resaltaba con su negrura sobre el azul del cielo,
cual un delicado dibujo de papel picado, y a duras penas fuera
visible para otro que no fuese Frik a semejante distancia. En
cuanto a la explicación de las palabras que ha pronunciado el
pastor, basadas en una leyenda del castillo, será dada a su debido
tiempo.
‑‑«Sí, repitió; tres.ramas... Ayer había cuatro, pero
la cuarta cayó esta noche... ¡Ya no queda más que el muñón! Yo
no cuento más que tres en la horcajada... ¡Tres, tres nada más,
viejo castillo! »
Cuando se considera a un pastor desde el punto de vista ideal,
la fantasía hace de él un ser soñador y contemplativo, que
conferencia con los astros, habla con las estrellas y lee en el
firmamento. Pero la verdad es que generalmente no pasa de
la categoría de un bárbaro ignorante. A pesar de todo, la
pública credulidad no vacila en atribuirle el don de lo
sobrenatural; tal hombre posee maleficios, y si está de humor,
conjura los sortilegios, así sobre las personas como sobre
las bestias, que para el caso viene a ser lo mismo; vende polvos
amorosos, filtros y fórmulas mil. Hasta llega a tornar estériles
los campos, lanzando sobre ellos piedras encantadas, y deja
infecundas a las ovejas tan sólo con hacerles mal de ojo. Y tales
supersticiones son propias de todos los tiempos y países. Aun
en las regiones más adelantadas, no se pasa en el campo por delante
de un pastor sin dirigirle alguna frase amistosa, algún saludo
afectuoso, llamándole también «pastor». Un saludo con el sombrero
puede ser el medio de librarse de malignas influencias, y en los
caminos de Transilvania no es donde menos sucede esto.
Frik era, pues, considerado como un mago, como un evocador de
fantásticas apariciones. Según unos, obedecían a su voz vampiros y
endriagos; según otros, se le solía encontrar, al declinar de
la luna, en las noches oscuras, como se ve en otras comarcas en el
año bisiesto, montado sobre la compuerta de los molinos, hablando
con los lobos o mirando a las estrellas.
Frik dejaba decir, y no le iba mal. Vendía hechizos y
contraheohizos. Pero ¡observación curiosa! él mismo era tan
crédulo como su clientela, y si bien no creía en sus propios
sortilegios, daba fe a las leyendas que corrían por la comarca.
Así, pues, no hay que asombrarse de que hiciese aquel
pronóstico referente a la próxima desaparición del antiguo
castillo, puesto que el haya sólo tenía ya tres ramas; ni hay que
asombrarse de que le faltase tiempo para llevar la noticia al
pueblo, a Werst.
Después de haber juntado el rebaño, soplando hasta
desgañitarse en la larga y blanca bocina de madera, Frik tomó
el camino de la aldea. Avivando al ganado, seguíanle sus
perros, dos semigrifos bastardos, ariscos y feroces, que más bien
parecían dispuestos a devorar ovejas que a guardarlas. El
ganado se componía de una centena de carneros moruecos y
ovejas, de las cuales una docena eran de primer año y el resto de
tercero y cuarto año, o sea de cuatro y de seis dientes.
Este ganado pertenecía al juez de Werst, el biró Koltz, que
pagaba al concejo un fuerte derecho de contribución de
ganadería, y que apreciaba mucho al pastor Frik por sus habilidades
de esquilador y veterinario entendido en lo que se refiere
a todas las plagas de origen pecuario.
Marchaba el rebaño en masa compacta, a la cabeza la oveja
cencerra y a su lado la oveja birana, haciendo sonar su esquila
en medio de la confusión de balidos.
Al salir del prado, Frik tomó por un ancho sendero, bordeando
extensos campos, donde ondulaban hermosas espigas de trigo,
ya muy crecido sobre las altas cañas; veíanse también algunas
plantaciones de «kukurutz», que es el maíz de aquel país. El
camino conducía a la orilla de un bosque de pinos y abetos de
pobladas copas. Más abajo, el Sil extendía su brillante agua,
filtrada por los guijarros del álveo y sobre el que flotaban
los frarmentos de madera aserrada en las serrerías de río
arriba.
Perros y carneros se detuvieron en la margen derecha y se pusieron
a beber con avidez al ras de la ribera, removiendo la hojarasca de
los matorrales.
Werst no distaba de allí más de tres tiros de fusil, al otro lado
de un espeso bosque de raíces, formado de esbeltos árboles y de
esos desmirriados plantones que crecen tan sólo algunos pies del
suelo. Dicho bosque se extendía hasta la garganta de Vulcano,
cuya aldea, que lleva este nombre, ocupa una altura escarpada en la
vertiente meridional de los macizos del Plesa.
A aquella hora la campiña estaba solitaria; hasta entrada la
noche no volvían a sus hogares las gentes del carnpo; Frik no
pudo cruzar su saludo tradicional con nadie. Ya abrevado su
rebaño, iba a internarse entre los pliegues del valle, cuando en la
revuelta del Sil apareció un hombre, como a unos cincuenta pasos río
abajo.
‑¡Hola, amigo! gritó el pastor.
Aquel hombre era uno de esos mercaderes que recorren el distrito. Se
les encuentra en las ciudades, en los pueblos y hasta en las más
humildes aldeas. No es obstáculo para ellos el hacerse
comprender; hablan todas las lenguas. Aquel, ¿era italiano,
sajón o valaco? Nadie hubiera podido decirlo. En realidad era
judío polonés, alto y delgado, de afilada nariz y barba puntiaguda,
frente abultada y ojos muy vivos.
Era vendedor ambulante de anteojos, termómetros, barómetros y
relojes de bolsillo. Lo que no guardaba en el morral que, sujeto
con correas, llevaba a la espalda, lo colgaba del cuello o de la
cintura; un verdadero buhonero, algo así como un escaparate
semoviente.
Probablemente el judío participaba del respeto o del temor que
los pastores inspiran. Así que sáludó a Frik con la mano.
Después, en lengua rumana, que participa del latín y del eslavo,
dijo con acento extranjero:
‑¿Qué tal marchamos, amigo?
-Marchamos con el tiempo, respondió Frik.
‑Entonces hoy habrá ido bien. ¡Con este tiempo! ...
‑Mañana irá mal, porque ..lloverá.
‑¿Lloverá? Exclamó el buhonero. ¿Es que en vuestro país
llueve sin nubes?
-Las nubes ya vendrán esta noche... ¡y por allá abajo, por el
lado malo de la montaña!
‑¿Y cómo Veis eso?
‑En la lana de mis carneros, que está áspera y seca como
pellejo curtido.
‑Pues tanto peor para los que tengan que andar por esos
caminos.
‑Y tanto mejor para los que se queden en la puerta de su casa.
‑Hay que tener una casa, pastor.
‑¿Tenéis hijos? dijo Frik.
‑No.
‑¿Sois casado?
‑No.
Preguntóle esto Frik, porque es costumbre en el país preguntarlo a
los que se encuentran.
Después añadió:
‑¿De dónde venís, buhonero?
‑De Hermanstadt.
Hermanstadt es una de las principales poblaciones de
Transilvania. Al abandonarla se encuentra el valle del Sil
húngaro, que desciende hasta el arrabal de Petroseny.
‑¿Y adonde váis?
‑A Kolosvar.
Para llegar a Kolosvar, basta subir en dirección del valle del
Maros; después, por Karlsburg y siguiendo las primeras
estrilbaciones de los montes Bihar, se está en la capital del
distrito. Un camino que no tendrá más de veinte millas.
En verdad, que estos mercaderes de barómetros, termómetros y
cascajos, evocan siempre la idea de seres diferentes, de
una andadura algo hoffmanesca, peculiar a su oficio.
Venden el tiempo en todas sus formas: el que pasa, el que hace, el
que hará, como otros venden cestos, tricots o algodones. Se diría
que son los viajantes de la casa «Saturno y Compañía», bajo la
enseña «Arenas de Oro». Sin duda éste fue el efecto que el
judío produjo a Frik, el cual contemplaba, no sin asombro, aquella
instalación de objetos nuevos para él, y cuya aplicación
desconocía.
‑¡Eh, señor buhonero! preguntó alargando el brazo. ¿Para
qué sirve eso que castañetea en vuestra cintura, como los
huesos de un viejo colgado?
‑Son cosas de valor, respondió el mercader; objetos útiles
para todo el mundo.
Y guiñando el ojo, exclamó Frik:
‑¿A todo él mundo? ¿Y también a los pastores?
‑También.
‑¿Y para qué sirve esa maquinaria?
‑Esta maquinaria, respondió el judío moviendo un termometro
entre sus manos, os dice si hace calor o frío.
‑¡Vaya, amigo! Pues yo no necesito de ella para saberlo
cuando sudo bajo mi capisayo o cuando tirito bajo mi hopalanda.
Evidentemente: esto debe bastar a un pastor, que no se preocupa gran
cosa de los porqués de la ciencia.
‑¿Y ese grueso cascajo con su aguja? repuso señalando un
barómetro aneroide.
‑No es un cascajo, sino un instrumento que os dice si
mañana hará buen tiempo, o si lloverá.
‑¿Es de veras?
‑De veras.
‑Bueno, replicó Frik: pues yo no lo querría, aunque sólo
costase un kreutzer.
Me basta ver las nubes que se arrastran por la montaña,
o que cruzan por cima de los más altos picos, para saber, con
veinticuatro horas de anticipación, el tiempo que va a hacer. Mirad.
¿Véis aquella bruma que parece salir del suelo? Pues ya os lo he
dicho, eso significa que mañana tendremos agua.
Verdaderamente, el pastor Frík, gran observador del tiempo, no
necesitaba barómetro.
‑¿Y tampoco os hará falta un reloj? dijo el buhonero.
‑¡Un reloj!... Tengo uno que anda solo. Está colgado sobre mi
cabeza... El sol. Mirad, amigo: cuando está sobre la punta del
Rodük, significa que es medio día; y cuando parece que mira al
agujero de Egelt, es que son las seis. Mis carneros lo saben tan
bien como yo, y mis perros como los carneros. Guardad, pues vuestros
cachivaches.
‑¡Vaya! repuso el buhonero. Muy negro me habría de ver para
hacer fortuna, si no tuviera más clientes que los pastores. ¿De
manera que no necesitáis nada?
‑Absolutamente nada.
Por lo demás, todas aquellas mercaderías baratas eran de muy
mediana fabricación. Los barómetros no concordaban bien sobre
el variable o el buen tiempo fijo; las agujas de los relojes
marcaban horas muy largas o minutos muy cortos. En fin, una
engañifa. ¡Acaso el pastor lo sabía! Por eso no quería
comprar nada de aquello. Sin embargo, ya iba a recobrar su cayado,
cuando, cogiendo una especie de tubo colgado de una correa del
buhonero, le dijo:
‑¿Para qué sirve este tubo?
‑No es tal tubo.
‑Será pues, una pistola, dijo el pastor.
‑No, dijo el judío: es un anteojo.
Era, en efecto, uno de esos anteojos comunes que agrandan cinco
o seis veces los objetos, o que los aproximan otro tanto, lo que
produce el mismo resultado.
Frik había cogido aquel instrumento, y le contemplaba, dándole
vueltas entre sus manos, haciendo salir y entrar los cilindros.
Después, moviendo la cabeza:
‑¡Un anteojo! dijo.
‑Sí, pastor; un magnífico anteojo, que os alargará
mucho la vista...
‑¡Ah! ... Yo tengo muy buenos ojos, amigo. Cuando el tiempo
está claro, veo las últimas rocas, hasta la cresta del Retyezat, y
los últimos árboles en el fondo de los desfiladeros del
Vulcano.
‑¿Sin entornar los ojos?
‑Sin entornar los ojos, ‑gracias al rocío de la noche,
que me limpia la pupila.
‑¿El rocío? dijo el otro. Pronto os dejará ciego.
‑¡Ah! A los pastores no.
‑Bien... Si tenéis buenos ojos, yo los tengo mejores cuando
los aplico a mi anteojo.
‑¡Tendrá que ver eso!
‑Vedlo ...
‑¡Yo! ...
‑Probad.
‑¿No me costará nada? preruntó Frik, desconfiado por
naturaleza.
‑Nada; a menos que no os decidáis a comprarme el aparato.
Tranquilo ya sobre este particular, Frik tomó el anteojo, cuyos
tubos graduó el buhonero. Después, de haber cerrado el ojo derecho,
Frik aplicó el ocular al izquierdo, y empezó a mirar hacia las
montañas del Vulcano, subiendo hacia el Plesa; después bajó
el instrumento, enfocándole hacia el pueblo de Werst.
‑¡Calla! exclamó. ¡Pues es verdad! Alcanza más que mis
ojos... Allí está la calle Mayor. Reconozco a las personas...
Veo a Nic Deck, el guarda que vuelve de su ronda, con la mochila a la
espalda y la carabina al hombro.
‑¡Cuando yo os lo decía! observó el buhonero.
‑Sí, sí. Nic es, añadió el pastor. ¿Y quién es
aquella mujer que sale de casa del amo Koltz, con falda roja y
corpiño negro, como si fuese al encuentro de Nic?
‑Mirad atentamente, y reconoceréis a la muchacha, como
habéis reconocido a Nic.
‑¡Ah! sí ... ¡Es Miriota! ... ¡La bella Miriota! ... ¡Ah!.
.. ¡Los novios! ... Esta vez tienen que andar con cuidado,
porque yo los tengo al alcance de mis ojos, y no pierdo ninguna de
sus carantoñas.
‑¿Y qué decís de este aparato?
‑¡Ah! Que hace ver desde muy lejos.
El asombro de Frik al coger por primera vez un anteojo para mirar la
aldea Werst, indicaba lo atrasado que este pueblo se encontraba.
Si esto era o no verdad, bien pronto lo veremos.
‑Pastor, dijo el mercader: seguid, seguid mirando... Más
allá de Werst. Este pueblo está muy cerca... ¡Mirad mucho más
allá! ...
‑¿Y tampoco me costará nada?
‑Tampoco.
‑Bueno.. . Voy a mirar hacia el Sil ‑húngaro...
Sí; allí está el campanario de Livadzel... Le conozco
por la cruz, a la que le falta un brazo. . . Más allá, en el valle,
entre los abetos, veo el campanario de Petroseny, con su gallo
de hoja de lata, con el pico abierto, como si llamara a las
gallinas... ¡Calle! ... Y allí abajo.. . veo una torre que
scobresale por entre los árboles... Debe de ser la torre de
Petrilla. Vaya, voy a seguir mirando, porque supongo que el
precio será siempre el mismo...
‑El mismo, pastor.
Frik miraba entonces hacia la llanura de Orgall; siguió después
contemplando la sombría masa de los bosques situados sobre las
vertientes del Plesa, y enfocando el obje-tivo a la lejana
silueta del castillo, exclamó:
‑Sí ... la cuarta rama está en tierra ... La había visto
bien. .. Nadie irá a recogerla para hacer una tea la noche de San
Juan. Nadie irá... Ni yo... Sería arriesgar el cuerpo y el
alma. Pero hay uno que la recogerá esta noche, para llevarla al
fuego del infierno. Éste es el Chort.
Así se llama al diablo cuando se le evoca en las conversaciones del
país.
Acaso el judío iba a pedir explicación de aquellas palabras
incomprensibles para el que no fuese de Werst o de sus
cercanías, cuando Frik exclamó con voz en la que el espanto se
mezclaba a la sorpresa:
‑¿Qué es aquella nube que sale del torreón? ¿Es bruma? No;
parece humo... Pero no es posible... Desde hace siglos y siglos
no echan humo las chimeneas del castillo...
‑Si veis humo, es que lo hay pastor.
‑No, buhonero, no. Es que el cristal de vuestro anteojo está
empañado.
‑Limpiadle, pues.
‑Voy a hacerlo.
Y después de haber frotado lo vidrios del anteojo con su manga,
volvió a mirar.
Efectivamente; lo que salía del torreón era humo. Aquella columna
subía recta, en el aire tranquilo, y su penacho se confundía con
las nubes. Frik, inmóvil, no hablaba ya, concentrando toda su
atención sobre el castillo, cuya sombra iba ascendiendo hasta llegar
al nivel del llano de Orgall. De pronto bajó el aparato, y
llevándose la mano a la alforja que bajo su sayo llevaba, preguntó:
‑¿Qué vale esto?
‑Florín y medio,‑, respondió el buhonero.
Por poco‑ que Frik hubiese regateado, hubiera dado el
anteojo en un florín; pero el pastor no regateó.
Bajo el influjo de una estupefacción tan grande como
inexplicable, metió la mano en su alforja y sacó el dinero.
‑¿Es para vos el anteojo? preguntó el buhonero.
‑No; para mi amo.
‑Entonces, él os reembolsará.
‑Sí... Los dos florines que me cuesta.
‑¡Cómo dos florines!
‑Sí... de ahí para arriba. Buenas tardes, amigo.
‑Buenas tardes, pastor.
Y Frik, silbando a sus perros y reuNicndo su rebaño, subió a buen
paso en dirección a Werst.
Mirándole marchar el judío, movió la cabeza, y murmuró:
‑De haberlo sabido, le pido más por el anteojo.
Después de arreglar sobre sus hombros y cintura su mercancía, tomó
la dirección de Karlsburg, volviendo a bajar por la margen
derecha del Sil.
¿Dónde iba? Poco nos importa. Él no hace más que pasar en esta
novela... No le volveremos a ver más.
RECOPILACIÓN. DR. ENRICO PUGLIATTI.
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