Yuri
Herrera (Actopan, México, 1970) es un escritor mexicano que estudió
Ciencias Políticas en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
de la UNAM y un master en Creación Literaria en la Universidad de
Texas, en El Paso (UTEP). Es Doctor en Lengua y Literatura Hispánicas
en la Universidad de California, en Berkeley, y editor de la revista
literaria `El perro`.
Su primera novela, `Trabajos del reino`, obtuvo en 2003 el Premio Binacional de Novela Border of Words y convirtió a Herrera en uno de los escritores latinoamericanos más prometedores. Recibió el I Premio `Otras Voces, Otros Ámbitos`, a la mejor obra de ficción publicada en España, ante un jurado de 100 personas formado por editores, periodistas y críticos culturales. Su segunda novela, `Señales que precederán al fin del mundo` (2009), ha sido considerada como la confirmación de uno de los jóvenes escritores mexicanos más relevantes en lengua española.
En 2007 publicó el libro para niños `¡Éste es mi nahual!`. También ha sacado cuentos, artículos y ensayos en `El Financiero`, `Letras Libres` (México), `La Voz` (Argentina), `Border Senses`, `Río Grande Review` (El Paso, Texas), `Lucero` (Berkeley, California), `War and Peace` (San Francisco, California), `El País`, `Eñe` (Madrid) y `El Malpensante` (Colombia), entre otros medios. Cuentos suyos han aparecido en las antologías `Cuentistas de tierra adentro` y `Hombres en corto`.
Yuri Herrera ha sido profesor de narrativa y de teoría literaria en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México, así como profesor de Lengua y Literatura en la Universidad de Carolina del Norte en Charlotte, hasta mayo de 2011. Imparte clases en la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans, desde agosto de 2011.
Su primera novela, `Trabajos del reino`, obtuvo en 2003 el Premio Binacional de Novela Border of Words y convirtió a Herrera en uno de los escritores latinoamericanos más prometedores. Recibió el I Premio `Otras Voces, Otros Ámbitos`, a la mejor obra de ficción publicada en España, ante un jurado de 100 personas formado por editores, periodistas y críticos culturales. Su segunda novela, `Señales que precederán al fin del mundo` (2009), ha sido considerada como la confirmación de uno de los jóvenes escritores mexicanos más relevantes en lengua española.
En 2007 publicó el libro para niños `¡Éste es mi nahual!`. También ha sacado cuentos, artículos y ensayos en `El Financiero`, `Letras Libres` (México), `La Voz` (Argentina), `Border Senses`, `Río Grande Review` (El Paso, Texas), `Lucero` (Berkeley, California), `War and Peace` (San Francisco, California), `El País`, `Eñe` (Madrid) y `El Malpensante` (Colombia), entre otros medios. Cuentos suyos han aparecido en las antologías `Cuentistas de tierra adentro` y `Hombres en corto`.
Yuri Herrera ha sido profesor de narrativa y de teoría literaria en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México, así como profesor de Lengua y Literatura en la Universidad de Carolina del Norte en Charlotte, hasta mayo de 2011. Imparte clases en la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans, desde agosto de 2011.
***
A
través de la mirada de un compositor de corridos, Yuri Herrera
despliega ante el lector un panorama de la «vida palaciega» de un
cártel del narcotráfico. Lobo, protagonista y narrador de la
novela, es un ser marginado desde su nacimiento. No posee educación,
pero le sobra el talento para convertir en cantos épicos los sucesos
notables, por eso es el Artista. Una tarde se topa con el hombre que
habrá de transformar su vida... Así, reconstruyendo el mundo
interior del cártel con un lenguaje popular no exento de lirismo,
muestra de su excelente oído, y con un tono que algunas veces
adquiere registros de fábula infantil y otras de tragedia del
Renacimiento, las palabras del Artista nos internan en un castillo
donde parece reinar la felicidad, pero cunden las intrigas
soterradas.
Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.
(Fragmento).
Novela. Trabajos del Reino.
Yuri Herrera.
A
Florencia
Él sabía de sangre, y vio que
la suya era distinta. Se notaba en el modo en que el hombre llenaba
el espacio, sin emergencia y con un aire de saberlo todo, como si
estuviera hecho de hilos más finos. Otra sanare. El hombre tomó
asiento a una mesa y sus acompañantes trazaron un semicírculo a sus
flancos.
Lo admiró a la luz del límite
del día que se filtraba por una tronera en la pared. Nunca había
tenido a esta gente cerca, pero Lobo estaba seguro lie haber mirado
antes la escena. En algún lugar estaba definido el respeto que el
hombre y los suyos le inspiraban, la súbita sensación de
importancia por encontrarse tan cerca de él. Conocía la manera de
tentarse, la mirada alta, el brillo. Observó las joyas que le ceñían
y entonces supo: era un Rey.
La única vez que Lobo fue al
cine vio una película donde aparecía otro hombre así: fuerte,
suntuoso, con poder sobre las cosas del mundo. Era un rey, y a su
alrededor todo cobraba sentido. Los hombres luchaban por él, las
mujeres parían para él; él protegía y regalaba, y cada cual, en
el reino, tenía por su gracia un lugar preciso. Pero los que
acompañaban a este Rey no eran simples vasallos. Eran la Corte.
Lobo sintió envidia de la
mala, y después de la buena, porque de pronto comprendió que este
día era el más importante que le había tocado vivir. Jamás antes
había estado próximo a uno de los que hacían cuadrar la vida. Ni
siquiera había tenido la esperanza. Desde que sus padres lo habían
traído de quién sabe dónde para luego abandonarlo a su suerte, la
existencia era una cuenta de días de polvo y sol.
Una voz atascada de flemas lo
distrajo de mirar al Rey: un briago le ordenaba cantar. Lobo acató,
primero sin concentrarse, porque todavía temblaba de la emoción,
mas luego, con esa misma, entonó como no sabía que podía hacerlo y
sacó del cuerpo las palabras como si las pronunciara por primera
vez, como si le ganara el júbilo por haberlas hallado. Sentía a sus
espaldas la atención del Rey y percibió que la cantina se
silenciaba, la gente ponía los dominós bocabajo en las mesas de
lámina para escucharlo. Canto y el briago exigió Otra, y luego Otra
y Otra y Otra, y mientras Lobo cantaba cada vez más inspirado, el
briago se ponía más briago. A ratos coreaba las melodías, a ratos
lanzaba escupitajos al aserrín o se carcajeaba con el otro borrado
que lo acompañaba. Finalmente dijo Ya, y Lobo extendió la mano. El
briago pagó y Lobo vio que faltaba. Volvió a extender la mano.
—No hay más, cantorcito, lo
que queda es pa echarme otro pisto. Date de santos que te tocó eso.
Lobo estaba acostumbrado. Estas
cosas pasaban. Ya se iba a dar la vuelta en seña de Ni modo, cuando
escuchó a sus espaldas.
—Páguele al artista.
Lobo se volvió y descubrió
que el Rey atenazaba con los ojos al briago. Lo dijo tranquilo. Era
una orden sencilla, pero aquel no sabía parar.
—Cuál artista —dijo—,
aquí nomás está este infeliz, y ya le pagué.
—No se pase de listo, amigo
—endureció la voz el Rey—, páguele y cállese.
El briago se levantó y
tambaleó hasta la mesa del Rey. Los suyos se pusieron alerta, pero
el Rey se mantuvo impasible. El briago hizo un esfuerzo por enfocarlo
y luego dijo:
—A usted lo conozco. He oído
lo que dicen.
—¿Ah sí? ¿Y qué dicen?
El briago se rio. Se rascó una
mejilla con torpeza.
—No, si no hablo de sus
negocios, eso todo mundo lo sabe… Hablo de lo otro.
Y se volvió a reír.
Al Rey se le oscureció la
cara. Echó la cabeza un poco para atrás, se levantó. Hizo una seña
a su guardia para que no lo siguiera. Se aproximó al briago y lo
agarró del mentón. Aquel quiso revolverse sin éxito. El Rey le
acercó su boca a una oreja y dijo:
—Pues no, no creo que hayas
oído nada. ¿Y sabes por qué? Porque los difuntos tienen muy mal
oído.
Le acercó la pistola como si
le palpara las tripas y disparó. Fue un estallido simple, sin
importancia. El briago peló los ojos, se quiso detener de una mesa,
resbaló y cayó. Un charco de sangre asomó bajo su cuerpo. El Rey
se volvió hacia el borracho que lo acompañaba:
—Y usté, ¿también quiere
platicarme?
El borracho prendió su
sombrero y huyó, haciendo con las manos gesto de No vi nada. El Rey
se agachó sobre el cadáver, hurgó en un bolsillo y sacó un fajo
de billetes. Separó algunos, se los dio a Lobo y regresó el resto.
—Cóbrese, artista —dijo.
Lobo cogió los billetes sin
mirarlos. Observaba fijamente al Rey, se lo bebía. Y siguió
mirándolo mientras el Rey hacía una seña a su guardia y abandonaba
sin prisas la cantina. Lobo aún se quedó fijo en el vaivén de las
puertas. Pensó que desde ahora los calendarios carecían de sentido
por una nueva razón: ninguna otra fecha significaba nada, sólo
esta, porque, por fin, había topado con su lugar en el mundo; y
porque había escuchado mentar un secreto que, carajo, qué ganas
tenía de guardar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario