lunes, 3 de septiembre de 2018

Mario Levrero-A LA NOVELA LUMINOSA.


Mario Levrero es el seudónimo de Jorge Mario Varlotta Levrero (Montevideo, 23 de enero de 1940 - ídem, 30 de agosto de 2004), un escritor uruguayo que fue, además, fotógrafo, librero, guionista de cómics, humorista y redactor jefe de revistas de ingenio. 

Estuvo a cargo de varios talleres de escritura, incluyendo talleres virtuales, y dirigió la colección literaria de los `Flexes Terpines`, que publica Cauce Editorial de Montevideo. 

La literatura de Levrero ha sido clasificada como literatura de ciencia ficción y fantástica, aunque muchas veces el propio autor -y sus propios lectores- no consentían esto. Es por esto que el propio Ángel Rama lo colocó dentro de los escritores `raros`, aquellos escritores inclasificables del Río de la Plata y que no responden al canon de realismo. 

En contra del monopolio existente dentro del mundo de las editoriales, Mario Levrero creyó en la Internet para publicar sus textos. Por esta razón es posible encontrar sus escritos en este medio. También es posible visitar `Letras Virtuales`, el taller por internet que formó junto a Gabriela Onetto y del que participó activamente durante los últimos años de su vida. Ahí hay información sobre Levrero, además de fragmentos didácticos de sus intervenciones en el taller sobre temas como la creación literaria y las dificultades que encuentran a menudo los aspirantes a escritores, entrevistas hechas por los propios alumnos, fotos de las portadas de sus libros y otros.

PREFACIO HISTÓRICO
A LA NOVELA LUMINOSA



No estoy seguro de cuál fue exactamente el origen, el impulso inicial que me llevó a intentar la novela luminosa, aunque el principio del primer capítulo dice expresamente que este impulso procede de una imagen obsesiva, y la imagen es suficientemente explícita como para que el lector pueda creer en esa declaración inicial. Yo mismo debería creerla sin ningún tipo de vacilaciones, pues recuerdo muy bien tanto la imagen como su condición de obsesiva, o al menos de recurrente durante un lapso lo bastante prolongado como para que me hubiera sugerido la idea de obsesión.
Mis dudas se refieren más bien al hecho de que ahora, al evocar aquel momento, se me aparece otra imagen, completamente distinta, como fuente del impulso; y según esta imagen que se me cruza ahora, el impulso inicial fue dado por una conversación con un amigo. Yo había narrado a este amigo una experiencia personal que para mí había sido de gran trascendencia, y le explicaba lo difícil que me resultaría hacer con ella un relato. De acuerdo con mi teoría, ciertas experiencias extraordinarias no pueden ser narradas sin que se desnaturalicen; es imposible llevarlas al papel. Mi amigo había insistido en que si la escribía tal como yo se la había contado esa noche, tendría un hermoso relato; y que no solo podía escribirlo, sino que escribirlo era mi deber.
En realidad, estas dos imágenes no son contrapuestas, e incluso están autorizadas por una lectura atenta de las primeras líneas de ese primer capítulo, lectura atenta que acabo de realizar ahora, antes de comenzar este párrafo. Al parecer, en ese comienzo están las dos vertientes, pero no se mezclan, porque yo todavía no sabía, al comenzar a escribir, que estaba escribiendo precisamente sobre aquella experiencia trascendente. Allí hablo de la imagen obsesiva, que se refiere a una disposición especial de los elementos necesarios para la escritura, y más adelante hablo de un deseo paralelo, como cosa distinta, de escribir sobre ciertas experiencias que catalogo como «luminosas». Será unas cuantas líneas más adelante cuando me preguntaré si eso que había comenzado a escribir cediendo al primer impulso, no sería eso otro que deseaba escribir. Pero no hay ninguna mención de mi amigo, y eso me parece injusto —por más que ya no sea mi amigo y que, según me han contado, anda por el mundo hablando pestes de mí—. Es muy probable que en aquel momento hubiera olvidado por completo la recomendación, autorización o imposición del amigo y estuviera realmente convencido de que era mi deseo escribir esa historia.
Me llama la atención que ahora, pasado mucho tiempo, vea tan claramente la relación causa-efecto: mi amigo me impulsó a escribir una historia que yo sabía imposible de escribir, y me lo impuso como un deber; esa imposición quedó allí, trabajando desde las sombras, rechazada de modo tajante por la consciencia, y con el tiempo comenzó a emerger bajo la forma de esa imagen obsesiva, mientras borraba astutamente sus huellas porque una imposición genera resistencias; para eliminar esas resistencias la imposición venida desde afuera se disfrazó de un deseo venido desde adentro. Aunque, desde luego, el deseo era preexistente, ya que por algún motivo le había contado a mi amigo aquello que le había contado; tal vez supiera de un modo secreto y sutil que mi amigo buscaría la forma de obligarme a hacer lo que yo creía imposible. Lo creía imposible y lo sigo creyendo imposible. Que fuera imposible no era un motivo suficiente para no hacerlo, y eso yo lo sabía, pero me daba pereza intentar lo imposible.
Tal vez mi amigo tuviera razón, pero para mí las cosas nunca son simples. Ahora me veo, con la imaginación disfrazada de recuerdo, escribiendo sencillamente la historia que le había contado a mi amigo, tal como se la había contado, y comprobando el fracaso; me veo rompiendo en tiritas las cinco o seis hojas que habría insumido tal relato, y es bastante posible que se trate de un recuerdo auténtico porque tengo idea de haber escrito alguna vez esa historia, por más que ahora no quede ningún rastro de ella entre mis papeles. Y de ahí debe de haber surgido entonces la imagen obsesiva, indicando la forma correcta de situarme para poder escribirla de modo exitoso, y de ahí mismo debe de haber surgido ese deseo de escribirla, solo que ahora transformado en un deseo de escribir sobre otras experiencias trascendentes, como escalonándolas, para poder llegar a la historia que quería o debía escribir, la que había tal vez escrito y destruido. Quiero decir que probablemente había de fondo una comprensión de que el fracaso de mi relato se debía a la falta de un entorno, de un contexto que lo realzara, de un clima especial creado con una gran cantidad de imágenes y de palabras para reforzar el efecto que la anécdota debía provocar en el lector.
Así fue como me compliqué la vida, porque todo ese entorno y todas esas imágenes y palabras me fueron llevando por caminos insospechados, aunque muy lógicos; esos procesos están maravillosamente explicados en Las moradas, de santa Teresa, mi patrona, pero es claro que a nadie le basta con que le expliquen los procesos; no hay más remedio que vivirlos, y al vivirlos es como se aprenden, pero también es como se cometen los errores y como uno pierde el rumbo. Creo que en esos capítulos que conservo de la «novela luminosa» el rumbo se pierde casi al mismo comienzo, y los cinco extensos capítulos no son otra cosa que el esforzado intento de retomar el rumbo perdido. Intento esforzado, sí, y aun meritorio, sobre todo si tenemos en cuenta las circunstancias que lo acompañaron y lo rodearon y finalmente lo mutilaron.
Es que yo también había de ser mutilado, y lo fui. La mayoría de las acciones que formaban parte de las circunstancias en que me puse a escribir la novela luminosa, tenía que ver con mi entonces futura operación de vesícula. Cuando acepté que debía inevitablemente sufrir esa operación, primero discutí con el cirujano para postergar la fecha todo lo posible, y conseguí una prórroga de algunos meses. En esos meses completé cuatro libros que venían siendo largamente postergados, mientras me lanzaba a la furiosa escritura de esos capítulos de la novela luminosa. Era obvio que tenía mucho miedo de morir en la operación, y siempre supe que escribir esa novela luminosa significaba el intento de exorcizar el miedo a la muerte. También intenté exorcizar el miedo al dolor, pero no lo conseguí. El miedo a la muerte, sí; no diré que fui tranquilo a la operación, porque seguía teniendo mucho miedo del dolor, pero la idea de la muerte ya no me hacía temblar, después de escritos los cinco capítulos (que en realidad fueron siete). El temor ante la muerte me vuelve de tanto en tanto, sobre todo cuando lo estoy pasando bien, pero a la operación de vesícula fui, en ese sentido, con la frente alta. Al mismo tiempo, la idea de la muerte me había servido de incentivo para trabajar y trabajar contrarreloj, como un poseso. Logré poner en orden mis cosas, o sea mis letras, mientras paralelamente todos los otros asuntos iban quedando relegados. Fue en ese lapso que me creé una deuda, para mí importante, y la deuda fue lo que me llevó después a Buenos Aires, a trabajar.
La mutilación definitiva no llegó, entonces, el día de la operación, pero la operación misma fue una mutilación importante, ya que me quedé sin la vesícula biliar, y lo peor es que por otra parte quedé con un secreto convencimiento de haber sufrido una castración. Mucho tiempo después me liberé de ese convencimiento secreto —y al mismo tiempo, el secreto se hizo no secreto— durante un sueño. En el sueño, la doctora que me había derivado al cirujano me devolvía la vesícula en perfectas condiciones, adentro de un frasco. La vesícula, cuya forma real nunca conocí, en el sueño se veía muy parecida a un aparato genital masculino. La serpiente se mordió la cola.
Al principio me había resistido todo lo posible a aceptar la operación. Los médicos eran terminantes, pero los médicos siempre son terminantes, especialmente los cirujanos, y se sabe que los cirujanos cobran muy bien sus operaciones. Al respecto leí una vez algo de Bernard Shaw que comparto plenamente; señalaba lo absurdo de que decidir acerca de la conveniencia de una operación estuviera a cargo precisamente del cirujano que va a cobrar unos buenos pesos por hacerla. Pero el hecho es que me atacaba cada vez más a menudo de unas infecciones en la vesícula que me daban fiebre y hacían temer derivaciones peligrosas. Por fin me llegó el mensaje a través de un libro. Es notable cómo siempre que enfrento un problema difícil, aparece mágicamente la información precisa en el momento preciso. Yo revolvía libros, como es mi costumbre, en busca de novelas policiales, en una mesa de saldos de una librería sobre la avenida 18 de Julio. De pronto mi vista cae sobre un título que parecía destellar: «NO SE OPERE INÚTILMENTE», se llamaba, y si no se llamaba así se llamaba de modo muy parecido. El libro no era barato, y a mí el dinero no me sobraba. Me volví a casa dándole vueltas en la mente a la idea de comprarlo. Comprar libros nuevos (éste era nuevo, aunque estaba en una mesa de saldos) y para colmo que no pertenezcan al género policial, cae demasiado afuera de mis principios y hábitos, por no hablar de posibilidades económicas. Pero estaba en mi casa y seguía pensando en ese libro. Y al otro día igual. Al final me decidí y volví a la librería, y volví a tener el libro en mis manos, pero se me ocurrió que a lo mejor no hacía falta comprarlo; miré el índice y vi que había un capitulito destinado a la vesícula. Todo el resto del libro no me interesaba. El capítulo no era muy largo. Yo puedo leer con mucha rapidez. Miré de reojo y vi que ningún vendedor estaba demasiado pendiente de lo que yo hacía, y abrí el libro como al descuido, como quien lo estuviera hojeando para decidir si lo compra o no, y fui a la primera página de aquel capítulo, y en las primeras líneas ya estaba todo resuelto; comenzaba diciendo que la operación de vesícula era una de las pocas operaciones que la mayoría de las veces es necesaria. Después daba consejos para no operarse si uno no quería —distintas formas de intentar un control nervioso de los canales vesiculares, para permitir que los cálculos fueran y vinieran a su antojo sin quedarse bloqueados en el esfínter del canal, y cosas parecidas—, pero finalmente recalcaba que tener un mal vesicular era llevar una bomba de tiempo que podía explotar en cualquier momento, y requerir una operación de urgencia que, se sabe, no es la forma más segura de someterse a una operación. Cerré el libro, lo dejé en su lugar de la mesa de saldos y me fui para mi casa rumiando la aceptación, que ya era un hecho.
Escribía a mano esa novela luminosa, y terminado un capítulo lo pasaba a máquina, y al pasarlo iba introduciendo pequeños cambios y haciendo algunas correcciones. También algún capítulo fue escrito originalmente a máquina. Un capítulo fue desestimado y destruido, pero como verá el lector que llegue hasta ahí, luego me arrepiento y lo resumo en el capítulo que lo sustituye; al parecer, solo había destruido la copia, porque es evidente que luego volví a pasar a máquina el original y volví a ponerlo en su lugar. Pero también conservé el resumen en ese capítulo siguiente, y en esos pasos se me complicó la numeración de los capítulos. No sé bien en qué etapa de las innumerables correcciones los cinco capítulos sobrevivientes quedaron con la forma que tienen ahora (y los dos destruidos no dejaron rastros); estuve cargando con esa novela trunca durante dieciséis años, y cada tanto me empeñaba en una nueva revisión que añadía o quitaba cosas.
En el 2000 recibí una beca de la Fundación Guggenheim para realizar una corrección definitiva de esos cinco capítulos y escribir los nuevos capítulos necesarios para completarla. La nueva corrección fue realizada, pero los nuevos capítulos no fueron escritos, y los vaivenes de ese año durante el que disfruté de la beca están narrados en el prólogo de este libro. Durante ese lapso, que fue de julio de 2000 a junio de 2001, sólo conseguí dar forma a un relato titulado «Primera comunión», que quiso ser el sexto capítulo de la novela luminosa pero no lo logró: yo había cambiado mi estilo, y habían cambiado muchos puntos de vista, de modo que lo conservé como relato independiente. Continúa, de algún modo, a la novela luminosa, pero está lejos de completarla. También el prólogo, «Diario de la beca», puede considerarse una continuación de la novela luminosa, pero sólo desde el punto de vista temático.
Pensé en juntar todos los materiales afines en este libro, e incluir junto a los que contienen actualmente mi «Diario de un canalla» y «El discurso vacío», ya que estos textos son también de algún modo continuación de la novela luminosa. Pero el proyecto me pareció excesivo, y opté finalmente por limitarlo a los textos inéditos exclusivamente. Y sigue, y probablemente siga eternamente, faltando una serie de capítulos que no fueron escritos, entre ellos la narración de aquella anécdota que le había contado a mi amigo y que dio origen a la novela luminosa.
Yo tenía razón: la tarea era y es imposible. Hay cosas que no se pueden narrar. Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso. El sistema de crear un entorno para cada hecho luminoso que quería narrar, me llevó por caminos más bien oscuros y aun tenebrosos. Viví en el proceso innumerables catarsis, recuperé cantidad de fragmentos míos que se me habían enterrado en el inconsciente, pude llorar algo de lo que habría debido llorar mucho tiempo antes, y fue sin duda para mí una experiencia notable. Leer eso sigue siendo para mí removedor y aun terapéutico. Pero los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son accesibles a la literatura, o por lo menos a mi literatura.
Creo, en definitiva, que la única luz que se encontrará en estas páginas será la que les preste el lector.

M. L., 27 de agosto de 1999-27 de octubre de 2002

(Fragmento de Novela)
PRÓLOGO



DIARIO DE LA BECA


AGOSTO DE 2000



Sábado 5, 03.13

Aquí comienzo este «Diario de la beca». Hace meses que intento hacer algo por el estilo, pero me he evadido sistemáticamente. El objetivo es poner en marcha la escritura, no importa con qué asunto, y mantener una continuidad hasta crearme el hábito. Tengo que asociar la computadora con la escritura. El programa más utilizado deberá ser el Word. Eso implica desarticular una serie de hábitos cibernéticos en los que estoy sumergido desde hace cinco años, pero no debo pensar en desarticular nada, sino en articular esto. Todos los días, todos los días, aunque sea una línea para decir que hoy no tengo ganas de escribir, o que no tengo tiempo, o dar cualquier excusa. Pero todos los días.
Seguramente no lo haré. Eso, me lo dice la experiencia. Sin embargo tengo la esperanza de que esta vez será distinto, porque está de por medio la beca. Ya recibí la primera mitad del total, con lo que podré mantenerme hasta fin de año en un ocio razonable. Apenas tuve la confirmación de que este año sí recibiría la beca, comencé a deshacer hasta cierto punto mi agenda de trabajo, quitando algunas cosas y espaciando otras, de modo de tener comprometidos pocos días al mes. El ocio sí que lleva tiempo. No se puede obtener así como así, de un momento a otro, por simple ausencia de quehacer. Por ahora tiendo a llenar todos los huecos, a ocupar todas las horas libres con alguna actividad estúpida e inconducente porque, casi sin darme cuenta, yo también, como esa gente que siempre he despreciado, me he ido creando un fuerte temor a mi mismidad, a estar a solas sin ocupación, a los fantasmas que desde el sótano empujan siempre la puertatrampa buscando asomarse y darme un susto.
Una de las primeras cosas que hice con esta mitad del dinero de la beca fue comprarme un par de sillones. En mi apartamento no había la menor posibilidad de sentarse a descansar; hace años que organizo mi casa como una oficina. Escritorios, mesas, sillas incómodas, todo en función del trabajo —o juego con la computadora, que es una forma de trabajo.
Hice venir al electricista y cambié de lugar los enchufes de la computadora, para poder trasladarla fuera de la vista, fuera del centro del apartamento; ahora la estoy usando en una piecita próxima al dormitorio, y en el lugar central, que ocupaba la computadora, ahora hay un sillón extraño, de muy lindo color celestegrisáceo, muy mullido. Las dos o tres veces que me senté en él, me quedé dormido. Uno se afloja, no puede menos que aflojarse, y enseguida, si tiene déficit de sueño, uno se duerme, y sueña. Pero también estuve evadiendo este sillón. El otro sillón, ni siquiera lo usé una sola vez; sólo me senté en él para probarlo. Es de un tipo que llaman bergère, con respaldo alto y bastante duro, ideal para leer. En realidad pensaba comprar uno solo, pero cuando en la mueblería empecé a probar estos dos, y pasaba una y otra vez de uno a otro, me di cuenta de que no me era fácil elegir. Uno era ideal para leer; el otro era ideal para descansar, para aflojarse. En este no se puede leer; resulta incómodo y la espalda queda torcida y dolorida. En el otro no se puede descansar bien; el respaldo duro ayuda a mantenerse erguido y atento; es ideal para la lectura. Hasta ahora, y desde hace muchos años, venía leyendo sólo durante las comidas, o en la cama, o en el cuarto de baño. Bueno, también a este sillón lo estoy eludiendo. Pero ya le llegará su momento, como le ha llegado su momento a este diario.
Hoy pude comenzarlo gracias a mi amiga Paty. Hace un tiempo le había hecho conocer a Rosa Chacel, a quien descubrí por casualidad en una liquidación de libros usados. Memorias de Leticia Valle me pareció una novela extraordinaria, y la hice circular entre todas mis amigas brujas, porque no me quedó la menor duda de que doña Rosa era una auténtica bruja, en el buen sentido de la palabra. Una de mis amigas brujas es Paty, y por supuesto quedó encantada con el libro. Como retribución, hace unos días me dejó en la portería del edificio un libro de Rosa Chacel que yo no conocía, Alcancía. Ida. Es la primera parte de un diario íntimo (si así se le puede llamar, porque doña Rosa Chacel no devela mucho de su intimidad) cuya segunda parte se llama Alcancía. Vuelta. Paty me informó por medio de un mail, que me hacía llegar este libro porque me iba a ayudar con la beca, ya que a doña Rosa también le tocó en su momento una beca Guggenheim, y los vaivenes de este tema están relatados en el diario. Efectivamente, aun antes de llegar al tema de la beca, que está por la mitad del libro (y me falta todavía poco menos de la otra mitad) noté que ese diario me inspiraba, me hacía venir ganas de escribir. Me maravilla la cantidad de coincidencias que hay entre doña Rosa y yo. Percepciones, sentires, ideas, fobias, malestares muy parecidos. Debió de ser una vieja insoportable. En la contratapa, el libro trae una foto suya; se parece notablemente a Adalgissa (nunca supe cómo se escribe este nombre; creo que tiene una hache por algún lado. Tal vez: Adalghissa), a quien llamábamos, cuando yo era pequeño, «la tía gorda». En realidad era mi tía abuela, hermana de mi abuelo materno. Pero la diferencia entre doña Rosa y la tía gorda está en la mirada; aunque parcialmente disimulada por unos anteojos redondos, y con los párpados no del todo abiertos, se nota en ellos, sin embargo, la poderosa inteligencia del cerebro que los anima. La tía gorda, en cambio, no era inteligente.
Sábado 5, 18.02

Hoy me desperté con un gran entusiasmo por este diario, con muchas ganas de escribir y pensando cantidad de cosas que quería desarrollar aquí; sin embargo son las seis de la tarde y estoy esperando a un amigo, que va a tocar el timbre en cualquier momento, y hasta hace un minuto no había escrito una sola palabra. En vez, me puse a jugar en la computadora a un jueguito de barajas llamado Golf. Creo que es la comida lo que me desvía siempre del recto camino; hoy fue el desayuno, pero anoche cobré consciencia de que mis fugas hacia la enajenación se vuelven muy fuertes después de la cena-almuerzo. Apenas se pone en funcionamiento el proceso digestivo, mi yo consciente y voluntario se evapora y deja lugar a ese desaforado escapista que sólo busca entrar en trance con absolutamente cualquier cosa. Sí, de noche es más grave; no tengo ninguna defensa, y la cosa se prolonga hasta casi el amanecer.
Hoy también me desperté con la determinación de no releer lo que lleve escrito en este diario, al menos no con frecuencia, para que el diario sea diario y no una novela; quiero decir, desprenderme de la obligación de continuidad. De inmediato me di cuenta de que será igualmente una novela, quiera o no quiera, porque una novela, actualmente, es casi cualquier cosa que se ponga entre tapa y contratapa.
Oigo el ascensor. Ahora el timbre. Llegó mi amigo.

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