Mario
Levrero es el seudónimo de Jorge Mario Varlotta Levrero (Montevideo,
23 de enero de 1940 - ídem, 30 de agosto de 2004), un escritor
uruguayo que fue, además, fotógrafo, librero, guionista de cómics,
humorista y redactor jefe de revistas de ingenio.
Estuvo
a cargo de varios talleres de escritura, incluyendo talleres
virtuales, y dirigió la colección literaria de los `Flexes
Terpines`, que publica Cauce Editorial de Montevideo.
La
literatura de Levrero ha sido clasificada como literatura de ciencia
ficción y fantástica, aunque muchas veces el propio autor -y sus
propios lectores- no consentían esto. Es por esto que el propio
Ángel Rama lo colocó dentro de los escritores `raros`, aquellos
escritores inclasificables del Río de la Plata y que no responden al
canon de realismo.
En
contra del monopolio existente dentro del mundo de las editoriales,
Mario Levrero creyó en la Internet para publicar sus textos. Por
esta razón es posible encontrar sus escritos en este medio. También
es posible visitar `Letras Virtuales`, el taller por internet que
formó junto a Gabriela Onetto y del que participó activamente
durante los últimos años de su vida. Ahí hay información sobre
Levrero, además de fragmentos didácticos de sus intervenciones en
el taller sobre temas como la creación literaria y las dificultades
que encuentran a menudo los aspirantes a escritores, entrevistas
hechas por los propios alumnos, fotos de las portadas de sus libros y
otros.
Estuvo a cargo de varios talleres de escritura, incluyendo talleres virtuales, y dirigió la colección literaria de los `Flexes Terpines`, que publica Cauce Editorial de Montevideo.
La literatura de Levrero ha sido clasificada como literatura de ciencia ficción y fantástica, aunque muchas veces el propio autor -y sus propios lectores- no consentían esto. Es por esto que el propio Ángel Rama lo colocó dentro de los escritores `raros`, aquellos escritores inclasificables del Río de la Plata y que no responden al canon de realismo.
En contra del monopolio existente dentro del mundo de las editoriales, Mario Levrero creyó en la Internet para publicar sus textos. Por esta razón es posible encontrar sus escritos en este medio. También es posible visitar `Letras Virtuales`, el taller por internet que formó junto a Gabriela Onetto y del que participó activamente durante los últimos años de su vida. Ahí hay información sobre Levrero, además de fragmentos didácticos de sus intervenciones en el taller sobre temas como la creación literaria y las dificultades que encuentran a menudo los aspirantes a escritores, entrevistas hechas por los propios alumnos, fotos de las portadas de sus libros y otros.
PREFACIO
HISTÓRICO
A LA NOVELA LUMINOSA
No
estoy seguro de cuál fue exactamente el origen, el impulso inicial
que me llevó a intentar la novela luminosa, aunque el principio del
primer capítulo dice expresamente que este impulso procede de una
imagen obsesiva, y la imagen es suficientemente explícita como para
que el lector pueda creer en esa declaración inicial. Yo mismo
debería creerla sin ningún tipo de vacilaciones, pues recuerdo muy
bien tanto la imagen como su condición de obsesiva, o al menos de
recurrente durante un lapso lo bastante prolongado como para que me
hubiera sugerido la idea de obsesión.
Mis
dudas se refieren más bien al hecho de que ahora, al evocar aquel
momento, se me aparece otra imagen, completamente distinta, como
fuente del impulso; y según esta imagen que se me cruza ahora, el
impulso inicial fue dado por una conversación con un amigo. Yo había
narrado a este amigo una experiencia personal que para mí había
sido de gran trascendencia, y le explicaba lo difícil que me
resultaría hacer con ella un relato. De acuerdo con mi teoría,
ciertas experiencias extraordinarias no pueden ser narradas sin que
se desnaturalicen; es imposible llevarlas al papel. Mi amigo había
insistido en que si la escribía tal como yo se la había contado esa
noche, tendría un hermoso relato; y que no solo podía escribirlo,
sino que escribirlo era mi deber.
En
realidad, estas dos imágenes no son contrapuestas, e incluso están
autorizadas por una lectura atenta de las primeras líneas de ese
primer capítulo, lectura atenta que acabo de realizar ahora, antes
de comenzar este párrafo. Al parecer, en ese comienzo están las dos
vertientes, pero no se mezclan, porque yo todavía no sabía, al
comenzar a escribir, que estaba escribiendo precisamente sobre
aquella experiencia trascendente. Allí hablo de la imagen obsesiva,
que se refiere a una disposición especial de los elementos
necesarios para la escritura, y más adelante hablo de un deseo
paralelo, como cosa distinta, de escribir sobre ciertas experiencias
que catalogo como «luminosas». Será unas cuantas líneas más
adelante cuando me preguntaré si eso que había comenzado a escribir
cediendo al primer impulso, no sería eso otro que deseaba escribir.
Pero no hay ninguna mención de mi amigo, y eso me parece injusto
—por más que ya no sea mi amigo y que, según me han contado, anda
por el mundo hablando pestes de mí—. Es muy probable que en aquel
momento hubiera olvidado por completo la recomendación, autorización
o imposición del amigo y estuviera realmente convencido de que era
mi deseo escribir esa historia.
Me
llama la atención que ahora, pasado mucho tiempo, vea tan claramente
la relación causa-efecto: mi amigo me impulsó a escribir una
historia que yo sabía imposible de escribir, y me lo impuso como un
deber; esa imposición quedó allí, trabajando desde las sombras,
rechazada de modo tajante por la consciencia, y con el tiempo comenzó
a emerger bajo la forma de esa imagen obsesiva, mientras borraba
astutamente sus huellas porque una imposición genera resistencias;
para eliminar esas resistencias la imposición venida desde afuera se
disfrazó de un deseo venido desde adentro. Aunque, desde luego, el
deseo era preexistente, ya que por algún motivo le había contado a
mi amigo aquello que le había contado; tal vez supiera de un modo
secreto y sutil que mi amigo buscaría la forma de obligarme a hacer
lo que yo creía imposible. Lo creía imposible y lo sigo creyendo
imposible. Que fuera imposible no era un motivo suficiente para no
hacerlo, y eso yo lo sabía, pero me daba pereza intentar lo
imposible.
Tal
vez mi amigo tuviera razón, pero para mí las cosas nunca son
simples. Ahora me veo, con la imaginación disfrazada de recuerdo,
escribiendo sencillamente la historia que le había contado a mi
amigo, tal como se la había contado, y comprobando el fracaso; me
veo rompiendo en tiritas las cinco o seis hojas que habría insumido
tal relato, y es bastante posible que se trate de un recuerdo
auténtico porque tengo idea de haber escrito alguna vez esa
historia, por más que ahora no quede ningún rastro de ella entre
mis papeles. Y de ahí debe de haber surgido entonces la imagen
obsesiva, indicando la forma correcta de situarme para poder
escribirla de modo exitoso, y de ahí mismo debe de haber surgido ese
deseo de escribirla, solo que ahora transformado en un deseo de
escribir sobre otras experiencias trascendentes, como escalonándolas,
para poder llegar a la historia que quería o debía escribir, la que
había tal vez escrito y destruido. Quiero decir que probablemente
había de fondo una comprensión de que el fracaso de mi relato se
debía a la falta de un entorno, de un contexto que lo realzara, de
un clima especial creado con una gran cantidad de imágenes y de
palabras para reforzar el efecto que la anécdota debía provocar en
el lector.
Así
fue como me compliqué la vida, porque todo ese entorno y todas esas
imágenes y palabras me fueron llevando por caminos insospechados,
aunque muy lógicos; esos procesos están maravillosamente explicados
en Las
moradas,
de santa Teresa, mi patrona, pero es claro que a nadie le basta con
que le expliquen los procesos; no hay más remedio que vivirlos, y al
vivirlos es como se aprenden, pero también es como se cometen los
errores y como uno pierde el rumbo. Creo que en esos capítulos que
conservo de la «novela luminosa» el rumbo se pierde casi al mismo
comienzo, y los cinco extensos capítulos no son otra cosa que el
esforzado intento de retomar el rumbo perdido. Intento esforzado, sí,
y aun meritorio, sobre todo si tenemos en cuenta las circunstancias
que lo acompañaron y lo rodearon y finalmente lo mutilaron.
Es
que yo también había de ser mutilado, y lo fui. La mayoría de las
acciones que formaban parte de las circunstancias en que me puse a
escribir la novela luminosa, tenía que ver con mi entonces futura
operación de vesícula. Cuando acepté que debía inevitablemente
sufrir esa operación, primero discutí con el cirujano para
postergar la fecha todo lo posible, y conseguí una prórroga de
algunos meses. En esos meses completé cuatro libros que venían
siendo largamente postergados, mientras me lanzaba a la furiosa
escritura de esos capítulos de la novela luminosa. Era obvio que
tenía mucho miedo de morir en la operación, y siempre supe que
escribir esa novela luminosa significaba el intento de exorcizar el
miedo a la muerte. También intenté exorcizar el miedo al dolor,
pero no lo conseguí. El miedo a la muerte, sí; no diré que fui
tranquilo a la operación, porque seguía teniendo mucho miedo del
dolor, pero la idea de la muerte ya no me hacía temblar, después de
escritos los cinco capítulos (que en realidad fueron siete). El
temor ante la muerte me vuelve de tanto en tanto, sobre todo cuando
lo estoy pasando bien, pero a la operación de vesícula fui, en ese
sentido, con la frente alta. Al mismo tiempo, la idea de la muerte me
había servido de incentivo para trabajar y trabajar contrarreloj,
como un poseso. Logré poner en orden mis cosas, o sea mis letras,
mientras paralelamente todos los otros asuntos iban quedando
relegados. Fue en ese lapso que me creé una deuda, para mí
importante, y la deuda fue lo que me llevó después a Buenos Aires,
a trabajar.
La
mutilación definitiva no llegó, entonces, el día de la operación,
pero la operación misma fue una mutilación importante, ya que me
quedé sin la vesícula biliar, y lo peor es que por otra parte quedé
con un secreto convencimiento de haber sufrido una castración. Mucho
tiempo después me liberé de ese convencimiento secreto —y al
mismo tiempo, el secreto se hizo no secreto— durante un sueño. En
el sueño, la doctora que me había derivado al cirujano me devolvía
la vesícula en perfectas condiciones, adentro de un frasco. La
vesícula, cuya forma real nunca conocí, en el sueño se veía muy
parecida a un aparato genital masculino. La serpiente se mordió la
cola.
Al
principio me había resistido todo lo posible a aceptar la operación.
Los médicos eran terminantes, pero los médicos siempre son
terminantes, especialmente los cirujanos, y se sabe que los cirujanos
cobran muy bien sus operaciones. Al respecto leí una vez algo de
Bernard Shaw que comparto plenamente; señalaba lo absurdo de que
decidir acerca de la conveniencia de una operación estuviera a cargo
precisamente del cirujano que va a cobrar unos buenos pesos por
hacerla. Pero el hecho es que me atacaba cada vez más a menudo de
unas infecciones en la vesícula que me daban fiebre y hacían temer
derivaciones peligrosas. Por fin me llegó el mensaje a través de un
libro. Es notable cómo siempre que enfrento un problema difícil,
aparece mágicamente la información precisa en el momento preciso.
Yo revolvía libros, como es mi costumbre, en busca de novelas
policiales, en una mesa de saldos de una librería sobre la avenida
18 de Julio. De pronto mi vista cae sobre un título que parecía
destellar: «NO SE OPERE INÚTILMENTE», se llamaba, y si no se
llamaba así se llamaba de modo muy parecido. El libro no era barato,
y a mí el dinero no me sobraba. Me volví a casa dándole vueltas en
la mente a la idea de comprarlo. Comprar libros nuevos (éste era
nuevo, aunque estaba en una mesa de saldos) y para colmo que no
pertenezcan al género policial, cae demasiado afuera de mis
principios y hábitos, por no hablar de posibilidades económicas.
Pero estaba en mi casa y seguía pensando en ese libro. Y al otro día
igual. Al final me decidí y volví a la librería, y volví a tener
el libro en mis manos, pero se me ocurrió que a lo mejor no hacía
falta comprarlo; miré el índice y vi que había un capitulito
destinado a la vesícula. Todo el resto del libro no me interesaba.
El capítulo no era muy largo. Yo puedo leer con mucha rapidez. Miré
de reojo y vi que ningún vendedor estaba demasiado pendiente de lo
que yo hacía, y abrí el libro como al descuido, como quien lo
estuviera hojeando para decidir si lo compra o no, y fui a la primera
página de aquel capítulo, y en las primeras líneas ya estaba todo
resuelto; comenzaba diciendo que la operación de vesícula era una
de las pocas operaciones que la mayoría de las veces es necesaria.
Después daba consejos para no operarse si uno no quería —distintas
formas de intentar un control nervioso de los canales vesiculares,
para permitir que los cálculos fueran y vinieran a su antojo sin
quedarse bloqueados en el esfínter del canal, y cosas parecidas—,
pero finalmente recalcaba que tener un mal vesicular era llevar una
bomba de tiempo que podía explotar en cualquier momento, y requerir
una operación de urgencia que, se sabe, no es la forma más segura
de someterse a una operación. Cerré el libro, lo dejé en su lugar
de la mesa de saldos y me fui para mi casa rumiando la aceptación,
que ya era un hecho.
Escribía
a mano esa novela luminosa, y terminado un capítulo lo pasaba a
máquina, y al pasarlo iba introduciendo pequeños cambios y haciendo
algunas correcciones. También algún capítulo fue escrito
originalmente a máquina. Un capítulo fue desestimado y destruido,
pero como verá el lector que llegue hasta ahí, luego me arrepiento
y lo resumo en el capítulo que lo sustituye; al parecer, solo había
destruido la copia, porque es evidente que luego volví a pasar a
máquina el original y volví a ponerlo en su lugar. Pero también
conservé el resumen en ese capítulo siguiente, y en esos pasos se
me complicó la numeración de los capítulos. No sé bien en qué
etapa de las innumerables correcciones los cinco capítulos
sobrevivientes quedaron con la forma que tienen ahora (y los dos
destruidos no dejaron rastros); estuve cargando con esa novela trunca
durante dieciséis años, y cada tanto me empeñaba en una nueva
revisión que añadía o quitaba cosas.
En
el 2000 recibí una beca de la Fundación Guggenheim para realizar
una corrección definitiva de esos cinco capítulos y escribir los
nuevos capítulos necesarios para completarla. La nueva corrección
fue realizada, pero los nuevos capítulos no fueron escritos, y los
vaivenes de ese año durante el que disfruté de la beca están
narrados en el prólogo de este libro. Durante ese lapso, que fue de
julio de 2000 a junio de 2001, sólo conseguí dar forma a un relato
titulado «Primera comunión», que quiso ser el sexto capítulo de
la novela luminosa pero no lo logró: yo había cambiado mi estilo, y
habían cambiado muchos puntos de vista, de modo que lo conservé
como relato independiente. Continúa, de algún modo, a la novela
luminosa, pero está lejos de completarla. También el prólogo,
«Diario de la beca», puede considerarse una continuación de la
novela luminosa, pero sólo desde el punto de vista temático.
Pensé
en juntar todos los materiales afines en este libro, e incluir junto
a los que contienen actualmente mi «Diario de un canalla» y «El
discurso vacío», ya que estos textos son también de algún modo
continuación de la novela luminosa. Pero el proyecto me pareció
excesivo, y opté finalmente por limitarlo a los textos inéditos
exclusivamente. Y sigue, y probablemente siga eternamente, faltando
una serie de capítulos que no fueron escritos, entre ellos la
narración de aquella anécdota que le había contado a mi amigo y
que dio origen a la novela luminosa.
Yo
tenía razón: la tarea era y es imposible. Hay cosas que no se
pueden narrar. Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso.
El sistema de crear un entorno para cada hecho luminoso que quería
narrar, me llevó por caminos más bien oscuros y aun tenebrosos.
Viví en el proceso innumerables catarsis, recuperé cantidad de
fragmentos míos que se me habían enterrado en el inconsciente, pude
llorar algo de lo que habría debido llorar mucho tiempo antes, y fue
sin duda para mí una experiencia notable. Leer eso sigue siendo para
mí removedor y aun terapéutico. Pero los hechos luminosos, al ser
narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No
son accesibles a la literatura, o por lo menos a mi literatura.
Creo,
en definitiva, que la única luz que se encontrará en estas páginas
será la que les preste el lector.
M.
L., 27 de agosto de 1999-27 de octubre de 2002
(Fragmento de Novela)
PRÓLOGO
DIARIO
DE LA BECA
AGOSTO DE 2000
Sábado
5, 03.13
Aquí
comienzo este «Diario de la beca». Hace meses que intento hacer
algo por el estilo, pero me he evadido sistemáticamente. El objetivo
es poner en marcha la escritura, no importa con qué asunto, y
mantener una continuidad hasta crearme el hábito. Tengo que asociar
la computadora con la escritura. El programa más utilizado deberá
ser el Word. Eso implica desarticular una serie de hábitos
cibernéticos en los que estoy sumergido desde hace cinco años, pero
no debo pensar en desarticular nada, sino en articular esto. Todos
los días, todos los días, aunque sea una línea para decir que hoy
no tengo ganas de escribir, o que no tengo tiempo, o dar cualquier
excusa. Pero todos los días.
Seguramente
no lo haré. Eso, me lo dice la experiencia. Sin embargo tengo la
esperanza de que esta vez será distinto, porque está de por medio
la beca. Ya recibí la primera mitad del total, con lo que podré
mantenerme hasta fin de año en un ocio razonable. Apenas tuve la
confirmación de que este año sí recibiría la beca, comencé a
deshacer hasta cierto punto mi agenda de trabajo, quitando algunas
cosas y espaciando otras, de modo de tener comprometidos pocos días
al mes. El ocio sí que lleva tiempo. No se puede obtener así como
así, de un momento a otro, por simple ausencia de quehacer. Por
ahora tiendo a llenar todos los huecos, a ocupar todas las horas
libres con alguna actividad estúpida e inconducente porque, casi sin
darme cuenta, yo también, como esa gente que siempre he despreciado,
me he ido creando un fuerte temor a mi mismidad, a estar a solas sin
ocupación, a los fantasmas que desde el sótano empujan siempre la
puertatrampa buscando asomarse y darme un susto.
Una
de las primeras cosas que hice con esta mitad del dinero de la beca
fue comprarme un par de sillones. En mi apartamento no había la
menor posibilidad de sentarse a descansar; hace años que organizo mi
casa como una oficina. Escritorios, mesas, sillas incómodas, todo en
función del trabajo —o juego con la computadora, que es una forma
de trabajo.
Hice
venir al electricista y cambié de lugar los enchufes de la
computadora, para poder trasladarla fuera de la vista, fuera del
centro del apartamento; ahora la estoy usando en una piecita próxima
al dormitorio, y en el lugar central, que ocupaba la computadora,
ahora hay un sillón extraño, de muy lindo color celestegrisáceo,
muy mullido. Las dos o tres veces que me senté en él, me quedé
dormido. Uno se afloja, no puede menos que aflojarse, y enseguida, si
tiene déficit de sueño, uno se duerme, y sueña. Pero también
estuve evadiendo este sillón. El otro sillón, ni siquiera lo usé
una sola vez; sólo me senté en él para probarlo. Es de un tipo que
llaman bergère,
con respaldo alto y bastante duro, ideal para leer. En realidad
pensaba comprar uno solo, pero cuando en la mueblería empecé a
probar estos dos, y pasaba una y otra vez de uno a otro, me di cuenta
de que no me era fácil elegir. Uno era ideal para leer; el otro era
ideal para descansar, para aflojarse. En este no se puede leer;
resulta incómodo y la espalda queda torcida y dolorida. En el otro
no se puede descansar bien; el respaldo duro ayuda a mantenerse
erguido y atento; es ideal para la lectura. Hasta ahora, y desde hace
muchos años, venía leyendo sólo durante las comidas, o en la cama,
o en el cuarto de baño. Bueno, también a este sillón lo estoy
eludiendo. Pero ya le llegará su momento, como le ha llegado su
momento a este diario.
Hoy
pude comenzarlo gracias a mi amiga Paty. Hace un tiempo le había
hecho conocer a Rosa Chacel, a quien descubrí por casualidad en una
liquidación de libros usados. Memorias
de Leticia Valle
me pareció una novela extraordinaria, y la hice circular entre todas
mis amigas brujas, porque no me quedó la menor duda de que doña
Rosa era una auténtica bruja, en el buen sentido de la palabra. Una
de mis amigas brujas es Paty, y por supuesto quedó encantada con el
libro. Como retribución, hace unos días me dejó en la portería
del edificio un libro de Rosa Chacel que yo no conocía, Alcancía.
Ida.
Es la primera parte de un diario íntimo (si así se le puede llamar,
porque doña Rosa Chacel no devela mucho de su intimidad) cuya
segunda parte se llama Alcancía.
Vuelta.
Paty me informó por medio de un mail,
que me hacía llegar este libro porque me iba a ayudar con la beca,
ya que a doña Rosa también le tocó en su momento una beca
Guggenheim, y los vaivenes de este tema están relatados en el
diario. Efectivamente, aun antes de llegar al tema de la beca, que
está por la mitad del libro (y me falta todavía poco menos de la
otra mitad) noté que ese diario me inspiraba, me hacía venir ganas
de escribir. Me maravilla la cantidad de coincidencias que hay entre
doña Rosa y yo. Percepciones, sentires, ideas, fobias, malestares
muy parecidos. Debió de ser una vieja insoportable. En la
contratapa, el libro trae una foto suya; se parece notablemente a
Adalgissa (nunca supe cómo se escribe este nombre; creo que tiene
una hache por algún lado. Tal vez: Adalghissa), a quien llamábamos,
cuando yo era pequeño, «la tía gorda». En realidad era mi tía
abuela, hermana de mi abuelo materno. Pero la diferencia entre doña
Rosa y la tía gorda está en la mirada; aunque parcialmente
disimulada por unos anteojos redondos, y con los párpados no del
todo abiertos, se nota en ellos, sin embargo, la poderosa
inteligencia del cerebro que los anima. La tía gorda, en cambio, no
era inteligente.
Sábado
5, 18.02
Hoy
me desperté con un gran entusiasmo por este diario, con muchas ganas
de escribir y pensando cantidad de cosas que quería desarrollar
aquí; sin embargo son las seis de la tarde y estoy esperando a un
amigo, que va a tocar el timbre en cualquier momento, y hasta hace un
minuto no había escrito una sola palabra. En vez, me puse a jugar en
la computadora a un jueguito de barajas llamado Golf. Creo que es la
comida lo que me desvía siempre del recto camino; hoy fue el
desayuno, pero anoche cobré consciencia de que mis fugas hacia la
enajenación se vuelven muy fuertes después de la cena-almuerzo.
Apenas se pone en funcionamiento el proceso digestivo, mi yo
consciente y voluntario se evapora y deja lugar a ese desaforado
escapista que sólo busca entrar en trance con absolutamente
cualquier cosa. Sí, de noche es más grave; no tengo ninguna
defensa, y la cosa se prolonga hasta casi el amanecer.
Hoy
también me desperté con la determinación de no releer lo que lleve
escrito en este diario, al menos no con frecuencia, para que el
diario sea diario y no una novela; quiero decir, desprenderme de la
obligación de continuidad. De inmediato me di cuenta de que será
igualmente una novela, quiera o no quiera, porque una novela,
actualmente, es casi cualquier cosa que se ponga entre tapa y
contratapa.
Oigo
el ascensor. Ahora el timbre. Llegó mi amigo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario