sábado, 1 de octubre de 2022

¿QUIÉN MATÓ A ZEBEDEE? Wilkie Collins



¿QUIÉN MATÓ A ZEBEDEE?

Wilkie Collins

Unas palabras previas sobre mí mismo: antes de que el médico se marchara una mañana, le pregunté cuánto tiempo me quedaba de vida.

—No resulta fácil decirlo —me respondió—; puede usted morir antes de que vuelva a verle por la mañana, o puede vivir hasta finales de mes.

A la mañana siguiente, todavía vivía lo suficiente como para pensar en las necesidades de mi alma, de modo que (puesto que soy miembro de la Iglesia Católica Romana) mandé llamar a un sacerdote.

La historia de mis pecados, relatada en confesión, incluía el abandono culpable de mi deber hacia las leyes de mi país. En opinión del sacerdote —y yo estuve de acuerdo con él— tenía la obligación moral de reconocer públicamente mi falta, como un acto de penitencia digno de un inglés católico. Llegamos así a establecer un reparto del trabajo. Yo relaté las circunstancias, mientras que su reverencia tomó la pluma y puso las cosas sobre el papel.

Este es el resultado.

I

Cuando era un joven de veinticinco años, me convertí en miembro de las fuerzas de policía de Londres. Tras casi dos años de experiencia en la responsabilidad de los mal pagados deberes de esa vocación, me encontré dedicado a mi primer grave y terrible caso de investigación oficial, relacionado nada menos que con un delito de asesinato.

Las circunstancias fueron las siguientes.

Por aquel entonces, yo estaba destinado a una comisaría del distrito norte de Londres, que pido permiso para no mencionar más particularmente. Un cierto lunes inicié mi turno de noche. A las cuatro de la madrugada, no había ocurrido nada digno de mención en la comisaría. Era primavera y, entre el gas y el fuego, la habitación se puso bastante calurosa. Fui a la puerta para respirar un poco de aire fresco, ante la sorpresa de nuestro inspector de servicio, que era de por sí un hombre friolero. Caía una fina llovizna, y la fuerte humedad del aire me envió de vuelta al lado del fuego. No creo que llevara sentado allí más de un minuto cuando empujaron con fuerza la puerta giratoria. Una mujer frenética entró dando un grito y preguntando:

—¿Es esto la comisaría?

Nuestro inspector (por lo demás un magnífico agente) tenía, por alguna perversidad de la naturaleza, un temperamento más bien acalorado en su friolera constitución.

—¿Por qué, benditas sean las mujeres, no ve usted que lo es? —dijo—. ¿Qué es lo que ocurre?

—¡Asesinato es lo que ocurre! —restalló ella—. Por el amor de Dios, vengan conmigo. Es en la pensión de la señora Crosscapel, en el número catorce de la calle Lehigh. ¡Una joven ha asesinado a su esposo por la noche! Con un cuchillo, señor. Dice que cree que lo hizo dormida.

Confieso que aquello me sobresaltó; y el tercer hombre de servicio (un sargento) pareció sentir lo mismo también. La mujer era hermosa, incluso en su aterrada expresión, recién salida de la cama, con las ropas desarregladas. Por aquellos días me gustaban las mujeres altas, y ella era, como dicen, de mi estilo. Adelanté una silla para que se sentara, y el sargento removió el fuego. En cuanto al inspector, nada le alteraba. La interrogó tan fríamente como si se tratara de un insignificante caso de robo.

—¿Ha visto usted al hombre asesinado? —preguntó.

—No, señor.

—¿O a la esposa?

—No, señor. No me atreví a ir a la habitación; ¡sólo lo oí!

—¡Oh! ¿Y quién es usted? ¿Una de las clientas de pensión?

—No, señor. Soy la cocinera.

—¿El dueño no está en la casa?

—Sí, señor. Está tan asustado que no da pie con bola. Y la doncella ha ido en busca del médico. Todo recae en los pobres empleados, por supuesto. ¡Oh!, ¿por qué pondría el pie en esa horrible casa?

La pobre mujer estalló en lágrimas y se estremeció de pies a cabeza. El inspector tomó nota de sus afirmaciones, luego le pidió que las leyera y firmara con su nombre. El objetivo de todo aquello era permitirle acercarse a ella lo suficiente como para tener la oportunidad de oler su aliento.

—Cuando la gente hace afirmaciones tan extraordinarias —me dijo más tarde—, a veces te ahorra problemas comprobar que no están borrachos. También he conocido algunos que están locos, pero no a menudo. A esos los identificas generalmente por sus ojos.

La mujer se levantó y firmó con su nombre, «Priscilla Thurlby». La prueba del inspector demostró que estaba sobria; y sus ojos —de un hermoso color azul claro, cálidos y agradables, sin duda cuando no miraban con miedo, y ahora, rojos por las lágrimas— le ratificaron (supuse) que no estaba loca. Me adjudicó el caso en primera instancia. Vi que no creía nada de aquello, ni siquiera entonces.

—Vaya con ella a la casa —me dijo—. Puede que sea una estúpida broma, o una pelea exagerada. Compruébelo por usted mismo, y escuche lo que dice el médico. Si es serio, avise directamente aquí y no deje entrar a nadie en el lugar o marcharse de él hasta que lleguemos. ¡Espere! ¿Sabe la fórmula para cualquier declaración voluntaria?

—Sí, señor. Tengo que advertir a la persona que cualquier cosa que diga será registrada y puede ser empleada en su contra.

—Muy bien. Uno de estos días van a nombrarle inspector. ¡Ahora, señorita…!

Y con esa frase dejó a la mujer a mi cuidado.

La calle Lehigh no estaba muy lejos, unos veinte minutos a pie desde la comisaría. Confieso que pensé que el inspector había sido más bien duro con Priscilla. Ella estaba, por supuesto, furiosa con él.

—¿Qué ha querido dar a entender —exclamó— cuando ha hablado de una broma? Me gustaría que estuviera tan asustado como lo estoy yo. Esta es la primera vez que sirvo en una casa, señor, y no creo haber hallado un lugar respetable.

Le hablé muy poco por el camino, debido en buena parte a que, la verdad sea dicha, me sentía más bien ansioso por la tarea que me había sido encomendada. Cuando alcancé la casa, abrieron la puerta desde dentro antes de que pudiera llamar. Salió un caballero, que resultó ser el médico. Se detuvo apenas me vio.

—Debe ir con cuidado, policía —me dijo—. Hallé al hombre tendido de espaldas en la cama, muerto, con el cuchillo que lo había matado clavado todavía en la herida.

Al oír aquello sentí la necesidad de enviar aviso inmediatamente a la comisaría. ¿Dónde podía hallar un mensajero de confianza? Me tomé la libertad de pedirle al

médico que repitiera a la policía lo que me había dicho a mí. La comisaría no estaba muy lejos de su camino de vuelta a casa. Aceptó amablemente.

La patrona (la señora Crosscapel) se nos unió mientras aún hablábamos. Era una mujer todavía joven, que no se asustaba con facilidad, por lo que pude ver, ni siquiera por un asesinato en la casa. Su marido estaba en el pasillo, tras ella. Parecía lo bastante viejo como para ser su padre, y temblaba tanto de terror que alguien hubiera podido tomarle por el culpable. Retiré la llave de la puerta de la calle después de cerrarla y le dije a la patrona:

—Nadie debe abandonar la casa, o entrar en ella, hasta que llegue el inspector. Debo examinar el lugar ver si alguien ha forzado la entrada.

—La llave de la puerta del patio está puesta en la cerradura —dijo como respuesta a mis palabras—. Siempre está cerrada. Baje conmigo y véalo usted mismo. —Priscilla fue con nosotros. Su señora la envió a encender el fuego de la cocina—. Quizá algunos —sugirió la señora Crosscapel— nos sintamos un poco mejor con una taza de té.

Observé que se tomaba las cosas con tranquilidad, dada las circunstancias. Me respondió que la patrona de una pensión londinense no podía permitirse perder la calma, no importaba lo que hubiera ocurrido.

Hallé la puerta cerrada y los postigos de la ventana de la cocina asegurados. La parte de atrás y la puerta de la cocina estaban aseguradas del mismo modo. No había nadie escondido en ninguna parte. Regresamos arriba y examiné la ventana del salón de delante. Allí también los postigos cerrados me indicaron la seguridad de aquella habitación. Una voz quebrada dijo a través de la puerta de la salita de atrás:

—El policía puede entrar, si promete no mirarme. —Me volví hacia la patrona en busca de información.

—Es mi huésped de la salita, la señorita Mybus —dijo esta—, una dama muy respetable.

Al entrar en la habitación, vi algo envuelto en las cortinas de la cama. La señorita Mybus se había hecho modestamente invisible de aquella manera. Satisfecho de la seguridad de la parte inferior de la casa, y con las llaves en el bolsillo, estuve dispuesto a ir escaleras arriba.

En nuestro camino a las regiones superiores pregunté si había habido alguna visita el día anterior. Sólo dos visitantes, amigos de los huéspedes…, y la propia señora

Crosscapel los había acompañado a la salida. Mi siguiente pregunta se refirió a los propios huéspedes. En la planta baja estaba la señorita Mybus. En el primer piso (ocupando ambas habitaciones), el señor Barfield, un viejo soltero, empleado en la oficina de un comerciante. En el segundo piso, en la habitación de delante, el señor John Zebedee, el hombre asesinado, y su esposa. En la habitación de atrás, el señor Deluc, descrito como un agente de comercio de cigarros y supuestamente un caballero criollo de la Martinica. En la buhardilla de delante, el señor y la señora Crosscapel. En la buhardilla de atrás, la cocinera y la doncella. Estos eran los habitantes regulares de la casa. Indagué acerca de las sirvientas.

—Ambas excelentes personas —dijo la patrona—, o no estarían a mi servicio.

Llegamos al segundo piso y hallamos a la doncella de guardia ante la puerta de la habitación delantera. Físicamente no era una mujer tan agraciada como la cocinera y estaba enormemente asustada, por supuesto. Su señora la había apostado allí para dar la alarma en caso de un arrebato por parte de la señora Zebedee, que permanecía encerrada en la habitación. Mi llegada alivió a la doncella de su responsabilidad. Corrió escaleras abajo a reunirse con su compañera de servicio en la cocina.

Le pregunté a la señora Crosscapel cómo y cuándo se había dado la alarma del asesinato.

—Poco después de las tres de la madrugada —dijo—. Me despertaron los gritos de la señora Zebedee. La encontré ahí fuera, en el descansillo, y al señor Deluc, muy alarmado, intentando calmada. Puesto que duerme en la habitación contigua, sólo tuvo que abrir la puerta cuando los gritos de la mujer le despertaron. «¡Mi querido John está muerto! ¡Yo soy la miserable culpable…, lo asesiné estando dormida!». Repetía estas palabras frenéticamente una y otra vez, hasta que cayó desmayada. El señor Deluc y yo la llevamos de vuelta al dormitorio. Ambos pensamos que la pobre mujer se había despertado de alguna pesadilla. Pero cuando llegamos junto a la cama…, no me pregunte lo que vimos; el doctor ya se lo ha contado. Durante un tiempo fui enfermera en un hospital, y por ello estoy acostumbrada a ver cosas horribles. Sin embargo, aquello me dejó helada, y aturdida. En cuanto al señor Deluc, pensé que él iba a ser el siguiente en desmayarse.

Tras oír aquello, pregunté si la señora Zebedee había dicho o hecho algo extraño desde que era huésped de la señora Crosscapel.

—¿Piensa usted que está loca? —respondió la patrona—. Cualquiera lo pensaría, cuando una mujer se acusa a sí misma de asesinar a su marido estando dormida. Todo

lo que puedo decir es que, hasta esta madrugada, nunca conocí a una persona más tranquila, sensata y bien educada que la señora Zebedee. Estaban recién casados, entienda, y quería a su desafortunado esposo tanto como una mujer puede querer. Los hubiera llamado una pareja ideal, a su propio estilo.

No había nada más que decir en el descansillo. Abrimos la puerta y entramos en la habitación.

II

Estaba tendido de espaldas en la cama, tal como el médico lo había descrito. En el lado izquierdo de su camisa de noche, justo sobre su corazón, la sangre en la tela contaba la terrible historia. Por todo lo que uno podía juzgar, contemplando su rostro muerto, debió de haber sido un joven apuesto en vida. Era una visión capaz de entristecer a cualquiera, pero creo que la sensación más dolorosa se produjo cuando mis ojos se posaron en su abatida esposa.

Estaba sentada en el suelo, acurrucada en un rincón, una mujercita morena bien vestida con un traje de alegres colores. Su pelo negro y sus grandes ojos castaños hacían que la horrible palidez de su rostro pareciera más mortalmente blanca de lo que quizá era en verdad. Nos miró con fijeza al parecer sin vernos. Le hablamos, y no pronunció ni una sola palabra. Igual hubiera podido estar muerta —como su esposo—, excepto porque no dejaba de morderse los dedos y se estremecía de tanto en tanto como si tuviera frío. Fui hacia ella e intenté levantarla. Se echó hacia atrás con un grito que me asustó, no por su intensidad sino porque era más el grito de un animal que el de un ser humano. Por tranquila que se hubiera comportado hasta entonces, según decía la patrona, ahora estaba fuera de sí. Puede que me sintiera conmovido por una piedad natural hacia ella, o puede que estuviera mentalmente trastornado, pero lo cierto es que no logré convencerme de su culpabilidad. Incluso le dije a la señora Crosscapel:

—No creo que lo hiciera ella.

Mientras pronunciaba esas palabras hubo una llamada a la puerta de entrada. Bajé de inmediato y dejé pasar (con gran alivio) al inspector, acompañado por uno de nuestros hombres.

Aguardó a oír mi informe y aprobó todo lo que yo había hecho.

—Parece que el asesinato ha sido cometido por alguien de la casa —señaló; dejó al hombre abajo y subió conmigo al segundo piso.

No llevaba un minuto en la habitación cuando descubrió un objeto que se me había escapado.

Era el cuchillo que había cometido la atrocidad.

El médico lo había hallado clavado en el cuerpo, lo había retirado para examinar la herida y lo había dejado en la mesilla de noche. Era una de estas útiles navajas multiusos que contienen una sierra, un sacacorchos y otros complementos del mismo estilo. La gran hoja quedaba asegurada, una vez abierta, por un muelle. Excepto donde estaba manchado de sangre, el cuchillo aparecía tan brillante como cuando fue comprado. Una pequeña placa de metal sujeta al mango de cuerno mostraba una inscripción, sólo parcialmente grabada: «A John Zebedee, de…». Allí, sorprendentemente, se detenía. ¿Quién o qué había interrumpido el trabajo del grabador? Era imposible adivinarlo siquiera. De todos modos, el inspector se mostró animado.

—Esto debería ayudarnos —dijo, y luego prestó oído atento (sin dejar de mirar durante todo, el tiempo a la pobre mujer acurrucada en el rincón) a lo que la señora Crosscapel tenía que contarle.

Una vez la patrona hubo terminado su relato, dijo que ahora necesitaba ver al huésped que dormía en la habitación de al lado.

El señor Deluc apareció de pie en la puerta del cuarto, con la cabeza vuelta hacia otro lado para no contemplar el horror de su interior.

Iba envuelto en una espléndida bata azul, ribeteada en oro y con un cinturón del mismo color. Su escaso pelo castaño estaba rizado (soy incapaz de decir si natural o artificialmente) en pequeños bucles. Su color general era amarillento; sus ojos verde-castaños eran del tipo llamado «saltones»: parecía como si fueran a caerse de un momento a otro de su rostro, si uno colocaba una cuchara debajo de ellos. Su bigote y su barba caprina estaban cuidadosamente engominadas; y, para completar su equipamiento, llevaba un largo puro negro en la boca.

—No es insensibilidad a esta terrible tragedia —explicó—. Tengo los nervios destrozados, señor policía, y sólo puedo combatirlo de esta forma. Le ruego que me disculpe y me comprenda.

El inspector interrogó al testigo seca y exhaustivamente. No era un hombre que se dejara llevar por las apariencias; pero podía ver que estaba muy lejos de que el señor

Deluc le gustara o, simplemente, confiara en él. Nada surgió del interrogatorio, excepto lo que la señora Crosscapel me había mencionado ya en sustancia. El señor Deluc regresó a su habitación.

—¿Cuánto tiempo lleva con ustedes? —preguntó al inspector, tan pronto el otro se hubo dado la vuelta.

—Casi un año —respondió la patrona.

—¿Les dio alguna referencia?

—Una referencia tan buena como yo podía desear.

Y citó el nombre de una conocida firma de comerciantes de puros en la City.

El inspector anotó la información en su bloc. Preferiría no relatar con detalle lo que ocurrió a continuación: es demasiado penoso para demorarse en ello. Déjenme decir tan sólo que la pobre y alterada mujer fue llevada en un coche a la comisaría. El inspector se hizo cargo de la navaja y de un libro hallado en el suelo, titulado El mundo del sueño. Cerramos el baúl que contenía el equipaje y luego la puerta de la habitación; ambas llaves fueron entregadas a mi custodia. Mis instrucciones eran quedarme en la casa y no permitir que nadie la abandonara hasta que volviera a tener noticias del inspector.

III

El interrogatorio del juez de instrucción fue aplazado, y la vista ante el magistrado terminó con el ingreso de la acusada en prisión, sin que la señora Zebedee estuviera en condiciones de comprender nada de lo que sucedía. El médico informó de que estaba completamente postrada por un terrible shock nervioso. Cuando se le preguntó si se consideraba una mujer cuerda antes de que se produjera el asesinato, se negó a responder afirmativamente en aquel momento.

Transcurrió una semana. El hombre asesinado fue enterrado; su anciano padre asistió al funeral. Vi ocasionalmente a la señora Crosscapel y a las dos sirvientas, con la finalidad de obtener tanta información adicional como fuera posible. Tanto la cocinera como la doncella habían comunicado que pensaban marcharse tras el mes reglamentario; se negaban, en interés propio, a seguir en una casa que había sido escenario de un asesinato. Los nervios del señor Deluc le condujeron también a su marcha; su descanso se veía ahora alterado por terribles sueños. Pagó la penalización monetaria exigida y se fue sin más. El huésped del primer piso, el señor Barfield,

conservó sus habitaciones pero obtuvo un permiso en su empleo y se refugió con unos amigos en el campo. Sólo la señorita Mybus siguió en su saloncito.

—Cuando estoy cómoda en un sitio —dijo la anciana dama—, nadie me mueve de allí, a mi edad. Un asesinato un par de pisos más arriba es casi lo mismo que un asesinato en la casa de al lado. La distancia ¿sabe?, es lo que marca toda la diferencia.

A la policía le importaba poco lo que hicieran los huéspedes. Teníamos hombres de paisano vigilando la casa día y noche. Todas las personas que se marcharon fueron seguidas discretamente; y la policía de los distritos adonde se trasladaron fue advertida de mantenerlos bajo vigilancia. Mientras no consiguiéramos probar de ningún modo la extraordinaria afirmación de la señora Zebedee —sin decir nada del hecho de que fracasaron todos nuestros intentos de rastrear la navaja hasta su comprador—, no podíamos dejar que ninguna persona que había vivido bajo el techo de la señora Crosscapel la noche del asesinato se escapara de nuestras manos.

IV

A los quince días, la señora Zebedee se había recuperado lo suficiente como para prestar la necesaria declaración, tras las advertencias preliminares dirigidas a las personas en tales casos. El médico no vaciló ahora en considerarla una mujer cuerda.

Su ocupación en la vida había sido el servicio doméstico. Había vivido cuatro años como doncella de una dama noble con una familia que residía en Dorsetshire. El único problema que tenía había sido su ocasional sonambulismo, que hacía necesario que otra de las sirvientas durmiera en la misma habitación que ella, con la puerta cerrada y la llave bajo su almohada. En todos los demás aspectos, la doncella era descrita por su patrona como «un perfecto tesoro».

En los últimos seis meses de su servicio, un joven llamado John Zebedee entró en la casa (con una recomendación) como mayordomo. Pronto quedó prendado de la hermosa doncella, y ella le devolvió el sentimiento. Hubieran debido aguardar años para hallarse en una posición pecuniaria que les permitiera casarse, de no ser por la muerte del tío de Zebedee, que le dejó una pequeña fortuna de dos mil libras. Para personas de su condición, ahora eran lo bastante ricos como para hacer lo que se les antojara; y se casaron en la casa donde habían servido juntos, y las hijas de la familia mostraron su afecto hacia la señora Zebedee actuando como madrinas.

El joven esposo era un hombre prudente. Decidió emplear su pequeño capital del mejor modo posible, criando ovejas en Australia. Su esposa no puso objeción; estaba dispuesta a ir allá donde fuera John.

En consecuencia, pasaron su corta luna de miel en Londres para esperar el barco que debería llevarles hasta su destino. Fueron a la pensión de la señora Crosscapel porque el tío de Zebedee siempre se había alojado allí cuando iba a Londres. Faltaban diez días para el embarque. Esto proporcionó a la joven pareja unas apetecibles vacaciones y la perspectiva de divertirse con las vistas y los espectáculos de la gran ciudad.

En su primera noche en Londres fueron al teatro. Ambos estaban acostumbrados al aire fresco del campo y se sintieron medio asfixiados por el calor y el gas. De todos modos les gustó tanto aquel espectáculo nuevo para ellos que acudieron a otro teatro la noche siguiente. En esta segunda ocasión, John Zebedee halló el calor insoportable. Abandonaron el teatro y volvieron a su alojamiento hacia las diez.

Contemos el resto con las propias palabras de la señora Zebedee.

—Nos sentamos a hablar un poco en nuestra habitación, y el dolor de cabeza de John fue cada vez peor —dijo—. Le persuadí de que se fuera a la cama y apagué la vela (el fuego daba luz suficiente para desvestirse) a fin de que se durmiera más pronto. Pero estaba demasiado inquieto para dormir. Me pidió que le leyera algo. En el mejor de los casos, los libros siempre le daban sueño.

»Yo todavía no había empezado a desvestirme. Así que encendí de nuevo la vela y abrí el único libro que tenía. John lo había visto en el kiosco de la estación y le había llamado la atención su título, El mundo del sueño. Solía bromear conmigo acerca de mi sonambulismo y dijo: Aquí hay algo que seguro que te interesara, y me lo regaló.

»Antes de que le hubiera leído durante más de media hora ya se había quedado dormido. Como yo no tenía sueño, seguí leyendo para mí.

»El libro me interesaba. En él se contaba una terrible historia que quedó grabada en mi mente, la de un hombre que apuñaló a su mujer en un sueño sonámbulo. Después de leer aquello pensé en dejarlo, pero luego cambié de opinión y seguí leyendo. Los siguientes capítulos no eran tan interesantes; estaban llenos de informes eruditos de por qué caemos dormidos y qué hacen nuestros cerebros en tal estado y cosas así. Terminé durmiéndome yo también en mi sillón junto al fuego.

»No sé qué hora era cuando me dormí; no sé cuánto tiempo lo hice, o si soñé o no. La vela y el fuego se habían apagado, y la oscuridad era completa cuando desperté. Ni siquiera puedo decir por qué me desperté, a menos que fuera a causa de la frialdad de la habitación.

«Había una vela de repuesto en la repisa de la chimenea. Encontré la caja de cerillas y encendí una. Entonces, por primera vez, me volví hacia la cama; y vi…». Vio el cadáver de su esposo, asesinado mientras ella permanecía sin saberlo a su lado…, y mientras lo contaba se desvaneció, pobre criatura, ante su solo recuerdo.

La vista fue aplazada. La señora Zebedee recibió todos los cuidados y la atención posibles; el capellán veló por su bienestar junto con el médico.

No he dicho nada de las declaraciones de la dueña de la pensión y las sirvientas. Fueron consideradas una mera formalidad. Lo poco que sabían no probaba nada contra la señora Zebedee. La policía no hizo ningún descubrimiento que apoyara la primera frenética acusación que la mujer había hecho contra sí misma. Sus últimos amos hablaron de ella en los más altos términos. Estábamos completamente en un callejón sin salida.

Al principio se consideró oportuno no sorprender al señor Deluc citándole como testigo. La acción de la ley, sin embargo, se vio acelerada en este caso por una comunicación privada recibida del capellán.

Tras ver y hablar dos veces con la señora Zebedee, el reverendo quedó persuadido de que ella no estaba más relacionada que él con la muerte de su esposo. No consideró que estuviera justificado el repetir una comunicación confidencial; sólo podía recomendar que el señor Deluc fuera llamado para presentarse en el siguiente interrogatorio. Se siguió el consejo.

La policía no tenía ninguna prueba contra la señora Zebedee cuando se reanudó la investigación. Para ayudar a la justicia fue llamada ahora al estrado de los testigos. El descubrimiento de su marido asesinado, cuando despertó a primera hora de la madrugada, se pasó lo más rápidamente posible. Sólo se le hicieron tres preguntas importantes.

En primer lugar, se le presentó la navaja. ¿La había visto alguna vez en posesión de su esposo? Nunca. ¿Sabía algo sobre ella? Absolutamente nada.

Segunda: ¿Habían ella o su esposo cerrado por dentro la habitación cuando regresaron del teatro? No. ¿Cerró más tarde ella la puerta? No.

Tercera: ¿Había alguna razón en especial para hacerle suponer que era ella quien había asesinado a su esposo en un sueño sonámbulo? Ninguna razón, excepto que estaba fuera de sí en aquel momento, y que el libro puso el pensamiento en su cabeza.

Después de esto, se hizo salir a los demás testigos de la sala. Apareció entonces el motivo de la comunicación del capellán. Se le preguntó a la señora Zebedee si había ocurrido algo desagradable entre el señor Deluc y ella.

Sí. El hombre la había encontrado a solas en las escaleras de la pensión; había intentado insinuarse; y el insulto había llegado todavía más lejos cuando intentó besarla. Ella le abofeteó en pleno rostro y afirmó que su esposo se enteraría de aquello si intentaba repetirlo. Él se enfureció porque le abofeteara y le dijo: «Señora, lamentará usted esto».

Tras una consulta, y a petición del inspector, se decidió mantener por el momento al señor Deluc en la ignorancia de la declaración de la señora Zebedee. Cuando fueron llamados de vuelta los testigos, el hombre declaró lo mismo que había declarado ya al inspector, y entonces se le preguntó si sabía algo de la navaja. Contempló la navaja sin el menor signo de culpabilidad en su rostro y juró no haberla visto nunca hasta aquel momento. La sesión terminó sin que se hubiera averiguado nada significativo.

Pero mantuvimos vigilado al señor Deluc. Nuestro siguiente esfuerzo fue intentar asociarlo con la compra de la navaja.

Aquí tampoco (había razones para creer en una especie de fatalidad en este caso) alcanzamos ningún resultado útil. Fue fácil encontrar la cuchillería de Sheffield que la había fabricado por la marca en la hoja. Pero hacían decenas de miles de estas navajas y las distribuían por toda Gran Bretaña, sin hablar del extranjero. En cuanto a hallar a la persona que había grabado la incompleta inscripción (sin saber dónde o por quién había sido comprada la navaja), era algo así como buscar la proverbial aguja en el pajar. Nuestro último recurso fue fotografiar la navaja, por el lado que mostraba la inscripción, y enviar copias a todas las comisarías del reino.

Al mismo tiempo, investigamos al señor Deluc —quiero decir que investigamos su vida pasada— con la esperanza de que él y el hombre asesinado se hubieran conocido antes y pudieran haberse peleado, o existiera alguna rivalidad respecto a una mujer en alguna ocasión anterior. No descubrimos nada.

Averiguamos que Deluc había llevado una vida disipada y que se había mezclado con muy malas compañías. Pero se había mantenido fuera del alcance de la ley. Un hombre puede ser un vagabundo libertino; puede insultar a una dama; puede decirle cosas amenazadoras en medio del escozor de la primera bofetada, pero de estos rasgos de su carácter no puede deducirse que haya asesinado a su esposo por la noche.

Una vez más, pues, cuando volvieron a citarnos para presentar nuestro informe, no tuvimos ninguna prueba que presentar. Las fotografías no consiguieron descubrir al propietario de la navaja ni explicar su interrumpida inscripción. La pobre señora Zebedee recibió permiso para volver con sus amigos, bajo el compromiso de presentarse de nuevo si era llamada. Los artículos de los periódicos empezaron a preguntarse cuántos asesinatos más se producirían que consiguieran eludir a la policía. Las autoridades del Tesoro ofrecieron una recompensa de mil libras por cualquier información útil y las semanas pasaron, y nadie reclamó la recompensa.

Nuestro inspector no era un hombre que se dejara vencer tan fácilmente. Siguieron más investigaciones y exámenes. No es necesario decir nada al respecto. Fuimos derrotados, y esto, en lo que a la policía y al público se refería, fue el fin del asunto.

El asesinato del pobre joven esposo no tardó en dejar de ser noticia, como otros asesinatos no solucionados. Sólo una oscura persona fue lo suficientemente estúpida como para persistir en sus horas de ocio en intentar resolver el problema de quién mató a Zebedee. Tenía la sensación de que podría ascender a las más altas posiciones en las fuerzas de la policía si tenía éxito en lo que sus superiores habían fallado, y se aferró a su ambición, aunque todo el mundo se riera de él. En pocas palabras, yo fui ese hombre.

V

Sin pretenderlo, he contado mi historia de una forma injusta.

Hubo dos personas que no vieron nada ridículo en mi resolución de proseguir la investigación por mi cuenta. Una de ellas fue la señorita Mybus; la otra fue la cocinera, Priscilla Thurlby.

La señorita Mybus se mostró indignada ante la resignación con la cual la policía aceptó su derrota. Era una mujercita fuerte, de ojos brillantes, y decía lo que pensaba.

—Esto me afecta mucho —dijo—. Simplemente, mire un año o dos hacia atrás. Puedo recordar dos casos de personas halladas asesinadas en Londres, y los asesinos nunca han sido descubiertos. Yo también soy una persona; y me pregunto si no será mi

turno la próxima vez. Es usted una persona agradable, y me gustan su valor y su perseverancia. Venga tan a menudo como considere necesario y diga que viene a visitarme si le ponen alguna dificultad para dejarle entrar. ¡Una cosa más! No tengo nada en particular que hacer, y no soy estúpida. Aquí en el saloncito veo a todo el mundo que entra en la casa o sale de ella. Déjeme sus señas: es posible que pueda facilitarle alguna información.

Con sus mejores intenciones, la señorita Mybus no halló ninguna oportunidad de ayudarme. De las dos, Priscilla Thurlby parecía la que tenía más probabilidades de serme de utilidad.

En primer lugar era aguda y activa, y (no habiendo encontrado todavía otro trabajo) era dueña de sus movimientos.

En segundo lugar, era una mujer en la que podía confiar. Antes de que se marchara de su casa para dedicarse al servicio doméstico en Londres, el párroco de su parroquia natal le había entregado una carta de recomendación, de la que adjunto una copia. Decía:

Recomiendo encarecidamente a Priscilla Thurlby para cualquier empleo respetable que su competencia le permita aceptar. Su padre y su madre son personas ancianas y enfermas, que últimamente han sufrido una disminución de sus ingresos, y tienen una hija más pequeña a la que mantener. Antes que ser una carga para sus padres, Priscilla va a Londres en busca de trabajo en el servicio doméstico, con la intención de dedicar lo que gane a ayudar a su padre y a su madre. Las circunstancias hablan por sí mismas. Hace muchos años que conozco a la familia; y tan sólo lamento no tener ninguna plaza vacante en mi propia casa que poder ofrecerle a esta buena muchacha.

(Firmado).

Henry Derrlngton, rector de Roth

Tras leer estas palabras, pude pedirle con toda seguridad a Priscilla que me ayudara a reabrir el misterioso caso de asesinato a fin de conseguir algún resultado.

Mi idea era que las investigaciones sobre las personas en casa de la señora Crosscapel no habían sido lo bastante profundas. A fin de proseguidas, pregunté a Priscilla si podía decirme algo que asociara a la doncella con el señor Deluc. Se mostró reacia a contestar.

—Puede que esté arrojando sospechas sobre una persona inocente —dijo—. Además, hace tan poco que la conozco…

—Dormía en la misma habitación que ella —señalé—, y tuvo oportunidad de observar su conducta con respecto a los huéspedes.

Cedió ante este argumento. Y así oí de ella algunos particulares que arrojaban una nueva luz sobre el señor Deluc, y sobre el caso en general. Actué sobre esta información. Fue un trabajo lento, debido a que mis deberes habituales reclamaban buena parte de mi tiempo; pero con ayuda de Priscilla fui avanzando firmemente hacia el fin que tenía en mente.

Además, yo tenía otra obligación con respecto a la agraciada cocinera de la señora Crosscapel. Deberé confesar tarde o temprano, así que es mejor que lo haga ahora. Conocí por primera vez lo que es el amor gracias a Priscilla. Recibí deliciosos besos gracias a Priscilla. Y cuando le pregunté si se casaría conmigo, no dijo no. Me miró, debo confesado, con una cierta tristeza y dijo:

—¿Cómo puede una gente tan pobre como nosotros tener alguna esperanza de casarse?

A lo que respondí:

—No pasará mucho tiempo antes de que le eche mano a la pista que mi inspector no ha conseguido hallar. Entonces estaré en posición de casarme contigo, querida, cuando llegue el momento.

En nuestro siguiente encuentro hablamos de sus padres. Ahora yo era su prometido. A juzgar por lo que he oído de cómo actúan otras personas en mi misma situación, parecía que lo correcto en aquellas circunstancias era que su padre y su madre me conocieran. Ella se mostró enteramente de acuerdo conmigo; y escribió a su casa aquel día, para decides que nos esperaran el fin de semana.

Tomé un turno de noche, para así conseguir tener libertad para la mayor parte del día siguiente. Me vestí con ropas civiles, y compramos nuestros billetes de tren para Yateland, que era la estación más próxima al pueblo donde vivían los padres de Priscilla.

VI

El tren se detuvo, como de costumbre, en la gran población de Waterbank. Priscilla, que a la espera de otra colocación se ganaba la vida cosiendo, había estado trabajando hasta última hora de la noche y estaba cansada y sedienta. Abandoné el vagón para ir a

buscarle una gaseosa. La estúpida chica de la cantina no conseguía abrir la botella y se negó a dejarme ayudarla. Tomó un sacacorchos y lo usó mal. Perdí la paciencia y arranqué la botella de su mano. Justo en el momento en que sacaba el corcho sonó la campana en el andén. Sólo aguardé el tiempo necesario para verter la gaseosa en un vaso, pero el tren ya empezaba a moverse cuando abandoné la cantina. Los mozos de estación me detuvieron cuando intentaba subir en marcha. Había perdido el tren.

Tan pronto como mi irritación se hubo calmado miré los horarios. Habíamos llegado a Waterbank a la una y cinco. Por suerte, el próximo tren estaba previsto para la una y cuarenta y cuatro y llegaba a Yateland (la siguiente estación) diez minutos más tarde. Sólo podía esperar que Priscilla consultara también los horarios y me esperara. Si intentaba recorrer caminando la distancia entre los dos lugares perdería tiempo en vez de ganarlo. El intervalo que tenía ante mí no era muy largo; lo dediqué a echarle un vistazo a la ciudad.

Hablando con el debido respeto hacia sus habitantes, Waterbank (para un forastero) es un lugar aburrido. Subí por una calle y bajé por otra, y me detuve ante una tienda que me sorprendió; no por nada en particular, sino porque era la única tienda en la calle con los postigos cerrados.

Había un cartel pegado a los postigos anunciando que el lugar estaba en alquiler. El nombre y ocupación del anterior ocupante, indicado con las habituales letras pintadas, era: «James Wycomb, cuchillero», etc.

Por primera vez se me ocurrió que habíamos olvidado un obstáculo en nuestro camino cuando distribuimos las fotos de la navaja. Ninguno de nosotros había pensado que una cierta proporción de cuchillerías podía hallarse fuera de nuestro alcance por circunstancias diversas, por haberse retirado del negocio o por haber quebrado, por ejemplo. Siempre llevaba conmigo una copia de la fotografía; y me dije a mí mismo: «¡Aquí hay una sombra de posibilidad de rastrear la navaja hasta el señor Deluc!».

Después de llamar al timbre un par de veces, un viejo muy desaseado y muy sordo me abrió la puerta de la tienda.

—Será mejor que suba usted la escalera y hable con el señor Scorrier, en el piso de arriba —dijo.

Apoyé los labios en la trompetilla del viejo y le pregunté quién era el señor Scorrier.

—El cuñado del señor Wycomb. El señor Wycomb murió. Si desea comprar usted el negocio, diríjase al señor Scorrier.

Tras esta respuesta subí las escaleras y encontré al señor Scorrier enfrascado en grabar una placa de latón para una puerta. Era un hombre de mediana edad, de rostro cadavérico y ojos apagados. Tras las necesarias disculpas, extraje mi fotografía.

—¿Puedo preguntarle, señor, si sabe algo de la inscripción de esta navaja? —inquirí.

Tomó su lupa para examinar la foto.

—Es curioso —observó en voz baja—. Recuerdo ese extraño nombre, Zebedee. Sí, señor, yo grabé esto, tal como está ahora. Me pregunto qué me impidió terminarlo.

El nombre de Zebedee y la inscripción inacabada de la navaja habían aparecido en todos los periódicos ingleses. Se tomó el asunto de una forma tan fría que dudé sobre cómo interpretar su respuesta. ¿Era posible que no hubiera leído nada sobre el asesinato? ¿O era un cómplice con unos prodigiosos poderes de auto dominio?

—Disculpe —dije—, ¿no lee usted los periódicos?

—¡Nunca! Me falla la vista. Me abstengo de leer en interés de mi ocupación.

—¿No ha oído mencionar usted el nombre de Zebedee por nadie que lea los periódicos?

—Es probable que lo haya oído, pero no le habré prestado atención. Cuando termino mi trabajo voy a dar un paseo. Luego ceno, tomo un ponche y fumo una pipa. Luego me voy a dormir. Supongo que pensará usted que es una existencia muy aburrida. Llevé una vida miserable, señor, cuando era joven. Vivir tranquilo y descansar un poco antes de reposar definitivamente en la tumba…, es todo lo que pido. El mundo dejó de existir para mí hace mucho tiempo. Tanto mejor.

El pobre hombre hablaba sinceramente. Me sentí avergonzado de haber dudado de él. Volví al tema de la navaja.

—¿No sabe usted dónde fue comprada y por quién? —pregunté.

—Mi memoria no es tan buena como antes —murmuró—, pero tengo algo que puede ayudar.

Extrajo de una alacena un viejo y sucio libro de recortes. Por lo que pude ver, en sus páginas había pegadas tiras de papeles con cosas escritas. Fue a un índice, o tabla de contenidos, y abrió una página. Algo parecido a un destello de vida iluminó su apagado rostro.

—¡Ah! Ahora recuerdo —dijo—. El cuchillo fue comprado en la tienda de abajo de mi difunto cuñado. Ahora lo recuerdo todo, señor. ¡Una persona en un estado muy agitado entró en este mismo cuarto y me arrancó el cuchillo de las manos cuando estaba sólo a medio grabar la inscripción!

Sentí que estaba muy cerca de un descubrimiento.

—¿Puedo ver qué es lo que le ha ayudado a recordar? —pregunté.

—¡Oh, sí! ¿Sabe, señor?, me gano la vida grabando inscripciones y direcciones, y pego en este libro las instrucciones manuscritas que recibo, con mis correspondientes anotaciones al margen. Por un lado me sirven como referencia para los nuevos clientes y por otro lado me ayudan a recordar.

Volvió el libro hacia mí y señaló una tira de papel que ocupaba la parte inferior de una página.

Leí la inscripción completa que hubiera debido figurar en la navaja que había matado a Zebedee: «A John Zebedee, de Priscilla Thurlby».

VII

Declaro que me resulta imposible describir lo que sentí cuando el nombre de Priscilla apareció ante mis ojos como una confesión escrita de culpabilidad. Ignoro cuánto tiempo transcurrió antes de que me recobrara lo suficiente. Lo único que puedo decir con claridad es que asusté al pobre grabador.

Mi primer deseo fue tomar posesión de la inscripción manuscrita. Le dije que era policía y que debía ayudarme en el esclarecimiento de un crimen. Incluso le ofrecí dinero. Apartó mi mano.

—Puede llevárselo a cambio de nada —dijo—, con sólo que se vaya de aquí y no vuelva nunca. —Intentó arrancar la página, pero sus temblorosas manos se lo impidieron. La arranqué yo mismo e intenté darle las gracias. No me oyó—. ¡Márchese! —exclamó—. No me gusta su aspecto.

Puede que se me objete aquí que no hubiera debido estar tan seguro de la culpabilidad de Priscilla hasta obtener más pruebas contra ella. La navaja podía haberle sido robada, suponiendo que hubiera sido ella la persona que la había arrebatado de las manos del grabador y podía haber sido utilizada luego por el ladrón para cometer el asesinato. Todo ello muy cierto. Pero nunca tuve ni un momento de duda, desde el instante mismo en que leí la terrible línea en el libro del grabador.

Volví a la estación del ferrocarril sin ningún plan en mi cabeza. El tren en el que me había propuesto alcanzarla había salido ya de Waterbank. El siguiente tren que llegaba iba a Londres. Lo tomé…, todavía sin ningún plan en mente.

En Charing Cross me encontré con un amigo. Me dijo:

—Tienes un aspecto horrible. Vamos a beber algo.

Fui con él. Lo que verdaderamente deseaba era un poco de alcohol; me hizo reaccionar y aclaró mi cabeza. Él siguió su camino y yo seguí el mío. Al cabo de poco tiempo, ya había decidido lo que haría.

En primer lugar, decidí renunciar a mi puesto en la policía, por un motivo que ahora enunciaré. En segundo lugar, tomé una habitación en una pensión. Ella sin duda regresaría a Londres e iría a mi casa para averiguar qué me había pasado. Entregar a la justicia a la mujer a la que quería era un deber demasiado cruel para un pobre hombre como yo. Prefería abandonar las fuerzas de la policía. Por otro lado, si ella y yo nos encontrábamos antes de que el tiempo me hubiera ayudado a dominarme, tenía el horrible temor de que fuera yo quien me convirtiera ahora en un asesino y la matara, allí y entonces. La muy traidora no sólo me había embaucado para que me casara con ella, sino que había hecho que una inocente se viera involucrada en el asesinato.

Aquella misma noche hallé una forma de aclarar las dudas que todavía asaltaban mi mente. Escribí al rector de Roth, informándole de que me había prometido con ella y preguntándole si podía decirme (en consideración a mi situación) cuáles habían sido las relaciones que había podido tener ella con una persona llamada John Zebedee.

Recibí su respuesta a vuelta de correo:

«SEÑOR: Dadas las circunstancias, creo que me siento obligado a decirle confidencialmente lo que amigos y personas queridas de Priscilla han mantenido en secreto por su bien.

Zebedee estuvo trabajando en esta comunidad. Lamento tener que decir esto de un hombre que ha conocido un fin tan miserable, pero su comportamiento con Priscilla demuestra que fue un canalla depravado y sin corazón. Se prometieron y, debo añadir con indignación, él intentó seducirla con la promesa de matrimonio. La virtud de ella se le resistió, y él fingió estar avergonzado de sí mismo. Se publicaron las amonestaciones en mi iglesia. Al día siguiente, Zebedee desapareció y la abandonó cruelmente. Era un buen sirviente, y supongo que halló trabajo en otro lugar. Dejo que imagine usted lo que la pobre muchacha sufrió bajo el ultraje infligido. Fue a Londres con mi recomendación, respondió al primer anuncio que vio y fue lo bastante desafortunada como para iniciar su carrera en el servicio doméstico en la misma pensión en la cual (como he deducido por la noticia de su asesinato en los periódicos) aquel hombre, Zebedee, llevó a la persona con quien se había casado tras abandonar a Priscilla. Puede usted estar seguro de que se unirá usted a una excelente muchacha, y acepte mis mejores deseos de felicidad». De esto se deducía claramente que ni el rector ni los padres y amigos sabían nada de la compra de la navaja. El único desgraciado que sabía la verdad era el hombre que le había pedido que fuera su esposa.

Me debía a mí mismo —o al menos esto me parecía— no dar motivos para pensar que yo también la había abandonado mezquinamente. Por terrible que fuera la perspectiva, comprendí que debía verla de inmediato y por última vez.

Ella estaba trabajando cuando entré en su habitación. Al abrir la puerta saltó bruscamente en pie. Sus mejillas enrojecieron y sus ojos llamearon con furia. Di un paso…, y ella vio mi rostro. Esto la hizo guardar silencio.

Hablé con el menor número de palabras que pude encontrar.

—Estuve en la cuchillería de Waterbank —dije—. Allí está la inscripción inacabada de la navaja, completada con tu letra. Una palabra mía podría hacer que te colgaran. Dios me perdone…, no puedo decir esa palabra.

Su rostro adquirió un terrible color de arcilla. Sus ojos se clavaron fijamente en mí, como los ojos de una persona que sufre un ataque. Permaneció allí de pie, inmóvil y en silencio. Sin decir nada más, dejé caer la inscripción en el suelo. Sin decir nada más, me fui.

No volví a verla nunca.

VIII

Pero supe de ella unos pocos días más tarde. Quemé la carta hace mucho tiempo. Desearía haberla olvidado también. Sigue grabada en mi memoria. Si muero con todas mis facultades mentales intactas, la carta de Priscilla será mi último recuerdo sobre la tierra.

En sustancia repetía lo que el rector ya me había dicho. Además, me informaba de que había comprado la navaja como un regalo a Zebedee, en lugar de una navaja similar que él había perdido. La compró el sábado y la dejó para que la grabasen. El domingo se publicaron las amonestaciones. El lunes él la había abandonado; y ella arrebató la navaja de la mesa del grabador mientras este todavía trabajaba en ella.

Sólo sabía que Zebedee estaba añadiendo nueva leña al insulto que le había infligido cuando se presentó en la pensión con su esposa. Sus deberes como cocinera la mantenían en la cocina, y Zebedee nunca descubrió que ella estaba en la casa. Todavía recuerdo las últimas líneas de su confesión:

«El diablo entró en mí cuando probé su puerta, en mi camino a mi habitación, y descubrí que no estaba cerrada, y escuché un poco y miré en su interior. Los vi a la mortecina luz de la vela: el uno durmiendo en la cama, la otra durmiendo junto a la chimenea. Tenía la navaja en la mano y se me ocurrió hacerlo de tal modo que la colgaran a ella por el asesinato. No pude sacar de nuevo la navaja cuando lo hube hecho. ¡Imagínate! Te amaba realmente…, no te dije sí porque pensaba que difícilmente podías enviar a la horca a tu propia esposa si alguna vez descubrías quién mató a Zebedee».

Desde entonces jamás he vuelto a saber de Priscilla Thurlby; no sé si vive o ha muerto. Mucha gente puede pensar que soy yo quien merece ser colgado por no haberla llevado a la horca. Puede que quizá se sientan decepcionados cuando lean esta confesión y sepan que he muerto decentemente en mi cama. No les culpo. Soy un pecador arrepentido. Adiós para siempre a todos los buenos cristianos piadosos.

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