domingo, 2 de octubre de 2022

SENTIMIENTOS FILIALES DE UN PARRICIDA Marcel Proust



SENTIMIENTOS FILIALES DE UN PARRICIDA

Marcel Proust

Cuando murió el padre del señor Van Blarenberghe, hace unos meses, recordé que mi madre había conocido mucho a su mujer. Tras la muerte de mis padres yo soy (en un sentido que estaría fuera de lugar precisar ahora y aquí) menos yo mismo, ante todo hijo de ellos. Sin alejarme de mis propios amigos, cada vez tengo más voluntad de acercarme a los amigos de ellos. Y las cartas que escribo ahora en su mayoría son las que, creo, hubieran escrito ellos, que ya no pueden escribir, y que yo escribo en el lugar de ellos, felicitaciones, pésames sobre todo a amigos de ellos que con frecuencia ni siquiera conozco. Así pues, cuando la señora Van Blarenberghe perdió al marido, quise testimoniarle la tristeza que mis padres hubieran sentido. Recordé que, hace ya bastantes años, en casa de amigos comunes, había comido con el hijo. Y a él le escribí, por así decirlo, en nombre de mis padres muertos, más que en el mío propio. Recibí en respuesta la hermosa carta que sigue, llena de un gran amor filial. He creído que semejante testimonio, con el significado que recibió del drama que tan cerca habría de seguirle, y con el significado que este le aporta, ha de ser hecho público. He aquí esa carta:

Timbrieux, Joselin (Morbihan).

24 de septiembre de 1906.

Siento mucho, estimado señor, no haber podido agradecerle antes la simpatía que, ante mi dolor, Ud. me expresara. Quiera Ud. excusarme por ello; la pena ha sido tal que, por consejo de mis médicos, no he hecho sino viajar sin pausa. Sólo ahora retomo, con gran tristeza, mi ordinaria vida. Aunque tardíamente, quiero expresarle cuán sensible he sido al fiel recuerdo que Ud. ha guardado de nuestras antiguas y excelentes relaciones; así como a los sentimientos que lo llevaron a comunicarse conmigo, y con mi madre, en nombre de sus mayores, tan prematuramente desaparecidos. No he tenido personalmente el honor de conocerlos más que mínimamente, pero sé cuánto apreciaba mi padre al suyo, y qué placer sentía mi madre cada vez que se encontraba con la señora de Proust. Encuentro extremadamente sensible y delicado que Ud. nos haya enviado, en nombre de ellos, un mensaje de ultratumba.

Próximamente regresaré a París y, si consigo superar la sed de aislamiento que me ha provocado la desaparición de la persona que hasta ahora acaparaba todo el interés de mi vida, y que era toda mi alegría, me agradaría mucho estrechar su mano y conversar con Ud. sobre tiempos idos.

Suyo con todo afecto,

H. van Blarenberghe

Esa carta me conmovió mucho, me apiadé de quien así sufría, me apiadé de él y también lo envidié: tenía aún a su madre para consolarse, consolándola. Y si no respondí a los intentos que él hacía para verme fue porque materialmente estaba impedido de hacerlo. Pero, sobre todo, esa carta cambió, en un sentido simpático, el recuerdo que yo conservaba de él. Las buenas relaciones a las que hacía alusión en la

carta eran en realidad relaciones banales, mundanas. Yo casi no había tenido ocasión de hablar con él en la mesa en la que comimos juntos, pero la extrema distinción espiritual de los dueños de casa era una garantía segura de que Henri van Blarenberghe, bajo la apariencia un poco convencional y quizás representativa de su medio, significativa de su propia personalidad, escondía una naturaleza original y viva. Por lo demás, entre esas extrañas instantáneas de la memoria que nuestro cerebro, tan pequeño y tan vasto, almacena en número prodigioso, si busco, entre aquellas en las que figura Henri van Blarenberghe, la instantánea que me parece más neta, aparece siempre un rostro sonriente, sonriente sobre todo la mirada, que él tenía singularmente fina, la boca aún entreabierta tras haber lanzado una fina réplica. Agradable y muy distinguido, es así como lo «vuelvo a ver» como se dice con razón. Nuestros ojos intervienen más de lo que se cree en esa exploración activa del pasado que llamamos recuerdo. Si usted, en el momento en que su pensamiento va en busca de algo pasado para fijarlo, devolverlo un momento a la vida, mira los ojos de aquel que hace un esfuerzo para recordar, verá que inmediatamente se han vaciado de las formas que los rodean y que hace sólo un instante reflejaban. «Tienes una mirada ausente, estás en otro lado», decimos, y sin embargo, no vemos el otro lado del fenómeno, que entonces, se consuma en el pensamiento. Los ojos más bellos del mundo ya no nos tocan por su belleza, ya no son más que, para retomar una expresión de H. G. Wells, «máquinas para explorar el Tiempo», telescopios de lo invisible, que alcanzan un objetivo cada vez más lejano a medida que se envejece. Sentimos entonces, ante la venda que el recuerdo nos pone a través de la fatiga, que la mirada nos introduce adaptaciones a tiempos tan diversos, con frecuencia muy lejanos; por la mirada avejentada de los viejos, sabemos que su trayectoria, atravesando «la sombra de los hornos» vividos, va a aterrizar, algunos pasos delante de ellos, en realidad, cincuenta o sesenta años antes. Yo recuerdo de qué modo los encantadores ojos de la princesa Matilde cambiaban su belleza, cuando ellos se fijaban sobre una u otra imagen que habían depositado ellos mismos sobre su retina y en su recuerdo tales grandes hombres, tales grandes espectáculos del comienzo del siglo, y era esta imagen la que emanaba de ellos, la que ella veía y la que nosotros no veremos nunca. Yo experimentaba entonces una sensación sobrenatural en esos momentos en los que mi mirada reencontraba la de ella que, a través de una línea corta y misteriosa, en una actividad de resurrección, unía el presente con el pasado.

Agradable y distinguido, decía, era así como yo volvía a ver a Henri de Blarenberghe en una de las mejores imágenes que mi memoria ha conservado de él. Pero, tras haber recibido esa carta, retomaba esa imagen del fondo de mi recuerdo, interpretando, en el sentido de una sensibilidad más profunda, de una mentalidad menos mundana, ciertos elementos de la mirada o de los rasgos que pudieran en efecto conllevar una acepción más interesante y generosa que aquella en la cual me había detenido. En fin, habiéndole pedido hacía poco informaciones sobre un empleado de los

Ferrocarriles del Estado (el señor van Blarenberghe era presidente del Concejo de Administración de los mismos) por quien un amigo mío se interesaba, recibí de él la siguiente respuesta que, escrita el 12 de enero último, no me llegó, debido a un cambio de domicilio, hasta el 17 de enero, no hace aún quince días, menos de ocho días antes del drama:

Calle Bienfaisance, 48.

12 de enero, 1907.

Estimado señor: me he informado en la Compañía Férrea del Este sobre la persona del Sr… y su eventual domicilio. No se ha encontrado nada. Si está Ud. seguro del nombre, quien lo llevaba ha desparecido de la Compañía sin dejar trazas; no ha de haber estado ligado a ella sino de una manera provisoria y accesoria.

Me apenan las noticias que Ud. me brinda sobre el estado de su salud tras la muerte tan prematura y cruel de sus padres. Si ello puede ser un consuelo para Ud., le diré que, yo también, estoy mal física y moralmente por el quebrantamiento que me ha causado la muerte de mi padre. Pero… hay que esperar siempre… No sé lo que me reservará el año 1907, pero esperemos que el mismo nos traiga a uno y a otro alguna mejora, y que dentro de algunos meses podamos vernos.

Reciba, le ruego, el sentimiento de mi simpatía.

H. van Blarenberghe.

Cinco o seis días después de haber recibido esa carta, recordé, al despertar, que debía contestarla. Hacía uno de esos fríos inesperados, que son como las «grandes mareas» del cielo, y que traspasaban todos los diques que las grandes ciudades erigen entre nosotros y la naturaleza que viene a golpear a nuestras ventanas cerradas, penetrando hasta nuestros dormitorios, haciendo sentir a nuestras temblorosas espaldas, con un contacto vivificante, el regreso ofensivo de las fuerzas elementales. Días turbados por bruscos cambios barométricos, por sacudimientos graves. Ninguna alegría en medio de tanta fuerza. Ya llovía en nosotros la nieve que iba a caer y las cosas mismas, como en el hermoso verso de André Rivoire, parecía que «esperaban la nieve». Mientras «una depresión avanza hacia las Baleares», como decían los diarios, Jamaica comienza a temblar y al mismo tiempo en París, los que sufren dolor de cabeza, los resfriados, los reumáticos, los asmáticos, los nerviosos, también sí, los locos, entran en crisis, a tal punto los nerviosos están unidos aun en los puntos más lejanos del universo por lazos de una solidaridad que ellos desearían fuese menos estrecha. Si la influencia de los astros, sobre algunos de ellos por lo menos, debe ser un día reconocida (Framery, Pelletean, citados por Brissaud) a quién mejor aplicada que a los nerviosos el verso del poeta:

«Largos hilos sedosos lo unen a las estrellas». Al despertar, me disponía a contestar a Henri van Blarenberghe. Pero antes de hacerlo, quise echar un vistazo a Le Figaro, proceder a ese acto abominable y voluptuoso que se llama «leer el diario» gracias al cual todas las desgracias y cataclismos del universo durante los últimas venticuatro horas, las batallas que le han costado la vida a cincuenta mil hombres, los crímenes, las huelgas, las bancarrotas, los incendios, los envenenamientos, los suicidios, los divorcios, las crueles emociones del hombre de Estado y del actor, nos son transmitidos, para nuestro uso personal, a nosotros, que no somos parte interesada, en un regalo matinal, asociándose excelentemente, de una manera particularmente excitante y tónica, a la recomendada ingestión de algunos sorbos de café con leche. Habiendo roto de una manera indolente la frágil faja de mi Le Figaro, lo único que me separaba de toda la miseria del globo y de las primeras noticias sensacionales en las cuales el dolor de tantos seres «entra como elemento», esas noticias sensacionales que tendremos el placer de comunicar de inmediato a quienes aún no han leído el diario, nos sentimos alegremente unidos a la existencia que, en el primer instante del despertar, nos parece inútil conocer. Y si por un momento alguna cosa como una lágrima moja nuestros ojos satisfechos, se debe a frases como esta: «Un silencio impresionante oprime los corazones, los tambores resuenan en los campos, las tropas presentan armas, un inmenso clamor resuena: ¡Viva Fallieres!».

He aquí lo que nos arranca un llanto, un llanto que negaríamos a una desgracia cercana a nosotros. ¡Viles comediantes a quienes sólo hace llorar el dolor de Hércules, y menos que eso, el viaje del Presidente de la República! Esa mañana, la lectura del Le Figaro no me fue grata. Acababa de recorrer con una agradable ojeada las erupciones volcánicas, las crisis ministeriales y los duelos de apaches, y había comenzado con calma la lectura de una noticia de policía cuyo título, «Un drama de la locura», podía vivificar las energías matinales cuando de golpe vi que la víctima era la señora de Blarenberghe, que el asesino, quien se había suicidado, era su hijo Henri van Blarenberghe, cuya carta yo aún tenía a mi lado, para contestar: «Esperemos siempre… no sé qué me reserva 1907, pero esperemos que nos traiga una paz…» etc. ¡Sí, había que esperar siempre! ¡No sé lo que me reserva 1907! La vida no había tardado en responderle. 1907 no había aún dejado caer su primer mes del porvenir en el pasado, cuando ya le había dado su presente, fusil, revolver y puñal, cubierto, su espíritu, con el velo que Atenea echaba sobre el espíritu de Ajax a fin de que él masacrara pastores y tropillas en el campo de los griegos, sin saber lo que hacía. «Soy yo quien ha echado imágenes mentirosas en sus ojos. Y él se ha arrojado, golpeando aquí y allí, pensando matar con sus propias manos a las Atridas, ya sobre una, ya sobre otra. Y yo, excité al hombre hacia su demencia furiosa y lo empujé hacia la emboscada; y él entró allí, la cabeza empapada de sudor y las manos ensangrentadas». Cuando los locos golpean, no saben lo que hacen, luego, pasada la crisis, qué dolor. Tekmessa, la mujer de Ajax, le

dijo: «Terminó su locura, su furor cayó como el aliento de Motos. Pero habiendo recobrado su espíritu, ahora lo atormenta un nuevo dolor, pues contemplar los propios males cuando nadie los ha causado sino uno mismo, multiplica amargamente los dolores. Cuando se entera de lo que ha pasado, se lamenta en lúgubres aullidos, él que decía cuán indigno de un hombre es llorar. Queda parado, inmóvil, gritando, y meditando algún negro destino contra sí mismo».

Pero cuando el acceso ha pasado para Henri van Blarenbergh no son las tropillas y los pastores a quienes tiene ante él. El dolor no mata en un instante, pues él no muere al ver a su madre asesinada ante él, él no muere al escuchar a su madre agonizante decirle, como la princesa Andrea de Tolstoi «¡Henri, qué has hecho de mí, qué has hecho de mí!». Luego, la desgraciada, cubierta de sangre, levantó sus brazos en el aire y se desplomó, la cara hacia delante…

Las domésticas horrorizadas bajaron pidiendo socorro. Poco después, cuatro agentes de policía forzaron las puertas de la habitación del asesino, cerradas con cerrojo. Además de las heridas que se había producido con el cuchillo, tenía la mitad de la cara destrozada por un balazo. Un ojo colgaba sobre la oreja.

Aquí ya no es en Ajax en quien pienso. En «ese ojo que cuelga sobre la oreja» reconozco, arrancado en el gesto más terrible que nos ha legado la historia del sufrimiento humano, ¡el ojo mismo del desgraciado Edipo! «Edipo se precipita con grandes gritos, va, viene, pide una espada… Profiriendo horribles gritos, se arroja contra los dobles portones, arranca los brazos de grandes cruces, se arroja en la habitación en la que ve a Jocasta colgada de la cuerda que la ha ahorcado.

Y al verla, el desgraciado se estremece de horror, corta la cuerda, el cuerpo de su madre cae a tierra. Entonces, él arranca los adornos de oro del vestido de Jocasta, se perfora los ojos abiertos diciendo que ellos ya no verán los males que él ha sufrido y las desgracias que él ha causado y lanza imprecaciones mientras golpea aun más sus ojos con los párpados alzados y la sangre de sus pupilas cae por sus mejillas, en una lluvia, una granizada de sangre negra. Clama que se muestre a todos los Cadmeos el parricidio. Quiere ser echado de esta tierra. ¡Ah! La antigua felicidad era así nombrada por su verdadero nombre. Pero a partir de ese día, nada le falta a todos los males que tienen un nombre. Los gemidos, el desastre, la muerte, el oprobio». Y al recordar el dolor de Henri van Blarenberghe cuando él vio a su madre muerta, pienso también en otro loco desgraciado, en Lear, quien estrecha contra sí el cadáver de su hija Cordelia. ¡Oh, ella ha partido para siempre! Lila está muerta como la tierra. ¡No, no, ya nada de vida! ¿Por qué un perro, un caballo, una rata tienen la vida, cuando tu has perdido tu

aliento? «¡No volverás nunca más! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Mira! ¡Mira sus labios! ¡Mírala! ¡Mírala!».

A pesar de sus horribles heridas, Henri van Blarenberghe no murió enseguida. Y yo no puedo impedir encontrar muy cruel (a pesar de que puede ser útil, ¿sabemos en realidad cómo fue el drama? Recordad a los hermanos Karamazov) el gesto del comisario de policía. «El desgraciado no ha muerto. El comisario lo toma por los hombros y le habla: “¿Me oye? Responda”. El asesino abre el ojo intacto, parpadea una vez y recae en el coma». A ese cruel comisario tengo ganas de repetirle las palabras con las que Kent, en la escena del Rey Lear que cité antes, ahora detiene a Edgar quien quería despertar a Lear ya desvanecido: «¡No! ¡No tortures su alma! ¡Oh, déjalo partir!. Sólo quien lo odie puede tratar de que se prolongue esa ruda vida».

El lector debe comprender por qué yo he repetido con insistencia esos grandes nombres trágicos, sobre todo los de Ajax y Edipo, y por qué he publicado esas cartas y escrito estas páginas. He querido mostrar en qué pura, en qué religiosa atmósfera de belleza moral tuvo lugar esa explosión de locura y sangre que lo empapa sin mancharlo. He querido airear la habitación del crimen con un soplo que viene del cielo, mostrar que la crónica de esos crímenes es también, exactamente, uno de esos dramas griegos cuya representación es casi una ceremonia religiosa y que el pobre parricida no es un criminal bruto, un ser fuera de la humanidad sino un noble ejemplar de la humanidad, un hombre de espíritu esclarecido, un hijo tierno y pío, que la ineluctable fatalidad —digamos la patología para hablar como lo hace todo el mundo— ha arrojado —el más desgraciado de los mortales— en un crimen y una expiación dignos de volverse ilustres.

«Creo difícilmente en la muerte» dice Michelet en una página admirable. Es cierto que lo dice a propósito de una medusa, de la que la muerte, tan poco distinta a la vida, no tiene nada de increíble, de suerte que uno puede preguntarse si Michelet no ha hecho sino usar en la frase esa «reserva de ingredientes» que todos los grandes escritores guardan en su despensa y que les permite servir a sus clientes, el plato que ellos, aun de manera imprevista, reclamen. Pero si yo puedo creer sin dificultad en la muerte de una medusa, no puedo creer fácilmente en la muerte de una persona, incluso en el simple eclipse, en la simple decadencia de su razón. Nuestro sentimiento de la continuidad del alma es el más fuerte. ¿Qué es lo verdadero?

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