JO NESBØ nació en Oslo en 1960.
Graduado en Economía, antes de dar el salto a la literatura fue cantante,
compositor y agente de Bolsa. Desde que en 1997 publicó El murciélago, la
primera novela de la serie del policía Harry Hole, ha sido aclamado como el mejor
autor de novela policíaca de Noruega, un referente de la última gran hornada de
autores del género negro escandinavo.
En la actualidad cuenta con más
de 28 millones de ejemplares vendidos internacionalmente. Sus novelas se han
traducido a 51 idiomas y los derechos cinematográficos se han vendido a los
mejores productores.
***Las cosas no le van nada bien a Harry Hole La única mujer a la que ha logrado amar, Rakel, lo ha echado de su vida. Ha sido readmitido en la policía de Oslo, sí, pero en un departamento infecto, lejos de los casos que sí quiere investigar: por ejemplo, devolver a la cárcel a Svein Finne, el sanguinario violador múltiple al que atrapó hace un puñado de años y que acaba de cumplir condena. AMBOS DESEAN UNA VENGANZA ATROZ Cuando todo va mal, aún puede ir a peor. Porque Harry ha vuelto a beber. Despierta una mañana sin recordar nada de lo sucedido la noche anterior y con las manos manchadas de sangre. Le tocará entrar de bruces en una pesadilla interminable en la que todas las salidas conducen a la muerte. NUNCA SE ENFRENTÓ A UN CASO TAN OSCURO La caza final ha empezado, aunque no está claro quién es la presa. Cuchillo es la novela más salvaje protagonizada por Harry Hole: ha tomado un camino para el que no hay ya vuelta atrás.
Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.
***
Cuchillo
Harry Hole Nº12
LAS COSAS NO LE VAN NADA BIEN A
HARRY HOLE
La única mujer a la que ha
logrado amar, Rakel, lo ha echado de su vida. Ha sido readmitido en la policía
de Oslo, sí, pero en un departamento infecto, lejos de los casos que sí quiere
investigar: por ejemplo, devolver a la cárcel a Svein Finne, el sanguinario
violador múltiple al que atrapó hace un puñado de años y que acaba de cumplir
condena.
AMBOS DESEAN UNA VENGANZA ATROZ
Cuando todo va mal, aún puede
ir a peor. Porque Harry ha vuelto a beber. Despierta una mañana sin recordar
nada de lo sucedido la noche anterior y con las manos manchadas de sangre. Le
tocará entrar de bruces en una pesadilla interminable en la que todas las
salidas conducen a la muerte.
NUNCA SE ENFRENTÓ A UN CASO TAN
OSCURO
La caza final ha empezado,
aunque no está claro quién es la presa. Cuchillo es la novela más salvaje
protagonizada por Harry Hole: ha tomado un camino para el que no hay ya vuelta
atrás.
Un vestido deshilachado se
agitaba en la rama de un pino podrido. El anciano rememoró una canción de su
juventud que hablaba de un vestido tendido a secar. Pero ese vestido no ondeaba
al viento del sur como el de la canción, sino en la corriente helada de un río.
Ahí, en el fondo del río, todo estaba en silencio. Aunque eran las cinco de la
tarde de un día de marzo, y según el parte meteorológico el cielo estaba
despejado, allí llegaba muy poco de la luz del sol tras pasar por el filtro de
una capa de hielo y cuatro metros de agua. Por eso el pino y el vestido se
encontraban en una extraña penumbra verdosa. Era un vestido de verano, pensó,
blanco con lunares azul claro. Puede que hubiera sido de algún color vivo, no
sabía, dependía de cuánto tiempo llevara atrapado en la rama. El vestido
oscilaba en la imparable corriente, que lo lavaba y lo acariciaba cuando el río
llevaba poca agua, y que tiraba de él y lo rasgaba cuando la corriente era
intensa, y lo rompía en pedazos. El anciano pensó que, visto así, el vestido
deshilachado era como él. Una vez ese vestido había tenido valor para alguien,
para una joven o una mujer, para la mirada de un hombre o los brazos de un
niño. Pero ahora estaba igual que él mismo, perdido, extraviado, sin sentido,
atrapado, detenido, mudo. Solo era cuestión de tiempo que la corriente
arrancara el último resto de lo que había sido en el pasado.
—¿Qué miras? —oyó decir a sus
espaldas.
Desafiando sus dolores
musculares, giró la cabeza y alzó la mirada. Advirtió que era un cliente nuevo.
El viejo estaba perdiendo la memoria, pero nunca olvidaba una cara que hubiera
pasado por Simensen Caza & Pesca. Ese cliente en particular no quería ni
armas, ni municiones. Con un poco de práctica aprendías a interpretar su
mirada, sabías quiénes pertenecían a esa parte de la humanidad que había
perdido el instinto asesino: los rumiantes. No compartían el secreto de la otra
mitad según el cual no hay nada que haga sentirse más intensamente vivo a un
hombre que introducir una bala en un mamífero grande y cálido. El viejo apostó
a que el cliente venía en busca de una cuchara de pesca o de las cañas que
colgaban de los anaqueles, encima y debajo de la gran pantalla de televisión,
tal vez una de las cámaras de caza que estaban al final de la tienda.
—Está mirando el río Haglebu.
—Fue Alfons quien contestó. Su yerno se había aproximado y se balanceaba sobre
los talones, las manos metidas en los bolsillos del largo chaleco de cuero que
siempre llevaba en el trabajo—. El verano pasado pusimos una cámara submarina
en colaboración con el fabricante. Así que ahora tenemos retransmisión en
directo, las veinticuatro horas, de la escalera de peces que pasa por la
cascada de Norafoss y vemos el momento preciso en el que los salmones empiezan
a ascender por el río.
—¿Y cuándo es eso?
—Hay unos pocos peces
despistados en abril y mayo, pero la avalancha no se produce hasta junio. La
trucha tiene que desovar antes que el salmón.
El cliente sonrió al anciano.
—Empiezas un poco pronto, ¿no?
¿O ya has visto algún pez?
El viejo abrió la boca. Pensó
las palabras que quería pronunciar, no las había olvidado. Pero no consiguió
decir nada. Cerró la boca.
—Afasia —dijo Alf.
—¿Qué?
—Infarto cerebral. No habla.
¿Buscas algo para pescar?
—Una cámara de caza —dijo el
cliente.
—¿Así que eres cazador?
—Pues no, la verdad. Encontré
unos excrementos junto a mi cabaña, en Sørkedalen, y no se parecían a nada que
hubiera visto antes, así que hice una foto, la publiqué en Facebook y pregunté
qué era. Enseguida me respondieron unos montañeros. Un oso. ¡Un oso! En el
bosque, a veinte minutos en coche y media hora a pie de aquí, en el centro de
la capital de Noruega.
—Es fantástico.
—Depende de lo que quieras
decir con fantástico. Como ya he dicho tengo allí mi cabaña, llevo a mi
familia. Quiero que alguien le pegue un tiro al bicho ese.
—Soy cazador, así que entiendo
perfectamente lo que quieres decir, pero sabes que incluso en Noruega, donde
hace unos años había muchos osos, no se ha registrado prácticamente ningún
ataque mortal en los últimos doscientos años.
Once, pensó el viejo. Once
personas desde 1800. El último en 1906. Puede que hubiera perdido la capacidad
de hablar y la motricidad, pero no la memoria. Y siempre tenía las ideas
claras. Bueno, casi siempre. A veces se desconcertaba un poco, entonces veía
que su yerno Alf y su hija Mette intercambiaban miradas y comprendía que se
había liado. Al principio, cuando se hicieron cargo de la tienda que él había
fundado y administrado durante cincuenta años, resultaba útil. Pero ahora, después
del último derrame, solo estaba ahí sentado. No es que fuera para tanto. No,
después de la muerte de Olivia ya no le pedía mucho a lo que le quedara de
vida. Le bastaba con poder estar cerca de la familia, comer caliente todos los
días, sentarse en una silla en la tienda y observar una pantalla de televisión,
un programa infinito, sin sonido, en el que las cosas sucedían a su ritmo,
donde lo más emocionante que podía ocurrir era que el primer salmón listo para
desovar ascendiera por la escalera de peces.
—Pero eso no quiere decir que
no pueda volver a ocurrir. —El viejo oía la voz de Alf, que se había llevado al
cliente hacia el expositor de las cámaras de caza—. Por mucho que ese animal
parezca un osito de peluche, todos los carnívoros matan. Claro que debes
hacerte con una cámara, así sabrás si el animal se ha instalado cerca de tu
cabaña o solo pasaba por allí. Por cierto que el oso pardo sale de su guarida
más o menos por estas fechas, y está hambriento. Así que pon una cámara donde
encontraste los excrementos, o junto a la cabaña.
—¿Y la cámara va dentro de la
caja nido para pájaros?
—Esta caja nido, como tú la
llamas, protege del viento y la lluvia y de animales curiosos. Es una cámara
sencilla y económica. Funciona con una lente de Fresnel que detecta los
infrarrojos que emite el calor que desprende el animal, una persona o cualquier
otra cosa. Cuando se altera su entorno, la cámara se enciende automáticamente.
El viejo escuchaba solo a
medias, porque algo había captado su atención. Algo que ocurría en la pantalla.
No veía lo que era, pero la pantalla verde había adquirido un tono más claro.
—La grabación se almacena en
una memoria USB que lleva la cámara, luego puedes verla en el ordenador.
—Eso es fantástico.
—Sí, pero tienes que ir en
persona a comprobar la cámara para ver si hay imágenes grabadas. Si optas por
este modelo, un poco más caro, recibirás un mensaje de texto en tu teléfono
cada vez que se tomen fotos. La alternativa es este modelo puntero que también
tiene una memoria USB, pero además te manda la grabación directamente al
teléfono o a tu dirección de correo electrónico. Puedes quedarte en el salón de
tu casa y solo ir cambiar las pilas de la cámara de vez en cuando.
—¿Y si el oso aparece de noche?
—Las cámaras tienen luces Black
Led o White. Luz invisible que evita que el animal se asuste.
Luz. El viejo la vio
claramente. Era un haz de luz que entraba siguiendo la corriente por la
derecha. Atravesó la luz verde, iluminó el vestido, y por un instante
sobrecogedor imaginó a una chica que por fin vuelve a la vida y baila de
felicidad.
—¡Parece ciencia ficción!
El anciano abrió la boca cuando
vio aparecer una nave espacial en la pantalla. El interior estaba iluminado y
flotaba a un metro y medio del lecho del río. Arrastrada por la corriente impactó
con una gran roca y, a cámara lenta, giró mientras las luces de los faros
barrían el fondo del río, y, cuando iluminaron la cámara, deslumbraron al viejo
un instante. Por fin la embarcación flotante quedó atrapada entre las gruesas
ramas del pino y se detuvo por completo. El anciano sintió que se le aceleraba
el corazón. Era un coche. La luz del interior estaba encendida y pudo ver que
el coche estaba lleno de agua casi hasta el techo. Y había alguien dentro. Una
persona que estaba incorporada sobre el asiento del conductor mientras
presionaba con desesperación la cabeza hacia el techo, era evidente que para
respirar. Una de las ramas podridas que sujetaba el coche se partió y la
corriente la arrastró.
—Las imágenes no son tan
nítidas y definidas como las que proporciona a la luz del día, y son en blanco
y negro. Pero si la lente no está cubierta de vaho o algún otro impedimento,
podrás ver a tu oso, sí.
El viejo pegaba patadas al
suelo intentando llamar la atención de Alf. La persona del coche pareció coger
aire y bucear. Su cabello corto de punta oscilaba y tenía las mejillas
infladas. Golpeó con las dos manos la ventanilla del lado de la cámara, pero el
agua le restaba fuerza al impacto. El viejo había clavado los brazos en la
silla e intentaba ponerse de pie, pero los músculos no le obedecían. Se fijó en
que una de las manos tenía el dedo corazón gris. El hombre dejó de dar golpes y
estampó la frente en el cristal. Parecía que se había rendido. Otra rama se
partió y la corriente siguió tirando sin descanso para soltar el coche, pero el
pino aún no quería dejarlo ir. El viejo miró fijamente el rostro atormentado
que se pegaba al interior de la ventanilla. Ojos azules desorbitados. Una
cicatriz dibujaba un arco amoratado desde la comisura del labio hasta la oreja.
El viejo había logrado levantarse de la silla y dio dos pasos tambaleantes
hacia la estantería de las cámaras de caza.
—Perdón —le dijo Alf al
cliente—. ¿Qué pasa, padre?
El anciano gesticuló hacia el
televisor que tenía a su espalda.
—¿De verdad? —dijo Alf
incrédulo y se acercó con paso rápido al televisor.
—¿Peces?
El viejo negó con la cabeza y
volvió a girarse hacia la pantalla. El coche. Había desaparecido. Y todo volvía
a ser como antes. El fondo del río, el pino muerto, el vestido, la luz verde
que atravesaba el hielo. Como si no hubiera ocurrido nada. El viejo volvió a
dar patadas al suelo y señaló la pantalla.
—Vamos, tranquilo padre. —Alf
le dio una amistosa palmadita en la espalda—. Es pronto para que desoven. Ya lo
sabes —dijo, y volvió con el cliente a las cámaras de caza.
El viejo miraba a los dos hombres que le daban la espalda mientras la
desesperación y la ira lo invadían. ¿Cómo podría explicar lo que acababa de
ver? El médico había dicho que cuando el derrame afectaba tanto al lóbulo
frontal como al lóbulo parietal no solo interfería en la capacidad de hablar,
sino que con frecuencia se veía mermada la capacidad de comunicarse en general.
También la escritura o los gestos. Volvió a la silla con paso inseguro. Miraba
el río que fluía y fluía. Impertérrito. Impasible. Inalterable. Pasados un par
de minutos notó que su corazón latía con más calma. Quién sabe, tal vez no
hubiera ocurrido. Quizá solo fuera un breve atisbo del siguiente paso hacia la
oscuridad total de la vejez. O, en este caso, su colorido mundo de
alucinaciones. Observó el vestido. Por un instante, cuando creyó que lo
iluminaban los faros del coche, le pareció que veía a Olivia bailando con ese
vestido. Y tras la ventanilla del coche, en el interior iluminado, había distinguido
una cara que había visto antes.
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