Jo Nesbø
El
doctor Proctor y el gran robo
Doctor Proctor-4
UN ROBO ALGO MÁS MODESTO
Es una noche de lluvia en Oslo y
la ciudad está silenciosa y dormida. ¿O no está tan dormida? Una gota de lluvia
cae sobre el reloj de la torre del ayuntamiento y durante un buen rato se
aferra a la punta de la manecilla larga, pero al final se suelta y se precipita
veinte pisos hacia el suelo. Allí choca contra el asfalto con un suave «plas» y
empieza a correr por las vías del tranvía junto con las demás gotas de lluvia.
Si seguimos a esta gota en su ruta hacia las cloacas, oímos un leve ruido en el
silencio. Un ruido que aumenta un poco en el momento en que la gota cae por la
boca de la alcantarilla y se adentra en el sistema de cloacas de Oslo, donde la
oscuridad es aún más densa. Acompañamos a la gota y empezamos a navegar por las
aguas sucias y pestilentes que corren por las tuberías. Unas son pequeñas y
estrechas, otras tan grandes que puedes ponerte de pie dentro, y se cruzan y
entrecruzan muy por debajo del nivel del suelo de esta ciudad pequeña y modesta
que es la capital de Noruega. Y a medida que este sistema intestinal nos
sumerge en las entrañas de Oslo, el ruido va en aumento.
No es un ruido agradable. La verdad
es que recuerda al dentista.
Recuerda al ruido del taladro
abriéndose paso a través del esmalte de los dientes, de la carne y de los
sensibles nervios, que a veces produce un sonido sordo y otras chilla, según lo
que pille con su cabeza giratoria y dura como el diamante.
Pero tampoco es tan grave, al
menos no es el sonido de la larguísima lengua silbante de una serpiente
anaconda, ni el crujido que produce media tonelada de músculos constrictores al
tensarse, ni el ensordecedor chasquido de una boca del tamaño de un flotador en
el momento en que se cierra sobre su víctima. Si menciono esto es porque corren
rumores de que hay una serpiente como esa por aquí abajo y porque, a la
izquierda, se intuyen unos ojos amarillos y brillantes en la oscuridad. De modo
que si ya te estás arrepintiendo de haberte apuntado, esta es tu oportunidad
para largarte. Solo tienes que cerrar el libro con toda tranquilidad, salir de
puntillas de la habitación o esconderte debajo del edredón y olvidarte de que
alguna vez te hablaron de las cloacas de Oslo, del ruido de los taladros de los
dentistas y de las serpientes que se alimentan de ratas de agua, de niños de
tamaño medio y, a veces, de adultos pequeños, siempre que no tengan mucho pelo
ni barba.
Así que adiós y buena suerte. Y
cierra la puerta al salir.
Ea. Ya solo quedamos nosotros.
Continuamos adentrándonos por
este río sucio que se dirige al oscuro corazón de la ciudad. Ahora el ruido se
convierte en bramido y vemos una luz, aunque es obvio que no estamos ni en el
paraíso ni en el dentista del infierno, sino en un lugar completamente
distinto.
Ante nosotros vemos una
estridente máquina con un disco del que sale un brazo de acero. El brazo se
mete por un agujero que obviamente ha taladrado en el techo de la tubería de la
cloaca.
—We are almost there, lads! —exclama el mayor de los tres hombres
que rodean la máquina e iluminan el agujero con sus linternas.
Los tres van vestidos igual:
botas de cuero negro, vaqueros remangados, camisetas blancas y tirantes. El
mayor lleva, además, un bombín en la cabeza. Aunque justo ahora se lo ha
quitado para enjugarse el sudor, de modo que vemos que todos llevan la cabeza
rapada y una letra tatuada en la frente sobre el ceño cejijunto.
Se oye un leve chasquido y de
pronto el taladro empieza a chillar como un niñato malcriado.
—We are in —exclama el que tiene una B tatuada en la frente,
que a continuación gira un interruptor.
El ruido del taladro se desvanece
poco a poco, el brazo de la grúa desciende y aparece la punta del taladro, que
constituye todo un espectáculo: a la luz de las linternas, reluce como si fuera
el mayor diamante del mundo. Seguramente se debe a que de hecho es el mayor
diamante del mundo, que recientemente ha sido robado de una mina de diamantes
en Sudáfrica.
El tipo que lleva una C tatuada
en la frente coloca una escalera en el agujero y sube corriendo.
Los otros dos lo esperan mirando
expectantes el boquete.
Durante cinco segundos el
silencio es total.
—¿Charlie? —grita el del bombín.
El silencio dura otros tres
segundos.
Pero por fin Charlie vuelve a
aparecer. Le está costando mucho trabajo bajar algo que parece un ladrillo,
solo que es dorado y pesa como el plomo. En el lado tiene grabado un texto:
BANCO NACIONAL DE NORUEGA.
Y debajo, en letras algo más
pequeñas, pone: LINGOTE DE ORO NÚMERO 101.
—Help me, Betty —dice Charlie, y el que tiene tatuada una B
acude corriendo y coge el lingote de oro.
—And the rest? —pregunta el mayor soplándose el polvo del bombín.
Este lleva una A tatuada en la frente, pero justo ahora no se lee muy
bien, porque tiene el ceño tan fruncido que se le arruga la letra.
—That’s all there is, Alfie.
—What?
Como ya habréis notado los más
versados en idiomas, los tres hablan inglés, pero si ahora hacemos como si nos
hubiéramos tomado una de las pastillas multilingües del doctor Proctor, el
resto de la conversación se escucharía así:
—Que solo había este, Alfie, que
la caja fuerte está vacía.
—¿Este es todo el oro que tienen
en este maldito banco nacional? —farfulla el mediano, que se llama Betty, y luego
deja caer el lingote en el maletero de la máquina.
—Tranquilo, Betty —dice Alfie—.
Que este tiene muy buena pinta. Oro puro de cabo a rabo. Habrá que tirar para
casa, chicos.
—¡Chis! —exclama Charlie—.
¿Habéis oído eso?
—¿Qué?
—Ese ruido silbante.
Alfie suspira.
—En las cloacas no hay ruidos
silbantes, Charlie. Ruidos de ratas y ranas, quizá, pero ruidos silbantes no
hay, tronco.
—¡Mirad!
—¿Qué?
—¿No lo habéis visto? ¡Unos ojos
amarillos! Han parpadeado y se han esfumado.
—Rabos rojos de rata y muslos verdes
de rana, quizá —replica Alfie—. Pero ojos amarillos no hay, tron…
Lo interrumpe un atronador
chasquido.
—Hum —dice Alfie acariciándose la
barbilla—. ¿Eso han sido las mandíbulas de una serpiente?
—Sí. Y mamá nos ha pedido que le
llevemos algo bonito de Oslo. ¿Qué os parecería una boa?
—¡Yupi! —exclama Betty sacando
del maletero un pesado mamotreto de hierro.
Luego carga el mamotreto, que no
es un mamotreto sino una metralleta, y dispara. La llamarada del cañón ilumina
la cloaca al tiempo que las balas acribillan las paredes de las tuberías.
Los otros dos iluminan con sus
linternas el lugar en el que Charlie ha visto los ojos amarillos. Pero lo único
que ven es una rata temblorosa, de pie sobre las patas traseras y con la
espalda pegada a la pared.
—Jolines —susurra Betty.
—Ya tenemos lo que hemos venido a
buscar —dice Alfie poniéndose el bombín—. Recoged las cosas, que nos vamos.
Y mientras nosotros continuamos
acompañando a la gota de lluvia por la tubería de la cloaca en su ruta hacia
las depuradoras y el fiordo de Oslo, oímos que los tres hombres meten el equipo
en la máquina y la arrancan.
Pero lo último que oímos es…
Exacto.
Un sssissseo de serpiente.
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