Fantasma
Harry Hole 09
Jo Nesbø
Traducción de
Carmen Montes Cano
y
Ada Elisabeth Berntsen
Carmen Montes Cano
y
Ada Elisabeth Berntsen
PRIMERA
PARTE
1
Los
gritos la llamaban. Penetraban como una lanza sonora todos los demás ruidos
nocturnos del centro de Oslo: el rumor incesante de los coches en la calle, la
sirena que subía y bajaba a lo lejos, las campanas de la iglesia, que acababan
de empezar a repicar. Era ahora, por la noche y a veces antes del alba, cuando
salía a cazar para comer. Olisqueó el sucio linóleo que cubría el suelo de la
cocina. Registró y clasificó rápidamente los olores en las tres categorías:
comestible, amenazador o irrelevante para la supervivencia. El olor agrio de la
ceniza gris del tabaco. El dulce sabor azucarado de la sangre en una bolita de
algodón. El olor amargo a cerveza de la parte inferior de la chapa de Ringnes.
Moléculas de dióxido de azufre, de nitrógeno y de carbono surgían de un cartucho
metálico vacío con espacio para una bala de plomo de 9×18 mm, también llamada
simplemente Makarov, por la pistola a la que dicho calibre se había ajustado
originalmente. Humo de una colilla todavía ardiendo con el filtro dorado y el
papel negro con el águila nacional rusa. El tabaco se podía comer. Y allí
estaba: un olor a alcohol, cuero, grasa y asfalto. Un zapato. Lo olfateó y
decidió que no era tan fácil de consumir como esa chaqueta del armario que olía
a gasolina y al animal en proceso de putrefacción del que estaba confeccionada.
Así que su cerebro de roedor se concentró ahora en cómo franquear aquello que
tenía delante. Lo había intentado por los laterales, había intentado meter el
cuerpo, de veinticinco centímetros de longitud y menos de medio kilo de peso,
para llegar al otro lado, pero no hubo forma. El obstáculo estaba de costado,
con la espalda pegada a la pared, tapando el agujero que conducía hasta su
madriguera y hasta sus ocho crías recién nacidas, ciegas y sin pelaje, que
reclamaban sus mamas con ansia creciente. La montaña de carne olía a sal, sudor
y sangre. Era un ser humano. Un ser humano que todavía estaba vivo. Tenía unos
oídos lo bastante sensibles como para captar los débiles latidos del corazón a
pesar de los chillidos de hambre de las crías recién nacidas.
Tenía
miedo, pero no había elección. Alimentar a su prole estaba por encima de
cualquier peligro, de cualquier esfuerzo, de cualquier otro instinto. Así que
permaneció con el hocico levantado esperando a que llegara la solución.
Ahora
las campanas de la iglesia iban al compás de aquel corazón humano. Un golpe,
dos. Tres, cuatro…
Enseñó
los dientes de roedor.
Julio. Mierda. Uno no se puede morir en
julio. ¿De verdad que lo que estoy oyendo son campanas o es que esas putas
bolas tenían alucinógenos? Vale, esto se acaba aquí. ¿Y qué coño importa? Aquí
o allí. Ahora o más tarde. Pero ¿de verdad que me merecía morir en julio? Con
el canto de los pájaros, el tintineo de las botellas, las risas desde el río
Akerselva y toda esa felicidad de mierda propia del verano justo delante de la
ventana. ¿Me merecía estar tirado en el suelo infecto de una choza de yonquis,
con un agujero de más en el cuerpo? ¿Un agujero por donde se me escapan la
vida, los segundos y los recuerdos de todo lo que me ha traído hasta aquí?
Todo, lo grande y lo pequeño, el montón de casualidades y las cosas elegidas a
medias. ¿Ese soy yo, ya está, esa es mi vida? Yo tenía planes, ¿verdad? Y ahora
es una bolsa llena de polvo, un chiste sin gracia, tan corto que me hubiese
dado tiempo a contarlo antes de que esa puñetera campana dejara de sonar. ¡Los
lanzallamas del infierno! Nadie me contó que morirse iba a doler tanto. ¿Estás
ahí, papá? No te vayas, ahora no. Escucha, la historia dice así: Me llamo
Gusto. Viví hasta los diecinueve años. Tú eras un tío malo que se acostó con
una mujer mala y, nueve meses más tarde, aparecí yo, y me llevaron con una
familia de acogida antes de que pudiera aprender a decir «papá». Allí hice
todas las trastadas que pude, pero ellos simplemente me arropaban todavía más
asfixiándome con el edredón de los desvelos y me preguntaban qué podían darme
para que me tranquilizara. ¿Un puto helado? No comprendían para nada que a los
tíos como tú y como yo tenían que fusilarnos enseguida, exterminarnos como a
alimañas, porque transmitimos enfermedad y corrupción y nos reproducimos como
ratas a poco que nos den la posibilidad. Ellos tienen la culpa. Pero ellos
también quieren cosas. Todo el mundo quiere algo. Tenía trece años la primera
vez que lo vi en los ojos de mi madre de acogida; vi lo que ella quería.
—Qué guapo eres, Gusto —me dijo.
Había entrado en el baño; yo no había cerrado
la puerta y no había abierto el grifo de la ducha para que el sonido no la
pusiera sobre aviso. Se quedó justo un segundo de más antes de irse. Y me reí,
porque ahora lo sabía. Ese es mi talento, papá, puedo ver lo que quiere la
gente. ¿Lo he heredado de ti? ¿Tú también eras así? Cuando ella se fue me miré
en el espejo grande del baño. No era la primera en decírmelo: que era guapo. Me
había desarrollado antes que los otros chicos. Era alto, delgado, ancho de
hombros y musculoso. Tenía el pelo tan negro que brillaba, como si rechazara
toda la luz. Los pómulos marcados. La barbilla ancha y recta. Una boca grande y
ávida, pero de labios carnosos como los de una chica. La piel morena y lisa.
Los ojos castaños, casi negros. Los chicos de mi clase me llamaban «la rata
parda». Didrik, se llamaba así, ¿no? Bueno, el que quería ser pianista. Yo
había cumplido quince años y lo dijo alto, en plena clase.
—La rata parda no sabe ni leer bien.
Yo me reí, simplemente, y sabía por qué lo
dijo; y lo que quería. Kamilla, la chica de la que él estaba enamorado en
secreto, estaba no tan secretamente enamorada de mí. En el baile de la clase le
había tocado un poco lo que tenía por debajo del jersey. Que no era mucho. Se
lo conté a varios de los chicos, supongo que Didrik lo oyó y decidió dejarme
fuera. No es que a mí me importase mucho formar parte del grupo, pero que te
excluyeran era otra cosa. Así que me fui al club de moteros a ver a Tutu. Ya
había empezado a pasar un poco de hachís para ellos en el colegio, y les
expliqué que, si querían que hiciera un buen trabajo, necesitaba respeto. Tutu
dijo que se encargaría de Didrik. Después, Didrik se negó a explicarle a nadie
cómo se las había apañado para pillarse dos dedos justo debajo de la bisagra
superior de la puerta del servicio de los chicos, pero nunca más me llamó rata
parda. Y, efectivamente, tampoco llegó a ser pianista. ¡Joder, cómo duele! No,
no necesito que me consueles, papá, lo que necesito es un chute. Un último
chute nada más y te prometo que dejo este mundo tranquilamente. Ya vuelve a
sonar la campana. ¿Papá?
Ficha técnica:
No hay comentarios:
Publicar un comentario