jueves, 7 de noviembre de 2024

CIORAN EMIL SOLEDAD Y DESTINO 1931.1944 FRAGMENTO




 ¿Soy yo? ¿No soy yo? Quedo perplejo ante los años, los acontecimientos y tantas palabras con o sin

sentido. ¿Cómo no sentirme contaminado por un inagotable orgullo, por la fe en mí mismo y la

victoria sobre el miedo al ridículo? Lo cierto es que creía en mí, me había arrogado un destino, y mi

tensión interior se nutría de un torbellino refinado y salvaje a la vez. Mi secreto era simple: no tenía

sentido de la mesura. He aquí, en el fondo, la clave de toda vitalidad.

EMIL CIORAN

París, 16 de julio de 1990

LA VOLUNTAD DE CREER

Las grandes ilusiones que acompañaban al movimiento religioso

contemporáneo han desaparecido en gran parte. No porque este movimiento

sea completamente artificial y surgiera artificialmente, sino porque sus

determinantes —más bien formales— han destruido la fe en la sinceridad

de la vivencia religiosa.

¿Qué sentido puede tener este movimiento para la cultura contemporánea?

Puede significar un agotamiento interior del fondo productivo de esta

última o bien una ruptura con sus presupuestos. En uno u otro caso, los

hechos son significativos en cuanto a la estructura, constitución y

posibilidades íntimas de esta cultura. El agotamiento de la cultura moderna

es un hecho harto evidente para quienes comprenden el proceso interior de

las culturas, proceso que conocemos por el carácter simbólico de los valores

que éstas producen.

La imposibilidad de producir nuevos valores, de crear de manera libre y

espontánea, la orientación hacia el perspectivismo histórico y el

eclecticismo son síntomas que nos descubren el momento final en la vida de

una cultura. La orientación religiosa en una cultura poco religiosa

manifiesta su decadencia, su aproximación a la muerte, una ruptura del

equilibrio interno, o, como decía más arriba, una ruptura con sus

presupuestos.

La cultura moderna, individualista y racionalista, está desprovista de lo

que constituye la eminencia de la sensibilidad religiosa: el espíritu

contemplativo. De esta falta de espíritu contemplativo, de la falta de

orientación hacia lo esencial, deriva igualmente la ausencia total de sentido

de la eternidad. El hombre moderno, eminentemente activo y optimista, está

integrado en el devenir, lo vive efectivamente, y por eso, probablemente, no

medita sobre él. Resulta, en todo caso, muy significativo el hecho de que en

la filosofía moderna sólo Hegel mostrase una comprensión profunda hacia

el devenir. De ahí también su especial admiración por Heráclito.

La religión, en la cultura moderna, ha sido adaptada y transfigurada de tal

forma que ha perdido su carácter específico. Así, el movimiento religioso

contemporáneo no representa un modo de vivencia orgánica, sino el

resultado de la imposibilidad de producir nuevos valores en el seno de la

cultura moderna, imposibilidad manifiesta en la orientación hacia los

valores religiosos, no porque éstos pudieran ser creados o vividos, sino

porque constituirían una región, una esfera hacia la que tendemos. La

imposibilidad de crear, de producir, ha de determinar necesariamente un

cambio de orientación. Este cambio no se realiza seguramente de manera

artificial, pero tampoco de un modo orgánico-formal.

En otras palabras, no cambia el fondo de vida, el contenido interior

propiamente dicho, sino la dirección, las tendencias generales y las

aspiraciones, lo que constituye el carácter formal y general de la vida

espiritual. El movimiento religioso contemporáneo no parte de un fondo

vital orgánico e irracional, pero tampoco es artificial, sino la expresión de

una voluntad de creer, de naturaleza formal. Esta voluntad de creer es

específica y constitutiva de los intelectuales contemporáneos orientados

hacia la religión. Hay aquí un deseo de absoluto, un deseo de abrirse a lo

ilimitado, de romper el opresivo orden de unas formas de vida estrechas, de

superar lo relativo y lo histórico.

El movimiento religioso, tal como se ha presentado en los dos últimos

decenios, está caracterizado por una reacción ante las categorías de

comprensión de la vida que la cultura moderna ha producido en su íntegro

proceso de formación. Para que esta reacción asuma la significación de una

etapa importante, debería partir de una estructura de vida irracional y

representar una fórmula orgánica. Pero precisamente esto es lo que le falta.

La voluntad de creer significa, de hecho, una separación entre los valores

y sus creadores, una escisión entre elementos que deberían estar

originariamente unificados. Los creadores de valores tienen, aquí, una

perspectiva de los mismos, pero no los viven. La voluntad de creer es la

expresión de esta orientación perspectivista, de ningún modo creadora. El

movimiento religioso contemporáneo es un intento de ruptura con una

cultura moderna que se agota, que no constituye un principio de vida

(precisamente porque, en lugar de generar valores nuevos, se orienta hacia

valores religiosos como hacia algo externo). Este carácter de exterioridad y

trascendencia de los valores hacia los que se encamina la voluntad de creer

de la conciencia contemporánea explica, para aquellos familiarizados con la

teoría de la cultura o con la axiología, la esterilidad de este movimiento. Las

ilusiones extraordinarias que lo han acompañado encuentran su justificación

en la ausencia de perspectiva de los entusiastas, que, fascinados por la

atmósfera excesivamente ruidosa en la que se ha generado, no han logrado

alcanzar una justa apreciación del mismo. Sólo la comprensión del proceso

total de una cultura puede iluminar el sentido de sus momentos

individuales.

EL INTELECTUAL RUMANO

I

Estas líneas, en las que intentaré esbozar la fisonomía espiritual del

intelectual rumano, significarán, para algunos, la destrucción de muchas de

las ilusiones en las que se complace el entusiasmo fácil e infudamentado de

nuestro público. Hay que destruir todas las ilusiones y esperanzas que no

reposan sobre datos reales. La ilusión trastoca la óptica real e intenta

sustituir la observación objetiva por un mundo cuya validez es subjetiva, ya

que parte de las exigencias de nuestra conciencia, y no de nuestra

adaptación a las realidades concretas. De ahí que mi planteamiento no

asuma ningún presupuesto referido a nuestra dignidad nacional, a nuestro

orgullo étnico. Lo que aquí propongo es un bosquejo sumario, indicaciones

generales a las que cualquiera sabrá encontrar ilustración en la vida

cotidiana si dispone de coraje y objetividad. Para la mayoría, sin embargo,

resulta imposible renunciar a unas ilusiones y a unos prejuicios que —como

ocurre al menos en nuestro país— le fueron inculcados desde la escuela, en

la que no se cultiva de manera alguna la libertad de espíritu ni la

independencia personal. Criados en un medio semejante, ¿quién osaría

mirar las realidades de frente? Muy pocos. Pues aunque todos nos jactamos

de nuestro espíritu crítico, de nuestra independencia intelectual, muy pocos

conseguimos librarnos de los viejos moldes vitales que nublan nuestra

conciencia. Nuestro individualismo no es individualismo propiamente

dicho, sino una atomización de las conciencias individuales. El verdadero

individualismo supone un estilo de vida interior profunda del que somos

incapaces. Que esto es un mal, nadie lo discute, pero que sea una realidad

que ninguna medida artificial, que ningún esfuerzo nacional puede corregir,

es un hecho que pocos estarían dispuestos a aceptar. Y esto en razón de ese

resto de ilusión del que hablaba, en virtud de una comprensión de la

necesidad, de la lógica interna de las cosas que pueden ser constatadas, pero

no corregidas.

El verdadero intelectual es un hombre que se debate, que sufre, que ha

renunciado definitivamente a la tranquilidad de una existencia burguesa. La

vida burguesa es una vida sin conflictos interiores, una vida uniforme, sin

perspectivas. En ella el intelectual es una caricatura. Lo que debe

caracterizar al intelectual es el temor al equilibrio, a la tranquilidad, el

miedo a entrar en formas y moldes inamovibles, que constituyen una

muerte prematura.

El deseo de todo hombre de vida interior es que la muerte lo encuentre

vivo, no medio muerto. Aquellos que no tienen ya nada que decir, que no

pueden rebasar las formas en las que han entrado, que se suiciden.

La base de la vida interior comporta una tragedia dolorosísima, que

consiste en el antagonismo entre las tendencias a enquistarse, a realizar y

cumplir un destino interior, que es igual a la muerte, y las aspiraciones del

hombre a renovar permanentemente el contenido de su vida espiritual, a

mantenerse en una continua fluidez, a rehuir la muerte. Esta tragedia

inherente a la vida interior ha de constituir la base explicativa de toda su

problemática.

El intelectual rumano se caracteriza por la ausencia de una vida interior

profunda, por la carencia de un estilo interior. Los conflictos interiores son

inexistentes, o, si los hay, se resuelven tan fácilmente que se anulan y

pierden, por esa facilidad, su carácter trágico y doloroso. Quisiera ver a

alguno de estos intelectuales, no importa cuál, preso de un arrebato. Ningún

gesto de indignación, ningún intento de romper la monotonía de la vida, ni

una sola página de sinceridad profunda, en la que el hombre se enfrenta a sí

mismo. Es éste un signo de deficiencia de la vida interior, una falta de

inquietud profunda; y esta falta de vida interior encuentra su más evidente

expresión en el hecho de que casi ninguno de nuestros intelectuales se

atreva a considerar las cosas con independencia, tal como ante él se

presentan, y se preocupe tan sólo de lo que han dicho al respecto los

«otros». He aquí la razón de que en Rumanía no se publiquen sino libros de

interpretación, o mejor dicho, de compilación. Es de seguro una gran ironía

de la vida morir con la conciencia de no haber pensado nunca nada por ti

mismo, de haberte complacido en resumir prosaicamente lo que han dicho

los demás.

Un profesor de Bucarest se preguntaba un día: ¿dónde están los que desde

hace 50 años van al extranjero a estudiar filosofía, por ejemplo?

He aquí la explicación a esta circunstancia: carecemos de esa energía

interior sin la cual no puede crearse nada original y cuya ausencia explica

por qué el intelectual rumano se contenta sólo con exponer las ideas ajenas.

La falta de esta energía interior, que no podemos producir artificialmente,

por ser el resultado de un dinamismo interno en la vida de las culturas, que

constituye el presupuesto originario de todo proceso de creación, nos lleva a

una lamentable conclusión, que debemos confesar, aunque nadie la

comparta: en materia de cultura estamos obligados a simples compromisos.

II

La afirmación de que nosotros no crearemos nunca una cultura original

cuyos valores reciban unidad orgánica de su vínculo con los presupuestos y

elementos esenciales que constituyen el cimiento de toda cultura

preeminente parecerá a muchos atrevida, por concernir a aspectos del futuro

sobre los cuales no pueden hacerse sino consideraciones problemáticas. En

este caso, tal reserva no se justifica, pues el destino de una cultura no es

igual al de un individuo, que es más flexible y susceptible de múltiples

posibilidades de transformación, cosa que no ocurre en el caso de la cultura,

cuya evolución se realiza siempre necesariamente, según una constitución

interior inmodificable.

La unidad interior caracteriza a las grandes culturas, a las culturas

originales; en base a esta unidad podemos sospechar sus futuras

posibilidades. En las culturas menores, resultantes de una combinación de

elementos heterogéneos, las consideraciones sobre el futuro no tienen una

justificación tan evidente como en el caso de las grandes culturas; lo cual no

significa que debamos renunciar a este tipo de consideraciones.

Seguramente no podemos afirmar que nuestros intelectuales no crearán

valores, pero sí que éstos no se elevarán jamás al rango de creadores

profundos y originales. Puesto que lo que aquí nos interesa es sólo la

fisonomía espiritual del intelectual rumano, no cabe extendernos sobre el

problema de la estructura de las culturas.

Pero hay que dar respuesta a una cuestión: ¿cómo podemos hablar

nosotros de una cultura futura, cuando vivimos las corrientes de decadencia

de Occidente?

Casi todos estamos convencidos de la quiebra de la cultura moderna,

individualista y racionalista, del agotamiento del fondo de productividad

espontánea, de la sustitución de la vivencia ingenua por el perspectivismo

histórico, de la imposibilidad de producir nuevos valores, de que no nos

queda sino resignarnos a un simple compromiso. ¿Quién podría presumir

que seremos capaces de crear una cultura original, cuando lo que debería

constituir los elementos originarios y esenciales en la base de una cultura

son todos préstamos de una cultura en decadencia? La reacción

tradicionalista de posguerra no tiene en absoluto justificación. ¿Con

respecto a qué deberíamos mantener la tradición? ¿Será acaso en relación a

una cultura que no ha existido nunca? O bien, como afirman ciertos círculos

tradicionalistas, ¿con respecto al ethos específico de la nación, el único

creador, por ser el resto de esencia artificial y extranjera? ¿Este ethos

específico es verdaderamente creador? ¿Nadie se pregunta por qué son tan

estériles nuestros intelectuales; o es que éstos no proceden del mismo

estrato sobre el que tantas ilusiones nos hacemos? ¿Dónde está el soplo

creador del que tanto nos vanagloriamos? Una creación, para que constituya

un elemento en la totalidad de los bienes de una cultura, debe ser el fruto de

una íntima meditación personal. Ahora bien, es precisamente esta

preocupación personal lo que falta al intelectual rumano. La meditación

personal es signo de inquietud interior, y esta inquietud es la fuente y móvil

de la creación.

Se dirá: hay también excepciones. Por supuesto; pero las excepciones no

deben tenerse en cuenta cuando de lo que se trata es de esbozar a grandes

rasgos un tipo. En nuestro país no existe una preocupación por el saber en

sí, por el goce que éste pueda producir. El libro es considerado como un

medio de acceso a una posición de prestigio y, en lo posible, tan pronto

como se pueda. Es muy interesante el hecho de que el intelectual rumano

lea más o menos hasta los 25 años, para luego explotar sus lecturas,

realizadas según una selección harto discutible. Esto demuestra que en

nuestro país no hemos desarrollado orgánicamente la tendencia a

informarnos, a asimilar un máximo de contenido cultural. Ni siquiera en

aquellos que siguen leyendo, que consagran su vida al estudio, encontramos

esa múltiple curiosidad que nos hace leer con igual entusiasmo un libro de

filosofía, de arte o de ciencia. La especialidad llevada al paroxismo es el

signo de una imposibilidad interior. En nuestro país resulta de la

imposibilidad de vivir varias unidades de valores.

Hay entre las características del intelectual rumano una cierta fineza de

observación y la capacidad de captar rápidamente las cosas, capacidad

especialmente apreciada por los extranjeros, y la primera que señalan

cuando nos dirigen algún elogio.

Esta capacidad, que hace de los rumanos excelentes moralistas (en el

sentido que los franceses, en especial, dan a este término), tiene también su

reverso: contentándose con una percepción inmediata de lo real, el

intelectual rumano deja de lado el análisis y la profundización.

Hay aquí un defecto orgánico: casi nadie sigue una cuestión hasta sus

últimos elementos. Ninguna idea es analizada, desmenuzada en sus

elementos constitutivos, siguiendo su proceso formativo, o confrontada con

otras para determinar su estructura o descubrir su punto de origen. ¿Esta

comprensión intuitiva y directa, que en los rumanos es superficial, nos

dispensa del análisis y de la profundización? ¿No es significativo que no

podamos crear nada original y profundo en el ámbito de la metafísica ni en

el de la música, dominios que ilustran de manera viva y concluyente el

ethos de una nación y su estilo interior?

Hay que abandonar las ilusiones y las quimeras, que son siempre signos de

debilidad y de emasculación. La fisonomía del intelectual rumano, tal como

aquí la he presentado, disgustará a algunos, otros la considerarán con

desconfianza. Estas actitudes tienen sólo una justificación parcial, ya que

nadie es culpable. Nuestra vida espiritual, cuya naturaleza parte de una

subestructura irracional e inmodificable, explica todas las anomalías de las

que he hablado en relación al intelectual rumano. Para quien comprende el

determinismo ineluctable de la vida de las culturas, de las grandes como de

las pequeñas, lamentarse es tan inútil como condenar.

PSICOLOGÍA DEL DESOCUPADO

INTELECTUAL

Según las perspectivas de la vida burguesa, la psicología del desocupado se

nos presenta bajo una luz del todo extraña.

De aquí resulta esa escandalosa incomprensión hacia lo que es la nota

íntima del desocupado intelectual, hacia lo que constituye su estructura

interior, imperceptible desde lejos.

El problema de la psicología del desocupado intelectual es mucho más

importante de lo que pudiera imaginarse. Es una ilusión creer que éste se

plantea sólo por un tiempo limitado, que deriva de necesidades

momentáneas, que no reviste un interés general.

Lo cierto es que el desocupado intelectual ha devenido una expresión

típica de la vida contemporánea. En su movilidad e inconciencia, esta vida

revela, tanto por sus creaciones espirituales como por sus actitudes prácticas

y elementales, los elementos de una inquietud e incertidumbre propias del

desocupado intelectual.

Hoy, la vida del individuo es mucho más complicada e insegura que antes.

El desocupado no es sólo aquel que no encuentra una colocación, sino

también aquel que ocupa un puesto sin ninguna seguridad. Desde el punto

de vista estrictamente material, este último no es propiamente un

desempleado; pero por la inseguridad en que vive, por la tortura que

representan las inciertas perspectivas que se le abren, constituye una imagen

característica y reveladora de la psicología del desocupado.

Frente al hombre de las generaciones antecedentes, el hombre

contemporáneo representa un estilo específico de vida que en sus elementos

esenciales se embebe de la psicología del desempleado. Antes, el individuo

estaba orgánicamente integrado en la vida, tanto biológica como

socialmente. Era en cierto modo el hombre sustancial, de consistencia

interior fija, cerrado a las vías del devenir o a las de la disolución, un

hombre para el que el tiempo era completamente irrelevante, puesto que la

realización de las posibilidades interiores no sugería ningún obstáculo. La

integración orgánica lleva a ese sentimiento íntimo del ser, que no es sino la

fuente de la actitud contemplativa. El individuo está contento de sí mismo.

El individuo no conoce el sentimiento de anarquía personal sino cuando

las vías de la vida que ha emprendido están en contradicción con su

destinación originaria, con la particularidad subjetiva que lo individualiza.

La fuente de la anarquía es el proceso de desintegración. Este proceso

define esencialmente la vida del desocupado. El hombre sustancial se

mantiene en un mismo marco vital. De ahí su homogeneidad interior. De

ahí también que sea consecuente en sus gestos y actitudes, cosa que hoy no

encontramos sino en muy pocos, y no en los mejores. Ser consecuente

significa, en cierto modo, cerrarse a la multiplicidad de los aspectos de la

vida, reaccionando siempre idénticamente. Pero también significa algo más:

pobreza interior. Ahora bien, lo que caracteriza al desocupado intelectual,

como expresión típica de nuestro tiempo, es esa plenitud interior que resulta

de las contradicciones en las que vive. Por no vivir en un único marco de

vida, por verse obligado a afrontar toda una serie de experiencias diversas, a

asimilar contenidos de vida sin íntima relación entre sí, su eje interior se

desplaza continuamente. ¿No está aquí la fuente del desequilibrio? ¿Qué es

el desequilibrio sino una ruptura del eje interior? Ciertamente, es un paso

hacia el límite; pero cuando son los elementos característicos y

fundamentales los que nos interesan, este proceso es necesario.

Lo que constituye el carácter doloroso e impresionante de la psicología del

desocupado es el descontento consigo mismo, descontento que tiene su

origen en el hecho de que, presentándole la vida demasiados obstáculos y

teniendo que adaptarse a ambientes diferentes, se desvía de la línea interior,

de su destinación originaria. Cuando el hombre actúa en un sentido opuesto

al suyo, el descontento toca el límite. La libertad es una ilusión desde el

momento en que el individuo deja de ser él mismo. El espíritu escatológico

de la cultura contemporánea, además de tener su fuente en el agotamiento

del fondo productivo de la cultura moderna, ha nacido en gran parte de la

exaltación de los intelectuales desocupados. Hay, en su espíritu inquieto y

atormentado, tristes presentimientos, presentimientos del fin. El espíritu

escatológico nace siempre en el ocaso de las culturas, cuando éstas han

entrado en un proceso de agotamiento. Pero, mientras que en algunos el

presentimiento del fin toma las formas melancólicas de la nostalgia, en los

intelectuales desocupados éste asume la forma, extraña y demoníaca, del

amor al fin, el presentimiento exaltado y jubiloso del cercano hundimiento.

¿Con qué derecho podríamos pretender aún que los intelectuales

desocupados se solidaricen con los valores tradicionales, con una cultura

que han superado? Esta pretensión no tiene ninguna justificación. En

definitiva, las cosas deben mirarse tal como están, sin los prejuicios de

aquellos que buscan soluciones. Los hombres más extraviados y errados del

mundo son aquellos que creen en las soluciones. La vida tiene su sentido;

las soluciones son para los moralistas. Es de seguro significativo que el

espíritu de nuestro tiempo sea rebelde a cualquier tipo de normativismo en

la moral. Ya no existe esa voluntad de someterse a las normas, de

enquistarse en un marco trascendente a la vida. Frente al carácter nacional e

imperialista de la vida, el sistema de normas ya no tiene valor alguno. Es

una ilusión pretender que el intelectual desocupado se subordine a ellas. El

intelectual desocupado representa una psicología demasiado complicada

como para que los valores tradicionales tengan para él aún la más mínima

validez.

UNA FORMA DE LA VIDA INTERIOR

La profundidad de la vida interior no se mide según los criterios

cuantitativos de una rica información en extensión, sino según el criterio

cualitativo que concierne a la vivencia intensa de los problemas. Una de las

características del fenómeno de la cultura en general es que su elemento

creador y productivo depende de valores cuya calidad decae cuando gana en

extensión. Por este motivo, una cultura democrática es casi una

contradicción. Los valores, universalizándose mediante la extensión, son

vividos superficial e inorgánicamente, manteniéndose así en un plano

exterior al hombre. En el caso de la vida interior, la cantidad de problemas

es irrelevante; sólo importa la intensidad con la que se viven ciertos

problemas. La incapacidad de vivirlos manifiesta, en la mayoría, una

deficiencia fundamental de la vida interior, constatable igualmente en

aquellos que han estudiado. Se observa en estos últimos que su relación con

los libros no los ha conducido al contacto íntimo con una idea por la que

vivan y de cuya elucidación hagan un modo de justificación de su propia

existencia. No se trata aquí de ese idealismo práctico del que se habla. El

«idealismo» es un calificativo aplicable a una existencia de un ingenuo, de

un iluso, que no merece más que desprecio por no saber lo que quiere. Lo

que nos interesa aquí es el intelectual para quien la elucidación de un

problema deviene vital, aquel que sabe integrar los elementos de éste en los

aspectos del día a día, eliminando así ese falso dualismo de estructura entre

las exigencias del espíritu problemático y las del individuo biológicamente

concebido. Una de las notas esenciales del individuo problemático es la

tendencia a objetivar el tejido íntimo de las ideas que le preocupan en los

aspectos de la vida cotidiana, de modo que un fragmento de realidad que

para el hombre ordinario es indiferente cobra ante él un carácter simbólico.

Cuando Goethe dice que todo lo transitorio no es sino símbolo, no expresa

otra cosa sino la inquietud del individuo problemático ante los múltiples

aspectos de la vida. El hombre común ve estos aspectos en sí, desasidos de

toda participación metafísica o funcional en una totalidad que los

trascienda.

Los contenidos particulares de la vida son mantenidos en su

individualidad. Una de las características de la mentalidad ingenua es no

poder trascender las posibilidades de individualización de lo dado. De ahí

también la ausencia de preocupaciones problemáticas. El hombre que vive

torturado por tales cuestiones tiene la perspectiva cambiada; de ahí el

carácter trágico de esa existencia. El sustrato del espíritu problemático es

una tragedia, cuyo valor se manifiesta en la renuncia al patetismo, que

significa siempre la imposibilidad de poner límite a una revulsión interior.

En una vida consagrada al estudio, la necesidad de un problema central se

justifica también de otro modo. No es posible la convergencia de varios

problemas, de órdenes diversos, hacia un sentido común y valedero si uno

de ellos no ocupa el centro. De ahí la dispersión precoz que observamos en

ciertos intelectuales. La fuente íntima, no exterior, del fracaso radica en la

imposibilidad de unificar, de reunir los elementos dispares en un punto de

convergencia. No es ninguna paradoja: hay hombres destruidos por

problemas. Los ejemplos que ofrece la vida en este sentido son trágicos e

impresionantes. Esta destrucción, sin embargo, tiene su origen en una

deficiencia íntima.

Lo que repugna —de ahí también la completa ausencia de recuerdos que

nos deja el contacto con los hombres de cultura— es esa falta de pasión por

los problemas centrales, a los cuales se refieren los problemas secundarios

por una especie de participación. Hay gente que ha escrito muchos libros,

pero sobre los cuales no se puede decir nada. Por eso, antes que completar

las fichas de una biblioteca con cosas absolutamente indiferentes, en las que

no has puesto una gota de vida personal, es mejor nada. Hay hombres que

no se quieren a sí mismos en absoluto, porque no saben apreciar el carácter

de unicidad que presenta cada individuo. ¿O es que son demasiado poco

únicos para respetarse a sí mismos?

Sólo el retorno a uno mismo confiere valor a la vida interior. Apasionarse

por unos problemas centrales significa reencontrarse uno mismo en las

formas objetivas del pensamiento. He aquí cómo la subjetividad se

reencuentra más allá del aspecto formal del pensamiento.

SOBRE EL ÉXITO

Un hombre sincero me confesaba que sus continuos éxitos en la vida le

habían impedido tomar conciencia de su valor personal, de sus

posibilidades y de sus límites. Esta confesión contenía implícitamente la

afirmación de que el éxito es un camino de ilusiones que oscurece el

proceso del análisis interior, de íntima disección, creando por encima de las

realidades un mundo ficticio de aspiraciones sin fundamento. En la

psicología del éxito, el proceso de autoilusión es esencial. Interpretamos las

apreciaciones objetivas, que parten de fuentes dudosas, puesto que la mayor

parte de las veces son interesadas, como realidades subjetivas, como

pertenecientes a la subjetividad, independientemente de su valorización

exterior. En el proceso de autoilusión, las opiniones ajenas se interpretan

existencialmente. Por eso los hombres de éxito nunca tienen una justa

perspectiva del orden de los valores. Ignorando el orden interior, ignoran

asimismo el orden exterior; no conocen a los demás, ni se conocen a sí

mismos. De ahí su entusiasmo ante todos los aspectos de la vida. El

entusiasmo caracteriza a los hombres superficiales, cuya acción no conoce

límites, ni barreras su extravagancia de reformadores. Su falta de sentido de

la realidad, su ignorancia en cuanto al orden objetivo de las cosas y a la

necesidad, los lleva a vivir en un continuo estado de ilusión que en el fondo

no es sino una infatuación. La falta de conciencia sobre el propio valor

personal es la fuente de todas las anomalías que presenta la vida social. El

origen de tales anomalías no ha de verse sólo en la estructura objetiva de la

vida social, pues éste no es sino el aspecto exterior y objetivo de unas

causas de orden más profundo, que conciernen a la estructura psicológica.

La conexión entre el hecho psicológico y sus objetivaciones ha de tenerse

siempre presente. El conocimiento de la vida social es imposible sin una

profunda intuición antropológica. Uno de los defectos de la teoría

materialista de la historia es haber descuidado el estudio del hombre tal

como éste se presenta objetivamente.

Los menudos éxitos de la vida llevan al hombre a un estado artificial en el

que la existencia es considerada como un plácido vaivén, sin obstáculos ni

renuncias. Una de las características del hombre de éxito es no desear su

realización interior, no aspirar de continuo a una aproximación del fondo

íntimo y originario que constituye la especificidad de su individualidad

particular.

Los fracasos de la vida son, en cambio, de una fecundidad impresionante.

Éstos no destruyen sino a aquellos seres faltos de consistencia que no viven

intensamente, que no pueden renacer. A éstos pertenece la gran categoría de

los fracasados, que, no teniendo suficiente vitalidad para superar una

decadencia temporal, hacen de ésta el estado permanente de sus vidas. La

ausencia de un núcleo interior conduce a una muerte precoz.

Los fracasos desarrollan la ambición de la realización personal, de la

autosuperación. Por eso son un medio —que pocos desean— de

autoconocimiento y de productividad. Un medio seguro de triunfar

dignamente en la vida es saber despertar en sí mismo grandes ambiciones:

los éxitos no las despiertan. Por el contrario, cuando se suceden

continuamente, paralizan. Se explica así por qué los grandes favorecidos

por la vida son figuras antipáticas. Al no haber tenido que oponer

resistencia personal a las cosas, tampoco han tenido ocasión de medir sus

fuerzas. Son gente que da consejos y habla de «moral», lo cual prueba una

gran incomprensión hacia la vida.

La gente común, el hombre de a pie, considera el éxito como el único

criterio de valor. De este modo, se valora únicamente la función social de la

acción, que de seguro no es insignificante; pero tampoco esencial. Hay que

considerar también el factor íntimo, siendo éste el principio de la acción. El

éxito puede ser para él una pérdida, de la que no es consciente. Los criterios

no representan patrones inmutables, marcos trascendentales de referencia;

éstos son tan relativos como las acciones que pretenden enmarcar en

categorías o, simplemente, juzgar.

OSCAR KOKOSCHKA

Si Picasso caracteriza nuestro tiempo (en lo que concierne a las últimas

décadas) por su movilidad y su espíritu proteico, recorriendo toda una serie

de corrientes, sin ser capaz de alcanzar una consistencia espiritual,

Kokoschka no es menos representativo por la ansiedad y la vorágine a las

que ha dado esa tan dramática expresión. Hay en toda su obra una

insatisfacción continua, un temor hacia el mundo y hacia el futuro, que nos

da la impresión de que, en su visión, el hombre no desciende del mundo,

que ha caído en una existencia extraña a su naturaleza. La ansiedad es tan

poderosa que ésta deviene por sí misma significativa como expresión

autónoma, comportando el individuo que la experimenta sólo un símbolo de

un estado anímico esencial. Sólo en este sentido se puede hablar de arte

abstracto en Kokoschka, refiriéndonos a la absolutización de la expresión, y

no a la pureza formal o a un esquematismo lineal. Pues este arte tiene por

característica reducir lo lineal hasta la negación. Éste se presenta sólo allí

donde una expresión o una vivencia aceptan la forma, allí donde existe una

adecuación entre las delimitaciones formales y el contenido objetivado. La

presencia de la línea indica casi siempre un equilibrio interior, un dominio

íntimo y una armonía posible. Es una existencia cerrada que encuentra sus

reservas y posibilidades en sí misma. Las épocas clásicas han conocido

siempre un florecimiento de lo lineal. Donde las líneas desaparecen y el

contorno deviene ilusorio, el ideal clásico resulta imposible. La conciencia

anarquizada de Kokoschka (a quien aquí consideramos sólo como pintor, no

como dramaturgo) ha destruido la consistencia espiritual del hombre,

presentándonoslo preso en la vorágine de un caos. El tormento y la vorágine

interior devienen constitutivos del mundo exterior. No es sólo un caos

interior, sino también exterior. En este sentido, Kokoschka no representa un

caso aislado. No puedo hablar de estas cosas sin que me venga a la mente la

imagen del fascinante cuadro de Ludwig Meidner, Paisaje apocalíptico, que

presenta una visión del mundo en donde los objetos han abandonado su

marco normal, entregándose a un impulso absurdo; un mundo en el caos es

la norma, y la locura la intención. Este apocalipsis no es religioso, no

comporta un proceso de redención; es, por el contrario, el fruto de la

desesperación. Ninguna luz se muestra en la oscuridad que revela esta

visión, como tampoco hay esperanza de redención en el alma abandonada a

la desesperación. El arte de Kokoschka es la expresión de la desagregación

mental. ¿No es aquí donde la ausencia de lo lineal alcanza su más profunda

justificación? La desagregación espiritual rechaza la consistencia formal y

anula el contorno. De ahí la fluidez de lo pictórico, la interpenetración de

los elementos en una continuidad y movilidad cualitativas. Lo pictórico ha

alcanzado aquí, sin embargo, la expresión paroxística. Hasta ahora

constituía un modo de resaltar los matices, en el que lo individual

participaba de una totalidad cualitativa sin que representara un aislamiento

dentro de esa totalidad. Hay en Kokoschka una revuelta, una expansión de

todos los elementos en loca tensión, una explosión cualitativa del continente

entero. ¿Qué sentido podría tener ya la armonía de los matices? Ninguno.

En este sentido, puede hablarse de una zozobra de lo pictórico en la pintura

de las últimas décadas que va a dar la posibilidad de una recrudescencia de

lo lineal, recrudescencia visible en las nuevas tendencias de la arquitectura

funcional.

Las insuficiencias de la técnica formal en la obra de Kokoschka no se

deben, como erróneamente se ha afirmado, a una incapacidad artística, sino

que están condicionadas por una originaria visión del mundo. El salto en el

caos y en la nada, esenciales en lo que respecta a esta perspectiva, eliminan

cualquier género de problemática de lo formal. Der irrende Ritter anula

temáticamente la preocupación por la forma. La flotación en el caos, que es

la sustancia de este cuadro, nos descubre la voluptuosidad en la

desesperación, una loca fascinación por el propio proceso de decadencia, un

éxtasis de la nada.

Un masoquismo metafísico mezcla la voluptuosidad en el fenómeno de la

desagregación y encuentra placer en el caos cósmico. La experiencia de la

nada en el arte manifiesta una completa alteración del desequilibrio vital.

Todo lo que Kokoschka ha creado revela esta desintegración de la vida, una

vitalidad atormentada y torturada, hasta allí donde la tragedia se mezcla con

la caricatura, y el horror con lo grotesco. La ansiedad continua es el camino

más seguro hacia el caos y la nada.

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