¿Soy yo? ¿No soy yo? Quedo perplejo ante los años, los acontecimientos y tantas palabras con o sin
sentido. ¿Cómo no sentirme contaminado por un inagotable orgullo, por la fe en mí mismo y la
victoria sobre el miedo al ridículo? Lo cierto es que creía en mí, me había arrogado un destino, y mi
tensión interior se nutría de un torbellino refinado y salvaje a la vez. Mi secreto era simple: no tenía
sentido de la mesura. He aquí, en el fondo, la clave de toda vitalidad.
EMIL CIORAN
París, 16 de julio de 1990
LA VOLUNTAD DE CREER
Las grandes ilusiones que acompañaban al movimiento religioso
contemporáneo han desaparecido en gran parte. No porque este movimiento
sea completamente artificial y surgiera artificialmente, sino porque sus
determinantes —más bien formales— han destruido la fe en la sinceridad
de la vivencia religiosa.
¿Qué sentido puede tener este movimiento para la cultura contemporánea?
Puede significar un agotamiento interior del fondo productivo de esta
última o bien una ruptura con sus presupuestos. En uno u otro caso, los
hechos son significativos en cuanto a la estructura, constitución y
posibilidades íntimas de esta cultura. El agotamiento de la cultura moderna
es un hecho harto evidente para quienes comprenden el proceso interior de
las culturas, proceso que conocemos por el carácter simbólico de los valores
que éstas producen.
La imposibilidad de producir nuevos valores, de crear de manera libre y
espontánea, la orientación hacia el perspectivismo histórico y el
eclecticismo son síntomas que nos descubren el momento final en la vida de
una cultura. La orientación religiosa en una cultura poco religiosa
manifiesta su decadencia, su aproximación a la muerte, una ruptura del
equilibrio interno, o, como decía más arriba, una ruptura con sus
presupuestos.
La cultura moderna, individualista y racionalista, está desprovista de lo
que constituye la eminencia de la sensibilidad religiosa: el espíritu
contemplativo. De esta falta de espíritu contemplativo, de la falta de
orientación hacia lo esencial, deriva igualmente la ausencia total de sentido
de la eternidad. El hombre moderno, eminentemente activo y optimista, está
integrado en el devenir, lo vive efectivamente, y por eso, probablemente, no
medita sobre él. Resulta, en todo caso, muy significativo el hecho de que en
la filosofía moderna sólo Hegel mostrase una comprensión profunda hacia
el devenir. De ahí también su especial admiración por Heráclito.
La religión, en la cultura moderna, ha sido adaptada y transfigurada de tal
forma que ha perdido su carácter específico. Así, el movimiento religioso
contemporáneo no representa un modo de vivencia orgánica, sino el
resultado de la imposibilidad de producir nuevos valores en el seno de la
cultura moderna, imposibilidad manifiesta en la orientación hacia los
valores religiosos, no porque éstos pudieran ser creados o vividos, sino
porque constituirían una región, una esfera hacia la que tendemos. La
imposibilidad de crear, de producir, ha de determinar necesariamente un
cambio de orientación. Este cambio no se realiza seguramente de manera
artificial, pero tampoco de un modo orgánico-formal.
En otras palabras, no cambia el fondo de vida, el contenido interior
propiamente dicho, sino la dirección, las tendencias generales y las
aspiraciones, lo que constituye el carácter formal y general de la vida
espiritual. El movimiento religioso contemporáneo no parte de un fondo
vital orgánico e irracional, pero tampoco es artificial, sino la expresión de
una voluntad de creer, de naturaleza formal. Esta voluntad de creer es
específica y constitutiva de los intelectuales contemporáneos orientados
hacia la religión. Hay aquí un deseo de absoluto, un deseo de abrirse a lo
ilimitado, de romper el opresivo orden de unas formas de vida estrechas, de
superar lo relativo y lo histórico.
El movimiento religioso, tal como se ha presentado en los dos últimos
decenios, está caracterizado por una reacción ante las categorías de
comprensión de la vida que la cultura moderna ha producido en su íntegro
proceso de formación. Para que esta reacción asuma la significación de una
etapa importante, debería partir de una estructura de vida irracional y
representar una fórmula orgánica. Pero precisamente esto es lo que le falta.
La voluntad de creer significa, de hecho, una separación entre los valores
y sus creadores, una escisión entre elementos que deberían estar
originariamente unificados. Los creadores de valores tienen, aquí, una
perspectiva de los mismos, pero no los viven. La voluntad de creer es la
expresión de esta orientación perspectivista, de ningún modo creadora. El
movimiento religioso contemporáneo es un intento de ruptura con una
cultura moderna que se agota, que no constituye un principio de vida
(precisamente porque, en lugar de generar valores nuevos, se orienta hacia
valores religiosos como hacia algo externo). Este carácter de exterioridad y
trascendencia de los valores hacia los que se encamina la voluntad de creer
de la conciencia contemporánea explica, para aquellos familiarizados con la
teoría de la cultura o con la axiología, la esterilidad de este movimiento. Las
ilusiones extraordinarias que lo han acompañado encuentran su justificación
en la ausencia de perspectiva de los entusiastas, que, fascinados por la
atmósfera excesivamente ruidosa en la que se ha generado, no han logrado
alcanzar una justa apreciación del mismo. Sólo la comprensión del proceso
total de una cultura puede iluminar el sentido de sus momentos
individuales.
EL INTELECTUAL RUMANO
I
Estas líneas, en las que intentaré esbozar la fisonomía espiritual del
intelectual rumano, significarán, para algunos, la destrucción de muchas de
las ilusiones en las que se complace el entusiasmo fácil e infudamentado de
nuestro público. Hay que destruir todas las ilusiones y esperanzas que no
reposan sobre datos reales. La ilusión trastoca la óptica real e intenta
sustituir la observación objetiva por un mundo cuya validez es subjetiva, ya
que parte de las exigencias de nuestra conciencia, y no de nuestra
adaptación a las realidades concretas. De ahí que mi planteamiento no
asuma ningún presupuesto referido a nuestra dignidad nacional, a nuestro
orgullo étnico. Lo que aquí propongo es un bosquejo sumario, indicaciones
generales a las que cualquiera sabrá encontrar ilustración en la vida
cotidiana si dispone de coraje y objetividad. Para la mayoría, sin embargo,
resulta imposible renunciar a unas ilusiones y a unos prejuicios que —como
ocurre al menos en nuestro país— le fueron inculcados desde la escuela, en
la que no se cultiva de manera alguna la libertad de espíritu ni la
independencia personal. Criados en un medio semejante, ¿quién osaría
mirar las realidades de frente? Muy pocos. Pues aunque todos nos jactamos
de nuestro espíritu crítico, de nuestra independencia intelectual, muy pocos
conseguimos librarnos de los viejos moldes vitales que nublan nuestra
conciencia. Nuestro individualismo no es individualismo propiamente
dicho, sino una atomización de las conciencias individuales. El verdadero
individualismo supone un estilo de vida interior profunda del que somos
incapaces. Que esto es un mal, nadie lo discute, pero que sea una realidad
que ninguna medida artificial, que ningún esfuerzo nacional puede corregir,
es un hecho que pocos estarían dispuestos a aceptar. Y esto en razón de ese
resto de ilusión del que hablaba, en virtud de una comprensión de la
necesidad, de la lógica interna de las cosas que pueden ser constatadas, pero
no corregidas.
El verdadero intelectual es un hombre que se debate, que sufre, que ha
renunciado definitivamente a la tranquilidad de una existencia burguesa. La
vida burguesa es una vida sin conflictos interiores, una vida uniforme, sin
perspectivas. En ella el intelectual es una caricatura. Lo que debe
caracterizar al intelectual es el temor al equilibrio, a la tranquilidad, el
miedo a entrar en formas y moldes inamovibles, que constituyen una
muerte prematura.
El deseo de todo hombre de vida interior es que la muerte lo encuentre
vivo, no medio muerto. Aquellos que no tienen ya nada que decir, que no
pueden rebasar las formas en las que han entrado, que se suiciden.
La base de la vida interior comporta una tragedia dolorosísima, que
consiste en el antagonismo entre las tendencias a enquistarse, a realizar y
cumplir un destino interior, que es igual a la muerte, y las aspiraciones del
hombre a renovar permanentemente el contenido de su vida espiritual, a
mantenerse en una continua fluidez, a rehuir la muerte. Esta tragedia
inherente a la vida interior ha de constituir la base explicativa de toda su
problemática.
El intelectual rumano se caracteriza por la ausencia de una vida interior
profunda, por la carencia de un estilo interior. Los conflictos interiores son
inexistentes, o, si los hay, se resuelven tan fácilmente que se anulan y
pierden, por esa facilidad, su carácter trágico y doloroso. Quisiera ver a
alguno de estos intelectuales, no importa cuál, preso de un arrebato. Ningún
gesto de indignación, ningún intento de romper la monotonía de la vida, ni
una sola página de sinceridad profunda, en la que el hombre se enfrenta a sí
mismo. Es éste un signo de deficiencia de la vida interior, una falta de
inquietud profunda; y esta falta de vida interior encuentra su más evidente
expresión en el hecho de que casi ninguno de nuestros intelectuales se
atreva a considerar las cosas con independencia, tal como ante él se
presentan, y se preocupe tan sólo de lo que han dicho al respecto los
«otros». He aquí la razón de que en Rumanía no se publiquen sino libros de
interpretación, o mejor dicho, de compilación. Es de seguro una gran ironía
de la vida morir con la conciencia de no haber pensado nunca nada por ti
mismo, de haberte complacido en resumir prosaicamente lo que han dicho
los demás.
Un profesor de Bucarest se preguntaba un día: ¿dónde están los que desde
hace 50 años van al extranjero a estudiar filosofía, por ejemplo?
He aquí la explicación a esta circunstancia: carecemos de esa energía
interior sin la cual no puede crearse nada original y cuya ausencia explica
por qué el intelectual rumano se contenta sólo con exponer las ideas ajenas.
La falta de esta energía interior, que no podemos producir artificialmente,
por ser el resultado de un dinamismo interno en la vida de las culturas, que
constituye el presupuesto originario de todo proceso de creación, nos lleva a
una lamentable conclusión, que debemos confesar, aunque nadie la
comparta: en materia de cultura estamos obligados a simples compromisos.
II
La afirmación de que nosotros no crearemos nunca una cultura original
cuyos valores reciban unidad orgánica de su vínculo con los presupuestos y
elementos esenciales que constituyen el cimiento de toda cultura
preeminente parecerá a muchos atrevida, por concernir a aspectos del futuro
sobre los cuales no pueden hacerse sino consideraciones problemáticas. En
este caso, tal reserva no se justifica, pues el destino de una cultura no es
igual al de un individuo, que es más flexible y susceptible de múltiples
posibilidades de transformación, cosa que no ocurre en el caso de la cultura,
cuya evolución se realiza siempre necesariamente, según una constitución
interior inmodificable.
La unidad interior caracteriza a las grandes culturas, a las culturas
originales; en base a esta unidad podemos sospechar sus futuras
posibilidades. En las culturas menores, resultantes de una combinación de
elementos heterogéneos, las consideraciones sobre el futuro no tienen una
justificación tan evidente como en el caso de las grandes culturas; lo cual no
significa que debamos renunciar a este tipo de consideraciones.
Seguramente no podemos afirmar que nuestros intelectuales no crearán
valores, pero sí que éstos no se elevarán jamás al rango de creadores
profundos y originales. Puesto que lo que aquí nos interesa es sólo la
fisonomía espiritual del intelectual rumano, no cabe extendernos sobre el
problema de la estructura de las culturas.
Pero hay que dar respuesta a una cuestión: ¿cómo podemos hablar
nosotros de una cultura futura, cuando vivimos las corrientes de decadencia
de Occidente?
Casi todos estamos convencidos de la quiebra de la cultura moderna,
individualista y racionalista, del agotamiento del fondo de productividad
espontánea, de la sustitución de la vivencia ingenua por el perspectivismo
histórico, de la imposibilidad de producir nuevos valores, de que no nos
queda sino resignarnos a un simple compromiso. ¿Quién podría presumir
que seremos capaces de crear una cultura original, cuando lo que debería
constituir los elementos originarios y esenciales en la base de una cultura
son todos préstamos de una cultura en decadencia? La reacción
tradicionalista de posguerra no tiene en absoluto justificación. ¿Con
respecto a qué deberíamos mantener la tradición? ¿Será acaso en relación a
una cultura que no ha existido nunca? O bien, como afirman ciertos círculos
tradicionalistas, ¿con respecto al ethos específico de la nación, el único
creador, por ser el resto de esencia artificial y extranjera? ¿Este ethos
específico es verdaderamente creador? ¿Nadie se pregunta por qué son tan
estériles nuestros intelectuales; o es que éstos no proceden del mismo
estrato sobre el que tantas ilusiones nos hacemos? ¿Dónde está el soplo
creador del que tanto nos vanagloriamos? Una creación, para que constituya
un elemento en la totalidad de los bienes de una cultura, debe ser el fruto de
una íntima meditación personal. Ahora bien, es precisamente esta
preocupación personal lo que falta al intelectual rumano. La meditación
personal es signo de inquietud interior, y esta inquietud es la fuente y móvil
de la creación.
Se dirá: hay también excepciones. Por supuesto; pero las excepciones no
deben tenerse en cuenta cuando de lo que se trata es de esbozar a grandes
rasgos un tipo. En nuestro país no existe una preocupación por el saber en
sí, por el goce que éste pueda producir. El libro es considerado como un
medio de acceso a una posición de prestigio y, en lo posible, tan pronto
como se pueda. Es muy interesante el hecho de que el intelectual rumano
lea más o menos hasta los 25 años, para luego explotar sus lecturas,
realizadas según una selección harto discutible. Esto demuestra que en
nuestro país no hemos desarrollado orgánicamente la tendencia a
informarnos, a asimilar un máximo de contenido cultural. Ni siquiera en
aquellos que siguen leyendo, que consagran su vida al estudio, encontramos
esa múltiple curiosidad que nos hace leer con igual entusiasmo un libro de
filosofía, de arte o de ciencia. La especialidad llevada al paroxismo es el
signo de una imposibilidad interior. En nuestro país resulta de la
imposibilidad de vivir varias unidades de valores.
Hay entre las características del intelectual rumano una cierta fineza de
observación y la capacidad de captar rápidamente las cosas, capacidad
especialmente apreciada por los extranjeros, y la primera que señalan
cuando nos dirigen algún elogio.
Esta capacidad, que hace de los rumanos excelentes moralistas (en el
sentido que los franceses, en especial, dan a este término), tiene también su
reverso: contentándose con una percepción inmediata de lo real, el
intelectual rumano deja de lado el análisis y la profundización.
Hay aquí un defecto orgánico: casi nadie sigue una cuestión hasta sus
últimos elementos. Ninguna idea es analizada, desmenuzada en sus
elementos constitutivos, siguiendo su proceso formativo, o confrontada con
otras para determinar su estructura o descubrir su punto de origen. ¿Esta
comprensión intuitiva y directa, que en los rumanos es superficial, nos
dispensa del análisis y de la profundización? ¿No es significativo que no
podamos crear nada original y profundo en el ámbito de la metafísica ni en
el de la música, dominios que ilustran de manera viva y concluyente el
ethos de una nación y su estilo interior?
Hay que abandonar las ilusiones y las quimeras, que son siempre signos de
debilidad y de emasculación. La fisonomía del intelectual rumano, tal como
aquí la he presentado, disgustará a algunos, otros la considerarán con
desconfianza. Estas actitudes tienen sólo una justificación parcial, ya que
nadie es culpable. Nuestra vida espiritual, cuya naturaleza parte de una
subestructura irracional e inmodificable, explica todas las anomalías de las
que he hablado en relación al intelectual rumano. Para quien comprende el
determinismo ineluctable de la vida de las culturas, de las grandes como de
las pequeñas, lamentarse es tan inútil como condenar.
PSICOLOGÍA DEL DESOCUPADO
INTELECTUAL
Según las perspectivas de la vida burguesa, la psicología del desocupado se
nos presenta bajo una luz del todo extraña.
De aquí resulta esa escandalosa incomprensión hacia lo que es la nota
íntima del desocupado intelectual, hacia lo que constituye su estructura
interior, imperceptible desde lejos.
El problema de la psicología del desocupado intelectual es mucho más
importante de lo que pudiera imaginarse. Es una ilusión creer que éste se
plantea sólo por un tiempo limitado, que deriva de necesidades
momentáneas, que no reviste un interés general.
Lo cierto es que el desocupado intelectual ha devenido una expresión
típica de la vida contemporánea. En su movilidad e inconciencia, esta vida
revela, tanto por sus creaciones espirituales como por sus actitudes prácticas
y elementales, los elementos de una inquietud e incertidumbre propias del
desocupado intelectual.
Hoy, la vida del individuo es mucho más complicada e insegura que antes.
El desocupado no es sólo aquel que no encuentra una colocación, sino
también aquel que ocupa un puesto sin ninguna seguridad. Desde el punto
de vista estrictamente material, este último no es propiamente un
desempleado; pero por la inseguridad en que vive, por la tortura que
representan las inciertas perspectivas que se le abren, constituye una imagen
característica y reveladora de la psicología del desocupado.
Frente al hombre de las generaciones antecedentes, el hombre
contemporáneo representa un estilo específico de vida que en sus elementos
esenciales se embebe de la psicología del desempleado. Antes, el individuo
estaba orgánicamente integrado en la vida, tanto biológica como
socialmente. Era en cierto modo el hombre sustancial, de consistencia
interior fija, cerrado a las vías del devenir o a las de la disolución, un
hombre para el que el tiempo era completamente irrelevante, puesto que la
realización de las posibilidades interiores no sugería ningún obstáculo. La
integración orgánica lleva a ese sentimiento íntimo del ser, que no es sino la
fuente de la actitud contemplativa. El individuo está contento de sí mismo.
El individuo no conoce el sentimiento de anarquía personal sino cuando
las vías de la vida que ha emprendido están en contradicción con su
destinación originaria, con la particularidad subjetiva que lo individualiza.
La fuente de la anarquía es el proceso de desintegración. Este proceso
define esencialmente la vida del desocupado. El hombre sustancial se
mantiene en un mismo marco vital. De ahí su homogeneidad interior. De
ahí también que sea consecuente en sus gestos y actitudes, cosa que hoy no
encontramos sino en muy pocos, y no en los mejores. Ser consecuente
significa, en cierto modo, cerrarse a la multiplicidad de los aspectos de la
vida, reaccionando siempre idénticamente. Pero también significa algo más:
pobreza interior. Ahora bien, lo que caracteriza al desocupado intelectual,
como expresión típica de nuestro tiempo, es esa plenitud interior que resulta
de las contradicciones en las que vive. Por no vivir en un único marco de
vida, por verse obligado a afrontar toda una serie de experiencias diversas, a
asimilar contenidos de vida sin íntima relación entre sí, su eje interior se
desplaza continuamente. ¿No está aquí la fuente del desequilibrio? ¿Qué es
el desequilibrio sino una ruptura del eje interior? Ciertamente, es un paso
hacia el límite; pero cuando son los elementos característicos y
fundamentales los que nos interesan, este proceso es necesario.
Lo que constituye el carácter doloroso e impresionante de la psicología del
desocupado es el descontento consigo mismo, descontento que tiene su
origen en el hecho de que, presentándole la vida demasiados obstáculos y
teniendo que adaptarse a ambientes diferentes, se desvía de la línea interior,
de su destinación originaria. Cuando el hombre actúa en un sentido opuesto
al suyo, el descontento toca el límite. La libertad es una ilusión desde el
momento en que el individuo deja de ser él mismo. El espíritu escatológico
de la cultura contemporánea, además de tener su fuente en el agotamiento
del fondo productivo de la cultura moderna, ha nacido en gran parte de la
exaltación de los intelectuales desocupados. Hay, en su espíritu inquieto y
atormentado, tristes presentimientos, presentimientos del fin. El espíritu
escatológico nace siempre en el ocaso de las culturas, cuando éstas han
entrado en un proceso de agotamiento. Pero, mientras que en algunos el
presentimiento del fin toma las formas melancólicas de la nostalgia, en los
intelectuales desocupados éste asume la forma, extraña y demoníaca, del
amor al fin, el presentimiento exaltado y jubiloso del cercano hundimiento.
¿Con qué derecho podríamos pretender aún que los intelectuales
desocupados se solidaricen con los valores tradicionales, con una cultura
que han superado? Esta pretensión no tiene ninguna justificación. En
definitiva, las cosas deben mirarse tal como están, sin los prejuicios de
aquellos que buscan soluciones. Los hombres más extraviados y errados del
mundo son aquellos que creen en las soluciones. La vida tiene su sentido;
las soluciones son para los moralistas. Es de seguro significativo que el
espíritu de nuestro tiempo sea rebelde a cualquier tipo de normativismo en
la moral. Ya no existe esa voluntad de someterse a las normas, de
enquistarse en un marco trascendente a la vida. Frente al carácter nacional e
imperialista de la vida, el sistema de normas ya no tiene valor alguno. Es
una ilusión pretender que el intelectual desocupado se subordine a ellas. El
intelectual desocupado representa una psicología demasiado complicada
como para que los valores tradicionales tengan para él aún la más mínima
validez.
UNA FORMA DE LA VIDA INTERIOR
La profundidad de la vida interior no se mide según los criterios
cuantitativos de una rica información en extensión, sino según el criterio
cualitativo que concierne a la vivencia intensa de los problemas. Una de las
características del fenómeno de la cultura en general es que su elemento
creador y productivo depende de valores cuya calidad decae cuando gana en
extensión. Por este motivo, una cultura democrática es casi una
contradicción. Los valores, universalizándose mediante la extensión, son
vividos superficial e inorgánicamente, manteniéndose así en un plano
exterior al hombre. En el caso de la vida interior, la cantidad de problemas
es irrelevante; sólo importa la intensidad con la que se viven ciertos
problemas. La incapacidad de vivirlos manifiesta, en la mayoría, una
deficiencia fundamental de la vida interior, constatable igualmente en
aquellos que han estudiado. Se observa en estos últimos que su relación con
los libros no los ha conducido al contacto íntimo con una idea por la que
vivan y de cuya elucidación hagan un modo de justificación de su propia
existencia. No se trata aquí de ese idealismo práctico del que se habla. El
«idealismo» es un calificativo aplicable a una existencia de un ingenuo, de
un iluso, que no merece más que desprecio por no saber lo que quiere. Lo
que nos interesa aquí es el intelectual para quien la elucidación de un
problema deviene vital, aquel que sabe integrar los elementos de éste en los
aspectos del día a día, eliminando así ese falso dualismo de estructura entre
las exigencias del espíritu problemático y las del individuo biológicamente
concebido. Una de las notas esenciales del individuo problemático es la
tendencia a objetivar el tejido íntimo de las ideas que le preocupan en los
aspectos de la vida cotidiana, de modo que un fragmento de realidad que
para el hombre ordinario es indiferente cobra ante él un carácter simbólico.
Cuando Goethe dice que todo lo transitorio no es sino símbolo, no expresa
otra cosa sino la inquietud del individuo problemático ante los múltiples
aspectos de la vida. El hombre común ve estos aspectos en sí, desasidos de
toda participación metafísica o funcional en una totalidad que los
trascienda.
Los contenidos particulares de la vida son mantenidos en su
individualidad. Una de las características de la mentalidad ingenua es no
poder trascender las posibilidades de individualización de lo dado. De ahí
también la ausencia de preocupaciones problemáticas. El hombre que vive
torturado por tales cuestiones tiene la perspectiva cambiada; de ahí el
carácter trágico de esa existencia. El sustrato del espíritu problemático es
una tragedia, cuyo valor se manifiesta en la renuncia al patetismo, que
significa siempre la imposibilidad de poner límite a una revulsión interior.
En una vida consagrada al estudio, la necesidad de un problema central se
justifica también de otro modo. No es posible la convergencia de varios
problemas, de órdenes diversos, hacia un sentido común y valedero si uno
de ellos no ocupa el centro. De ahí la dispersión precoz que observamos en
ciertos intelectuales. La fuente íntima, no exterior, del fracaso radica en la
imposibilidad de unificar, de reunir los elementos dispares en un punto de
convergencia. No es ninguna paradoja: hay hombres destruidos por
problemas. Los ejemplos que ofrece la vida en este sentido son trágicos e
impresionantes. Esta destrucción, sin embargo, tiene su origen en una
deficiencia íntima.
Lo que repugna —de ahí también la completa ausencia de recuerdos que
nos deja el contacto con los hombres de cultura— es esa falta de pasión por
los problemas centrales, a los cuales se refieren los problemas secundarios
por una especie de participación. Hay gente que ha escrito muchos libros,
pero sobre los cuales no se puede decir nada. Por eso, antes que completar
las fichas de una biblioteca con cosas absolutamente indiferentes, en las que
no has puesto una gota de vida personal, es mejor nada. Hay hombres que
no se quieren a sí mismos en absoluto, porque no saben apreciar el carácter
de unicidad que presenta cada individuo. ¿O es que son demasiado poco
únicos para respetarse a sí mismos?
Sólo el retorno a uno mismo confiere valor a la vida interior. Apasionarse
por unos problemas centrales significa reencontrarse uno mismo en las
formas objetivas del pensamiento. He aquí cómo la subjetividad se
reencuentra más allá del aspecto formal del pensamiento.
SOBRE EL ÉXITO
Un hombre sincero me confesaba que sus continuos éxitos en la vida le
habían impedido tomar conciencia de su valor personal, de sus
posibilidades y de sus límites. Esta confesión contenía implícitamente la
afirmación de que el éxito es un camino de ilusiones que oscurece el
proceso del análisis interior, de íntima disección, creando por encima de las
realidades un mundo ficticio de aspiraciones sin fundamento. En la
psicología del éxito, el proceso de autoilusión es esencial. Interpretamos las
apreciaciones objetivas, que parten de fuentes dudosas, puesto que la mayor
parte de las veces son interesadas, como realidades subjetivas, como
pertenecientes a la subjetividad, independientemente de su valorización
exterior. En el proceso de autoilusión, las opiniones ajenas se interpretan
existencialmente. Por eso los hombres de éxito nunca tienen una justa
perspectiva del orden de los valores. Ignorando el orden interior, ignoran
asimismo el orden exterior; no conocen a los demás, ni se conocen a sí
mismos. De ahí su entusiasmo ante todos los aspectos de la vida. El
entusiasmo caracteriza a los hombres superficiales, cuya acción no conoce
límites, ni barreras su extravagancia de reformadores. Su falta de sentido de
la realidad, su ignorancia en cuanto al orden objetivo de las cosas y a la
necesidad, los lleva a vivir en un continuo estado de ilusión que en el fondo
no es sino una infatuación. La falta de conciencia sobre el propio valor
personal es la fuente de todas las anomalías que presenta la vida social. El
origen de tales anomalías no ha de verse sólo en la estructura objetiva de la
vida social, pues éste no es sino el aspecto exterior y objetivo de unas
causas de orden más profundo, que conciernen a la estructura psicológica.
La conexión entre el hecho psicológico y sus objetivaciones ha de tenerse
siempre presente. El conocimiento de la vida social es imposible sin una
profunda intuición antropológica. Uno de los defectos de la teoría
materialista de la historia es haber descuidado el estudio del hombre tal
como éste se presenta objetivamente.
Los menudos éxitos de la vida llevan al hombre a un estado artificial en el
que la existencia es considerada como un plácido vaivén, sin obstáculos ni
renuncias. Una de las características del hombre de éxito es no desear su
realización interior, no aspirar de continuo a una aproximación del fondo
íntimo y originario que constituye la especificidad de su individualidad
particular.
Los fracasos de la vida son, en cambio, de una fecundidad impresionante.
Éstos no destruyen sino a aquellos seres faltos de consistencia que no viven
intensamente, que no pueden renacer. A éstos pertenece la gran categoría de
los fracasados, que, no teniendo suficiente vitalidad para superar una
decadencia temporal, hacen de ésta el estado permanente de sus vidas. La
ausencia de un núcleo interior conduce a una muerte precoz.
Los fracasos desarrollan la ambición de la realización personal, de la
autosuperación. Por eso son un medio —que pocos desean— de
autoconocimiento y de productividad. Un medio seguro de triunfar
dignamente en la vida es saber despertar en sí mismo grandes ambiciones:
los éxitos no las despiertan. Por el contrario, cuando se suceden
continuamente, paralizan. Se explica así por qué los grandes favorecidos
por la vida son figuras antipáticas. Al no haber tenido que oponer
resistencia personal a las cosas, tampoco han tenido ocasión de medir sus
fuerzas. Son gente que da consejos y habla de «moral», lo cual prueba una
gran incomprensión hacia la vida.
La gente común, el hombre de a pie, considera el éxito como el único
criterio de valor. De este modo, se valora únicamente la función social de la
acción, que de seguro no es insignificante; pero tampoco esencial. Hay que
considerar también el factor íntimo, siendo éste el principio de la acción. El
éxito puede ser para él una pérdida, de la que no es consciente. Los criterios
no representan patrones inmutables, marcos trascendentales de referencia;
éstos son tan relativos como las acciones que pretenden enmarcar en
categorías o, simplemente, juzgar.
OSCAR KOKOSCHKA
Si Picasso caracteriza nuestro tiempo (en lo que concierne a las últimas
décadas) por su movilidad y su espíritu proteico, recorriendo toda una serie
de corrientes, sin ser capaz de alcanzar una consistencia espiritual,
Kokoschka no es menos representativo por la ansiedad y la vorágine a las
que ha dado esa tan dramática expresión. Hay en toda su obra una
insatisfacción continua, un temor hacia el mundo y hacia el futuro, que nos
da la impresión de que, en su visión, el hombre no desciende del mundo,
que ha caído en una existencia extraña a su naturaleza. La ansiedad es tan
poderosa que ésta deviene por sí misma significativa como expresión
autónoma, comportando el individuo que la experimenta sólo un símbolo de
un estado anímico esencial. Sólo en este sentido se puede hablar de arte
abstracto en Kokoschka, refiriéndonos a la absolutización de la expresión, y
no a la pureza formal o a un esquematismo lineal. Pues este arte tiene por
característica reducir lo lineal hasta la negación. Éste se presenta sólo allí
donde una expresión o una vivencia aceptan la forma, allí donde existe una
adecuación entre las delimitaciones formales y el contenido objetivado. La
presencia de la línea indica casi siempre un equilibrio interior, un dominio
íntimo y una armonía posible. Es una existencia cerrada que encuentra sus
reservas y posibilidades en sí misma. Las épocas clásicas han conocido
siempre un florecimiento de lo lineal. Donde las líneas desaparecen y el
contorno deviene ilusorio, el ideal clásico resulta imposible. La conciencia
anarquizada de Kokoschka (a quien aquí consideramos sólo como pintor, no
como dramaturgo) ha destruido la consistencia espiritual del hombre,
presentándonoslo preso en la vorágine de un caos. El tormento y la vorágine
interior devienen constitutivos del mundo exterior. No es sólo un caos
interior, sino también exterior. En este sentido, Kokoschka no representa un
caso aislado. No puedo hablar de estas cosas sin que me venga a la mente la
imagen del fascinante cuadro de Ludwig Meidner, Paisaje apocalíptico, que
presenta una visión del mundo en donde los objetos han abandonado su
marco normal, entregándose a un impulso absurdo; un mundo en el caos es
la norma, y la locura la intención. Este apocalipsis no es religioso, no
comporta un proceso de redención; es, por el contrario, el fruto de la
desesperación. Ninguna luz se muestra en la oscuridad que revela esta
visión, como tampoco hay esperanza de redención en el alma abandonada a
la desesperación. El arte de Kokoschka es la expresión de la desagregación
mental. ¿No es aquí donde la ausencia de lo lineal alcanza su más profunda
justificación? La desagregación espiritual rechaza la consistencia formal y
anula el contorno. De ahí la fluidez de lo pictórico, la interpenetración de
los elementos en una continuidad y movilidad cualitativas. Lo pictórico ha
alcanzado aquí, sin embargo, la expresión paroxística. Hasta ahora
constituía un modo de resaltar los matices, en el que lo individual
participaba de una totalidad cualitativa sin que representara un aislamiento
dentro de esa totalidad. Hay en Kokoschka una revuelta, una expansión de
todos los elementos en loca tensión, una explosión cualitativa del continente
entero. ¿Qué sentido podría tener ya la armonía de los matices? Ninguno.
En este sentido, puede hablarse de una zozobra de lo pictórico en la pintura
de las últimas décadas que va a dar la posibilidad de una recrudescencia de
lo lineal, recrudescencia visible en las nuevas tendencias de la arquitectura
funcional.
Las insuficiencias de la técnica formal en la obra de Kokoschka no se
deben, como erróneamente se ha afirmado, a una incapacidad artística, sino
que están condicionadas por una originaria visión del mundo. El salto en el
caos y en la nada, esenciales en lo que respecta a esta perspectiva, eliminan
cualquier género de problemática de lo formal. Der irrende Ritter anula
temáticamente la preocupación por la forma. La flotación en el caos, que es
la sustancia de este cuadro, nos descubre la voluptuosidad en la
desesperación, una loca fascinación por el propio proceso de decadencia, un
éxtasis de la nada.
Un masoquismo metafísico mezcla la voluptuosidad en el fenómeno de la
desagregación y encuentra placer en el caos cósmico. La experiencia de la
nada en el arte manifiesta una completa alteración del desequilibrio vital.
Todo lo que Kokoschka ha creado revela esta desintegración de la vida, una
vitalidad atormentada y torturada, hasta allí donde la tragedia se mezcla con
la caricatura, y el horror con lo grotesco. La ansiedad continua es el camino
más seguro hacia el caos y la nada.
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