martes, 29 de septiembre de 2020

Duras, besos y chistes malos. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

 


Duras, besos y chistes malos

 Su infancia estuvo marcada por la humedad. La lluvia, los arrozales, el monzón, la jungla impenetrable y tenebrosa a la que, de niña, miraba con recelo, el mismo con que se mira un pozo. Aquella sombra oscura, opaca y tentadora que era un lugar casi imaginado, una puerta secreta por la que a veces escapaba un tigre —todo fauces y garras—, una serpiente o algo más peligroso.

Criada entre palabras de sonidos exóticos —Cochinchina, elefante, sari—, a la sombra de la vida colonial, un poco de opereta, de estuco y falso techo, creció casi olvidada, escapada de una madre, maestra, viuda, pobre, que hablaba con su marido muerto cada noche, quien desde el más allá les transmitía un tranquilizador mensaje de esperanza.

Hubo algo de aquel país del agua que siempre fue con ella. La exuberancia, el jugo de las frutas, así que cuando la obligaban a comer las manzanas que llegaban de la metrópoli, su tacto algodonoso y seco, áspero en la garganta, como una venda, le provocaba arcadas.

Tenía en contra que era bajita y flaca. Trenzas, pecas, zapatos desgastados, y una expresión adusta, taciturna, rastro de una miseria bíblica y perdurable. Y a favor, una belleza exótica, oriental, de porcelana china, unos labios cereza —siempre rojos—, y un brillo seductor que la hacía, en aquel paraíso del barro, deseable.

Recordó toda su vida la húmeda repulsión del primer beso que le dio, por sorpresa, un amante, y que fue como un pez que tocara sus labios, una babosa, una culebra muerta. Fue besarla y empezar a escupir sobre el pañuelo, como si la saliva fuera venenosa.

Así, casi escupiendo, llegó al París de antes de la guerra con su sensualidad arrebatada, casi perniciosa, que fue dejando a su paso un ejército inconsolable de amantes despechados.

Y después, escribió, todo el tiempo, incansable. Durante una temporada, su casa se llenó de existencialistas, comunistas mundanos, escritores de culto, cineastas, amigos… Más tarde fue el alcohol; una caja diaria de vino de Burdeos. Hasta que veía bichos en la cama. Vacas en la despensa de la casa. Y una muchacha que cargaba libros a su espalda. Visiones que cuando consiguió curarse empezó a echar en falta.

Le encantaban los chistes. Ese del caballo que sale a la calle y se encuentra con una cebra a la que dice, ¿a estas horas todavía con pijama?

Cuando publicó El amante toda Francia se rindió a sus pies. «La Duras», le decían. Fue a la tele, le dieron premios, regalos, agasajos, la recibió el presidente de la República… Aquel beso de pez la hizo millonaria. ¿Cuánto? Nunca lo supo exactamente. A última hora se hizo un poco de lío con los francos. Los antiguos y los nuevos.

 

En la escuela secundaria, tuvo un compañero que se enamoró perdidamente de ella. Cada mañana la iba a buscar, y la acompañaba hasta el colegio. A ella no le gustaba porque tenía los dientes podridos. Así que él le pedía solo que le prestara el anillo. Una pequeña sortija que le había regalado su madre, con una piedra engastada, de color rojo. Ella se lo quitaba con desgana, y lo dejaba caer sobre la palma. Y él lo apretaba en su mano. Y así, a través del metal del anillo, sentía su calor.

Fuente:

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


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