Es
un sábado del mes de junio, y Beto Milanés, emigrante de origen cubano, sale a
buscar a alguien que lo mate. Al frente de la comisaría está un sargento calvo
y obeso, que ha decidido pedirle perdón a su único hijo, Mandy, un travestí que
vive con un modista armenio. El fantasma de una pianista vuela de un lado a
otro, como una mariposa nocturna, tratando de salvar a su hija. Un oscuro
profesor de literatura se pasa la noche en un bar, conversando con la mujer más
linda del mundo. Los orishas africanos descienden del Olimpo y acuden a la cita
son sus tambores. Tres muchachos han ido por cerveza a un supermercado, para
seguir la fiesta, y se cruzan en la autopista con el cubano que quiere una
tumba. Ha estado lloviendo, hay luna, alguien ha descerebrado a un perro contra
un muro.
Eliseo Alberto
Caracol Beach
Título
original: Caracol Beach
Eliseo
Alberto, 1998
Imagen
de cubierta: Juan Pablo Rada
Editor
digital: Meddle
ePub
base r1.2
La
muerte es ese amigo que aparece en las fotografías de la familia, discretamente
a un lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer.
PAPÁ
El día del fin del mundo será limpio y
ordenado, como el cuaderno del mejor alumno.
JORGE TEILLER
Advertencia y
dedicatoria
En
el verano de 1989, Gabriel García Márquez impartió un taller de guión a diez
alumnos de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de Los
Baños, Cuba. Yo fui su asistente. Entre las mil y una historias que nos
contamos estaba la seductora pesadilla de cuatro jóvenes puertorriqueños que
habían sido acosados toda una noche por un asaltante de caminos, sin más
detalles. Ante la carencia de datos precisos, los talleristas aportamos
nuestras propias soluciones. Alguien dijo que el personaje debía ser un asesino
nato; otro sugirió que fuese alcohólico. Mejor, mudo. Drogadicto. O quizás
armenio. «¿Y no sería oportuno incluir en algún episodio el acoso de un tigre
de Bengala?», comentó un estudiante de Nueva Delhi durante una animada
sobremesa. Gabriel propuso que fuese un sicópata de guerra y que llevara
tatuados en el brazo izquierdo los nombres de sus muertos particulares. Yo
consideré que debía encarnar a un suicida. Un pobre diablo. Casi un inocente.
El loco quedó en el aire. Un año después supe de un marine de La Florida que
había secuestrado en Port-au-Prince a una prostituta dominicana y, a cambio de
la liberación de la rehén, sólo exigía que lo mataran en el intento de rescate.
Le cumplieron con seis impactos de bala. Luego, en Madrid, me contaron de un
gallego que, en la cruda de una borrachera, se ahorcó con la corbata porque
estaba convencido de que era responsable de la muerte de sus dos mejores amigos
—que no habían fallecido, todavía. A la mañana siguiente, por esas casualidades
de este mundo, los susodichos perecieron en un absurdo accidente de tránsito,
camino al entierro del ahorcado. En 1994, en México, García Márquez me pidió
que escribiera algunas de aquellas embrionarias ficciones del taller, y como
tuve vía libre, el asaltante de caminos pasó a ser un veterano de California en
la guerra de Vietnam, un marinero argentino en la guerra de las Malvinas, un
combatiente sandinista en la guerrilla nicaragüense, un terrorista palestino en
la guerra del Medio Oriente, un artillero soviético en la guerra de Afganistán,
un piloto inglés en la guerra de Irak, un miliciano croata en la guerra de
Bosnia, hasta que terminó convertido en un soldado cubano en la guerra de
Angola, 1975-1985. Guerras no faltan. La posible película nunca se realizó. Por
último, hace dos años volví a leer un cuento de Gabriel que empieza con esta
frase que es, en sí misma, una joya narrativa: «Como es domingo y ha dejado de
llover, voy a llevar un ramo de flores a mi tumba». Entonces me senté a
escribir esta novela sobre el miedo, la locura, la inocencia, el perdón y la
muerte.
Dedico
Caracol Beach a Gabriel García Márquez, mi querido maestro; a los amigos que me
cuentan mentiras y a los alumnos que me las creen; y a los muchachos: María
José, Ismael, José Adrián, Laurita, Sergio Efigenio, Cristian, María Fernanda,
Andrés Palma, Hari, Sidarta, Jasai, Eli y Memo. Mi tropa.
Tarde del sábado
Lo despertó un estrépito que interpretó como
un disparo contra un búho.
ADOLFO BIOY CASARES
Capítulo
1
Clemencia
es una palabra que se usa poco. La noche anterior el soldado había vuelto a
soñar con el tigre de Bengala y se levantó de un salto, con un sabor a carne
podrida en la boca. Escupió sangre. Los nervios le habían destruido las encías
y por mucho que se lavara los dientes con sales de bicarbonato, y aunque
bebiera mil tazas de café para fumarse mil cigarrillos Camel sin filtro, el
ácido de la infección seguía drenando gota a gota. Se arropó bajo la manta.
Desde el calvario de la guerra en Ibondá de Akú, dieciocho años atrás, tenía la
precaución de dormir con los botines puestos, costumbre que terminó por
desbaratarle los pies con hongos impertinentes. Quiso refugiarse en algún buen
recuerdo de su vida y escapar allí de la encerrona. No pudo. Por la rendija de
los párpados vio entrar al tigre. Un tigre. El tigre. Ése. El amarillo. De
Bengala. Su presencia le cortó el aliento. Aparecía sin previo aviso en
cualquier confusión de sueños y ya no lo dejaba en paz un instante. Antes de
descubrirlo bajo la mesa jugando con una rata de basurero había percibido su
olor a crema de amapolas rancias flotando en el aire del amanecer, como
cosmético de puta, y despertó angustiado. Escuchó en la distancia el canto de
los gallos mañaneros, los motores de los coches por la autopista, el rumor de
un mar que él sabía demasiado lejos, pero sólo al ver un aro de siete
moscardones posado en la lámpara del techo, un ruido de rama que se quiebra le
dijo que el demonio estaba cerca. Los insectos se avisparon y movieron el aire
con las aspas de sus alas. Cada vez que sufría esa pesadilla la brújula de la
conciencia trocaba los polos y lo hacía tomar por callejones sin salida. El
tigre babeaba. Tenía sed. O quizás hambre. No le bastaba la rata. Quería otra.
Lo quería a él.
—¡Virgen
de Regla! ¡Por lo que más tú quieras dile que se vaya! Luz y Progreso para ti
—rogó. La oración fue a dar contra los cerros. El eco vino de rebote entre
humos turbulentos.
Desde
que aceptó el trabajo de velador nocturno en el deshuesadero de coches de
Caracol Beach, vivía en un trailer que alguna vez fue transporte de un circo.
Aún podían leerse los créditos en un arco de vistosa caligrafía, algo
desdibujados por los azotes de la intemperie: «Arena Cinco Estrellas. Rodeo
Ambulante. Atracciones y Adivinos. Gitanos. Animales Inteligentes. Cunas y
Camerinos». Las láminas laterales estaban pintadas con imágenes de leones,
mujeres barbudas y equilibristas. El vagón contaba en su interior con el
equipamiento necesario para hacer de él un calabozo habitable: el catre
ajustado con bisagras a la pared del fondo, dos parrillas eléctricas por
cocineta y un diminuto retrete donde apenas cabía una persona, pero diseñado
con la funcionalidad de los camarotes de tren, de manera que los servicios
estuviesen al alcance de la mano: desde la taza del inodoro se podía abrir cómodamente
la llave de la jofaina y darse una ducha siempre sentado. La cinta de bombillas
rojas, azules y amarillas que rodeaba el trailer por los cuatro puntos
cardinales era el único lujo que el solitario huésped se permitía mantener en
perfectas condiciones técnicas. Le gustaba encender el sistema de alumbrado y
contemplar desde la autopista cómo brillaba su nave de hojalata en el centro de
aquel cementerio de coches destrozados.
Cuando
salió afuera, aturdido por los ecos del sueño, el tigre rondaba el techo del
trailer. A la luz del amanecer reparó en la extravagancia de que traía alas,
articuladas al cuerpo con armonía. Alas de cisne o de ángel. Dos abanicos de
plumaje blanco, sedoso, bien peinado. Llegaba de algún sitio donde había estado
lloviendo porque en el filo de las plumas brillaban gotas de agua como
perdigones de mercurio. Había que verlo. Saltaba del techo a las nubes con
soltura y de nube en nube, por el prado de cúmulos pisando suave, y desde allí
se dejaba caer en pronunciada curva hasta el deshuesadero, sin batir las alas,
y se perdía de vista entre los montes de hierros torcidos. No dejaba de ser un
espectáculo hermoso. El soldado encendió un cigarro y la picadura le supo a
cianuro. «Strike, Strike Two, ¿dónde estás, hijo de tu perra madre», gritó.
Strike
Two se asomó en la ventanilla del Oldsmobile. El juego de escondidos se repetía
con teatral puntualidad. Primero dejaba ver las orejas puntiagudas, luego los
ojos, el hocico, la lengua, el cuello, hasta sacar medio cuerpo y asumir
públicamente pose de gran mastín. Era un cachorro. Un vagabundo. Un
buscapleitos. Había llegado al deshuesadero durante la Navidad anterior y por
varios días prefirió acampar al aire libre, bajo los coches. El soldado tampoco
hizo mucho por acercársele. Se tenían mutua desconfianza. A veces el cachorro
ladraba cuando venía un cliente, atribuyéndose un rol de centinela que nadie le
había encargado. Se entretenía persiguiendo inalcanzables mariposas por los
corredores del cementerio o mordiéndose la cola en graciosos remolinos. El agua
la bebía de los charcos. Ninguno de los dos claudicaba en sus posiciones. Eran
tercos. Muy tercos. La noche del 31 de diciembre, sin embargo, el animalito
entró en el trailer y saltó a las piernas del soldado justo en el momento en
que él iba a cortarse las venas con una bayoneta de campaña. La irrupción del
perro impidió el suicidio. El soldado le puso un nombre que le recordaba sus
tiempos de beisbolista: Strike Two. El One era él. A partir del Año Nuevo, el
perro durmió siempre en el Oldsmobile, un engendro construido con partes y
piezas de otros vehículos, como un Frankenstein mecánico. Cada mañana, hombre y
mascota repetían el juego de los escondidos. El amo debía fingir que lo buscaba
por los patios. «Strike, Strike Two, ¿dónde estás, hijo de tu perra madre.»
Tres o cuatro gritos después, el cachorro iba asomando orejas, ojos, hocico,
lengua y cuello con estudiada complicidad. Pero ese sábado de lluvia el soldado
lo recibió con un puntapié. Strike atravesó el cementerio barriga en tierra y
llegó a la autopista decidido a marcharse. Se echó en la cuneta. Jadeaba. Se
puso a ver. Por la pista de asfalto corrían manadas de camiones carnívoros,
jaurías de coches rabiosos, rebaños de ómnibus monteses, piaras de automóviles
jíbaros. Strike regresó al cementerio y se tumbó en la escalerilla del trailer.
En la selva de los humanos hay caminos intransitables.
El
miedo es una camisa de fuerza. La primera vez que se enfrentó al tigre fue
aquella tarde que perdió la razón en Ibondá de Akú. El soldado llevaba varias
jornadas deambulando, desquiciado por una culpa que no se permitía compartir
con nadie, ni siquiera con el jefe de su escuadra de infantería, el otro
sobreviviente de la emboscada. El oficial era un negro terco que se negaba a
morir a pesar de traer el pulmón izquierdo deshecho por una ventosa de
esquirlas. De milagro habían roto el cerco enemigo, con lo cual consiguieron
una semana de esperanza. El soldado cargó al negro en hombros. Un último
resquicio de cordura lo obligaba a asistirle. Se querían. La maniobra se hacía
imposible por los delirios de ambos: el soldado disparataba por los escalofríos
de la demencia, el jefe por la infección que le invadía las arterias. No dejaba
de rezar su propio canto funerario: Yemayá Awoyó. Yemayá Asesú. Yemayá. Durante
tres días y cuatro noches el loco lo llevó a cuestas, amarrado a la espalda con
bejucos; al amanecer del quinto día el negro dejó de cantar y despertó con los
ojos abiertos, la mandíbula descolgada y un insecto dorado en la boca, pero él
no prestó atención a las evidencias clarísimas de la muerte y a pesar de la
frialdad de la carne y de la rigidez de las extremidades y de la peste que a la
sexta mañana hacía irrespirable el aire en un radio de veinte metros a la
redonda, seguía arrastrándolo por los pies o los brazos, que entonces no eran
brazos sino barras de cemento. Para un hombre en su sano juicio habría sido más
lógico enterrarlo en algún claro del monte, pero los locos siempre están en
otra parte, nadie sabe dónde con certeza. Poco recordaría de esas jornadas
salvo al leopardo africano que apareció de pronto entre los arbustos y comenzó
a destripar el torso del negro con la misma curiosidad con la que un gato araña
una almohada. Por muy leopardo que sea un leopardo hay rivales que lo superan
porque no le temen. Eran tantas las hormigas carniceras que ya daban cuenta del
fiambre que la fiera renunció a su tajada de intestinos, después de algunos
mordiscos superficiales. Ante un leopardo la fuerza de una hormiga radica
precisamente en su insignificancia. El verdadero animal es el hormiguero en su
conjunto. El leopardo puede arrasar con cientos de hormigas de un lengüetazo
pero el cuerpo del hormiguero reparará las bajas en breves segundos. Las
hormigas, entretanto, tocan fondo en los charcos de saliva y pican laboriosas
la lengua del leopardo. El loco subió a un árbol y buscó con la mirada una
tabla de salvación, mas no encontró nada mejor que el anillo de moscardones
trabado entre el follaje. Una escudería de dípteros parásitos con cabezas rojas,
como cascos de aviador. Los recuerdos se le escapaban del cuerpo, lo vaciaban.
Desde esa tarde remota hasta aquel tercer sábado de junio, la fiera se escondió
en la espesura del pasado a la espera de invadir sus pesadillas. El siquiatra
que llevaría el caso en un hospital militar de Lisboa llegó a pensar en una
recuperación: «Los medicamentos han empezado a dar los efectos esperados. No
curamos su locura pero al menos le borramos el miedo de la cabeza. Podemos
darle de alta», dictaminó el doctor sin saber que el animal aguardaba a que su
presa quedara tirada a la suerte en un cementerio de coches para reanudar la
caza a sol y sombra. El miedo es una camisa de fuerza.
El
rayo inicial de la tormenta rajó una palma y rompió a diluviar. El aguacero
borró el paisaje. La tierra tamboreaba. Un fuerte olor a carne quemada inundó
Caracol Beach confundiendo a las aves de rapiña que empezaron a sobrevolar la
zona, saboreando el banquete que les esperaba en el matadero de los hombres.
Las aguas lavaron los metales de los vehículos, muelles de tapicería, tubos de
radiadores, baterías cargadas de moho, y los óxidos se mezclaron con los ríos
del fango. Las alimañas pataleaban en los charcos contaminados por aquella
amalgama de lodo y astillas ferrosas. El Camel se apagó entre los dedos del
soldado. Ese sábado tendría que deshacerse del tigre de la única manera en que
aún era posible el duelo con el pasado: liquidándose a sí mismo. Alguien le
dijo un día que el miedo era una camisa de fuerza. Pero no recordaba quién. Nada.
Que lo único cierto era la palma ardiendo. Los bombazos de los truenos. Un
perro echado en la puerta de un trailer de circo. Las aves de rapiña. Y ese
segundo rayo, certera estocada de Dios, que se enterró en un hierro del
cementerio, forjándolo al rojo vivo —el mismo hierro donde habría de morir un
muchacho llamado Tom Chávez unas veinte horas después.
—¡Vaya
desgracia la mía, carajo: estoy jodido, qué cosa tan grande! —dijo el soldado.
Guardaba bajo el colchón una soga para la horca. Sería más fácil que anudarse
una corbata. Y echó a correr, ansioso por matarse. Strike Two confundió la
urgencia de su amo con el inicio de los juegos, ese día pospuestos por las
figuraciones de la locura: lo seguía guerrero y saltarín y le clavaba los
colmillos en los calcetines, le mordía los bajos del overol, le zafaba los
cordones de las botas, reclamando un poco de atención. «¡Babalú Ayé: no me
eches más animales detrás!», dijo al entrar en el trailer con el cachorrito a
cuestas, como un grillete de peluche con cascabel.
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