Inspirada
en un proceso que saltó a las páginas de los periódicos en los años 20 del
siglo pasado, Las dos amigas y el envenenamiento describe los recónditos
pliegues del resentimiento. Una mujer, envilecida por un marido que la
maltrata, se rebela y encuentra refugio en una amiga, se confía, se abandona a
ella y en sus brazos descubre otra cara de la sexualidad. Nace entonces la idea
de hacer pagar al esposo sus ultrajes. Con un ritmo implacable, el deseo de
venganza de las dos amigas se insinúa y propaga de frase en frase con una
crudeza que confiere a la narración de Döblin una textura magistral e
inolvidable.
Alfred Döblin
Las dos amigas y el envenenamiento
Título original: Die beiden
Freundinnen und ihr Giftmord
Alfred Döblin, 1924
Traducción:
Joan Fontcuberta
Diseño de
portada: Editorial
E. L., una
hermosa muchacha rubia, llegó a Berlín en 1918. Tenía diecinueve años. Había
sido aprendiz de peluquera en Brunswick, donde sus padres tenían una
carpintería. Pero un día cometió una chiquillada: robó cinco marcos del
monedero de una dienta. Luego pasó algunas semanas en una fábrica de municiones
y finalmente terminó su aprendizaje en Wriezen. Era una muchacha despreocupada,
que disfrutaba de la vida; se dice que en Wriezen no llevaba precisamente una
vida de asceta, y que era dada a las francachelas.
Se instaló
en Berlín-Friedrichsfelde. El peluquero que la empleó la encontraba aplicada,
honesta y dotada de un excelente carácter. La conservó quince meses, hasta que
ella se casó. El peluquero también pudo constatar cómo disfrutaba de la vida.
En noviembre de 1919, durante sus salidas con una de sus dientas, Elli conoció
al joven carpintero Link.
Elli era
un tanto especial, sin llegar a ser rara. Poseía una franqueza inofensiva, era
alegre como unas castañuelas, juguetona como un niño. Le divertía provocar a
los hombres. Quizá se entregaba a éste o aquél por curiosidad, por el placer de
observar al otro, al varón, y de armar jaleo entre compañeros. Se asombraba y
encontraba extraño, aunque curioso de ver, que los hombres se tomaran esas
cosas tan a pecho, que se pusieran tan nerviosos. Ellos se le acercaban, los
volvía tarumba y después los rechazaba. Entonces apareció el joven carpintero
Link.
Era un
muchacho serio y tenaz. Comunista apasionado, hablaba de temas políticos que
ella no comprendía. Se aferró a ella. A aquella cabecita de cabellos rubios y
ensortijados, de mejillas lozanas, que contemplaba el mundo con una alegría tan
desbordante que a él el corazón se le derretía. La quería por esposa. Quería
tenerla a su lado.
A ella no
le extrañó. Link procedía del ambiente de hombres que ella conocía. Ejercía la
misma profesión que el padre de ella, por lo que ella estaba familiarizada con
las cosas del trabajo de las que él hablaba. Esto la refrenaba un poco. No
podía manejarlo como a los demás hombres. Se sentía honrada y dichosa de que él
la pretendiera: estaba en su elemento, pero también tenía que cambiar; él tomó
posesión de ella.
Elli
tanteó el terreno en casa: les comunicó que tenía un buen empleo y que el
carpintero Link, trabajador diligente que se ganaba bien la vida, la cortejaba.
La familia la felicitó. Padre y madre estaban encantados. Y Elli, al
reflexionar sobre su situación, también notó una sensación agradable. En el
fondo, apreciaba a Link. Él tenía la intención de cuidar de ella, y ella
tendría su propio hogar. Se le ocurrió que el matrimonio era algo muy extraño,
pero agradable: quiere cuidar de mí y está contento. En el fondo le apreciaba.
Pero no renunciaba a ocasionales escapadas a escondidas.
Link
estaba completamente prendado de ella. Cuanto más tiempo pasaban juntos, más
claro lo tenía Elli. Al principio, ella no le daba importancia. Así se
comportaban siempre los hombres. Pero luego le resultó incómodo. En Link el
sentimiento era muy fuerte y constante. Poco a poco surgió algo en el interior
de Elli: imperceptiblemente fue tomándole inquina a Link por ser así. Él le
impedía seguir pensando que se trataba de un hombre serio, como su padre, y de
que fundarían una familia. Entonces él cayó al nivel de sus amantes anteriores.
No, incluso cayó más bajo, porque se le pegaba mucho, la asediaba de forma muy
insistente. Con rabia y con dolor se dio cuenta de que también a él se le podía
manejar. Y de que él mismo la empujaba a hacerlo.
Se quedó
con él. Las cosas siguieron su curso. Pero con el tiempo se fue amargando. Se
reconcomía. Este Link la había engañado con falsas apariencias: Elli lo había
presentido. Ahora se avergonzaba, incluso delante de él. Era una decepción
subterránea.
De vez en
cuando salía a la superficie en accesos de cólera. A menudo ella lo trataba con
desafecto. Le hablaba en un tono espantoso, lo regañaba como a un perro. Él
pensaba entonces, consternado: me dejará.
Luego ella
hacía borrón y cuenta nueva. Se casará conmigo, ¿por qué no? Tener un hogar
propio era una cosa nada desdeñable. Además, daba tanta lástima, el pobre; le
daba pena. Pronto terminaría con él. Había muchos momentos en que se abandonaba
divertida a sus fantasías: era una mujer casada, tenía una familia como la de
Brunswick, su marido ocupaba una buena posición, la amaba, era un hombre serio.
En noviembre de 1920 se casaron: ella tenía veintiún años y él veintiocho.
Se mudaron
a casa de la madre de Link. No era realmente como tener un hogar propio. La
madre hubiera querido cambiar de domicilio, pero no lo hizo. Aquella mujer era
bastante poco cariñosa con su hijo, y éste, por su parte, no demostraba un gran
apego por su madre. Ella no toleraba la competencia de la joven nuera. En los
casos de desavenencia, Link tomaba partido a favor de su mujer, le daba su
lugar. Insultaba groseramente a su madre. La joven Elli escuchaba. Empezó a
tener miedo de que un día la tratara de igual modo. Cuando se lo decía, él
refunfuñaba: «¿Qué disparates dices?». Pronto pudo oponerse más abiertamente a
su suegra, cuando los ingresos del marido disminuyeron y éste le permitió
volver a su oficio de peluquera. Durante la semana cuidaba de la casa, hacía
las cosas a su manera. Los sábados y los domingos ayudaba en la peluquería y no
le importaba que la vieja la reemplazara en casa.
Luego vino
un tiempo en que Link salía solo por la noche a menudo. Pronto fue noche tras
noche, dejando en casa a la joven esposa, que se quejaba de lo poco que él se
ocupaba de ella. Nada de lo que ella hacía era del agrado de Link. Y, sin
embargo, era él quien la había empujado al matrimonio. ¿Qué había ocurrido?
Link se
había criado con su madre, en el trabajo y el mal humor. Quería progresar. Su
mujer, aquella rizada cabeza de chorlito, no tenía ningún interés en él, no
había cambiado en nada, se entregaba a sus caprichos, ora esto ora lo otro. A
veces se aferraba a él; otras, lo trataba con indiferencia. Él pensaba: ¿quién
se cree que es? Era un hombre rudo al que le gustaba decir que trabajaba como
un negro. Y ahora, para tenerla por entero, se acercaba a ella… físicamente.
En otros
tiempos ella había frecuentado a muchos hombres. Ahora la acosaba uno del que,
divertida o enojada, no podía zafarse. Y éste imponía sus exigencias. Tenía a
su favor sus derechos de marido. Aunque a Elli le disgustaba el contacto
físico, lo toleraba en silencio. La inquietaba de un modo nada agradable. Se obligaba
a soportar al hombre porque sabía que las cosas eran así en el matrimonio, pero
hubiera preferido que no lo fueran. Estaba contenta cuando volvía a estar sola
en la cama.
Link se
había casado con una mujer joven y bonita. Se había considerado feliz de que le
hubiera tocado en suerte. Ahora echaba pestes. ¿Qué ocurría? Ella iba demasiado
lejos con sus chiquillerías, no era cariñosa con él. Por amable que fuera con
Elli durante el día, aun pasando por alto las frecuentes ocasiones en que ella
se mostraba hosca, de noche ella era como un cuerpo inerte en sus brazos.
Estaba resentido. Y ella no cambiaba: Link no tenía hogar. Por más que la
tratara con ternura, como a una muñeca, cuando quería unirse a ella para
conseguirla por entero, ella se mantenía extraña, no lo aceptaba.
Elli
notaba el malestar de su marido. Y se alegraba. Con la alegría del mal ajeno.
Link no podía sino dejarla en paz. Y luego ella volvió a ser una esposa, se
esforzó por cambiar sus sentimientos, pero no lo consiguió. Empezaba a comprender
con temor que nunca lo conseguiría. La idea se deslizaba poco a poco en su
interior y a menudo la empujaba a ceder a las peticiones de Link. Pero cada vez
era más fuerte el sentimiento de desamor. Y después, una sensación total de
hastío.
De noche,
Link se refugiaba en sus reuniones y procuraba que fueran lo más animadas y
radicales posible. Un pensamiento lo corroía, un terrible sentimiento de
indignidad lo atenazaba: no soy lo bastante bueno para ella, se hace la
importante. Pero luego temblaba de ira: la meteré en cintura. Lo que más lo
trastornaba era la repugnancia que ella sentía por el sexo.
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