martes, 31 de enero de 2023

J. P. Donleavy El hombre de mazapán . FRAGMENTO. NOVELA.

 

    

 Lírica y obscena, conmovedora y tremendamente divertida, El hombre de mazapán es un obra escrita con el virtuosismo de un Joyce, la potencia expresiva de un Henry Miller y el desenfado de un Rabelais. Esta crónica de una lucha contra la castidad, la fidelidad, la sobriedad y el honor, denostada en su momento por su irreverencia y su obscenidad, se ha convertido en un clásico y ha pasado a formar parte de la lista de «Las mejores 100 novelas del siglo XX» elaborada por la Modern Library.

 En el personaje de Sebastián Dangerfield, alias Hombre de mazapán, Donleavy ha sabido crear un tipo inolvidable. Irresponsable, sucio, seductor, embaucador y pobre de solemnidad, este americanoirlandés extraviado en la vieja patria que se tambalea desde el pub a la casa de empeños, murmurando proposiciones libidinosas al oído de toda muchacha que se le pone a tiro, está empeñado en la búsqueda de la libertad, la riqueza y la fama que siente que le pertenecen.

 Y, aunque se burla del mundo y de sí mismo, es tan frágil como esos bizcochos con figura humana que se deshacen entre los dedos. El talento de Donleavy logra trastornar el universo moral haciendo que el lector se deslumbre ante este héroe, ante su encanto, su ingenio y su feroz apetito por gozar de cada minuto de la vida.

 


 


 

J. P. Donleavy

 

El hombre de mazapán

 

 

 

 


 Título original: The ginger man

 J. P. Donleavy, 1955

 Traducción: Aníbal Leal

 

 

 

 

 


 El traductor agradece al profesor John J. Scanlan, director general del St. Brendan’s College, la ayuda que permitió dilucidar misteriosos aspectos de la vida, la lengua y las costumbres de su patria, la vieja Irlanda.

 Gracias a su colaboración experta, el traductor no se extravió en los vericuetos y las callejuelas de Dublín, ni quedó varado —¡suprema indignidad!— en alguna de las tabernas que visitó acompañando a Sebastián Dangerfield.

 


1

 

 

 Brilla un extraño sol de primavera. Y los carros tirados por caballos retumban avanzando hacia el desembarcadero, al final de la calle Tara, y los chicos descalzos de rostro blanco gritan.

 Entra O’Keefe y se trepa a una banqueta. La mochila se le balancea sobre la espalda, y él mira a Sebastián Dangerfield.

 —Unas bañeras enormes. El primer baño en dos meses. Cada vez me parezco más a los irlandeses. Es como entrar en el subte, allá en Estados Unidos, uno pasa por un molinete.

 —¿Fuiste en primera o tercera clase, Kenneth?

 —En primera. Me rompí el culo lavándome la ropa interior y en esos condenados cuartos de Trinity no se secaba nada. Finalmente, envié mi toalla al lavadero. Allá en Harvard podía usar un cuarto de baño con azulejos y enfundarme en la ropa interior limpia.

 —¿Qué tomarás, Kenneth?

 —¿Quién paga?

 —Acabo de visitar a mi prestamista con una estufa eléctrica.

 —Entonces, págame una sidra. ¿Marion sabe que empeñaste la estufa?

 —No está en casa. Fue con Felicity a visitar a sus padres. En los páramos de Escocia. Creo que Balscaddoon estaba deprimiéndola. Rasguidos en el cielorraso y gemidos del entrepiso.

 —¿Cómo es el lugar? ¿No tienes miedo?

 —Ven conmigo. Puedes quedarte el fin de semana. No hay mucho de comer, pero compartiremos lo que sea.

 —Es decir, nada.

 —Yo no lo diría así.

 —Yo sí. Desde que llegué todo anda mal, y esos tipos de Trinity creen que me sobra el dinero. Piensan que la Ayuda a los Veteranos significa que cago dólares o tengo una diarrea de monedas. ¿Recibiste el cheque?

 —Iré a ver el lunes.

 —Si el mío no llega, reviento. Y tú cargas con una esposa y una hija. Puf. Pero por lo menos te sacas el gusto. En cambio, yo… absolutamente nada. ¿Hay mujeres abordables aquí en Howth?

 —Trataré de averiguar.

 —Mira, tengo que hablar con mi instructor, y preguntar dónde dictan mis clases de griego. Nadie lo sabe, todo se hace en secreto. No, no quiero otra copa. Iré el fin de semana.

 —Kenneth, quizá te esté esperando con la primera mujer en tu vida.

 —Sí.

 


2

 

 

 Para llegar a Balscaddoon había que subir una empinada pendiente. Corría pegada a las casas y los ojos de los vecinos lo examinaban a uno. Niebla sobre el espejo de agua.

 Y la figura encorvada subía por el camino. Arriba el suelo se nivelaba, y en medio de una pared de cemento había una puerta verde.

 Pasando la puerta, sonrisas, tenía puestos zapatos blancos de golf y pantalones color canela asegurados con pedazos de alambre.

 —Vamos, entra, Kenneth.

 —Caramba, qué lugar. ¿Cómo lo sostienes?

 —Con fe.

 O’Keefe recorrió la casa. Abrió puertas, cajones y armarios, descargó el agua del inodoro, levantó la tapa, lo descargó otra vez.

 Asomó la cabeza a la sala.

 —Parece que esta cosa funciona realmente. Si tuviéramos algo de comer estaríamos bien. Ahí en el pueblo vi una tienda bastante grande ¿por qué no vas con ese acento inglés que tienes y consigues crédito? Me gusta mucho tu compañía, Dangerfield, pero la prefiero con el estómago lleno.

 —Ya agoté mi crédito.

 —Y por cierto no tienes muy buen aspecto con esa ropa.

 O’Keefe entró en la sala. Abrió la puerta del invernadero, pellizcó las hojas de una planta moribunda y salió al jardín. De pie sobre el colchón de césped emitió un agudo silbido cuando vio la caída de rocas hacia el oleaje del mar, muchos metros más abajo. Recorrió el estrecho fondo de la casa, mirando por las ventanas. En un dormitorio vio a Dangerfield de rodillas tajeando con un hacha una gran manta azul. Entró apresuradamente en la casa.

 —Por Dios, Dangerfield, ¿qué haces? ¿Te has vuelto loco?

 —Paciencia.

 —Pero esa manta está buena. Dámela en lugar de destrozarla.

 —Vamos, Kenneth, observa un poco. ¿Ves? Me envuelvo el cuello así, escondo los bordes deshilachados, y listo. Ahora tengo puesto el azul de los remeros de Trinity. Siempre es mejor exhibir algún refinamiento fantasioso cuando se apela al poder de la clase. Y ahora iremos en busca de crédito.

 —Bastardo habilidoso. Reconozco que mejora tu apariencia.

 —Enciende fuego en la cocina. Ya vuelvo.

 —Consigue un pollo.

 —Veremos.

 Dangerfield salió al desierto camino de Balscaddoon.

 El mostrador estaba cubierto de generosas fetas de tocino y canastas de mimbre llenas de huevos relucientes. Detrás del largo mostrador los empleados, con sus delantales blancos. Las bananas, traídas verdes de las islas Canarias, florecían en el cielorraso. Dangerfield se detuvo frente a un empleado de pelo gris que se inclinó solícito hacia adelante.

 —Buenos días, señor. ¿En qué puedo servirlo?

 Dangerfield vaciló, con los labios fruncidos.

 —Buenos días, sí. Desearía abrir una cuenta en la casa.

 —Muy bien, señor. Tenga la bondad de pasar por aquí.

 El empleado abrió una gran carpeta que estaba sobre el mostrador. Preguntó nombre y dirección de Dangerfield.

 —Señor, ¿quiere recibir su cuenta por mes o por trimestre?

 —Creo que es mejor por trimestre.

 —¿Desea llevar algo hoy mismo?

 Dangerfield cliqueteó suavemente los dientes, recorriendo los estantes con la mirada.

 —¿Tiene gin Cork?

 —Por supuesto, señor. ¿Tamaño grande o pequeño?

 —Creo que será mejor el grande.

 —¿Algo más, señor?

 —¿Tiene Haig and Haig?

 El empleado llama en dirección al fondo del local. Un chico se mete entre bambalinas y reaparece con una botella. Dangerfield señala un jamón.

 —¿Cuántas libras, señor?

 —Lo llevaré entero. Y dos libras de queso y un pollo.

 El empleado todo sonrisas y comentarios. Oh, sí, claro, el tiempo. Qué niebla tan desagradable. No ayuda a los que salen al mar o a los otros. Batir de palmas llamando al chico.

 —Ven aquí y lleva los paquetes del caballero. Y muy buenos días, señor.

 En lo alto de la colina, O’Keefe espera y recoge en sus brazos los paquetes. En la cocina los deposita sobre la mesa.

 —Dangerfield, no sé cómo lo haces. La primera vez que fui a pedir crédito me dijeron que volviese con la carta de un gerente de banco.

 —La sangre azul, Kenneth. Y ahora cortaremos un pedacito de este queso para el chico.

 Dangerfield vuelve a la cocina sonriendo y frotándose las manos.

 —¿Para qué trajiste tanto licor?

 —Nos calentará. Creo que se aproxima un frente frío desde el Ártico.

 —¿Qué dirá Marion cuando regrese?

 —Ni una palabra. Estas esposas inglesas son magníficas. Saben cuál es su lugar. Deberías casarte con una.

 —Lo único que deseo es encamarme de una vez. Me sobra tiempo para atarme a una esposa y los hijos. Sírveme un poco de escocés y sal de mi camino mientras preparo la comida. A veces creo que lo único que sé hacer es cocinar. Un verano estuve trabajando en Newport y pensé en abandonar Harvard. Había un chef griego que me creía maravilloso porque yo sabía hablar griego aristocrático, pero me despidieron porque invité al club a algunos muchachos de Harvard, y apareció el gerente y me echó sin más trámites. Dijo que el personal no debía alternar con los clientes.

 —Tenía mucha razón.

 —Y ahora me diplomé en los clásicos, y tengo que seguir cocinando.

 —Una noble vocación.

 O’Keefe arrojaba cacharros y bailoteaba entre la pileta y la mesa.

 —Kenneth, ¿crees que sexualmente eres un individuo frustrado e inadaptado?

 —En efecto.

 —Hallarás oportunidades en este excelente país.

 —Sí, muchísimas, de mantener relaciones contranatura con animales de granja. Dios mío, olvido el problema únicamente cuando tengo hambre. Pero cuando como pierdo los estribos. Me siento a leer todos los libros sobre sexo de la Biblioteca Widener para descubrir algún sistema. Pero de nada me ha servido. Seguramente repugno a las mujeres, y eso no tiene cura.

 —¿Nunca interesaste a ninguna?

 —Una sola vez. En el colegio Black Mountain, de Carolina del Norte. Me pidió que fuese a su cuarto para oír música. Comenzó a apretarse contra mí y yo escapé de la habitación.

 —¿Por qué?

 —Seguramente era demasiado fea. Otro de mis inconvenientes. Me siento atraído por las mujeres bellas. La única solución será envejecer y no desearlas más.

 —Las desearás más que nunca.

 —Caray, ¿no hablarás en serio, verdad? Si eso es lo que me espera, ya puedo tirarme desde el jardín al mar. Dime, ¿cómo es la cosa regular?

 —Te acostumbras, como ocurre con la mayoría de las situaciones.

 —Yo nunca podría acostumbrarme.

 —Lo harás.

 —Pero, ¿qué significa esa visita de Marion a sus padres? ¿Disgustos? ¿La bebida?

 —Ella y la nena necesitan descansar.

 —Me parece que el viejo sabe manejarte. ¿Cómo consiguió birlarte doscientos cincuenta billetes? No me extraña que nunca los vieras.

 —Simplemente, me llevó a su estudio y dijo: lo siento hijo, ahora las cosas no están del todo bien.

 —Tendrías que haber dicho: o la dote o no hay matrimonio. Es almirante, debe tener plata. Tenías que haberle recitado el sermón, algo así como que Marion debe vivir en la forma que está acostumbrada. Podrías haberlo conmovido con algunas de esas ideas que suelen ocurrírsete.

 —Demasiado tarde. Fue la víspera de la boda. Incluso rehusé una copa por táctica. De todos modos, esperó sus buenos cinco minutos después que salió el mayordomo antes de alegar pobreza.

 O’Keefe daba vueltas al pollo, sosteniéndolo por la pata.

 —Ya veo, no es tonto. Se ahorró doscientos cincuenta billetes. Si lo hubieses pensado, podrías haberle dicho que tenías agarrada a Marion, y con el apremio del parto necesitabas un pequeño capital. Mira en qué situación estás ahora. Bastará que te reprueben en los exámenes de derecho y te vas al diablo.

 —Kenneth, estoy bien. Tengo algo de dinero, y el resto en orden. Tengo casa, esposa, hija.

 —Querrás decir que pagas alquiler por una casa. Si dejas de pagar, no hay casa.

 —Kenneth, te serviré otra copa. Creo que la necesitas.

 O’Keefe llena un cuenco con cortezas de pan. Afuera la noche y el estruendo del mar. Campanas del Angelus. Una pausa reconfortante.

 —De modo, Dangerfield, que por dignidad toda tu familia se morirá de hambre y finalmente irán a parar al asilo. Llegas borracho, te encamas y pum, otra boca que alimentar. Comerán spaghetti como yo tuve que hacerlo cuando era chico, hasta que te salgan por los ojos, o tendrás que volver a Estados Unidos con tu esposa inglesa y tus hijos ingleses.

 El pollo, con hongos, fue depositado con gesto reverente en la fuente. Relamiéndose, O’Keefe lo metió en el horno.

 —Dangerfield, cuando esté listo comeremos pollo a la Balscaddoon. Ya sabes, esta es una casa bastante espectral cuando oscurece. Pero por ahora lo único que oigo es el ruido del mar.

 —Espera.

 —Bien, los fantasmas no me molestarán si tengo el estómago lleno, y si mi vida sexual fuese satisfactoria jamás les prestaría atención. Mira, en Harvard finalmente conseguí atrapar a Constance Kelly. Esa chica me tuvo sujeto dos años, hasta que descubrí qué falsa era la feminidad norteamericana, y me la saqué de encima. Pero ciertas cosas son inexplicables. Nunca pude conseguirla. Era capaz de cualquier cosa, salvo lo definitivo. Ahí en Beacon Hill estaba a la pesca de la riqueza. Me habría casado con ella, pero no quería entramparse conmigo al pie de la escala social. Con su propia clase. Caramba, tiene razón. Pero, ¿sabes lo que haré? Cuando vuelva a Estados Unidos y tenga mucho dinero, con mis trajes cortados en Saville Row, y la pipa negra, el M.G. y mi propio chofer, y mi acento inglés a todo vapor. Me llegaré hasta una casa suburbana donde ella vive con su marido, que es un comepapas, desairada por todos los viejos bostonianos, y dejo a mi chofer al volante. Avanzo por el camino del jardín y con mi bastón aparto los juguetes de los chicos y doy unos golpecitos impacientes en la puerta. Ella sale. Tiene una mancha de harina en la mejilla y de la cocina llega la peste de repollo hervido. La miro con sorpresa conmovida. Reacciono lentamente y luego con mi mejor acento, envuelto en resonancias devastadoras, le digo Constance… te has convertido… exactamente en lo que yo preveía. Luego, me vuelvo, le permito que examine atentamente el corte de mi traje, con el bastón aparto otro juguete y con un rugido del motor mi coche se aleja.

 Dangerfield se balanceaba en la mecedora verde con un gesto de regocijo, meneando la cabeza en múltiples afirmaciones. O’Keefe recorría los azulejos rojos del piso de la cocina, esgrimiendo un tenedor, su único ojo vivo reluciente en el rostro, sin duda un irlandés enloquecido. Tal vez resbale con uno de los juguetes y se rompa el hueso de la cadera.

 —Y la madre de Constance me odiaba a muerte. Pensaba que yo la perjudicaba socialmente. Abría todas las cartas que escribía a la hija, y yo me instalaba en la Biblioteca Widener e ideaba las cosas más sucias que puedan imaginarse, creo que a la vieja podrida le encantaba. Me reía pensando que ella leía mis cartas y luego tenía que quemarlas. Cristo, la verdad es que repugno a las mujeres. Y ese invierno que pasé en Connemara visitando a los viejos, mi prima, que es lo más parecido a una vaca que conozco, no quería saber nada conmigo. La esperaba para salir de la casa y buscar la leche, por las noches, con la intención de acompañarla. Al final del campo trataba de tumbarla en la zanja. Jadeaba como una loca y decía que haría cualquier cosa si me la llevaba a Estados Unidos y nos casábamos. Lo intenté tres noches seguidas, de pie bajo la lluvia y hundidos hasta los tobillos en el barro y el estiércol de vaca, yo tratando de meterla en la zanja, queriendo tumbarla, pero era demasiado fuerte. Al fin le dije que era un montón de grasa y que no la llevaría ni al infierno. Hay que conseguirles la visa antes de tocarles siquiera un brazo.

 —Cásate con ella, Kenneth.

 —¿Y cargar con esa bestia el resto de mi vida? Podría funcionar si consiguiera encadenarla a la cocina para que preparase las comidas, pero casarse con una irlandesa es condenarse a la pobreza. Me casaría con Constance Kelly por despecho.

 —Te sugiero la columna matrimonial del Evening Mail. Trata de facilitar las cosas. Hombre acomodado, amplias propiedades en el Oeste. Prefiere mujeres robustas, con capital propio y automóvil para recorrer el Continente. Inútil presentarse si no reúne las condiciones.

 —Comamos. Prefiero no complicar mi problema.

 —Kenneth, eres realmente amable.

 El ave cocida fue depositada sobre la mesa verde. O’Keefe hundió un tenedor en la pechuga chorreante y arrancó las patas. En el estante un cacharro tembló. Las cortinitas de pintas rojas se estremecieron. Afuera soplaba el viento. Pensándolo bien, O’Keefe sabe cocinar. Y éste es mi primer pollo desde la noche que salí de Nueva York y el mozo me preguntó si quería llevarme el menú como recuerdo y yo me senté en la sala alfombrada de azul y dije sí. Y a la vuelta de la esquina, en un bar, un hombre de traje marrón me invita a beber. Se acerca y me palpa la pierna. Dice que le gusta Nueva York y que podríamos ir a un lugar tranquilo y charlar, estar juntos, chico simpático, chico educado. Lo dejé enganchado en el asiento, sobre la chaqueta el manchón de rojo, blanco y azul de la corbata, y me dirigí a Yorktown y bailé con una chica de vestido estampado que afirmó que no se divertía y que el lugar estaba desierto. Se llamaba Jean, tenía unos pechos notables y yo pensaba en los de Marion, mi rubia delgada y alta de dientes regulares. Había concluido la guerra y viajaba para casarme con ella. Listo para abordar el gran avión que me llevaría del otro lado del mar. Cuando la conocí tenía puesto un sweater celeste y supe inmediatamente que eran peras. Nada mejor que las peras maduras. En Londres, en el Antílope, sentado al fondo con una excelente copa de gin gozando de la compañía de esta gente inobjetable. Ella estaba sentada a pocos centímetros, un cigarrillo largo entre los dedos blancos. Mientras las bombas caían en Londres. Le oí pedir cigarrillos y no tenían. E inclinándome en mi uniforme naval, apuesto y fuerte, por favor, sírvase. Oh, realmente no puedo aceptar, gracias, no. Pero por favor sírvase, insisto. Es muy amable de su parte. De ningún modo. Y dejó caer uno y yo me incliné y le rocé el tobillo con el dedo. Dios, qué pies grandes, carnosos y gratos.

 —¿Qué te pasa, Kenneth? Estás pálido como una sábana.

 O’Keefe tiene los ojos en el cielorraso, y de su puño cuelga una pata de pollo a medio masticar.

 —¿Oíste? Eso que araña el techo, está vivo.

 —Querido Kenneth, cuando te plazca puedes revisar la casa. Se mueve por todos lados. Incluso gime y tiene la desconcertante costumbre de seguirnos de cuarto en cuarto.

 —Por Dios, acábala. Eso me da miedo. ¿Por qué no averiguas?

 —Prefiero no hacerlo.

 —El ruido es real.

 —Kenneth, quizá te interese revisar los cuartos. En el vestíbulo hay una puerta trampa. Te prestaré un hacha y una linterna.

 —Espera que digiera la comida. La verdad, esto empezaba a gustarme. Creí que bromeabas.

 Al fondo O’Keefe, llevando la escalera al vestíbulo.

 Con el hacha preparada, O’Keefe avanza lentamente hacia la puerta trampa. Dangerfield lo alienta. O’Keefe levanta la puerta, y con los ojos sigue el rayo de luz. Silencio. Ni el más mínimo sonido. Reaparición general del coraje.

 —Dangerfield, pareces muerto de miedo. Creí que tú eras el hombre fuerte. Quizá no son más que algunos papeles sueltos que rozan el piso.

 —Como gustes, Kenneth. Avísame cuando se te enrosque alrededor del cuello. Vamos, adelante.

 O’Keefe desapareció. Dangerfield levanta los ojos hacia el polvo que desciende. El ruido de los pasos de O’Keefe hacia la sala de estar. Un gemido. Un grito de O’Keefe.

 —Demonios, sostén la escalera. Voy a bajar.

 La puerta trampa se cierra con un golpe resonante.

 —Por Dios, ¿qué es eso, Kenneth?

 —Un gato. Con un solo ojo. El otro es un gran agujero. Qué espectáculo. ¿Cómo demonios llegó allí?

 —No tengo la menor idea. Seguramente estuvo siempre. Tal vez perteneció a cierto señor Gilhooley que vivía aquí, pero se cayó por el peñasco una noche y apareció tres meses después en la isla de Man. Kenneth, ¿tú dirías que esta casa tiene una historia de muerte?

 —¿Dónde dormiré?

 —Vamos, Kenneth, anímate. Pareces aterrorizado. No permitirás que te deprima un pobre gatito. Puedes dormir donde gustes.

 —Esta casa me pone la piel de gallina. Encendamos fuego… hagamos algo.

 —Ven a la sala y toca el piano para mí.

 Atravesaron el vestíbulo de azulejos rojos en dirección a la sala. Instalado en un trípode, frente al balcón cerrado, un gran telescopio de bronce apuntando al mar. En el rincón, un antiguo piano, la tapa cubierta de latas abiertas y cáscaras de queso. Tres sillones robustos deformados por prominencias de relleno y resortes sueltos. Dangerfield se acomodó en uno y O’Keefe enfiló hacia el piano, oprimió una tecla y empezó a cantar:

 En este cuarto lóbrego

 en esta oscuridad vivimos

 como bestias.

 Las ventanas repiquetean en los marcos carcomidos. Las notas retorcidas de O’Keefe. Aquí estás, Kenneth, instalado en esta banqueta, y anduviste mucho desde Cambridge, Massachusetts, pecoso y alimentado a spaghetti. Y yo, que vine de Saint Louis, Missouri, porque esa noche en el Antílope llevé a Marion a cenar y ella pagó. Y una semana después a un hotel. Y le bajé el piyama verde y dijo que no podía y yo dije sí puedes. Y otros fines de semana hasta el fin de la guerra. Adiós a las bombas y vuelta a Estados Unidos donde me sentí trágico y solitario y pensé que Gran Bretaña estaba hecha para mí. Lo único que conseguí del viejo Wilton fue que pagara el taxi que nos llevó a nuestra luna de miel. Llegamos y compré un bastón para recorrer los valles de Yorkshire. Nuestro cuarto estaba sobre un arroyo en ese fin del verano. Y la mucama estaba loca y puso flores en la cama y esa noche Marion se las puso en el cabello, que desprendió sobre el camisón azul. Oh las peras. Cigarrillos y gin. Abandono de los cuerpos hasta que Marion perdió sus dientes postizos detrás de la cómoda y se echó a llorar, envuelta en una sábana, desplomada en un sillón. Le dije que no se preocupase, que cosas así ocurrían en la luna de miel y pronto saldríamos para Irlanda donde había tocino y manteca y largas noches al lado del fuego mientras yo estudiaba derecho y quizá incluso hacíamos fugazmente el amor sobre la alfombra lanuda del piso.

 Esta voz de Boston cacareando su canción. La luz amarillenta sale por la ventana y se derrama sobre los parches de pasto doblado por el viento y las rocas oscuras. Y baja por los escalones húmedos rozando los tocones de aulaga y los brezos rojizos hasta la superficie del agua y la piscina. Donde las algas marinas suben y bajan en la noche de Balscaddoon.

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