miércoles, 26 de julio de 2017

Jorge Luis Borges.Letras españolas INMORTALIDAD DE UNAMUNO.Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 28, enero de 1937.


Letras españolas
INMORTALIDAD DE UNAMUNO

No muere un escritor sin la discusión inmediata de dos problemas subalternos: el de conjeturar (o predecir) qué parte quedará de su obra, el de prever el fallo irrevocable de la misteriosa posteridad. El segundo es falso, porque no hay tal posteridad judicial, dedicada a emitir fallos irrevocables. El primero es generoso, ya que postula la inmortalidad de unas páginas, más allá de los hechos y del hombre que las causaron; pero también es ruin, porque parece husmear corrupciones.

Yo sospecho que el problema de la inmortalidad es de naturaleza dramática. Persiste el hombre general (nuestra imagen del hombre general) o desaparece. En el caso de Miguel de Unamuno hay el riesgo certero de que la imagen empobrezca irreparablemente la obra. No exagero ese riesgo: en muchos siglos de literatura española son pocas las personas imaginables. Quevedo es imaginable: tal vez no mueren dos atardeceres sin que yo piense en él, pero ¿los demás? ¿Cómo sería el diálogo con Cervantes? A Góngora me parece verlo y oírlo—, pero quienes mejor lo conocen, lo juzgan de la familia de Mallarmé, lo cual me desconcierta. A Unamuno... No hay quien no tenga de él una imagen inconfundible, de hombre español conocido "directamente", no a través de palabras acostadas en un papel. El riesgo de esa imagen está en razón directa de su vigor y de su facilidad. Propende a dominar, y a reducir, la obra complejísima, tan rica de posibilidades intelectuales... Jean Cassou, por ejemplo, escribe estas cosas: "Miguel de Unamuno, un luchador que lucha consigo mismo, por su pueblo y contra su pueblo; un hombre de guerra, hostil, fratricida, tribuno sin partido, predicador en el desierto, vanidoso, pesimista, paradojal, despedazado por la vida y la muerte, invencible y siempre vencido". Considerada como definición de Unamuno, esa fórmula (o rapsodia de fórmulas) de Cassou es menos capaz de iluminar al lector que de incomodarlo; considerada como un ejercicio mimético de aquellos en que el crítico fatigado rehusa la tarea interpretativa y remeda la voz y las maneras del escritor, nadie la juzgará muy sutil. Su valor está en su tipicidad. A pesar de alguna omisión verdaderamente asombrosa —no comparan a Miguel de Unamuno con Don Quijote ni con España—, esas líneas resumen lo que todo avisado hombre de letras sabe que tiene que decir, cada vez que oye la palabra "Unamuno". Mi propósito no es contradecir su verdad; no afirmo que sean falsas. Afirmo, sí, que son ejemplo de una manera singularmente inútil de enfrentarse con Unamuno. Este fue, ante todo, un inventor de espléndidas discusiones. Discutió el yo, la inmortalidad, el idioma, el culto de Cervantes, la fe, la regeneración del vocabulario y de la sintaxis, la sobra de individualidad y falta de personalidad de los españoles, el humorismo, el malhumorismo, la ética... Maravillarse de esa abundancia (de esa abundancia que no es sólo erudita) es una mera interjección; dramatizar el destino de Unamuno y sus perplejidades, no me parece menos estéril. Es correr el albur que ya señalé: el albur de que el símbolo, la figura, tape la obra.

El primer escritor de nuestro idioma acaba de morir; no sé de un homenaje mejor que proseguir las ricas discusiones iniciadas por él y que desentrañar las secretas leyes de su alma.

Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 28, enero de 1937.

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