martes, 25 de julio de 2017

Jorge Luis Borges. WELLS, PREVISOR.Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 26, noviembre de 1936.


WELLS, PREVISOR

El autor del Hombre invisible, de los Primeros hombres en la Luna, de la Máquina del Tiempo y de la Isla del Doctor Moreau (he mencionado sus mejores novelas, que no son por cierto las últimas) ha publicado en un volumen de ciento cuarenta páginas el texto minucioso de su reciente film Lo que vendrá. ¿Lo ha hecho tal vez para desentenderse un poco del film, para que no lo juzguen responsable de todo el film? La sospecha no es ilegítima. Por lo pronto, hay un capítulo inicial de instrucciones que la justifica o tolera. Ahí está escrito que los hombres del porvenir no se disfrazarán de postes de telégrafos ni parecerán evadidos de una sala de operaciones eléctricas ni corretearán de un lugar a otro, embutidos en trajes luminosos de celofán, en recipientes de cristal o en calderas de aluminio. "Quiero que Oswald Cabal (escribe Wells) parezca un fino caballero, no un gladiador con su panoplia o un demente acolchado... Nada de jazz ni de artefactos de pesadilla. En ese mundo más organizado tiene que haber más tiempo, más dignidad. Que todo sea más amplio, más grande, pero que no sea nunca monstruoso". Desgraciadamente, el grandioso film que hemos visto —grandioso en el sentido peor de esa mala palabra— se parece muy poco a esas intenciones. Es verdad que no abundan las calderas de celofán, las corbatas de aluminio, los gladiadores acolchados y los dementes luminosos con su panoplia; pero la impresión general (harto más importante que los detalles) es "de artefacto de pesadilla". No me refiero a la primera parte, donde lo monstruoso es deliberado; me refiero a la última, cuya disciplina debería contrastar con el fárrago sangriento de la primera y que no sólo no contrasta, sino que la supera en fealdad. Wells empieza mostrándonos los terrores del futuro inmediato, visitado de plagas y bombardeos; esa exposición es eficacísima. (Recuerdo un cielo abierto que ennegrecen y ensucian los aeroplanos, obscenos y dañinos como langostas). Luego —lo diré con palabras del autor— "el film se ensancha para desplegar la visión grandiosa de un mundo reconstruido". El ensanche es poco feliz: el cielo de Alexander Korda y de Wells, como el de tantos otros escatólogos y escenógrafos, no difiere muchísimo de su infierno y es todavía menos encantador.

Otra comprobación: las líneas memorables del libro no corresponden (no pueden corresponder) a los instantes memorables del film. En la página 19, Wells habla "de un entrevero de instantáneas que muestren la confusa eficacia inadecuada de nuestro mundo". Como era de prever, el contraste de las palabras confusión y eficacia (para no mencionar el dictamen que hay en el epíteto inadecuada) no ha sido traducido en imágenes. En la página 56, Wells habla del aviador enmascarado Cabal, "destacándose contra el cielo, un alto prodigio". La frase es bella; su versión fotográfica no lo es. (Aunque lo hubiera sido, no correspondería nunca a la frase, ya que las artes del retórico y del fotógrafo, son ¡oh clásico fantasma de Efraim Lessing! del todo incomparables). Hay acertadas fotografías, en cambio, que nada deben a las indicaciones del texto.

A Wells le desagradan los tiranos pero los laboratorios le gustan; de ahí su previsión de que los hombres de laboratorio se juntarán para zurcir el mundo destrozado por los tiranos. La realidad no se parece aún a su profecía: en 1936, casi toda la fuerza de los tiranos deriva de su posesión de la tecnica. Wells venera los chauffeurs y los aviadores; la ocupación tiránica de Abisinia fue obra de los aviadores y de los cbauffeurs —y del temor, tal vez un poco mitológico, de los perversos laboratorios de Hitler.

He censurado la segunda parte del film; insisto en el elogio de la primera, de operación tan saludable en esas personas que todavía se figuran la guerra como una cabalgata romántica o una oportunidad de picnics gloriosos y de turismo gratis.

Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 26, noviembre de 1936.

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