viernes, 28 de julio de 2017

Jorge Luis Borges. FRAGMENTO SOBRE JOYCE. Sur, Buenos Aires, Año x, N° 77, febrero de 1941.


FRAGMENTO SOBRE JOYCE

Entre las obras que no he escrito ni escribiré (pero que de alguna manera me justifican, siquiera misteriosa y rudimental) hay un relato de unas ocho o diez páginas cuyo profuso borrador se titula Funes el memorioso y que en otras versiones más castigadas se llama Ireneo Funes. El protagonista de esa ficción dos veces quimérica es, hacia 1884, un compadrito normalmente infeliz de Fray Bentos o de Junín. Su madre es planchadora; del padre problemático se refiere que ha sido rastreador. Lo cierto es que el muchacho tiene sangre y silencio de indio. En la niñez, lo han expulsado de la escuela primaria por calcar servilmente un par de capítulos, con sus ilustraciones, mapas, viñetas, letras de molde y hasta con una errata... Muere antes de cumplir los veinte años. Es increíblemente haragán: ha pasado casi toda la vida en un catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En su velorio, los vecinos recuerdan las pobres fechas de su historia: una visita a los corrales, otra al burdel, otra a la estancia de Fulano... Alguien facilita la explicación. El finado ha sido tal vez el único hombre lúcido de la tierra. Su percepción y su memoria eran infalibles. Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todas las hojas y racimos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que manejó una vez en la infancia. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Murió de una congestión pulmonar y su vida incomunicable ha sido la más rica del universo.

Del compadrito mágico de mi cuento cabe afirmar que es un precursor de los superhombres, un Zarathustra suburbano y parcial; lo indiscutible es que es un monstruo. Lo he recordado porque la consecutiva y recta lectura de las cuatrocientas mil palabras de Ulises exigiría monstruos análogos. (Nada aventuraré sobre los que exigiría Finnegans Wake: para mí no menos inconcebibles que la cuarta dimensión de C. H. Hinton o que la trinidad de Nicea). Nadie ignora que para los lectores desprevenidos, la vasta novela de Joyce es indescifrablemente caótica. Nadie tampoco ignora que su intérprete oficial, Stuart Gilbert, ha propalado que cada uno de los dieciocho capítulos corresponde a una hora del día, a un órgano corporal, a un arte, a un símbolo, a un color, a una técnica literaria y a una de las aventuras de Ulises hijo de Laertes, de la simiente de Zeus. La mera noticia de esas imperceptibles y laboriosas correspondencias ha bastado para que el mundo venere la severa construcción y la disciplina clásica de la obra. De esos tics voluntarios, el más alabado ha sido el más insignificante; los contactos de James Joyce con Homero, o (simplemente) con el senador por el departamento del Jura, M. Víctor Bérard.

Harto más admirable, sin duda, es la diversidad multitudinaria de estilos. Como Shakespeare, como Quevedo, como Goethe, como ningún otro escritor, Joyce es menos un literato que una literatura. Lo es, increíblemente, en el compás de un solo volumen. Su escritura es intensa; la de Goethe nunca lo fue; es delicada: Quevedo no sospechó esa virtud. Yo (como el resto del universo) no he leído el Ulises, pero leo y releo con felicidad algunas escenas: el diálogo sobre Shakespeare, la Walpurgisnacht en el lupanar, las interrogaciones y respuestas del catecismo:... They drank in jocoserious silence Epp's massproduct, the creature cocoa. Y en otra página: A dark horse riderless, bolts like aphantom past the winningpost, his mane moonfoaming, his eyeballs stars. Y en otra: Bridehed, childhed, hed of death, ghostcandled.

La plenitud y la indigencia convivieron en Joyce. A falta de la capacidad de construir (que sus dioses no le otorgaron y que debió suplir con arduas simetrías y laberintos) gozó de un don verbal, de una feliz omnipotencia de la palabra, que no es exagerado o impreciso equiparar a la de Hamlet o a la de Urn Burial... El Ulises (nadie lo ignora) es la historia de un solo día, en el perímetro de una sola ciudad. En esa voluntaria limitación es lícito percibir algo más que una elegancia aristotélica; es lícito inferir que para Joyce, todos los días fueron de algún modo secreto el día irreparable del Juicio; todos los sitios, el Infierno o el Purgatorio.

Sur, Buenos Aires, Año x, N° 77, febrero de 1941.

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