📰 Editorial – Publicación de Diario de un seductor Consejo Editorial de Los Yoses
Este mes, el Consejo ha elegido publicar Diario de un seductor de Søren Kierkegaard. La decisión surge de un reconocimiento compartido: la obra representa una forma de pensar que incomoda, seduce y revela con ironía las fisuras del deseo humano.
El texto, más allá de sus implicaciones filosóficas, propone una lectura íntima sobre el arte de manipular, observar y reflexionar. No es una celebración del engaño, sino una exposición elegante de sus mecanismos. Johannes, su protagonista, no seduce por pasión, sino por método; y en ese método, aparece una forma de conocimiento que nos obliga a mirar hacia dentro.
La publicación no busca indulgencia ni polémica, sino abrir el espacio para una voz que cuestiona la autenticidad de nuestras elecciones afectivas. En tiempos donde la sinceridad se exige, Kierkegaard propone observar el artificio. El lector decidirá si hay verdad en ello.
El Consejo consagra esta obra con el sello del año 1929. Que la lectura sea juicio, no condena.
— Editorial de Los Yoses
En colaboración: Enrico Pugliatti-Méndez-Limbrick
Sören Kierkegaard
Diario de un seductor
Título original: Forførerens
Dagbog
Prologo
Sua passion predominante é la
giovin principiante.
DON GIOVANNI, aria[1]
Me cuesta dominar la ansiedad
que me acomete en este instante en que me resuelvo a transcribir, con el mayor
cuidado, la copia que entonces hice con precipitación y con el corazón
alterado. Pero incluso hoy, no obstante, siento idéntica inquietud y me hago
idénticos reproches. No habían cerrado la mesa escritorio y todo se encontraba
a mi disposición. Habla un cajón abierto. En él, sobre algunos papeles sueltos,
se hallaba un volumen en cuarto, encuadernado con óptimo gusto. Estaba abierto
en la primera página, en la que, en un pequeño recuadro de papel blanco, dejó
escrito de su puño y letra: Comentarius perpetuus n° 4. Estoy tratando
de serenarme, diciéndome que de no haber estado abierto el libro y de no haber
sido tan sugestivo el título, no me hubiese vencido la tentación con tanta
facilidad. El título resultaba bastante extraño, más que por sí mismo, por el
lugar en el que se hallaba. Al examinar brevemente los papeles sueltos,
comprendí que se trataba, de episodios amorosos, alguna alusión a aventuras
personales y también borradores de cartas.
Ahora, cuando he podido
dirigir la mirada por dentro al corazón tenebroso de aquel ser corrompido,
cuando con el pensamiento vuelvo al instante en que estuve ante aquel cajón
abierto, siento una sensación similar a la de quien, mientras registra la
habitación de un monedero falso, descubre una cantidad de papeles sueltos que
le indican que está sobre la pista; en esos momentos, a la satisfacción del
hallazgo, se mezcla un gran asombro por todo el trabajo y el estudio realizado.
Pero a mí la cuestión se me presentaba bajo otro aspecto, ya que, careciendo de
función policial, mi actitud me colocaba en una senda al margen de la ley. En
mi confusión, me sentía tan vacío de ideas como de palabras. Con frecuencia,
nos dejamos dominar por una impresión, hasta que nos liberamos al reflexionar,
y esta medición, rápida y mudable en su agilidad, penetra en el íntimo misterio
de lo Desconocido. Cuanto más desarrollada está la facultad de reflexión, con
mayor rapidez vuelve a asumir el predominio, lo mismo que el funcionario que
extiende los pasaportes y, por la fuerza de la costumbre, puede mirar con
fijeza y sin desorientarse, las más extrañas caras de aventureros. Pero, aunque
mi ejercicio reflexivo está vigorosamente desarrollado, en el primer instante
me dominó un profundo estupor; recuerdo claramente que me sentí palidecer y que
poco faltó para que me desvaneciese. ¡Qué sensación de angustia experimenté en
aquellos momentos! ¡Si él hubiese regresado a su casa y me hubiera hallado sin
sentido ante su abierto escritorio! La mala conciencia, sin embargo, puede
hacer interesante la existencia…
El título del libro no me
llamó demasiado la atención imaginé que se trataba de una recopilación de
fragmentos y párrafos extraídos de diferentes obras, hipótesis que pareció
lógica pues sabía que estudiaba asiduamente. Sin embargo, el contenido era
distinto por completo: un Diario personal, redactado con toda minuciosidad.
Cuando lo conocí, no supuse que su vida necesitara un comentario, pero, después
de lo que había podido ver, era imposible negar que el título fue elegido a
conciencia por un hombre capaz de mirar por encima de sí mismo y de su
situación. El título armonizaba perfectamente con el contenido. El fin de su
existencia era vivir poéticamente y en la vida había sabido encontrar, con un
sentido muy agudo, lo que hay de interesante y describir sus sensaciones lo
mismo que si se tratara de una obra de imaginación poética. Por tanto, este
Diario suyo no está rigurosamente de acuerdo con la verdad y no es una
narración; podríamos decir que no se halla en el modo indicativo sino en el
subjuntivo. Seguramente debió ser escrito poco después de los hechos, pues posee
una eficacia tan vivamente dramática que hace revivir ante los ojos de nuestra
mente, y para nosotros, el huidizo instante. No cabe la menor duda de que el
Diario tuvo el único propósito de un fin de interés particular del autor.
Considerando el plan general de la obra, lo mismo que sus pormenores, no puede
suponerse que fuese escrito con finalidad literaria o con destino a la
imprenta. Y no es que temiera la mirada indiscreta de los profanos; a todos los
apellidos se les ha dado una apariencia demasiado extraña para que puedan ser
auténticos. Sin embargo, creo sinceramente que ha conservado los nombres
propios, de modo que más adelante pudiera identificarlos, pero que los demás se
hubieran engañado ante los apellidos. Esta apreciación mía es exacta, por lo
menos, en lo que se refiere al nombre de la muchacha, en torno a la que se
centra el interés principal, y a la que yo conocí personalmente: Cordelia… En
efecto, se llamaba Cordelia, pero su apellido no era Wahl.
¿A qué se debe, entonces, que
este Diario posea todas las características de una creación poética? La
respuesta no es difícil. Quien lo escribió tenía naturaleza de poeta, es decir,
un temperamento que, por así decirlo, no es ni tan rico ni tan pobre como para
poder separar perfectamente la realidad de la poesía. El espíritu poético era
el signo más que él añadía a la realidad; ese signo más consistía en lo poético
de que él gozaba, en una poética situación de esa realidad; cuando de nuevo la
evocaba como fantasía de poeta, sabía hacer partido del placer. En el primer
caso, gozaba en ser el objetivo estético; en el segundo, gozaba estéticamente
de su propio ser. Es interesante señalar que, en el primer caso, en su fuero
interno se deleitaba de un modo egoísta de cuanto la vida le otorgaba y, en parte,
de aquellas mismas cosas con las que impregnaba la realidad; de ésta, en el
primer aspecto se servía como un medio, en el segundo, la elevaba a una
concepción poética. Por eso mismo, un resultado del primer aspecto es la
condición anímica en la que se vino formando el Diario y fruto del seguro, su
maduración; pero no debe despreciarse la observación de que en este caso, las
palabras deben entenderse en un sentido algo diferente al otro. Y de este modo
pudo percibir siempre la poesía en la doble forma en que su vida transcurrió y
a través de esta misma forma.
Más allá del mundo en que
vivimos, en un fondo lejano existe todavía otro mundo y ambos se encuentran más
o menos en idéntica relación que la escena teatral y la real. A través de un
delgadísimo velo, distinguimos otro mundo de velos, más tenue pero también de
más intenso carácter estético que el nuestro y de un peso distinto de los
valores de las cosas. Muchos seres que aparecen materialmente en el primero,
pertenecen tan sólo a éste, pero tienen su auténtico lugar en el otro. En
consecuencia, cuando un ser humano se desvanece de éste y llega a desaparecer
casi de él totalmente, puede deberse a un estado de dolencia o de salud. Este
es el caso de El, a quien conocí aun sin llegar a conocerle. No pertenecía al
mundo real, pero tenía con él mucha relación. Penetraba en él muy hondamente;
no obstante, cuanto más se hundía en la realidad, quedaba siempre fuera de
ella. No es que le sacara fuera un espíritu del bien, ni tampoco uno del mal;
nada puede afirmar en su contra… Padecía de una exacerbado cerebro, por lo que
el mundo real no tenía para él suficientes estímulos, excepto en forma
interrumpida. No se alejaba de la realidad por ser demasiado débil para
soportarla, sino demasiado fuerte y precisamente en esta fuerza residía su
dolencia. Apenas la realidad perdía su poder de estímulo, se sentía desarmado y
el espíritu del mal venía a acompañarle. De eso, él tenía conciencia en el
instante mismo en que le incitaban y en esa conciencia estaba el mal.
Conocí a la muchacha cuya
historia constituye el tema central del libro; ignoro si sedujo a otras,
aunque, seguramente, serla posible deducirlo de sus papeles. Parece que también
en esta forma de proceder se condujo del modo absolutamente particular que le
caracteriza, pues la naturaleza le había dotado de un espíritu demasiado
selecto para que fuese uno de tantos seductores habituales. Con frecuencia
aspiraba a algo completamente insólito; por ejemplo, a un saludo ya que el
saludo era lo mejor que una dama tenía. Por medio de sus finísimas facultades
intelectuales, sabía inducir a una muchacha a la tentación, ligarla a su
persona incluso sin tomarla, sin desear siquiera poseerla; en el más estricto
sentido de la palabra. Imagino perfectamente cómo sabía conducir a una muchacha
hasta sentirse seguro de que ella iba a sacrificarlo todo por él. Y cuando lo
había conseguido, cortaba de plano. Todo esto, sin que él, por su parte,
hubiese demostrado el menor acercamiento, sin que aludiese al amor en ninguna
de sus palabras, sin una declaración o siquiera una promesa. Pero, sin embargo,
todo había ocurrido; y la desgraciada, al darse cuenta, sentía una doble
amargura, puesto que nada le podía reclamar, o se veía lanzada, en una loca
zarabanda, a los más opuestos estado de ánimo. A veces le dirigía reproches,
para otras reprocharse a sí misma, pero, como en realidad nada había existido,
debía preguntarse a sí misma si no era todo producto de su imaginación. Tampoco
le quedaba el recurso de confiarse a alguien, pues, objetivamente, nada tenía
que confiar. A otras personas se les puede contar un sueño, pero la muchacha en
cuestión podía haber contado algo que no era un sueño, sino una amarga
realidad, pese a lo cual, cuando deseaba desahogar un poco su angustiado
corazón, todo volvía a desaparecer. De eso, las interesadas debían dolerse
mucho, pero mejor que nadie hubieran podido formarse una idea clara del caso,
aunque sintieran pesar sobre sí mismas su carga apremiante. Por tal causa, las
víctimas que él causaba era de un tipo muy especial: no pasaban a engrosar el
número de desdichadas que la sociedad condena al ostracismo; en ellas no se
advertía ningún cambio visible; vivían en la relación habitual de siempre;
respetadas en el círculo de los conocidos, como siempre; y, sin embargo,
estaban sufriendo un profundo cambio, en una forma que a ellas les resultaba
muy oscura y para los demás totalmente incomprensible. Su vida no estaba rota,
como la de las otras seducidas; tan sólo, habían sido doblegadas y vencidas
dentro de sí mismas; por idas para los demás, intentaban inútilmente volverse a
encontrar. Así como podía decirse que recorría el camino de la vida sin dejar
huellas, tampoco dejaba materialmente víctimas por vivir en un tono demasiado
espiritual para un seductor tal como vulgarmente se concibe. En ocasiones, sin
embargo, asumía un cuerpo «paraestático» y, entonces, era pura sensualidad. El
mismo amor que por Cordelia sentía estaba tan lleno de complicaciones, que a
causa de ellas parecía ser él el seducido; e incluso la propia Cordelia podía
sentir la duda en su alma, pues en este caso no supo hacer tan inseguras sus
huellas que resultara imposible toda comprobación. Para él, los seres humanos
no eran más que un estímulo, un acicate; una vez conseguido lo deseado, se desprendía
de ellos lo mismo que los árboles dejan caer sus frondosos ropajes; él se
rejuvenecía mientras las míseras hojas marchitaban.
Sin embargo, en su mente, ¿qué
aspecto debió adquirir todo esto? Con toda seguridad, quien induce al error a
los demás, debe caer también en este mismo error. Cuando algún viajero
extraviado pregunta por el camino a seguir, es muy reprobable indicarle un
rumbo falso y luego dejarle marchar solo, pero carece de importancia si se
compara con el daño que se hace a quien se impulsa a perder por las rutas de su
alma. Al viajero extraviado le queda, por lo menos, el consuelo del paisaje,
que le rodea, casi siempre variado, y la esperanza de que a cada recodo
encuentre el buen camino; pero quien se desorienta en su Yo íntimo, queda recluido
en un espacio muy angosto y en seguida vuelve a encontrarse en el punto del que
partió y va recorriendo sin solución de continuidad un laberinto del que
comprende que no podrá salir. Imagino que también esto debió ocurrirle a él,
pero de forma mucho más terrible. No puedo imaginar una tortura mayor que la
congoja de una inteligencia intrigante que de repente pierde su hilo conductor
y que, cuando su conciencia despierta y trata de salir del laberinto, vuelve
contra sí mismo toda su penetración cerebral. Le resultan inútiles todas las
salidas de su cueva de zorro: cuando cree alcanzar la luz del día, se da cuenta
de que se halla delante de una nueva entrada y, como una fiera despavorida, en
la desgarradora desesperación que le acomete, trata de nuevo de salir, pero de
nuevo sólo encuentra entradas que lo conducen de nuevo a sí mismo.
Un hombre así no comete
crímenes, porque a menudo le engaña su propia superchería, pero recibe un
castigo mucho más terrible que un verdadero delincuente; pues, en realidad,
¿qué es el dolor de la expiación si se compara con esta consecuente locura? El
castigo, para él, tendrá un carácter puramente estético: un despertar resulta
demasiado ético, según su modo de pensar. Ira conciencia se le aparece tan sólo
bajo la forma de un conocimiento más elevado, que se expresa como una
inquietud; y ni siquiera puede decirse que le acuse con toda propiedad, sino
que le mantiene despierto y, al inquietarle, le priva de todo reposo. No puede
admitirse que sea un demente: la diversidad de sus pensamientos no está
fosilizada en la eternidad de la locura.
También a la pobre Cordelia le
resultaba muy difícil encontrar la paz. Ella, ciertamente, le perdona de
corazón, pero carece de paz pues la duda renace en su alma: fue ella quien
quiso romper el compromiso, con lo que provocó su propia desdicha, ya que su
orgullo necesitaba algo insólito. Luego viene el arrepentimiento, pero ni
siquiera en esto encuentra la paz, pues en ese instante precisamente, otra voz
en su conciencia le dice que ella no ha tenido culpa alguna: fue él mismo quien
le puso con gran astucia ese propósito en el alma. De este modo nace el odio y
su corazón se aligera al maldecir, pero no recobra la paz, ya que la conciencia
le dirige nuevos reproches; se increpa a sí misma por odiarle y se censura por
haber sido culpable, incluso engañada. Al engañarla, él cometió una falta muy
grave, pero peor aún fue el desarrollarla estéticamente de modo que ella no
puede prestar oído a una sola voz con sumisión por mucho tiempo y, en cambio,
sí puede escuchar más y más reclamos. Cuando en su alma se despiertan los
recuerdos, ella olvida pecado y culpa, para evocar sólo los instantes de
felicidad, dejándose embriagar por una exaltación que nada tiene de particular.
En esos lapsos, ella no se acuerda tan sólo de sí misma, sino que logra
comprenderle a él con mucha claridad; esto demuestra la poderosa influencia
creadora que sobre ella ejerció, que en él nada afectuoso encuentra, pero
tampoco ve en él al ser noble; tan sólo lo percibe estéticamente. En cierta
ocasión, Cordelia me escribió una esquela que contenía las siguientes palabras:
«Llegaba a ser a veces tan
espiritual, que como mujer me sentía anonadada; pero luego se volvía
apasionado, con tal desenfreno, que casi temblaba por él. En ocasiones, yo era
una extraña para él, otras se me abandonaba completamente, pero luego, al
abrazarle, todo desaparecía y con mis brazos solo ceñía “las nubes”. Antes de
encontrarle, ya conocía yo esa frase, pero sólo él me enseñó su significado y
cuando la empleo debo pensar siempre en él; igualmente siempre y sólo a través
de él pienso cada pensamiento mío. Desde mi infancia amé la música; él era un
maravilloso instrumento, siempre templado, rico en tonos como ningún otro;
poseía fuerza y delicadeza en el sentir; ningún pensamiento le resultaba
demasiado grande, ninguno excesivamente audaz o arriesgado; sabía rugir con la
misma fuerza que una tormenta de otoño pero también susurrar
imperceptiblemente. Ni una sola de mis palabras le resultaba algo vacío, sin efecto,
pero no soy capaz de decir si le faltó efecto a mis palabras, pues jamás pude
prever cuál sería. Con una sensación de temor inefable, colmada de inmensa
beatitud, yo escuchaba la música evocada, que, sin embargo, no había evocado
yo; aquella música llena de armonía con la que cada vez sabía arrastrarme».
Es terrible el castigo de
Cordelia, pero mayor el que él sufrirá, cosa que intuí por la irresistible
sensación de ansiedad que yo experimento, al pensar en todo eso. También yo me
siento arrastrado en aquella zona nebulosa, en aquel mundo de ensoñación, donde
nuestra misma sombra nos asusta a cada instante. Es inútil que intente
liberarme, pues debo seguirle, como a un acusador mudo y amenazador. ¡Qué cosa
más extraña! El sabía envolverlo todo en el más profundo secreto, pero hay un
secreto aún más abismal: estoy «iniciado» en su secreto, pero de forma
completamente ilegal, deshonesta. Quisiera olvidar y no lo logro. En alguna
ocasión incluso pensé en hablarle de este asunto. Pero ¿de qué iba a servirme?
Seguramente lo negaría todo, afirmando que el Diario no es más que una obra
poética o me pediría que me callase, a lo que no me podría negar a causa del
modo como me «inicié» en su secreto. Nada hay como un secreto que lleva consigo
tanto maleficio y tanta maldición.
De Cordelia recibí una
colección de cartas; ignoro si son todas las que escribió pues en alguna
ocasión me había dicho que destruyó unas cuantas. Las copió y ahora quiero
intercalarlas aquí, en su lugar correspondiente. Ninguna de ellas lleva fecha,
pero aun el caso contrario de nada serviría pues cuanto más avanza el Diario
más raras son las fechas y, al final, desaparecen por completo. Se tiene la
impresión de que en esa etapa la historia se vuelve tan cualitativamente
enjundiosa y, pese a toda realidad concreta, se acerca tanto a la idea que
cualquier determinación temporal se hace insignificante. Para suplir esta
falta, me ayudes mucho el hecho de que en distintos puntos del Diario existen
palabras cuyo sentido, al principio, no pude comprender, pero, al remitirme a
las cartas, comprobé que eran el germen o la circunstancia determinante de ella
y por eso me fue fácil ordenarlas, colocando cada una donde está su motivo
fundamental. Algunas de ellas deben haber sido escritas en un mismo día.
Tiempo después de que la
abandonara, Cordelia le escribió algunas cartas que él devolvió, sin siquiera
abrir. También éstas me las entregó; la propia Cordelia había roto los sellos y
pude copiarlas. Jamás me dijo ella una sola palabra acerca de esas cartas; cuando
la conversación se refería a sus relaciones con Johannes solía recitarme un
verso, creo que de Goethe, que siempre puede significar algo distinto, según el
modo como se diga y el estado de ánimo en que nos hallamos:
Ve
Desprecia
la felicidad.
La pesadumbre
vendrá después…
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