🪶 Comentario sobre Espantapájaros
(Al alcance de todos) de Oliverio Girondo
En
colaboración Enrico Giovanni Pugliatti y Méndez Limbrick
🌪️ Una obra que desafía la gravedad del
lenguaje
Espantapájaros (1932) es una obra radical,
vanguardista y profundamente irreverente. Girondo no escribe para agradar ni
para explicar: escribe para desarmar al lector, para que el lenguaje
deje de ser herramienta y se convierta en experiencia. El texto se compone de
25 piezas, la mayoría en prosa poética, y se abre con un caligrama en forma de
espantapájaros, que ya anuncia su intención: espantar las convenciones.
🧩 Fragmentación y rizoma
Según Edson
Faúndez, la obra se caracteriza por:
- La conexión rizomática
de fragmentos discursivos heterogéneos.
- La disolución de la
identidad raíz.
- La irrupción de lo otro,
como fuerza que desestabiliza al sujeto moderno.
Girondo no
construye un yo lírico estable, sino que lo descompone, lo multiplica,
lo ridiculiza. El sujeto que habla en Espantapájaros es un cuerpo
accidentado, un amante dañado, un oficinista que podría morir abrazado al
pescuezo de una vaca.
🔥 Erotismo, absurdo y vuelo
Los textos
que compartiste (como el de María Luisa) son ejemplos de cómo Girondo mezcla:
- Erotismo surrealista: la mujer que vuela, que se
convierte en pluma, que transforma el deseo en levitación.
- Humor grotesco: el embajador que olfatea la
alfombra como un perro.
- Delirio doméstico: la esposa que imagina a su
marido como marinero, soldado, monje y amante de abadesas.
Todo esto
configura una poética del absurdo existencial, donde el amor, la
identidad y el cuerpo se desfiguran para revelar su fragilidad y su potencia
simbólica.
🧠 Vanguardia y autodescubrimiento
La crítica
literaria destaca que Espantapájaros es también una obra de autodescubrimiento
existencial:
- El hablante lírico se enfrenta
a su propia condición humana, a su deseo de trascender lo pedestre.
- Se cuestionan los roles
sociales, los rituales del amor, la pureza y la brutalidad
del deseo.
🛠️ Estructura como provocación
Girondo
rompe con la forma tradicional:
- Usa caligramas, poemas
en prosa, verso libre, cuento.
- Publicita el libro con un
muñeco de tres metros que representa a un académico, paseado en carroza
fúnebre por Buenos Aires.
- Declara que “un libro debe
construirse como un reloj y venderse como un salchichón”.
✨ Conclusión
Espantapájaros no es solo un libro: es un
manifiesto contra la solemnidad, una celebración del lenguaje como juego, como
vuelo, como delirio. Girondo nos invita a desaprender, a volar, a
morir de risa o de deseo, pero nunca a quedarnos en tierra.
Oliverio Girondo
Espantapájaros
(al alcance de todos)
Título original: Espantapájaros (al alcance de todos)
Oliverio Girondo, 1932
Editor digital: jugaor
ePub base r1.0
1
No se me importa un pito que las
mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de
durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de
que amanezcan con un aliento afrodisiaco o con un aliento insecticida. Soy
perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en
una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les
perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden
el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue —y no otra— la razón de
que me enamorase, tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por
entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de
palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera
pluma!
Desde el amanecer volaba del
dormitorio a la cocina, volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba
el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres.
¡Con qué impaciencia yo esperaba
que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido
entre las nubes, un puntito rosado. «¡María Luisa! ¡María Luisa!»… y a los
pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme,
volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio
planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras
nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en
hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una
mujer tan ligera…, aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Qué
voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes, la de pasarse las noches
de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer
etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?
¿Verdad que no hay una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una
mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de
comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en
concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor
más que volando.
2
Jamás se había oído el menor roce
de cadenas. Las botellas no manifestaban ningún deseo de incorporarse. Al día
siguiente de colocar un botón sobre una mesa, se le encontraba en el mismo
sitio. El vino y los retratos envejecían con dignidad. Era posible afeitarse
ante cualquier espejo, sin que se rasgara a la altura de la carótida; pero
bastaba que un invitado tocase la campanilla y penetrara en el vestíbulo, para
que cometiese los más grandes descuidos; alguna de esas distracciones
imperdonables, que pueden conducirnos hasta el suicidio.
En el acto de entregar su
tarjeta, por ejemplo, los visitantes se sacaban los pantalones, y antes de ser
introducidos en el salón, se subían hasta el ombligo los faldones de la camisa.
Al ir a saludar a la dueña de casa, una fuerza irresistible los obligaba a
sonarse las narices con los visillos, y al querer preguntarle por su marido, le
preguntaban por sus dientes postizos. A pesar de un enorme esfuerzo de
voluntad, nadie llegaba a dominar la tentación de repetir: «Cuernos de vaca»,
si alguien se refería a las señoritas de la casa, y cuando éstas ofrecían una
taza de té, los invitados se colgaban de las arañas, para reprimir el deseo de
morderles las pantorrillas.
El mismo embajador de Inglaterra,
un inglés reseco en el protocolo, con un bigote usado, como uno de esos
cepillos de dientes que se utilizan para embetunar los botines, en vez de
aceptar la copa de champagne que le brindaban, se arrodilló en medio del salón
para olfatear las flores de la alfombra, y después de aproximarse a un
pedestal, levantó la pata como un perro.
3
Nunca he dejado de llevar la vida
humilde que puede permitirse un modesto empleado de correos. ¡Pues! Mi mujer
—que tiene la manía de pensar en voz alta y de decir todo lo que le pasa por la
cabeza— se empeña en atribuirme los destinos más absurdos que pueden
imaginarse.
Ahora mismo, mientras leía los
diarios de la tarde, me preguntó sin ninguna clase de preámbulos:
«¿Por qué no abandonaste el gato
y el hogar? ¡Ha de ser tan lindo embarcarse en una fragata!… Durante las noches
de luna, los marineros se reúnen sobre cubierta. Algunos tocan el acordeón,
otros acarician una mujer de goma. Tú fumas la pipa en compañía de un amigo. El
mar te ha endurecido las pupilas. Has visto demasiados atardeceres. ¿Con qué
puerto, con qué ciudad no te has acostado alguna noche? ¿Las velas serán
capaces de brindarte un horizonte nuevo? Un día en que la calma ya es una
maldición, bajas a tu cucheta, desanudas un pañuelo de seda, te ahorcas con una
trenza de mujer».
Y no contenta con hacerme navegar
por todo el mundo, cuando hace dieciséis años que estoy anclado en el correo:
«¿Recuerdas las que tenía cuando
me conociste?… En ese tiempo me imaginaba que serías soldado y mis pezones se
incendiaban al pensar que tendrías un pecho áspero, como un felpudo.
»Eras fuerte. Escalaste los muros
de un monasterio. Te acostaste con la abadesa. La dejaste preñada. ¿A qué
tiempo, a qué nación pertenece tu historia?… Te has jugado la vida tantas
veces, que posees un olor a barajas usadas. ¡Con qué avidez, con qué ternura yo
te besaba las heridas! Eras brutal. Eras taciturno. Te gustaban los quesos que
saben a verija de sátiro… y la primera noche, al poseerme, me destrozaste el
espinazo en el respaldo de la cama».
Y como me dispusiera a
demostrarle que lejos de cometer esas barbaridades, no he ambicionado, durante
toda mi existencia, más que ingresar en el Club Social de Vélez Sarsfield:
«Ahora te veo arrodillado en una
iglesia con olor a bodega.
»Mírate las manos; sólo sirven
para hojear misales. Tu humildad es tan grande que te avergüenzas de tu pureza,
de tu sabiduría. Te hincas, a cada instante para besar las hojas que se quejan
y que suspiran. Cuando una mujer te mira, bajas los párpados y te sientes
desnudo. Tu sudor es grato a las prostitutas y a los perros. Te gusta caminar,
con fiebre, bajo la lluvia. Te gusta acostarte, en pleno campo, a mirar las
estrellas…
»Una noche —en que te hallas con
Dios— entras en un establo, sin que nadie te vea, y te estiras sobre la paja,
para morir abrazado al pescuezo de alguna vaca…»
4
Abandoné las carambolas por el
calambur, los madrigales por los mamboretás, los entreveros por los
entretelones, los invertidos por los invertebrados. Dejé la sociabilidad a
causa de los sociólogos, de los solistas, de los sodomitas, de los solitarios.
No quise saber nada con los prostáticos. Preferí el sublimado a lo sublime. Lo
edificante a lo edificado. Mi repulsión hacia los parentescos me hizo eludir
los padrinazgos, los padrenuestros. Conjuré las conjuraciones más concomitantes
con las conjugaciones conyugales. Fui célibe, con el mismo amor propio con que
hubiese sido paraguas. A pesar de mis predilecciones, tuve que distanciarme de
los contrabandistas y de los contrabajos; pero intimé, en cambio, con la
flagelación, con los flamencos.
Lo irreductible me sedujo un
instante. Creí, con una buena fe de voluntario, en la mineralogía y en los
minotauros. ¿Por qué razón los mitos no repoblarían la aridez de nuestras
circunvoluciones? Durante varios siglos, la felicidad, la fecundidad, la
filosofía, la fortuna, ¿no se hospedaron en una piedra?
¡Mi ineptitud llegó a confundir a
un coronel con un termómetro!
Renuncié a las sociedades de
beneficencia, a los ejercicios respiratorios, a la franela. Aprendí de memoria
el horario de los trenes que no tomaría nunca. Poco a poco me sedujeron el
recato y el bacalao. No consentí ninguna concomitancia con la concupiscencia,
con la constipación. Fui metodista, malabarista, monogamista. Amé las
contradicciones, las contrariedades, los contrasentidos… y caí en el gatismo,
con una violencia de gatillo.
5
En cualquier parte donde nos
encontremos, a toda hora del día o de la noche, ¡miembros de la familia!
Parientes más o menos lejanos, pero con una ascendencia idéntica a la nuestra.
¿Cualquier gato se asoma a la
ventana y se lame las nalgas?… ¡Los mismos ojos de tía Carolina! ¿El caballo de
un carro resbala sobre el asfalto?… ¡Los dientes un poco amarillentos de mi
abuelo José María!
¡Lindo programa el de encontrar
parientes a cada paso! ¡El de ser un tío a quien lo toman por primo a cada
instante!
Y lo peor, es que los vínculos de
consanguinidad no se detienen en la escala zoológica. La certidumbre del origen
común de las especies fortalece tanto nuestra memoria, que el límite de los
reinos desaparece y nos sentimos tan cerca de los herbívoros como de los
cristalizados o de los farináceos. Siete, setenta o setecientas generaciones
terminan por parecernos lo mismo, y (aunque las apariencias sean distintas) nos
damos cuenta de que tenemos tanto de camello, como de zanahoria.
Después de galopar nueve leguas
de pampa, nos sentamos ante la humareda del puchero. Tres bocados… y el esófago
se nos anuda. Hará un periodo geológico; este zapallo, ¿no sería un hijo de
nuestro papá? Los garbanzos tienen un gustito a paraíso, ¡pero si resultara que
estamos devorando a nuestros propios hermanos!
A medida que nuestra existencia
se confunde con la existencia de cuanto nos rodea, se intensifica más el terror
de perjudicar a algún miembro de la familia. Poco a poco, la vida se transforma
en un continuo sobresalto. Los remordimientos que nos corroen la conciencia,
llegan a entorpecer las funciones más impostergables del cuerpo y del espíritu.
Antes de mover un brazo, de estirar una pierna, pensamos en las consecuencias
que ese gesto puede tener, para toda la parentela. Cada día que pasa nos es más
difícil alimentarnos, nos es más difícil respirar, hasta que llega un momento
en que no hay otra escapatoria que la de optar, y resignarnos a cometer todos
los incestos, todos los asesinatos, todas las crueldades, o ser, simple y
humildemente, una víctima de la familia.
6
Mis nervios desafinan con la
misma frecuencia que mis primas. Si por casualidad, cuando me acuesto, dejo de
atarme a los barrotes de la cama, a los quince minutos me despierto,
indefectiblemente, sobre el techo de mi ropero. En ese cuarto de hora, sin
embargo, he tenido tiempo de estrangular a mis hermanos, de arrojarme a algún
precipicio y de quedar colgado de las ramas de un espinillo.
Mi digestión inventa una cantidad
de crustáceos, que se entretienen en perforarme el intestino. Desde la
infancia, necesito que me desabrochen los tiradores, antes de sentarme en
alguna parte, y es rarísimo que pueda sonarme la nariz sin encontrar en el
pañuelo un cadáver de cucaracha.
Todavía, cuando llovizna, me
duele la pierna que me amputaron hace tres años. Mi riñón derecho es un maní.
Mi riñón izquierdo se encuentra en el museo de la Facultad de Medicina. Soy
políglota y tartamudo. He perdido, a la lotería, hasta las uñas de los pies, y
en el instante de firmar mi acta matrimonial, me di cuenta que me había casado
con una cacatúa.
Las márgenes de los libros no son
capaces de encauzar mi aburrimiento y mi dolor. Hasta las ideas más optimistas
toman un coche fúnebre para pasearse por mi cerebro. Me repugna el bostezo de
las camas deshechas, no siento ninguna propensión por empollarles los senos a
las mujeres y me enferma que los boticarios se equivoquen con tan poca
frecuencia en los preparados de estricnina.
En estas condiciones, creo
sinceramente que lo mejor es tragarse una cápsula de dinamita y encender, con
toda tranquilidad, un cigarrillo.
7
¡Todo era amor… amor! No había
nada más que amor. En todas partes se encontraba amor. No se podía hablar más
que de amor.
Amor pasado por agua, a la
vainilla, amor al portador, amor a plazos. Amor analizable, analizado. Amor
ultramarino. Amor ecuestre.
Amor de cartón piedra, amor con
leche… lleno de prevenciones, de preventivos; lleno de cortocircuitos, de
cortapisas.
Amor con una gran M, con una M
mayúscula, chorreado de merengue, cubierto de flores blancas…
Amor espermatozoico,
esperantista. Amor desinfectado, amor untuoso…
Amor con sus accesorios, con sus
repuestos; con sus faltas de puntualidad, de ortografía; con sus interrupciones
cardiacas y telefónicas.
Amor que incendia el corazón de
los orangutanes, de los bomberos. Amor que exalta el canto de las ranas bajo
las ramas, que arranca los botones de los botines, que se alimenta de encelo y
de ensalada.
Amor impostergable y amor
impuesto. Amor incandescente y amor incauto. Amor indeformable. Amor desnudo.
Amor-amor que es, simplemente, amor. Amor y amor… ¡y nada más que amor!
8
Yo no tengo una personalidad; yo
soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades.
En mí, la personalidad es una
especie de furunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media
hora sin que me nazca una nueva personalidad.
Desde que estoy conmigo mismo, es
tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de
una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo,
en el corredor, en la cocina, hasta en el W. C…
¡Imposible lograr un momento de
tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera!
Aunque me veo forzado a convivir
en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me
pertenezcan.
¿Qué clase de contacto pueden
tener conmigo —me pregunto— todas estas personalidades inconfesables, que
harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique, por
ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o
con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?
El hecho de que se hospeden en mi
cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no
puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los
repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia… de un
egoísmo… de una falta de tacto…
Hasta las personalidades más
insignificantes se dan unos aires de transatlántico. Todas, sin ninguna clase
de excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por
las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones
que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que tienen que vivir juntas,
¡pues no señor!, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las
opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me
hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome un
paseíto al cementerio. Ni bien aquélla desea que me acueste con todas las
mujeres de la ciudad, ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la
abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta la
madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me levante junto
con las gallinas.
Mi vida resulta así una preñez de
posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas
que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor
determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto
más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que
prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo
que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de
mandarlas a todas juntas a la mierda.
9
¿Nos olvidamos, a veces, de
nuestra sombra o es que nuestra sombra nos abandona de vez en cuando?
Hemos abierto las ventanas de
siempre. Hemos encendido las mismas lámparas. Hemos subido las escaleras de
cada noche, y sin embargo han pasado las horas, las semanas enteras, sin que
notemos su presencia.
Una tarde, al atravesar una
plaza, nos sentamos en algún banco. Sobre las piedritas del camino describimos,
con el regatón de nuestro paraguas, la mitad de una circunferencia. ¿Pensamos
en alguien que está ausente? ¿Buscamos, en nuestra memoria, un recuerdo
perdido? En todo caso, nuestra atención se encuentra en todas partes y en
ninguna, hasta que, de repente advertimos un estremecimiento a nuestros pies, y
al averiguar de qué proviene, nos encontramos con nuestra sombra.
¿Será posible que hayamos vivido
junto a ella sin habernos dado cuenta de su existencia? ¿La habremos extraviado
al doblar una esquina, al atravesar una multitud? ¿O fue ella quien nos
abandonó, para olfatear todas las otras sombras de la calle?
La ternura que nos infunde su
presencia es demasiado grande para que nos preocupe la contestación a esas
preguntas.
Quisiéramos acariciarla como a un
perro, quisiéramos cargarla para que durmiera en nuestros brazos, y es tal la
satisfacción de que nos acompañe al regresar a nuestra casa, que todas las
preocupaciones que tomamos con ella nos parecen insuficientes.
Antes de atravesar las bocacalles
esperamos que no circule ninguna clase de vehículo. En vez de subir las
escaleras, tomamos el ascensor, para impedir que los escalones le fracturen el
espinazo. Al circular de un cuarto a otro, evitamos que se lastime en las
aristas de los muebles, y cuando llega la hora de acostarnos, la cubrimos como si
fuese una mujer, para sentirla bien cerca de nosotros, para que duerma toda la
noche a nuestro lado.
10
¿Resultará más práctico dotarse
de una epidermis de verruga que adquirir una psicología de colmillo cariado?
Aunque ya han transcurrido muchos
años, lo recuerdo perfectamente. Acababa de formularme esta pregunta, cuando un
tranvía me susurró al pasar: «¡En la vida hay que sublimarlo todo… no hay que
dejar nada sin sublimar!».
Difícilmente otra revelación me
hubiese encandilado con más violencia: fue como si me enfocaran, de pronto,
todos los reflectores de la escuadra británica. Recién me iluminaba tanta
sabiduría, cuando empecé a sublimar, cuando ya lo sublimaba todo, con un
entusiasmo de rematador… de rematador sublime, se sobreentiende.
Desde entonces la vida tiene un
significado distinto para mí. Lo que antes me resultaba grotesco o deleznable,
ahora me parece sublime. Lo que hasta ese momento me producía hastío o
repugnancia, ahora me precipita en un colapso de felicidad que me hace
encontrar sublime lo que sea: de los escarbadientes a los giros postales, del
adulterio al escorbuto.
¡Ah, la beatitud de vivir en
plena sublimidad, y el contento de comprobar que uno mismo es un peatón
afrodisiaco, lleno de fuerza, de vitalidad, de seducción; lleno de sentimientos
incandescentes, lleno de sexos indeformables; de todos los calibres, de todas
las especies: sexos con música, sin desfallecimientos, de percusión! Bípedo
implume, pero barbado con una barba electrocutante, indescifrable. ¡Ciudadano
genial —¡muchísimo más genial que ciudadano!— con ideas embudo, ametralladoras,
cascabel; con ideas que disponen de todos los vehículos existentes, desde la
intuición a los zancos! ¡Mamón que usufructúa de un temperamento devastador y
reconstituyente, capaz de enamorarse al infrarrojo, de soldar vínculos
autógenos de una sola mirada, de dejar encinta una gruesa de colegialas con el
dedo meñique!…
¡Pensar que antes de sublimarlo
todo, sentía ímpetus de suicidarme ante cualquier espejo y que me ha bastado
encarar las cosas en sublime, para reconocerme dueño de millares de señoras
etéreas, que revolotean y se posan sobre cualquier cornisa, con el propósito de
darme docenas y docenas de hijos, de catorce metros de estatura; grandes bebés
machos y rubicundos, con una cantidad de costillas mucho mayor que la
reglamentaria, a pesar de tener hermanas gemelas y afrodisiacas!…
Que otros practiquen —si les
divierte— idiosincrasias de felpudo. Que otros tengan para las cosas una
sonrisa de serrucho, una mirada de charol.
Yo he optado, definitivamente,
por lo sublime y sé, por experiencia propia, que en la vida no hay más solución
que la de sublimar, que la de mirarlo y resolverlo todo, desde el punto de
vista de la sublimidad.
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